sábado, 30 de julio de 2022

CUENTO AL CUADRADO - 001

 Mutaciones

Marcela Iglesias Víctor Lowenstein 

Guillermo Lamolle & Sergio Gaut vel Hartman

Tras la declaración de Yeilek volvió a reinar el silencio durante algunos segundos. Y si bien la suspicacia y la irritabilidad del biólogo lo tenían harto, Burnek consideró que estaba obligado a darle una respuesta adecuada y sensata. 

—En estas circunstancias —comenzó diciendo, con un tono de voz sereno—, cuando solo existen cuatro o cinco personas capaces de dar una respuesta mínimamente confiable a los interrogantes planteados, usted debería callarse la boca y elegir alguna de las múltiples formas de salir de escena. Puede irse a pescar, dedicarse a coleccionar estampillas y monedas, salir de copas o meterse un tiro en la cabeza. ¿Comprende lo que estoy diciendo? —En ningún momento de su alocución Burnek había alzado la voz ni realizado un gesto ampuloso. Pero eso no fue óbice para que Yeilek se pusiera rojo como un tomate y apretara los puños, listo para abalanzarse sobre el físico.

—Lo estás provocando, Burnek —dijo Motiek poniéndose de pie—. Vas a lograr que pierda el control.

—Eso es lo que estoy buscando. ¿No es cierto, Yeilek, que usted sabe cuál es mi intención?

—¡Hijo de puta!

—Yo puedo provocarlo y usted puede enojarse hasta alcanzar niveles nunca conocidos en la Federación. Pero eso no cambiará el hecho básico y fundamental: no sabemos cómo enfrentar la mutación de la bacteria y si no logramos dar con la solución todos y cada uno de los habitantes de la colonia morirán, no sin antes sufrir dolores inauditos. Y usted, aunque alardea, no sabe nada.

—Estás equivocado Burnek —dijo Motiek aún de pie—. Yeilek está aquí porque fue quien se dio cuenta de la existencia de la bacteria. Modera tus palabras.

—Yo no he utilizado improperios, Motiek, sin embargo, Yeilek sí.

—¡Basta!, todos. ¿No se dan cuenta que cada minuto perdido significa el fin de la colonia? Regresemos al principio.

Todos se silenciaron; la doctora Darnek tenía razón.

—Yeilek, vuelva a comenzar su informe. Solo hechos por favor, omita sus opiniones.

—Está bien, doctora, gracias.

En veinte largos minutos Yeilek leyó el informe presentado a las autoridades, alertando la presencia de patógenos mutados en las muestras enviadas por la colonia al Hospital General y sus conjeturas respecto a que las actividades de investigación realizadas en la colonia habrían provocado las mutaciones vistas. Evitó sus comentarios personales, tal como le había pedido Darnek. Sin embargo, Burnek, que ya estaba sobrepasado se dirigió a la comisión:

—Correcto, Yeilek descubrió los patógenos, pero ¿qué más? ¿Quiere felicitaciones? Lo felicito. Pero no tenemos soluciones. ¿Cuánta más gente de la colonia debe morir para poder enfrentar a la bacteria? ¿Es necesario echarle la culpa a la misma gente que está enfermando?

—No podemos seguir así, Burnek, retírese de la sala. Usted no nos permite avanzar. Motiek, llévese al representante de la colonia.

En ese instante, Motiek se levantó para obligar a Burnek a retirarse, quien no se dejó tocar y miró a todos los presentes.

—Ustedes serán los culpables —sentenció.

Hubo unos instantes de silencio, tras los que Burnek se retiró con un paso provocativamente lento.

—Volviendo al tema —se apresuró Yeilek, antes de que alguien comentara algo sobre la infantil reacción del físico—, me gustaría dejar claro mi pensamiento, desde mi condición de biólogo. No es fácil encontrar la cura a una enfermedad nueva, aún en estos tiempos. No tenemos forma de huir, ni de recibir ayuda a tiempo. Deberemos trabajar juntos, sin descanso, y aun así, esperar un golpe de suerte. De lo contrario…

—Sí, eso: de lo contrario —completó Darnek— no habrá nadie a quien proteger de la bacteria, que se extinguirá naturalmente al no poder reproducirse. Pero prefiero no pensar en esa opción.

—De acuerdo. Corremos contra el tiempo y es muy poco probable que logremos ganar esta carrera usando métodos convencionales. ¿Alguna idea? —preguntó Motiek.

—Disculpen —dijo una voz desde la puerta—, me quedé escuchando. Pido disculpas por mi berrinche de hace un momento. Creo que puedo postergar mi enojo para después, si es que hay un después. Se me ocurrió una idea. Es un poco descabellada, pero... —El biólogo abrió la boca pero la volvió a cerrar, al sentirse atravesado por la mirada de la doctora Darnek— …tal vez podría funcionar. Después de todo, no tenemos opciones.

—Adelante, cuéntenos.

—Es difícil de explicar, pero creo que la variante actual de la bacteria surge como adaptación a las peculiares condiciones de este planeta. Recuerden que cuando llegamos señalé que los instrumentos mostraban algo raro.

—Explíquese —exhortó Motiek.

—Verán…—Burnek hizo una pausa y luego inició su discurso—. He escuchado atentamente el informe del biólogo al igual que los de los demás científicos que participaron de la investigación de las muestras enviadas al hospital. Creo tener alguna autoridad para dar opinión. —Hasta Yeilek puso atención. Burnek se mostraba razonable y su prólogo prometía alguna teoría esperanzadora. El físico prosiguió—: Las muestras de células conteniendo esos agentes infecciosos fueron sometidos a diversos experimentos con fines de estudio. El más extraordinario fue el bombardeo microscópico de calor que demostró su baja resistencia a esas condiciones, aplicadas conjuntamente. Los bombardeos intermitentes provocaron alteraciones del colectivo patógeno. En otras palabras, el calor los estresa de tal modo que tienden a reproducirse y morir en poco tiempo.

  —¿Y? —lanzó Motiek.

—Y… que si cada infectado gasta suficiente energía propia, esta se encargará de debilitar a la bacteria, suponemos que hasta matarlo…

—Es una suposición plausible —afirmó la doctora Darnek—.  ¿Qué tipos de ejercicio de desgaste debería hacer la población para curar… o prevenirse?

—Calistenia. Aerobismo. Sexo a toda hora.

—No bromee, doctor.

—No lo hago, créanme. Es una verdad verificada científicamente.

Sin objetar nada, la doctora se excusó y fue a comunicarle al director de salud las nuevas directivas destinadas a la población.

Pero regresó a los pocos minutos y les pidió a Burnek, Yeilek y Motiek que la acompañaran hasta su casa. Deseaba experimentar por sí misma si aquella medicina preventiva sugerida podía dar el resultado que estaban necesitando…


CUARTETO DE CUERDAS - 001

Una dama en peligro

Xelo Torres Laura Irene Ludueña 

Oscar De Los Ríos & Alicia Álvarez


fotografía de Nicole Rani


Arribé a Viena para jugar el campeonato europeo de ajedrez blitz, y mi mayor preocupación era no perderme en una ciudad desconocida. Tampoco dominaba el idioma por lo que hubiera bastado con pasarme una cuadra para no llegar jamás a destino. Por suerte, en el hotel había un plano del centro de la ciudad. Observando la ubicación del edificio de la Federación de Ajedrez comprendí que si caminaba seis cuadras derecho y luego, al doblar, hacía otras cinco, moviéndome en espiral, llegaría sin contratiempos a la sala de torneo. Si me pasaba de largo bastaría con desandar el camino. Sería como dar cuerda a un reloj. Esta metáfora solo logró ponerme nervioso: me recordó que el reloj de ajedrez se pone en marcha aunque el jugador no esté presente.

Apliqué este método y, al trasponer la puerta del edificio escuché que sonaba la ópera Otelo. A pesar de llegar con el tiempo justo, me detuve emocionado cuando Desdémona levanta la voz al morir. En ese mismo instante comprendí que no era un reloj, sino una caja de música a la que alguien le había dado cuerda. Me sentí identificado con Otelo; yo también estaba en tierra extraña y mi dama se expondría a constantes peligros. Recordé el argumento de la obra y me pregunté: ¿habrá un traidor en mis filas? ¿Quién podría ser? Las respuestas estaban en la ópera.

 En el ajedrez no existen la casualidad o el azar. ¿Que pasaría cuando me tocaran las piezas blancas? Seguía escuchando en mis oídos la maravillosa ópera de Verdi. ¡Ah Otelo! No pudiste controlar tu ira como si yo, cuando me desconcierta una jugada, saliera dando palazos de ciego al tupido árbol de las variantes. La gente cree que ser ajedrecista es sinónimo de gran inteligencia e incluso de genialidad. No saben que, desgraciadamente, hay pocas pruebas que avalen esa teoría.

Si en algo me destaco, no es en cómo analizo las jugadas, sino por mi intuición. Ella me lleva a descartar en segundos la inmensa mayoría, para elegir la mejor.

 Una vez en la sala de juego busqué la mesa con mi nombre, mientras la euforia de estar en el torneo que determinaría quién, como campeón europeo, clasificaría para el próximo interzonal en el que se elegiría al desafiante del campeón del mundo de partidas rápidas, aceleraba el ritmo de mi corazón. Aquí se desarrollaría la encarnizada lucha.

Como en la ópera, ¿representaríamos en la competencia la tragedia de las debilidades humanas?

Era momento de iniciar el ejercicio de concentración que solía hacer antes de cada partida. Por más que me relajé y concentré, no podía apartar a Desdémona de mi mente, cantando antes de morir. ¿Sería una premonición? En mis partidas, la dama debía vivir para que yo obtuviera un buen puntaje en el torneo. Haría valer su capacidad de atacar de manera directa y destruir las defensas de mis oponentes. Sabía que no me iba a defraudar. Yo no era Otelo, creía en mi dama, y con esa confianza inicié la primera de mis partidas. Esa, y la siguiente, transcurrieron sin sobresaltos, en el clima predecible de sonidos que se van diluyendo a medida que uno enfoca la atención en el juego.

Sin desmerecer a mis contrincantes debo admitir que en esa primera jornada mi intuición estaba alineada con mi habilidad. Le gané a mis dos primeros contrincantes y me sentí preparado para la próxima partida. Cuando llamaron a un receso no me moví de mi lugar. Había advertido que un par de jugadores cambiaron las sillas para robar la suerte de su oponente. Yo lo había hecho en una oportunidad y me dio resultado; aunque lo más acertado es que fuera esa palabra en la que los jugadores de ajedrez no creemos. En la tercera partida había obtenido el dominio de la casilla d5; mi intuición me decía que sería decisiva para ganar, cuando ocurrió algo inesperado: se activó una alarma de inusitada intensidad. La chicharra parecía ir creciendo en decibeles, al tiempo que una cadena de carteles de neón, iluminaban intermitentes la inscripción FIRE.

 Llegué a observar a lo lejos otros dos carteles que indicaban EXIT, y debajo de ellos una cantidad de gente precipitándose para salir, posiblemente los jurados y supervisores. Recién allí percibí con dificultad la situación general, cuando mis ojos comenzaron a lagrimear por el humo y me faltó el aire. El panorama era el de un hormiguero recién aplastado: a falta de lazos habituales, cada quien hacía lo que podía, pero presos del caos y la desorganización. Tanteé el maletín que estaba en el piso, tomé el celular y fotografié la posición que yo creía me era tan favorable. Serviría de prueba si se reanudaba el torneo. Antes de intentar escapar del siniestro observé la foto. Quedé aterrorizado. En el lugar de dama blanca estaba Desdémona; mientras que el rey negro era Otelo, blandiendo una espada. Con un rápido movimiento arranqué a Desdémona del tablero; hasta sentí el filo de la espada de Otelo cortar el aire. Huí apretando a Desdémona contra mi corazón.

En un instante toda la sala se llenó de humo. Muchos de los asistentes que habían salido en cuanto empezó a sonar la sirena, se encontraban en el suelo dando bocanadas, en busca de un aire menos contaminado que respirar. Yo me había quitado la chaqueta, utilizándola de mascarilla para respirar a través de la tela, pero cada vez costaba más. Con cada inhalación, el humo iba penetrando más y más en los tejidos. El olor y sabor a quemado se incrustaba en la nariz y la garganta, fagocitando el oxígeno a su paso. Una sensación de mareo empezaba a nublar mi mente mientras Otelo sonaba en mi cabeza, cada vez con mayor intensidad. Tener a Desdémona a mi lado era lo único que me mantenía con fuerzas para buscar una salida. Los cadáveres se iban amontonando dentro del local, cada vez era más difícil avanzar, cada vez el hueco era menor y la sensación de agobio aumentaba. Caí al suelo sin sentido.

Fue el canto de una mujer, según dijeron los bomberos, lo que los guió a mi lado; aunque nunca la hallaron. ¿Cómo lo harían si la tenía incrustada en mi corazón?