jueves, 26 de agosto de 2021

ARGUMENTAR EN TIEMPOS DE PANDEMIA

José Luis Velarde


Las crisis que agobian a la humanidad entera se reunieron en un foro especial celebrado en las cavernas Veryovkina, a más de dos kilómetros de profundidad en las montañas del Cáucaso ubicadas en Georgia, para analizar el desempeño colectivo entre el 2020 y el 2021. Las primeras crisis en tomar la palabra expusieron un recuento favorable por las múltiples erosiones causadas en individuos, empresas tan poderosas como países y países tan débiles como individuos tras la eclosión de un virus de exagerada mutabilidad e inmortalidad aparente. Privilegiaban a un transformista capaz de superar las diversas vacunas que pretendieron eliminarlo, aunque sólo dejaran tras de sí victorias aparentes. En año y medio fue declarado endémico ante la impotencia de la industria farmacéutica para crear fórmulas que pudieran exterminarlo. Los organismos responsables de la salud pública se confirmaron incapaces de obtener antídotos que pudieran aplicarse en los menores de dieciocho años con la prontitud necesaria. Los gobernantes se vieron obligados a reanudar las actividades públicas en espera de la inmunidad de rebaño. La población hastiada de los meses de encierro y restricciones emprendió festejos que pronto incrementaron los contagios incluso entre la población ya vacunada.

Las ponencias fueron leídas entre aplausos hasta que llegó el turno de Crisis Moral, una participante que solía exceder las atribuciones reglamentarias, pues en vez de provocar el desaliento de manera consistente solía otorgarse facultades para juzgar el desempeño de las diversas instancias inscritas en la Asociación de crisis polivalentes para el deterioro humano (Acripodehum). Su mera presencia fue recibida con abucheos, pues desde los tiempos del diluvio había manifestado su pesadumbre, por considerar que destruir a la mayor parte de los seres vivos constituía un castigo terrible y una lección innecesaria. A nadie agradaban las opiniones que contrariaban las disposiciones generales dictadas por el organismo colegiado y Crisis Moral solía hacerlo, pero sus peores enemigos siempre encontraron difícil expulsarla, incluso en los días de Sodoma y Gomorra o durante las guerras mundiales y otras campañas de exterminio, pues el tema dejado bajo su control nunca necesitó demasiados estímulos para provocar desaliento en cualquier ámbito o persona. Crisis Moral obtenía las mejores calificaciones y destacaba entre sus pares. Era repentina e impredecible. Sus congéneres temían que, entre todas, fuera la única, porque desataba crisis emocionales, financieras, sicológicas, laborales, educativas, epilépticas o de cualquier otra índole. Podía ser generalizada o focal como una aguja punzante en un punto específico de sus víctimas o sus compañeras de oficio. Sembrar dudas le resultaba natural y por donde iba solía crecer el dolor incluso a partir de reflexiones diminutas y apariencia inofensiva.

En diversas ocasiones se había demeritado su mera existencia por considerar innecesario contar con una crisis tan dada a la compasión y a criticar el trabajo de sus colegas que la oían con hartazgo.

—Los seres humanos parecían encaminarse al colapso procedente de la irracionalidad colectiva, el descontrol de los natalicios y los incontables abusos cometidos en contra de la naturaleza, sobre todo a partir de la Revolución Industrial surgida en los años finales del Siglo XVIII.

Crisis Moral alzó la mirada ante algunos abucheos. Por un momento pareció abandonar el podio. Su voz la contradijo al manifestar con firmeza.

—Cierto es que la endemia y el desaliento provocado por muchas de las crisis que hoy escuchan mis palabras son entidades poderosas. Tanto que podrían matarnos sin imaginarlo siquiera.

Las participantes apenas rozaron el sentido de lo dicho por la ponente.

—Las conmino a recordar que existimos para evitar que los hombres sueñen ser dioses. Nuestra misión consiste en mantenerlos dentro de los sueños alcanzables y la cordura de cualquier criatura mortal, aunque cierto es que las razones fundamentales terminaron extraviadas en un hálito de maldad generalizada. Por eso hoy convoco a todas ustedes para que revisen sus conceptos y reconsideren si desean morir junto con la especie humana.

El recinto se adentró en las profundidades del abismo cuando las crisis reflexionaron sobre lo dicho y las sombras intercambiaron posiciones y murmullos hasta extender el silencio.

—Regocijarnos por un colapso generalizado involucra extinguirnos. Ninguna de nosotras podrá subsistir sin los humanos.

Desde las profundidades de la caverna resonó la voz siempre inestable de Crisis Nuclear.

—Podremos reanudar nuestras actividades en cualquier parte del universo donde quiera que haya seres inteligentes —afirmó proteica en el mismo instante que un conflicto de credibilidad la invadía para dejarla sin argumentos.

Crisis Cultural intervino para complementar lo dicho por su compañera:

—Yo lo dudo. No llegaremos a otros mundos con sólo imaginarlo. Hasta hoy nuestro recorrido más largo fue compartido con astronautas hayan vuelto o no. Y de emprender el supuesto viaje interestelar que sugiere nuestra amiga radioactiva, las invito a reflexionar sobre las características de los destinatarios. ¿Si los seres humanos respiran oxígeno ya pensaron cómo podría manifestarse la vida en otros mundos? Tomen distancia de la química del carbono, olviden las formas humanoides. Imaginen globos de fuego como los descubiertos por el padre Peregrine narrado por Ray Bradbury. En aquellos seres el sacerdote encontró la inutilidad del ministerio de bondad que lo alentaba, pues al ser luz carecían de pecados en espera de redención. Eran puros por naturaleza y elección propia. Aquella historia ocurrió en Marte y nosotros no tenemos forma de viajar, aunque nos pese, sin los seres humanos. Nunca supimos de entidades semejantes a nosotros que no fueran narradas en novelas o ensayos de origen terrestre.

Crisis Espiritual fue la primera en notar cómo Crisis Depresiva asumía el control de sus congéneres. Una a una, padecieron los efectos que durante tantos años habían alimentado; se derrumbaron ante la incertidumbre, el dolor, la melancolía, el pánico y el rumor de una enfermedad desconocida para ellas. Cuentan algunas sobrevivientes que sufrieron los achaques causados por un virus transmitido por Crisis Moral durante una reunión celebrada en alguna caverna europea. Sorprendidas, aún intentan recuperarse, pero el resurgimiento luce imposible, conforme descubren entre ellas mutaciones que nunca imaginaron. Vicisitudes destinadas a recordarles que son tan perecederas como los padecimientos y anhelos divinos de los hombres extraviados en la inmensidad del universo.



martes, 24 de agosto de 2021

UN TESORO ESCONDIDO

Débora Mayol Parodi



Aquella tarde de domingo, quizás por ser la más fría de la semana, comencé revisando los estantes del ropero y separé aquello que no usaba más. Acomodé la ropa por estaciones, por colores y luego ordené los estantes de arriba donde estaban las cajas colmadas de recuerdos, de fotos, y tarjetas. Por simple curiosidad empecé abrirlas, hasta que me encontré con la cajita musical de mi madre. Con un poco de cuerda empezó a sonar la dulce melodía de “Para Elisa”, mientras escuchaba descubrí en su interior una pequeña nota. Estaba escrita de puño y letra, inconfundible: era suya. En plena debacle existencial apareció ese papel amarillento como una luz de esperanza. Necesité ese abrazo cálido que solo ella me sabía dar y me pareció escuchar su voz:

“Nunca guardes odio en tu corazón, debes perdonar y olvidar, para que la vida no te sea tan amarga. El dolor enseña sin importar la edad. Disfruta cada momento como si fuera el último, siempre hay errores y nuevos aprendizaje”. Me puse a lagrimear y no pude terminar de leer la nota.

En mi memoria atribulada recordé cada detalle que me hacía amarla tanto, desde sus comidas bien condimentadas, como las salsas, el locro o el mondongo. El mate calentito esperándome sin importar la hora en que llegaba y las charlas interminables antes de ir a dormir. Rememoré su típica forma de ser y cuando salía coqueta con su canasto de mimbre, donde llevaba al pekinés a pasear. Como olvidarme, por ejemplo, del pañuelo de tela con un alcanfor envuelto que llevaba en el bolsillo derecho para evitar que se le pegue algún mal de ojo. O cuando volvía contenta con varios chocolates para compartir, aunque se reservaba los bombones blancos rellenos con dulce de leche que eran su deleite. O el infaltable cafecito de las noches con un poco de licor. Costumbres muy arraigadas.

Sin embargo, había un misterio girando alrededor de esa nota: ¿cuándo la escribió? ¿A quién se la dirigió? Nunca me dijo nada. Llegó en el momento justo, como un acto de inspiración y era la respuesta que precisaba. Sentí que nuestra conexión continuaba más allá del plano temporal o físico. Era una señal ineludible.

Sus últimos días de vida fueron difíciles, la diabetes la torturó y desencadenó una gangrena generalizada que avanzó rápidamente pese a la atención del equipo médico del sanatorio y ni las altas dosis de morfina le podían calmar los dolores. Ella se mantuvo lúcida, quejándose de un hueco en el alma y pidió ver a sus hermanos.

 Habían pasado años sin que ellos se hablaran, desde la muerte de la madre. Nunca les perdonó que la abandonaran en un geriátrico, como quien se desprende de algo que no sirve. Lo hicieron sin consultar a la única hija mujer y se desentendieron. Mi abuela no resistió la crueldad de no ver a los hijos varones y al poco tiempo murió. Y los hermanos nunca más se vieron.

 El reencuentro fue muy emotivo, se abrazaron largo rato, recuerdo que les dijo:

—Hermanos: retuve mucho odio en todo este tiempo y no quería irme sin verlos, les pido perdón. No puedo llevarme esta mochila pesada donde voy.

Los tres lloraron y permanecieron juntos un buen tiempo. Reviviendo ese momento pude recordar su mirada tierna, la que se apagó como una luciérnaga en esa maldita cama del hospital.

Busqué su retrato en mi mesita de luz y lo besé delicadamente. Y luego me volví a esa cajita con forma de corazón, que seguía sonando. Quizás estuvo esperándome todo este tiempo con el objetivo de transportarme al pasado en un abrir y cerrar de ojos. Era magia, pensé.

Comprendí luego de un rato que era el momento justo para afrontar esa decisión que postergaba y poder terminar de una vez con la situación que me tenía deprimida. Me mire al espejo y vi un fantasma, no era yo, no pude reconocerme. Mi separación había sido inesperada, el hombre al que ame se fue sin decir adiós. Y a eso se sumó la muerte repentina de mi padre. Después sobrevinieron los distintos conflictos hereditarios y abrieron una nueva herida en mi corazón apestado de dolor.

Las sesiones de terapia no producían los efectos deseados, porque lejos de ayudarme me desgastaban recordando un pasado lleno de ausencias. Me recluía y acostada veía pasar las horas, los días sin un estímulo. Las plantas comenzaron a marchitarse como mis ganas de vivir sin poder encontrar una salida.

Las cuestiones judiciales siguieron su curso, el papeleo me agobiaba y mi hermano no se presentaba a las audiencias de conciliación; enviaba un apoderado que escuchaba los fundamentos e insistía solicitando la venta de nuestra casa.

Pensé en esa pesada mochila llamada rencor, en nuestra madre y en su acto de grandeza. Era como una maldición generacional que no terminaba jamás.

La melodía de la caja musical seguía sonando y conjugó los tiempos, transportándome en una forma fantástica al tiempo pasado, cuando mis padres estaban vivos y los sentí cerca. No creo en las casualidades, nunca creí en ellas.

Pude ver una pequeña lucecita de amor y quise hacer las cosas bien, obedecer a ese mandato heredado. Así que lo decidí, mientras terminaba de acomodar las cosas desparramadas en el suelo. Mandé un mail a los abogados notificando mi decisión de vender todo. Sentí que era necesario cerrar un ciclo y comenzar de cero.

Se llegó a un acuerdo conciliatorio, la inmobiliaria actuó con diligencia y como si fuera un milagro, apareció un comprador a los pocos días para destrabar el conflicto. El día que fui a firmar la escritura, le imploré al escribano actuante que le entregue un sobre cerrado a mi hermano. Era esa bendita carta de mamá. Sin esperar ningún acto de bondad y mucho menos afecto, dejé el sobre y salí de la oficina.

Al mes, mientras acomodaba los libros en la biblioteca de mi nuevo departamento sonó el teléfono. Entre sollozos y titubeando una voz lejana, me dijo “Gracias por entregarme este tesoro” y cortó. Pensé en la sonrisa de mamá y le di cuerda a la antigua cajita musical. 


domingo, 22 de agosto de 2021

ENCADENADA

Gabriela Vilardo


Desde que lo vi bajar del taxi con su sobretodo de siempre siento los pies atornillados a esta calle. ¿Es mi profesor de filosofía? “Usted está encadenada, señorita”, me repetía cada vez que se retiraba de la clase. ¿Encadenada a qué? Me atormentaba con Platón. “Libérese de las cadenas y vuelva la cabeza hacia la luz”. Ahora sí que estas palabras me parecen los ecos de una caverna. Sí, son ecos. Estela me dijo que Roberto Mujica estaba muerto. Me siento una ridícula, parada al lado de este árbol. No me gusta ver gente que creía muerta ni quiero andar por el mundo tan sobresaltada por estos asuntos. Seguro que hoy estoy en un error y Roberto Mujica, el profesor de filosofía está muerto. No puedo improvisar una suerte de ensayo sobre la muerte… acá y justo ahora, que pensaba ir de shopping… Sin embargo, desde que lo vi bajar de ese taxi quedé paralizada en esta esquina. No es lugar para andar corroborando nada. ¡Han pasado tantos años! ¿Me reconocería? Discutía con este profesor; en realidad, con aquél. Nos odiábamos. Y hoy estoy para otras cosas, no para ver a gente muerta caminando delante de mí.

—Podés hacer compras mientras termino los trámites. —Palabras de mi esposo para evitar mis caras de “cuánto te falta”. Y estoy en una plaza de una ciudad que conozco bien, porque aquí cursé mis estudios, conmovida por el fantasma de Mujica que acaba de bajar de un taxi, así, de una manera tan insolente como si los vivos tuviésemos que comprender su aparición. Va a paso lento, podría ser peor, porque es un hombre mayor. Siento las piernas trabadas. No quiero alcanzarlo. No debería preocuparme de este modo. No teníamos mucha empatía. En esos tiempos, no tenerla era un problema. Él y su ayudante de cátedra se las ingeniaban para dejarme en ridículo cuando yo trataba de imponer mis ideas. Y, literalmente, me combatían desde la oralidad desenfrenada sin pausa. Pero yo los enfrentaba igual. ¿Tendrá sentido que me angustie tanto por haber visto a un hombre alto, que bajó de un taxi y que es exactamente igual a Mujica, cuando en realidad yo dispongo, en este momento, de libertad absoluta para gastar plata en lo que quiera? ¡Si me ve, seguro, me reconoce! Yo no fui cualquier alumna. No toleraría escuchar de su boca, con esa voz pastosa de siempre: “¿Es realmente, usted, señorita?” No. ¿Qué me pasa? ¡Tanto lío por esto! No puedo evitarlo. Me quedo porque acaba de instalarse en un banco de la plaza que tengo que atravesar para llegar a la peatonal. “Podés hacer compras mientras termino de hacer los trámites”. “Usted está encadenada, señorita”. Entre los dos (mi marido y Mujica) me atormentan. ¿Por qué me tengo que quedar? ¿Y si no es él? Debería avanzar lentamente. Hago tiempo. ¿De qué me sirve? Él permanece sin ánimos de ponerse de pie, levanta la vista y mira un punto fijo. ¿Qué pensará? Y me siento en un banco, con rocío de una mañana muy húmeda (rocío que seco con un pañuelo de papel), nada más que para sacarme la duda acerca de la identidad de ese hombre, que tiene los rasgos –aunque con la vejez en su cara– de Roberto Mujica. Los dos, detenidos en esta plaza, como si nos sobrara el tiempo. Me apoltrono en este lugar porque ese hombre, con su jactanciosa aparición, me obliga. ¡Y yo que lo creía muerto! Eso es lo que me dijo Estela. ¡Para qué matarlo así, gratuitamente! Tengo licencia para hacer compras. Encadenada no estoy. A nada. No, encadenada no. Una suposición no puede detenerme. Veo que se levanta, prende su sobretodo y arranca. Inconfundible. Usa sobretodo color obispo. Como siempre. Así llegaba a la facultad. Presumía de locura y extravagancia y hacía contraste con los demás catedráticos. Nunca usaba un abrigo discreto. Jamás. Se paseaba con su atuendo delante de todos los alumnos y caminaba siempre por el mismo lugar. Hablaba sin interrupciones. Lo padecíamos sin opción a no entender... escribíamos al margen del texto para enriquecer la lectura que completaría la clase de Mujica… márgenes atiborrados de palabras que pronunciaba Mujica.

Mujica abrochaba y desabrochaba su sobretodo. Hacía alarde de prestancia con sus gestos. Ahora, el sobretodo le flamea. El profesor ha perdido la postura erguida.

 Empieza a caminar, y siento que se me escapa. No podría confundirlo pero… ¡hay tanta gente! Hora de almuerzo, salida de bancarios, corrida de estudiantes hacia la facultad de Derecho. Tengo que apurarme. Cruza la calle, entre dos autos. Un inconsciente Es él. Solo Mujica, con su altura extrema, puede distinguirse desde lejos. ¿Para qué me apuro? Llevo gente por delante. Me disculpo. Me apuro. Engancho el taco de uno de mis zapatos en una baldosa rota. Me apuro ¿Para qué? ¿Para decirle que no me gustaba su explicación de la alegoría de la caverna de Platón? Podría decirle que sería, entonces él, en este instante, una copia imperfecta de ese mundo de las ideas del que hablaba. Tan imperfecta que está vivo cuando todos lo creen muerto.

 Dos, como Roberto Mujica, serían una sobredosis de conocidos no deseados; al menos para mí, ahora, que me actualiza con su imprevista presencia, momentos desagradables de mi carrera. Pero debo reconocer que desbordaba de conocimientos y disfrutaba de ellos. La música de la banda que está tocando en la esquina lo atrapó. ¡Siempre con esos aires de intelectual y bohemio a la vez! ¡Esa dualidad que él no reconocía! Está tan concentrado que podría pararme a su lado y no se daría cuenta. Creo que no es su persona la que me perturba hasta inmovilizarme, sino esa idea de un muerto que baja de un taxi y camina por la calle. Tendría que tocarle el hombro. Lo hago. No. Si siempre me sobró coraje ¿Por qué no? Sí… coraje… ¡Lo voy a enfrentar! Por algo la vida me lo puso en el camino. Se me escapa el tiempo. Él ahora avanza, pero no va por la peatonal. Maldito Mujica. Empezamos a cruzar calles con nombres de provincias: La Rioja, San Luis… Odio el tufo de la calle San Luis. Y sí, jodido hasta muerto. ¡Tiene que caminar por acá! y yo, detrás. Esquivo cáscaras de no sé cuántas “cosas”, y cartones húmedos. ¿Adónde va? Se mezcla entre los vendedores ambulantes como si nada… Roza con su sobretodo color obispo los puestos de medias de algodón y los ignora. No lo puedo confundir. Sin embargo, se me está escapando. ¿Entró a algún negocio? Son todos mayoristas ¿Qué busca? Desapareció. Soy una imbécil. Hasta acá, lo tenía en la mira. Seguro que entró al negocio de la esquina; y no es precisamente un salón de ventas de alta costura. El mundo contra mí. ¡Una feria americana! Venta de ropa usada. Me da impresión. Hoy, menos que nunca. Ropa usada. ¿De muertos, de vivos? Entro. Hay olor a naftalina. Se me revuelve el estómago. ¡Por qué no usarán pimienta en grano! Al fondo, una mujer que parece de otro siglo. Pollera recta rozando sus tobillos y blusa prendida hasta el último botón. Acomoda. ¿Cómo puede? Esa ropa… Para completar el lúgubre cuadro, un gato contra un mostrador. ¿Gato o gata? No se mueve. ¡No se le ocurrirá venir a refregar su lomo en mis rodillas! La mujer se acerca… y quiero decirle que estoy ahí por el señor que acaba de entrar… No puedo… tengo que disimular… No, no voy a disimular. Me perdí mi tour de compras por él.

—El señor que acaba de entrar…

—Usted es la primera clienta de hoy…

Me está mintiendo. El señor al que yo me referí entró. Ahora sí tengo que disimular. Miro alrededor y toco un tapado. ¡Con todo lo que me cuesta hacerlo! Siempre odié la ropa usada. Apenas lo rozo, como para mostrarme interesada. Yo estoy acostumbrada a eso, a mostrarme interesada, salvo que como un capricho del universo, del destino, o no sé de qué diablos levante la vista y me encuentre con un maniquí vestido con un sobretodo color obispo. Y largo. Muy largo. La empleada advierte mi cara de sorpresa y con las piernas apretadas corre hacia el maniquí… Creo que le alegré el día. Está segura de que lo voy a llevar. Nada más lejos de eso. Basta con escuchar que hace diez años que lo tiene ahí para salir corriendo de ese lugar. Me habla de la calidad extraordinaria, del talle, del modelo “para hombre”, dice… trata de convencerme de que el tapado es para mí, como una suerte de vaticinio, de que está allí hace mucho tiempo…. La mujer habla y yo miro el tapado color obispo, el que recién llevaba puesto mi profesor… ¡Él entró! ¡Yo lo vi!… ¿O no lo vi? ¿Cuándo entró? Maldito Mujica y esta pérdida de tiempo y de lucidez para comprender…

Salgo de ahí, convencida de que Mujica me gana otra partida. Y esta vez me deja desamparada con preguntas filosóficas que no responderá. No, está vivo y yo lo vi.

En seis cuadras o siete, a lo sumo, estaré entrando a la facultad de abogacía. La tarde está perdida; y yo, furiosa por eso.

Diez minutos. No calculé tan mal. Voy camino a la administración de la facultad. Me detengo antes. Costumbres de porquería. Los homenajes debieran hacerse en vida y no en chapas de bronce. Acabo de toparme con un nombre en la puerta de entrada a un salón: Roberto Mujica.

sábado, 21 de agosto de 2021

EL PAPEL

 Joyce Barker Bucat


Se reunieron, como siempre, en la casa de María. Esta vez fueron Josefa, Jorge y Juana. La reunión consistía en llevar un invento de ellos, u otra persona, y mostrarlo a los compañeros en una disertación, haciendo funcionar el objeto y contestando las preguntas de sus amigos. Ese día fue el turno de Josefa. Se paró en la mitad de la sala, abrió su cartera y sacó un teléfono móvil. Lo puso sobre la mesa y dijo que eso no era un celular.

Un año antes de la reunión, Josefa había enviado por correo, una pregunta a sus amigos: “¿Cuál es el nombre de la última película que vieron?”. No se preguntaba nada más.

El aparato comenzó a girar sobre la mesa. Después de un rato, salió una luz blanca; el aparato subió la velocidad del giro y la luz blanca se transformó en amarilla. Subió aún más la velocidad y la luz se transformó en azul, siendo esta de una intensidad tan aguda, que costaba mirarla fijamente, a diferencia de las dos anteriores. María mantuvo la vista, al igual que Josefa, y soportaron como se soporta un sabor extremadamente ácido. Jorge y Juana no pudieron mirar más.

“El papel está en la azotea, creo que en el tercer cajón de la izquierda”, pensó María, mientras subía la escalera con la única intención de encontrar un papel que contenía la información de “algo importante”, según ella, pero que no conocía. Al segundo piso iba muy poco, una vez al mes o menos, solo para limpiar y guardar cosas en desuso. María se sorprendió al ver que había otros muebles, puestos en lugares diversos y una cantidad excesiva de polvo, como si el lugar no se hubiera usado en décadas. Pero no estaba asustada, ni siquiera por las arañas enormes ubicadas cerca de donde ella se encontraba. Se acercó a una cajonera vieja que, junto a una mesa de trabajo, eran los únicos muebles que estaban donde mismo y que tampoco cambiaron su forma o color. Abrió el tercer cajón y sacó un papel doblado por la mitad. Lo guardó en el bolsillo del pantalón, que era otro cuando se inició la reunión, y se apresuró en salir de ahí y llevar el papel donde sus amigos, a la sala. Pero no pudo salir, alguien estaba parado en el umbral de la puerta, María sabía perfectamente quién era: Antón Chigurh de No country for old men de los hermanos Coen, la película que respondió en el mail, vestido de azul oscuro, con botas vaqueras y el pelo hasta los hombros. María le miró las manos, estaban desocupadas, no traía consigo el tubo de aire comprimido y eso la relajó un poco; solo estaba parado en la puerta, bloqueándole el paso.

Al cumplirse un minuto desde que el celular empezó a girar, Josefa hizo un gesto con sus manos y el aparato se apagó, bajando rápido la velocidad y quedando absolutamente quieto.

—¿Qué les pareció? —preguntó Josefa, expectante de las respuestas, porque creía que todo había sido un éxito. Jorge aplaudió y dijo:

 —Te compraré uno para regalárselo a mi hija; a los niños les encantan estas cosas —rió.

Juana lo miró e hizo un gesto para irse, él asintió con la cabeza. María se paró frente a la puerta.

—Jorge, debí haber intuido que esto iba a pasar —dijo, desencantada por su reacción—. No eres el tipo de persona para estas experiencias, no te sabes concentrar; y tú, Juana, me has desilusionado también.

—¿Estas experiencias? ¿Cuáles? —respondió Jorge, tratando de mantener la sonrisa que ya empezaba a fingir. Hubo un silencio, Josefa miró a María y la notó algo extraña.

—Esperen —les pidió Josefa, pero la puerta de salida acababa de cerrarse por fuera.

—María, ¿estás bien? —preguntó sin respuesta—. ¡María! —Estaba con la miraba perdida, y había pasado un buen rato desde que el aparato fue apagado.

En la azotea, María estaba frente a Antón, que no se movía de la puerta.

—Hola, ¿cómo estás? —preguntó María. El hombre la miró sin responder, pero luego dijo:

—¿Cómo se llama este lugar?

—Estás en mi casa, en la azotea —respondió María. Hubo un largo silencio.

—¿Qué tienes en la mano? —preguntó Antón, súbitamente.

—Información relevante.

—¿Relevante por qué?

—No lo sé, solo sé que tengo que llevar esto donde mis amigos, van a necesitarlo.

—Quiero leerlo.

—Claro, lo veré contigo, yo también tengo curiosidad.

Antón se puso a su lado. María podía olerlo, tenía olor a vainilla.

—¿Qué perfume estás usando? —preguntó María, queriendo tener una conversación liviana con Antón que, a pesar de estar tranquilo y desarmado, la intimidaba profundamente.

—¿Por qué quieres saber eso? —dijo Antón, esta vez con algo de entonación en la pregunta, pero casi imperceptible.

—Porque quiero saber —dijo María.

—¿Por qué?

—Realmente no lo sé.

—¿Por qué?

—No sé —dijo ella, fingiendo no estar asustada.

—Dime por qué —insistió Antón tranquilamente.

—Te pregunté porque me gustó tu olor, hueles a vainilla —respondió, al fin.

—¿Por qué pensaste que a mí me iba a interesar si te gustó o no mi perfume? —volvió a preguntar Antón.

—No pensé en eso, es más, no debí preguntarte, lo siento —dijo sumisa.

—Lo sientes…

—Sí—contestó María, tratando de mostrarse impávida.

—Sientes haber preguntado.

—Sí —respondió temblando.

—No tengo puesto ningún perfume, es el olor de mi pelo cuando me lo corto.

—¡Ah!, ¿te lo cortaste hace poco? —dijo María, esforzándose en no decir algo que active el morbo de Anton.

—Ayer —respondió, inclinando levemente su cabeza hacia la izquierda.

María respiró hondo y se cruzó de brazos. Se tranquilizó, aunque sabía que estaba frente a un enfermo, un sicópata, alguien extremo e impávido y muy detallista. Y aunque quería preguntar por qué le salía olor a vainilla cuando se cortaba el pelo, prefirió no seguir.

—¿Te gusta mi corte de pelo? —preguntó pausado.

—No —dijo María, sorprendida por el interés que Antón tenía en saber eso. De pronto se escucharon gritos, y María reconoció la voz de Josefa, que corría por las escaleras.

—¡María! Hace más de media hora que estoy esperando a que regreses —criticó Josefa, entrando en la habitación—. Tuve que meterme en tu experiencia para encontrarte. Este es un caso extremo, la última de las tres veces que se hizo este experimento, un hombre no despertó más. Debí preguntar por películas que no contengan asesinatos: las experiencias pueden ser terribles. Ven conmigo, la reunión ya terminó y todos se fueron hace rato.

—Josefa, ¡qué mal educada! ¿No ves que estoy con alguien?

—Sí, lo veo perfectamente, es el personaje de No country for old men, el sicópata. Por eso estoy aquí, se suponía que ibas a bajar las escaleras y volverías a tu lugar, pero ¡nunca bajaste! —exclamó Josefa, un poco más calmada al encontrar a María aún consciente, pero sintiéndose culpable por haber expuesto a sus amigos a algo tan peligroso. En un caso anterior, un hombre había quedado en coma, por eso estaba absolutamente prohibido usar ese aparato, que ni siquiera alcanzó a tener un nombre. Josefa se esforzó en calmarse y continuó:

—Los personajes te ven como si fueras uno; no tienen consciencia de lo que son, pero tienen personalidad que, en este caso, es mejor no poner a prueba. Debí ser más precavida contigo. Por suerte, los otros no pudieron concentrarse en la luz azul, eso sí que hubiera sido desastroso —terminó de hablar, agarrando con fuerza el brazo de María para volver a la sala. Estaban por sobre el margen de tiempo probado hasta ese minuto.

—Se llama Antón —contestó María, quitando bruscamente su brazo de la mano de Josefa.

Antón estaba parado entre las dos mujeres y casi no se movía. Luego de un rato, giró hacia María y le preguntó:

—¿Por qué sabes mi nombre?

—Porque te vi en una película.

—No he salido en ninguna película.

—María —interrumpió Josefa— ¡Es suficiente! Si sigues acá vas a perder la consciencia, y vivirás esto como tu única realidad —y mirando a Antón, continuó—. Les quitamos las armas al programarlos.

Antón caminó hacia la mesa donde María hizo manualidades alguna vez. Tomó un pequeño cuchillo de mango amarillo, muy filoso y comenzó a apuñalarse la cara, en distintos lugares.

—¡No! —gritó María intentando quitarle el cuchillo, pero no pudo, tenía una fuerza descomunal.

—¡Déjalo, y vámonos ahora! —exclamó Josefa.

—¡Se va a matar! —gritó, cortándose ella también, al tratar de frenarlo.

—Claro que no, él no existe, pero tus cortes son reales acá y dónde iremos también.

Los cortes que se propinaba Antón, se cerraban inmediatamente, pero él los volvía a abrir.

—¡Para, aún nos falta leer el papel! —insistió María, pero Antón parecía no escucharla.

—¿Qué papel? —preguntó Josefa.

—Este, lo iba a leer con Antón y ¡mira lo que hiciste! —gritó enojada María; pero Josefa le quitó el papel de la mano y comenzó a leerlo. Empalideció súbitamente.

—¿Estás bien, Josefa?

—¿Por qué quieres saber? —respondió, mirando a María fijamente.

—Porque te noto extraña…

—Define extraña.

—¿Qué?

—Que definas esa palabra.

—¡No!

—¿Por qué no? Define extraña.

—Josefa, no sé qué decirte. ¡Para!

Antón seguía apuñalándose la cara, y Josefa insistía en lo mismo. María necesitaba descansar y bajar a la sala donde estaba el aparato. Pero bajar era imposible, la puerta de la habitación ahora estaba repleta de arañas, y supo que no iba a salir fácilmente de ahí. Se sentó en una silla y miró por la ventana. Afuera estaba oscuro, tanto, como si su casa estuviera dentro de una caja, y flotaban papeles pero solo uno resplandecía: "Ese es mi papel", suspiró.