jueves, 20 de octubre de 2022

CUARTETO DE CUERDAS - 004

 

El anciano violinista

Sergio Gaut vel Hartman Laura Irene Ludueña

Antonia Pasqualino & Oscar De Los Ríos




 

Me mudé a este edificio el 24 de marzo de 2025. Mi estado de ánimo no era de lo mejor, ya que las catástrofes a escala planetaria aumentaban en progresión geométrica. No hay vuelta atrás, me dije. Nada ni nadie podrá revertir este proceso. Mientras caminaba por la habitación, analizando si me emborracharía bebiendo completa la botella de ouzo Metaxa que me había regalado Dimitros Titakis o si usaría todos los comprimidos de Seconal que quedaban en el pastillero para pasar del otro lado, oí una música extraña procedente de la buhardilla que tenía justo encima, una melodía arrancada a un violín que poseía todos los atributos de lo mágico. Me dejé caer en mi viejo sillón y permití que la música me arrullara hasta quedar dormido. El ouzo y el Seconal fueron los que pasaron del otro lado.

A la mañana siguiente interrogué a la vieja encargada del edificio, la señora Clementina, acerca de la identidad del intérprete de la música que me había cautivado

—Es un viejo violinista de origen judío —me respondió—. Sobreviviente de Auschwitz. El violín es su única familia.

Moví la cabeza, asintiendo. Y mi pregunta surgió espontánea, casi involuntaria.

—¿Podría conocerlo? Me interesa mucho.

La señora Clementina se encogió de hombros; por lo visto no le importaba demasiado el asunto, sin embargo, su respuesta fue desconcertante.

—No creo que le interese conocerlo a usted. Imagina que todas las personas son nazis que buscan la oportunidad de enviarlo a la cámara de gas.

Debía saber que el poder de su música me había librado de la muerte. Así que a la mañana siguiente volví a la carga.

—Disculpe, señora Clementina, ¿podría decirle al violinista que una persona quiere conocerlo?

—Ya le dije que es inútil; no va recibirlo. Hace años que nadie lo visita. Su única compañía es el violín.

—Dígale que soy el nieto de un sobreviviente del mismo campo donde él estuvo. Mi abuelo me habló de alguien que tocaba el violín en los días de cautiverio.

La mujer parecía no creerme, pero al ver la angustia y la desesperación en mis ojos no tuvo otro remedio que aceptar.

—Está bien, lo intentaré. Pero no le prometo nada.

A la mañana siguiente Clementina golpeó mi puerta y se limitó a decirme que el anciano me esperaba en su buhardilla esa tarde a las cinco. Confieso que la confirmación de la cita me inquietó un poco. Tendría que seguir sosteniendo la mentira, aunque si había aceptado significaba que algo de verdad había en mis inventos para conseguir el encuentro.

Me bañe y me cambié de ropa. Tenía que mostrar un aspecto presentable, además fui a la panadería y compré unas facturas para compartir con el violinista. Toqué la puerta a las cinco en punto; él la abrió sin mediar palabra. Tenía frente a mí a un hombre alto, encorvado por la edad, de cabello y barba blanca que me miraba intrigado.

—¿Quién eres? —inquirió como único saludo.

—Soy Mauricio, vivo en el departamento de abajo, escuché su música y me conmovió tanto que quise conocerlo. —El anciano me miró intensamente por un par de minutos y luego me permitió el paso. Su departamento no era más que la buhardilla del edificio que había sido adaptada como vivienda a fines del siglo pasado, según me contó Clementina. Era un espacio pequeño pero muy bien iluminado, con una terraza llena de plantas y una vista magnífica de la ciudad. Miré todo con disimulo esperando que él comenzara una conversación. Ya había decidido no intensificar la mentira. Aunque como no conocía mi origen porque había crecido en una casa de acogida, quizá sí había tenido un antepasado en algún campo de concentración.

—¿Cómo dices que se llamaba tu abuelo? —preguntó con voz ronca señalando la única silla desocupada que había, mientras él se sentaba en un sillón destartalado.

—No voy a mentirle, desconozco el nombre de mi abuelo, en realidad, desconozco todo sobre mi familia. Crecí en un orfanato, aunque intuyo que mi origen es judío. Me llamo Mauricio Cohen.

—¿Qué quieres de mí? —inquirió asustado el anciano poniéndose de pie como si fuera a despedirme.

—¡Espere! Le diré la verdad. Estaba angustiado, a decir verdad, desesperado, dudando si valía la pena continuar mi vida, pero lo escuché y su música me llegó al alma, fue como si de pronto, todo tuviera sentido.

Los ojos del anciano, antes temerosos y desconfiados, se mostraron dulces y amistosos. El súbito cambio en su conducta actuó en mi ánimo de una manera extraña, que no sabría explicar; sentí que ya nos conocíamos. Sin volver a dirigirme la palabra se encaminó a la cocina, para regresar al rato con el servicio de té que apoyó en una mesa ratona. Volvió a ausentarse por otro momento y regresó con un ajado álbum de fotos. Sirvió el té y me alcanzó la infusión.

—Es más de lo que recibían en Auschwitz, antes de ir a la cámara de gas —me dijo en tono serio. Luego, como una prolongación de sus palabras, me acercó el álbum—. Es uno de los libros de registro, cuando dejé el campo de concentración lo llevé conmigo. Mírelo, tal vez se reconozca en la foto de su abuelo.

Tomé el álbum y el temblor de sus manos pasó a las mías. Las imágenes se sucedieron hasta que una lágrima escapó de mis ojos cayendo sobre una fotografía en sepia.

—Veo que lo encontró. Permítame que toque como homenaje. —Al decir esto el violín ya estaba en sus manos—. Cada vez que un grupo iba a la cámara de gas ejecuté el réquiem de Mozart; esto les servía para enfrentar el horror que les esperaba.

 

—¿Usted nos llamó? —le preguntó el policía a la encargada del edificio.

—Sí. El inquilino del sexto E, está muerto en su departamento.

—¿Vio o escuchó algo extraño?

—No extraño, sino particular. La melodía del violín del anciano suena más hermosa y triste en estas noches.

CUENTO AL CUADRADO - 016

 

No matarás

Irma Elvira Tamez, Eri Echilley, 

Dora Gómez Q & Sergio Gaut vel Hartman




 

Este tipo de cosas se hacen sin pensar o no se hacen; alzó la mano y la dejó caer con toda su ira. Una vez dada la primera cuchillada las demás llegaron solas; mientras lloraba amargamente clavaba el cuchillo una y otra vez, recordándole a gritos cada una de las ofensas y golpes que ella había recibido de él y otras tantas para descargar el resentimiento que sentía contra su abuelo. Luego de contemplarlo azorada en aquel charco amplio de sangre, sus ojos no dejaron de llover; llevaba en sus entrañas un mar de dolor y tristeza que no había podido vaciar.

Se sentó durante un largo rato, se sirvió una copa de vino y brindo con aquel hombre ya sin vida. Habían pasado más de cinco horas cuando recuperó un poco la lucidez; tenía que tomar otras decisiones, como qué haría con el cadáver, por ejemplo. ¿Guardaría el secreto? ¿Por cuánto tiempo podría callar el hecho? En algún momento habría alguien preguntando por él, buscándolo… ¿Cuánto tiempo podría acallar su conciencia sin volverse loca? Repentinamente vino a su cerebro una frase que repitió tantas veces en la iglesia católica a la que asistía: no matarás, la repitió una y mil veces más. Oró de rodillas, pidió perdón a Dios, pero ya era hora de actuar, no podía quedarse así. Tomó su bolso, la biblia y se encaminó hacia la iglesia, donde llevaba una estrecha relación con el padre Carlos, su confesor. Caminó lentamente, pensando, analizando; aún había tiempo de arrepentirse, de huir.

—Padre Carlos; he pecado…

¿Podría decirle eso? ¿Confesar? Confesar es una palabra de múltiples caras, por lo menos dos. Porque no es lo mismo abrirse a Dios, aceptar que se ha pecado, que admitir ante los inclementes policías que finalmente una se ha atrevido a limpiar con sangre los maltratos y abusos del pasado. Dios perdona, la Ley, no. De eso estaba segura. Si huyo finalmente me atraparán y el maltrato seguirá, esta vez por parte de los carceleros. Más abuso, probablemente seré violada por más de uno de esos brutos en una celda maloliente. En cambio el padre Carlos… El me abrirá la puerta del Cielo y me pondrá en contacto con nuestro Señor, el que todo lo perdona. Pero ¿no fue Él quien dio el mandato? No matarás, dijo. No es el primer mandamiento, pero debería serlo. ¿Y no debería ser el segundo “no abusarás de tu nieta”? ¿Y si los mandamientos fueron hechos por los hombres y no por Dios? Parirás con dolor no es un mandamiento, es algo más que eso, es otra violación. Pero no porque no pueda aceptarse una ley biológica, sino porque un hombre lo puso en palabras, condenando a la mujer. Entonces, ¿es Dios un hombre?

Vaciló una vez más, a mitad de camino entre la iglesia y el cuartel de policía. ¿Qué es peor? ¿Los salvajes que me profanarán en la celda o ser profanada por un Dios de los hombres que organizó el mundo de tal modo que las mujeres vivimos para ser mortificadas? 

Finalmente decidió ir a la iglesia.

—Padre Carlos, ¿me puedo confesar ahora?

—Por supuesto —dijo el cura señalando el confesionario.

—He pecado padre, maté a mi abuelo.

—¿Oí bien, mataste a tu abuelo?

—¡Sí, le di muchas puñaladas, porque era un abusador y me tenía harta! —contestó casi gritando.

—¿Y qué hiciste luego?

—Lloré, padre, brindé con el cadáver también, estaba feliz porque ya no me molestaría, y triste porque era mi abuelo. Ahora quiero que Dios me perdone. ¿Lo hará?

—Por supuesto, Dios tira todos tus pecados al fondo del mar, y ya no los recuerda. Pero para eso tienes que arrepentirte, y luego tendrás que perdonar a tu abuelo.

—¡Ni loca, me voy de acá! ¿Y qué va a hacer, denunciarme?

—No, no puedo develar lo que dijiste en confesión.

Salió corriendo hacia la calle, caminó sin rumbo. En el reflejo de una vidriera vio que tenía la cara salpicada de sangre. Se limpió con la manga de la campera.

“Cuántas cosas estúpidas hice. Ni Dios me quiere”, pensó. No sabía por qué había puesto una biblia en el bolso, ni era momento para pensar en los derechos de la mujer; debía resolver la situación.

De repente, con un lúcido instinto humano de supervivencia, volvió a la casa.

Quizá aun podía hacer algo para no ir presa. ¿Quién iba a creer que una samaritana, católica practicante, hubiera asesinado al abuelo? El único que lo sabía era el cura. Pero ya habría tiempo para pensar en eso.

El viejo estaba sentado. Su cara agrietada parecía mirarla con resignación. El olor. Quién podría olvidarse de ese olor. La justicia por mano propia a veces huele como un pedazo de carne cruda al sol, el peor día del verano. Las moscas bailaban alrededor del cuerpo. Los orificios de las cuchilladas eran agujeros de gusanos, portales dimensionales hacia el Averno. En la mesa, el mar rojo dibujó un lamparón. El vino de la última cena.

Lo contempló un buen rato. ¿Yo lo maté? ¿Él se mató?, se preguntaba incesantemente. De golpe, montó en cólera como si le hubiera caído la ficha, empezó a sacudir el saco de carne vieja de acá para allá. ¡Dale, hijo de puta, toca a la nena si podés! ¡Ponele una mano encima ahora!, le gritaba exacerbada.

 El horizonte se deglutía una naranja. La noche lentamente se apoderaba de todo a su paso. La oscuridad y el silencio se harían uno, amenizando la futura cena de las larvas. Lo sabía, iría a la cárcel, pero ya no le importaba tanto, ya no tenía miedo de las vejaciones que podría sufrir allí. Qué le iba a importar si siempre había vivido bajo el cinto del viejo. Ya vivía en una cárcel. Ahora solo podía esperarle la tranquilidad de saber que había librado al mundo de un hijo de puta. Sonrió desencajada, mientras el reflejo azul de las sirenas le dibujaba intermitencias en las pupilas. En estos tiempos, no hay que confiar ni en la sotana, reflexionó.