Débora Mayol Parodi
Aquella tarde de domingo, quizás por ser la más fría de la
semana, comencé revisando los estantes del ropero y separé aquello que no usaba
más. Acomodé la ropa por estaciones, por colores y luego ordené los estantes de
arriba donde estaban las cajas colmadas de recuerdos, de fotos, y tarjetas. Por
simple curiosidad empecé abrirlas, hasta que me encontré con la cajita musical
de mi madre. Con un poco de cuerda empezó a sonar la dulce melodía de “Para
Elisa”, mientras escuchaba descubrí en su interior una pequeña nota. Estaba escrita
de puño y letra, inconfundible: era suya. En plena debacle existencial apareció
ese papel amarillento como una luz de esperanza. Necesité ese abrazo cálido que
solo ella me sabía dar y me pareció escuchar su voz:
“Nunca guardes odio en tu corazón, debes perdonar y olvidar,
para que la vida no te sea tan amarga. El dolor enseña sin importar la edad.
Disfruta cada momento como si fuera el último, siempre hay errores y nuevos
aprendizaje”. Me puse a lagrimear y no pude terminar de leer la nota.
En mi memoria atribulada recordé cada detalle que me hacía
amarla tanto, desde sus comidas bien condimentadas, como las salsas, el locro o
el mondongo. El mate calentito esperándome sin importar la hora en que llegaba
y las charlas interminables antes de ir a dormir. Rememoré su típica forma de
ser y cuando salía coqueta con su canasto de mimbre, donde llevaba al pekinés a
pasear. Como olvidarme, por ejemplo, del pañuelo de tela con un alcanfor
envuelto que llevaba en el bolsillo derecho para evitar que se le pegue algún
mal de ojo. O cuando volvía contenta con varios chocolates para compartir,
aunque se reservaba los bombones blancos rellenos con dulce de leche que eran
su deleite. O el infaltable cafecito de las noches con un poco de licor.
Costumbres muy arraigadas.
Sin embargo, había un misterio girando alrededor de esa nota:
¿cuándo la escribió? ¿A quién se la dirigió? Nunca me dijo nada. Llegó en el
momento justo, como un acto de inspiración y era la respuesta que precisaba.
Sentí que nuestra conexión continuaba más allá del plano temporal o físico. Era
una señal ineludible.
Sus últimos días de vida fueron difíciles, la diabetes la
torturó y desencadenó una gangrena generalizada que avanzó rápidamente pese a
la atención del equipo médico del sanatorio y ni las altas dosis de morfina le podían
calmar los dolores. Ella se mantuvo lúcida, quejándose de un hueco en el alma y
pidió ver a sus hermanos.
Habían pasado años sin
que ellos se hablaran, desde la muerte de la madre. Nunca les perdonó que la abandonaran
en un geriátrico, como quien se desprende de algo que no sirve. Lo hicieron sin
consultar a la única hija mujer y se desentendieron. Mi abuela no resistió la
crueldad de no ver a los hijos varones y al poco tiempo murió. Y los hermanos
nunca más se vieron.
El reencuentro fue muy
emotivo, se abrazaron largo rato, recuerdo que les dijo:
—Hermanos: retuve mucho odio en todo este tiempo y no quería
irme sin verlos, les pido perdón. No puedo llevarme esta mochila pesada donde
voy.
Los tres lloraron y permanecieron juntos un buen tiempo.
Reviviendo ese momento pude recordar su mirada tierna, la que se apagó como una
luciérnaga en esa maldita cama del hospital.
Busqué su retrato en mi mesita de luz y lo besé delicadamente.
Y luego me volví a esa cajita con forma de corazón, que seguía sonando. Quizás
estuvo esperándome todo este tiempo con el objetivo de transportarme al pasado
en un abrir y cerrar de ojos. Era magia, pensé.
Comprendí luego de un rato que era el momento justo para afrontar
esa decisión que postergaba y poder terminar de una vez con la situación que me
tenía deprimida. Me mire al espejo y vi un fantasma, no era yo, no pude
reconocerme. Mi separación había sido inesperada, el hombre al que ame se fue
sin decir adiós. Y a eso se sumó la muerte repentina de mi padre. Después
sobrevinieron los distintos conflictos hereditarios y abrieron una nueva herida
en mi corazón apestado de dolor.
Las sesiones de terapia no producían los efectos deseados,
porque lejos de ayudarme me desgastaban recordando un pasado lleno de ausencias.
Me recluía y acostada veía pasar las horas, los días sin un estímulo. Las
plantas comenzaron a marchitarse como mis ganas de vivir sin poder encontrar
una salida.
Las cuestiones judiciales siguieron su curso, el papeleo me
agobiaba y mi hermano no se presentaba a las audiencias de conciliación;
enviaba un apoderado que escuchaba los fundamentos e insistía solicitando la
venta de nuestra casa.
Pensé en esa pesada mochila llamada rencor, en nuestra madre
y en su acto de grandeza. Era como una maldición generacional que no terminaba
jamás.
La melodía de la caja musical seguía sonando y conjugó los
tiempos, transportándome en una forma fantástica al tiempo pasado, cuando mis
padres estaban vivos y los sentí cerca. No creo en las casualidades, nunca creí
en ellas.
Pude ver una pequeña lucecita de amor y quise hacer las cosas
bien, obedecer a ese mandato heredado. Así que lo decidí, mientras terminaba de
acomodar las cosas desparramadas en el suelo. Mandé un mail a los abogados
notificando mi decisión de vender todo. Sentí que era necesario cerrar un ciclo
y comenzar de cero.
Se llegó a un acuerdo conciliatorio, la inmobiliaria actuó
con diligencia y como si fuera un milagro, apareció un comprador a los pocos
días para destrabar el conflicto. El día que fui a firmar la escritura, le
imploré al escribano actuante que le entregue un sobre cerrado a mi hermano.
Era esa bendita carta de mamá. Sin esperar ningún acto de bondad y mucho menos afecto,
dejé el sobre y salí de la oficina.
Al mes, mientras acomodaba los libros en la biblioteca de mi
nuevo departamento sonó el teléfono. Entre sollozos y titubeando una voz
lejana, me dijo “Gracias por entregarme este tesoro” y cortó. Pensé en la
sonrisa de mamá y le di cuerda a la antigua cajita musical.
Es un relato de vida atrapante, triste y esperanzador al mismo tiempo. Lo leí de un tirón.
ResponderEliminarExcelente Deby, un placer leerte :)
Gracias Clau y muy féliz día. Abrazo.
EliminarLo leí también de un tirón con algunas pequeñas pausas porque había que darle tiempo al corazón; algunas identificaciones son inevitables. Y la razón queda desplazada como para hacer otro tipo de análisis. Gracias!
ResponderEliminarGabriela sos muy generosa con tus palabras. Abrazo
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