Marcelo Medone
dedicado
a Luis Alberto Spinetta, plantador de Silver Sorgo
La aguja se me clava en el pulgar y
aguanto el grito. Pero no me importa: era la última puntada. Ya terminé el
traje: un mameluco de pies a cabeza. El
anterior se había desarmado antes de usarlo. Estoy aprendiendo. Soy rápida para
aprender.
—¿Estás bien, Caati?
—me pregunta Roomi, mi pantalla personal, bailoteando a la altura de mi cara.
No me molesto en responderle y me chupo el dedo. Es rica la sangre.
—¿Estás bien, Caati?
—me pregunta de nuevo.
—Sí, no seas
pesada.
La espanto con
la mano como si fuera una mosca amarilla, de las que nos infectan. Me esquiva
sin problemas y vuelve a quedarse quieta, colgada en el aire a menos de un
metro, mirándome en silencio. Se quedó enojada: no le gusta que nos peleemos.
Guardo las agujas,
el hilo y las tijeras en el cajón de la mesita de trabajo, apago el tubo de
cabeza y me lo saco. Me siento en el piso, junto a la cama, con las piernas y
los pies desnudos cruzados en la posición de loto que me enseñó Jiimi. Miro el
techo: descubro una telaraña nueva, que brilla fosforescente bajo la luz azul
de dormir de los reflectores. En el centro, está una araña. Me gustan las
arañas, porque se comen a las moscas. A veces, me quedo horas así, mirando para
arriba, sin hacer nada.
Nadie se dio
cuenta de nuestra pequeña pelea: los que no duermen están ocupados remendando ropa
y reparando aparatos bajo la luz de sus tubos. Los bots restauradores dejaron
de funcionar y las impresoras se
descomponen a cada rato, así que la calidad de las cosas que usamos es cada vez
peor. A veces también Roomi se queda tildada.
Las máquinas no
son lo único que anda mal aquí adentro. El agua de las tuberías sale verde y
caliente: tenemos que filtrarla para tomarla. La sopa tiene gusto a gusanos
muertos y es como tragar arena líquida podrida. Jiimi dice que la sopa es fea
pero que no es tóxica, que es por la guerra, que ya se va a solucionar.
Parecido a lo que vienen contando por las pantallas desde que soy chica. Y ya
voy a cumplir los diez años.
Luusi, que es
una engreída, me dice que soy desnutrida y deforme, por lo flaca, que ni
siquiera voy a poder ser madre cuando llegue a los trece o catorce. Ella ya
tiene once y un cuerpo perfecto lleno de grasa: va a ser la mejor paridora de
nuestra barraca. Además, está practicando sexo con todos los varones que tienen
erecciones positivas: es muy buena en eso. No quiero llegar a vieja como Soofi,
que tiene 24 y está toda encorvada y con la piel llagada. O como Wiili, que
vive tirado en su colchoneta ortopédica: nadie cree que llegue a los 30. Pronto
va a terminar como el viejo Saami, en el procesador de desechos.
Todavía algunos
siguen durmiendo y roncan cada tanto. Falta poco para que se despierten todos.
Además de los ronquidos, desde hace una hora estoy escuchando el ruido de
afuera: el traqueteo de las máquinas nivelando el terreno y sembrando el sorgo
plateado. Están trabajando en turnos reforzados, antes de que nos bombardeen de
nuevo y perdamos todo. Las fábricas producen de a ratos armas y de a ratos sopa.
Todo automático, sin trabajadores humanos. Me gustaría ir a una fábrica y verla
con mis ojos.
Jiimi dice que cuando
termine la guerra vamos a salir a pasear al aire libre. Mi padre me contó lo
mismo antes de que le agarrara la peste de las moscas amarillas que lo dejó
paralizado. Por eso no podemos salir, porque dicen que afuera está lleno de
moscas y de otras alimañas. Jiimi me contó que igual tenía curiosidad por
conocer qué hay afuera de la barraca. Yo le dije que también tenía curiosidad.
Sigo mirando el
techo: una araña luminosa acaba de atrapar una polilla mimética. No sé por
dónde pueden entrar las polillas, porque está todo cerrado. Será por las
compuertas por donde llega el aire: a veces se rompen los filtros. O por los
tubos que traen el agua, cuando se quedan secos porque fallan las bombas.
Ahora que lo
pienso, algunas veces entran moscas y todos ponen el grito en el cielo y
empiezan a matarlas, aunque no todas las moscas son amarillas. Igual que a las
ratas, que también entran, sobre todo cuando caen bombas de fuego. Le pregunté
a Jiimi si podíamos comernos una rata y me dijo que no, porque las ratas están
infectadas, que era mejor tragarse la sopa, aunque tenga gusto a pis. Jiimi no
está tomando la sopa y se está poniendo flaco como yo, pero él casi no tiene
fuerzas y yo sí.
Son las siete
menos diez. Ya puedo escuchar cómo se acercan los camiones repartidores, para
dejarnos su carga de sopa de las siete en punto: pasan una vez por día.
Sin hacer ruido,
me levanto y voy con el traje bajo el brazo hacia el frente de la barraca, donde
está el alimentador, en la mitad del muro blindado que nos protege. Roomi me
sigue sin decir nada, con su pantalla titilando en modo de descanso.
Hace una semana
que estoy esperando mi oportunidad. Siempre estoy rodeada de madrugadores
hambrientos. Pero ahora están distraídos viendo cómo está pariendo Miini, que
no para de quejarse. Dicen que van a ser gemelos, porque tiene una panza enorme.
Hace mucho que no tenemos bebés: por eso están todos alborotados, sobre todo
Luusi, que le da indicaciones a los gritos a Miini de lo que tiene que hacer.
Entonces, llega
el camión, que se enchufa al alimentador. Haciendo un ruido a engranajes rotos,
empieza a descargar la sopa en el volquete de afuera, que gira despacito para
volcarla en el depósito de adentro. Por encima del volquete aparece una
abertura, una rendija horizontal que atraviesa el muro, por la que apenas puede
pasar una persona menuda y flaca como yo.
El camión
termina de descargar la sopa, se desenchufa y se va, haciendo temblar todo. Tengo
siete segundos antes de que se cierre la abertura: ya le tomé el tiempo.
Lo más rápido
que puedo, me meto en el mameluco, ajusto la capucha, subo la cremallera hasta
el cuello, tomo impulso y me tiro de cabeza a través de la rendija. Forcejeo un
poco y logro avanzar. Roomi intenta seguirme, pero es muy grande: golpea contra
el frente de la abertura y cae en el depósito. Se hunde adentro de la sopa.
Detrás de mí
oigo exclamaciones: no sé si son por el nacimiento de los gemelos o porque
alguien se dio cuenta de mi escape y está dando la alarma. Adivino las voces de
mis hermanos y de mis sobrinos. Por encima de todo, suena la voz chillona de
Luusi.
Por fin, zafo de
la rendija y caigo hacia afuera. Un segundo después de que toco el suelo, el
volquete regresa a su posición original, sellando la comunicación de la barraca
con el exterior. Ahora no puedo oír nada que venga de adentro. Solamente siento
el rugido del viento helado que sopla en mi cara. El camión repartidor se aleja
cada vez más en una nube de polvo y se junta con las máquinas sembradoras, allá
en el fondo.
Me pongo de pie
y empiezo a caminar, alejándome en línea recta. Camino y piso piedras filosas,
trozos de vidrio y de metal, que me lastiman los pies descalzos dentro del
traje: no me di cuenta de fabricarme unos zapatos. Me duelen los músculos de
las piernas: será porque nunca camino. Además, tengo frío y tengo miedo de
pisar una rata. Por suerte, no veo ninguna. Tampoco hay moscas ni nada que se
mueva. No sé si eso es bueno o malo. Es un milagro que aquí crezca algo.
Miro a lo lejos,
muy lejos y me mareo de tanto espacio vacío. Al fondo, el sol ya empezó a
subir. Es lindo mirarlo. Es mejor que en las pantallas.
Me falta el
aire: tengo miedo de que esté envenenado. Igual, inflo mis pulmones. Me arden
la nariz y la boca. Me lloran los ojos y me duele mucho la cabeza.
Me detengo junto
a una zanja y me pongo a toser como loca: escupo un montón de sangre. Me vienen
ganas de vomitar. Por suerte no tomé sopa desde ayer.
Pienso en Jiimi.
Me gustaría que estuviera ahora conmigo. Lo extraño mucho. Tendría que haberlo
esperado. No sé. Prefiero no pensar. Es bueno no pensar.
No miro para
atrás. Nunca miro para atrás. Adelante está el futuro. Mi futuro.
No me quedan
fuerzas, pero sigo caminando, en dirección al sol, que está cada vez más lejos.
Yo también estoy cada vez más lejos.
Nadie va a venir
a buscarme.
Luusi tiene razón:
no creo que llegue a ser madre.
(Publicado en septiembre de 2020 en la revista
Supraversum,
Paraná, Entre Ríos,
Argentina.)
Me parece un cuento excelente, no tiene desperdicio!
ResponderEliminarHola. Soy Fidel. Un cuento muy bien planteado y resuelto. Felicitaciones al autor y al editor.
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