martes, 16 de marzo de 2021

SIETE SEGUNDOS A LAS SIETE

 Marcelo Medone


dedicado a Luis Alberto Spinetta, plantador de Silver Sorgo

 

La aguja se me clava en el pulgar y aguanto el grito. Pero no me importa: era la última puntada. Ya terminé el traje: un mameluco de pies a cabeza.  El anterior se había desarmado antes de usarlo. Estoy aprendiendo. Soy rápida para aprender.

—¿Estás bien, Caati? —me pregunta Roomi, mi pantalla personal, bailoteando a la altura de mi cara. No me molesto en responderle y me chupo el dedo. Es rica la sangre.

—¿Estás bien, Caati? —me pregunta de nuevo.

—Sí, no seas pesada.

La espanto con la mano como si fuera una mosca amarilla, de las que nos infectan. Me esquiva sin problemas y vuelve a quedarse quieta, colgada en el aire a menos de un metro, mirándome en silencio. Se quedó enojada: no le gusta que nos peleemos.

Guardo las agujas, el hilo y las tijeras en el cajón de la mesita de trabajo, apago el tubo de cabeza y me lo saco. Me siento en el piso, junto a la cama, con las piernas y los pies desnudos cruzados en la posición de loto que me enseñó Jiimi. Miro el techo: descubro una telaraña nueva, que brilla fosforescente bajo la luz azul de dormir de los reflectores. En el centro, está una araña. Me gustan las arañas, porque se comen a las moscas. A veces, me quedo horas así, mirando para arriba, sin hacer nada.

Nadie se dio cuenta de nuestra pequeña pelea: los que no duermen están ocupados remendando ropa y reparando aparatos bajo la luz de sus tubos. Los bots restauradores dejaron de funcionar  y las impresoras se descomponen a cada rato, así que la calidad de las cosas que usamos es cada vez peor. A veces también Roomi se queda tildada.

Las máquinas no son lo único que anda mal aquí adentro. El agua de las tuberías sale verde y caliente: tenemos que filtrarla para tomarla. La sopa tiene gusto a gusanos muertos y es como tragar arena líquida podrida. Jiimi dice que la sopa es fea pero que no es tóxica, que es por la guerra, que ya se va a solucionar. Parecido a lo que vienen contando por las pantallas desde que soy chica. Y ya voy a cumplir los diez años.

Luusi, que es una engreída, me dice que soy desnutrida y deforme, por lo flaca, que ni siquiera voy a poder ser madre cuando llegue a los trece o catorce. Ella ya tiene once y un cuerpo perfecto lleno de grasa: va a ser la mejor paridora de nuestra barraca. Además, está practicando sexo con todos los varones que tienen erecciones positivas: es muy buena en eso. No quiero llegar a vieja como Soofi, que tiene 24 y está toda encorvada y con la piel llagada. O como Wiili, que vive tirado en su colchoneta ortopédica: nadie cree que llegue a los 30. Pronto va a terminar como el viejo Saami, en el procesador de desechos.

Todavía algunos siguen durmiendo y roncan cada tanto. Falta poco para que se despierten todos. Además de los ronquidos, desde hace una hora estoy escuchando el ruido de afuera: el traqueteo de las máquinas nivelando el terreno y sembrando el sorgo plateado. Están trabajando en turnos reforzados, antes de que nos bombardeen de nuevo y perdamos todo. Las fábricas producen de a ratos armas y de a ratos sopa. Todo automático, sin trabajadores humanos. Me gustaría ir a una fábrica y verla con mis ojos.

Jiimi dice que cuando termine la guerra vamos a salir a pasear al aire libre. Mi padre me contó lo mismo antes de que le agarrara la peste de las moscas amarillas que lo dejó paralizado. Por eso no podemos salir, porque dicen que afuera está lleno de moscas y de otras alimañas. Jiimi me contó que igual tenía curiosidad por conocer qué hay afuera de la barraca. Yo le dije que también tenía curiosidad.

Sigo mirando el techo: una araña luminosa acaba de atrapar una polilla mimética. No sé por dónde pueden entrar las polillas, porque está todo cerrado. Será por las compuertas por donde llega el aire: a veces se rompen los filtros. O por los tubos que traen el agua, cuando se quedan secos porque fallan las bombas.

Ahora que lo pienso, algunas veces entran moscas y todos ponen el grito en el cielo y empiezan a matarlas, aunque no todas las moscas son amarillas. Igual que a las ratas, que también entran, sobre todo cuando caen bombas de fuego. Le pregunté a Jiimi si podíamos comernos una rata y me dijo que no, porque las ratas están infectadas, que era mejor tragarse la sopa, aunque tenga gusto a pis. Jiimi no está tomando la sopa y se está poniendo flaco como yo, pero él casi no tiene fuerzas y yo sí.

Son las siete menos diez. Ya puedo escuchar cómo se acercan los camiones repartidores, para dejarnos su carga de sopa de las siete en punto: pasan una vez por día.

Sin hacer ruido, me levanto y voy con el traje bajo el brazo hacia el frente de la barraca, donde está el alimentador, en la mitad del muro blindado que nos protege. Roomi me sigue sin decir nada, con su pantalla titilando en modo de descanso.

Hace una semana que estoy esperando mi oportunidad. Siempre estoy rodeada de madrugadores hambrientos. Pero ahora están distraídos viendo cómo está pariendo Miini, que no para de quejarse. Dicen que van a ser gemelos, porque tiene una panza enorme. Hace mucho que no tenemos bebés: por eso están todos alborotados, sobre todo Luusi, que le da indicaciones a los gritos a Miini de lo que tiene que hacer.

Entonces, llega el camión, que se enchufa al alimentador. Haciendo un ruido a engranajes rotos, empieza a descargar la sopa en el volquete de afuera, que gira despacito para volcarla en el depósito de adentro. Por encima del volquete aparece una abertura, una rendija horizontal que atraviesa el muro, por la que apenas puede pasar una persona menuda y flaca como yo.

El camión termina de descargar la sopa, se desenchufa y se va, haciendo temblar todo. Tengo siete segundos antes de que se cierre la abertura: ya le tomé el tiempo.

Lo más rápido que puedo, me meto en el mameluco, ajusto la capucha, subo la cremallera hasta el cuello, tomo impulso y me tiro de cabeza a través de la rendija. Forcejeo un poco y logro avanzar. Roomi intenta seguirme, pero es muy grande: golpea contra el frente de la abertura y cae en el depósito. Se hunde adentro de la sopa.

Detrás de mí oigo exclamaciones: no sé si son por el nacimiento de los gemelos o porque alguien se dio cuenta de mi escape y está dando la alarma. Adivino las voces de mis hermanos y de mis sobrinos. Por encima de todo, suena la voz chillona de Luusi.

Por fin, zafo de la rendija y caigo hacia afuera. Un segundo después de que toco el suelo, el volquete regresa a su posición original, sellando la comunicación de la barraca con el exterior. Ahora no puedo oír nada que venga de adentro. Solamente siento el rugido del viento helado que sopla en mi cara. El camión repartidor se aleja cada vez más en una nube de polvo y se junta con las máquinas sembradoras, allá en el fondo.

Me pongo de pie y empiezo a caminar, alejándome en línea recta. Camino y piso piedras filosas, trozos de vidrio y de metal, que me lastiman los pies descalzos dentro del traje: no me di cuenta de fabricarme unos zapatos. Me duelen los músculos de las piernas: será porque nunca camino. Además, tengo frío y tengo miedo de pisar una rata. Por suerte, no veo ninguna. Tampoco hay moscas ni nada que se mueva. No sé si eso es bueno o malo. Es un milagro que aquí crezca algo.

Miro a lo lejos, muy lejos y me mareo de tanto espacio vacío. Al fondo, el sol ya empezó a subir. Es lindo mirarlo. Es mejor que en las pantallas.

Me falta el aire: tengo miedo de que esté envenenado. Igual, inflo mis pulmones. Me arden la nariz y la boca. Me lloran los ojos y me duele mucho la cabeza.

Me detengo junto a una zanja y me pongo a toser como loca: escupo un montón de sangre. Me vienen ganas de vomitar. Por suerte no tomé sopa desde ayer.

Pienso en Jiimi. Me gustaría que estuviera ahora conmigo. Lo extraño mucho. Tendría que haberlo esperado. No sé. Prefiero no pensar. Es bueno no pensar.

No miro para atrás. Nunca miro para atrás. Adelante está el futuro. Mi futuro.

No me quedan fuerzas, pero sigo caminando, en dirección al sol, que está cada vez más lejos. Yo también estoy cada vez más lejos.

Nadie va a venir a buscarme.

Luusi tiene razón: no creo que llegue a ser madre.

 

(Publicado en septiembre de 2020 en la revista Supraversum,

Paraná, Entre Ríos, Argentina.)



lunes, 8 de marzo de 2021

BARRER LA ESCALERA DE ABAJO HACIA ARRIBA

 Oscar Luis De Los Ríos


El otoño pasó y el invierno ya se ha aposentado. Las hojas de la falsa vid, que adorna los muros gastados del patio trasero de mi casa, tiñen de ocre y morado las paredes y el suelo, y arrojándose desde lo alto del muro planean formando figuras que hacen palidecer de envidia a los parapentistas. Me gusta esta época del año, a pesar de que barrer el patio lleva casi una hora al día; pero eso ya no importa. ¡Hoy es el último día de juntar hojas! Siento una euforia inexplicable por el trabajo casi concluido. Apresto los enseres de los que voy a valerme para mi última barrida: la pala de chapa, que hice en el taller de la escuela técnica y aún conservo en buen estado, una bolsa de arpillera que está por la mitad con hojas y, si las aplasto bien, va contener toda la barrida, y una escoba de paja, la mejor para barrer hojas secas, con el plus de que me permite recordar a mi padre en mi más tierna infancia.

 —Tito, tráeme una paja de la escoba, de la parte de arriba para escarbarme los dientes. ―Y yo le llevaba el tosco palillo, aunque siempre sacaba la de más abajo, no por maldad, solo por desobedecer.

El trabajo parece sencillo: se toma la escoba por el mango, se empujan las hojas hasta realizar un montoncito y luego se cargan en la pala para volcarlas en la bolsa. Hacerlo a conciencia lleva un poco más de trabajo y que no quede ninguna hoja requiere de mucha paciencia, técnica y algo de experiencia. Procedo a quitar primero aquellas que se enredan en las hojas de las plantas, con el fin de no volver a barrer si el viento las arroja al suelo. Las palmeras con su rosetón verde dan mucho trabajo y lastiman las manos; lo mismo hago con las spatifilium, la pata de elefante, los potos, el árbol de jade, pero mis preferidas son las cascadas, hay que tratarlas con cariño, sus tiernas hojas se quiebran si no tengo cuidado y su racimo de flores, rojas o blancas, se esparcen por la tierra como cuentas de un rosario al que le cortaron el cordón que las une; lo mismo que pasa con los recuerdos cuando uno se vuelve viejo. Concluida esta primera fase, en la cual no deben olvidarse los alfeizares de las ventanas, corro las macetas y limpio: detrás y a los costados de las mismas, acomodo todo en su lugar y junto las hojas en la bolsa. Un trabajo impecable. Me siento en el banco de madera de teca y hierro forjado que está en un extremo del jardín; una suave brisa aplaca el resabio del calor producido por el trabajo realizado, relajando el cuerpo. Cierro los ojos y al volverlos a abrir, descanso la vista en el piso, las plantas y alfeizares perfectamente limpios y en orden; luego hago un mapeo visual de todo el patio y, de pronto, algo imprevisto irrumpe en el orden logrado. Horrorizado comprendo que olvidé la escalera. Si la barro ahora, las hojas caerán en el suelo, las plantas, detrás de las macetas, en los canteros, en el alfeizar de las ventanas. ¡Esto es inadmisible! Pero, ¿cómo hacer? Me levanto y pienso, tratando de hallar un método y, en todas las ideas que tengo, el patio termina amortajado en hojas secas. Me siento vencido, si no se me ocurre algo caeré en un estado depresivo y pasaré todo el invierno recluido en mi habitación. Lo peor es que ni siquiera así quitaré las hojas de la escalera. Me devano los sesos y llego a la siguiente sentencia: si las ideas no me dan una salida adecuada deberé recurrir a la experiencia y tratar de recordar algún momento en que me haya encontrado en una situación similar. Retrocedo mentalmente en el tiempo y en el taller de la secundaria, me veo barriendo la escalera de acceso a la “Sección Electricidad” de abajo hacia arriba. Escalón por escalón, juntando la basura en cada uno. ¡Eso es, así lo haré! Tomo la escoba, la pala y la bolsa, que ahora está llena casi hasta el borde; aun así tiene que alcanzar, una nueva me complicaría demasiado ya que no se mantendría erguida en el escalón, haciendo más difícil la tarea.

 ―Bolsa vacía no se para, bolsa llena no se dobla ―decía mi abuelo y se iba dormir la siesta.

Procedo con infinito cuidado, levantando las hojas con la pala, de a una o dos; de esa forma me aseguro de que no se arrojen al vacío las muy traicioneras, bastaría solo una para arruinar mi labor. Es un trabajo muy lento y me impacienta, pero aunque me lleve todo el día o toda la vida, no me arriesgaré. El primer escalón ya está limpio y, con el éxito parcial logrado, se me ocurre que puedo aprovechar y deshacerme de algunos recuerdos molestos, embolsándolos junto con las hojas. Hace mucho que quiero sacarlos de mi vida y esta es una buena ocasión. A medida que me deshago de las situaciones angustiantes que he pasado, otras vivencias, ya olvidados, van ocupando su lugar y, haciendo una selección, arrojo algunas a la bolsa; pienso quedarme únicamente con aquellas que me fueron más gratas. Espero que la bolsa alcance tanto para hojas como para recuerdos. La tarea de barrer de abajo hacia arriba, a pesar de que los malos momentos se van yendo a la bolsa con las hojas, se me hace odiosa, insoportable; con cada escalón que asciendo la imagen de la escuela técnica se hace más nítida. Me veo primero como un estudiante de taller en el último día de clases. Sigo barriendo, estoy parado en el séptimo escalón y son trece. Asciendo otro y siento como, poco a poco, mi realidad se va transformando; el rostro de un maestro, aun desdibujado, comienza a tomar forma. En el décimo escalón me encuentro rompiendo las hojas de la carpeta de la sección electricidad en mil pedazos; en el undécimo arrojo eufórico estos pedazos en la escalera de acceso al taller; en el decimotercer escalón me encuentro con el maestro. Reprendiéndome por mi accionar, me manda a barrer los pedazos de hojas de abajo hacia arriba, ¡escalón por escalón! y, con total naturalidad me alcanza una escoba de paja, una pala de chapa gastada y una bolsa de arpillera casi repleta de hojas. Me rebelo, me niego a hacer lo que me manda y arrojo los elementos de limpieza por la escalera. Él sigue allí sin inmutarse, con una sonrisa en los labios, amable, lo escucho —ahora lo comprendo— dictar sentencia, utilizando la misma frase con que condenaba a todos aquellos que no aceptaban el castigo:

―Ya barrerás, tal vez no hoy ni mañana, pero… llegará el día en que barrerás las hojas de la escalera de abajo hacia arriba; y yo estaré allí para ejecutar el castigo que además tendrás por tu insolencia.

Parado en el último escalón lo veo lanzar una hoja, que pasa planeando por sobre mi cabeza y, sin poder evitarlo, me arrojo hacia atrás, tratando de agarrarla antes de que llegue al piso del patio.

 

jueves, 4 de marzo de 2021

CASI NADA SE PIERDE

Sergio Gaut vel Hartman


 

 El tipo me abordó cuando regresaba del cementerio.

—No se resigne —dijo. Era delgado, muy alto y hablaba chistando las eses.

—¿Usted qué sabe? —repliqué amoscada—. Y salga del paso. —Además de inoportuno, el sujeto era desagradable y olía mal.

—Sé todo. La enfermedad de Aldo, lo mucho que luchó para no morir. Hubiera merecido seguir viviendo.

No pude reprimir el llanto. Odiaba llorar delante de un extraño, de un desconocido; y más aún frente a aquel engendro que parecía salido de una mala película de terror.

—¿Y a usted qué le importa? —argumenté cuando pude reponerme un poco—. No es asunto suyo.

—Me importa, porque puedo devolvérselo.

Tardé cinco segundos en asimilar el impacto y otros diez en elaborar una respuesta válida, aunque creo que no fue la que el tipo esperaba.

—¡Déjeme en paz!

El sujeto se irguió, alejándose de mí como un pájaro que levanta vuelo. Reparé en el tamaño de las orejas, cubiertas de pelo rojizo y en los ojos de un azul tan intenso como nunca había visto en un adulto. No era el mejor momento para reparar en esos detalles, lo sé, pero así ocurrió, aunque no fue nada si lo comparo con lo que dijo.

—No ando por ahí resucitando gente, señora. No pretendo ser un dios, ni tampoco un mago —señaló acercando de nuevo la cabeza a mi rostro; la fetidez del aliento era insoportable—. Trabajo para New Life, una empresa reconstructora. Usted puede dejar que el cuerpo de su marido se pudra en el cajón o puede autorizarnos a exhumarlo para que nosotros nos ocupemos.

—¿Qué se ocupen de qué? —Junté la aversión que sentía con el recelo que el tipo me despertaba, y ante mi propia sorpresa, le concedí cinco minutos—. Explíqueme qué quiso decir con eso de… ocuparse.

El sujeto movió la cabeza e hizo crujir las vértebras del cuello; las orejas parecieron disminuir de tamaño y parpadeó varias veces. Luego, sacando un folleto ilustrado de una ajada cartera marrón, apuntó el encabezado con un dedo largo, rematado por una uña sucia.

—A la gente que se muere —dijo hablando con exasperante lentitud— no le fallan todos los órganos al mismo tiempo.

—¿Qué quiere decir?

—Su marido tenía cáncer, pero murió por un paro cardíaco. —No estaba preguntando. Era como si hubiera tenido la historia clínica de Aldo delante de los ojos—. Eso significa que el cadáver es aprovechable.

—¿Aprovechar el cadáver? ¿De qué está hablando? —Sé que soné exasperada, casi al borde de la histeria, pero no me importó; ya no me importaba nada. Al tipo le quedaban dos minutos antes de que le arrancara los bellos ojos azules.

—Sintetizo —dijo el agente de New Life sin inmutarse, aunque estoy segura de que era consciente de que su tiempo se agotaba—. La Empresa acondiciona el cuerpo del difunto para que operen un centenar de nanobots inteligentes controlados por un procesador alojado en el bulbo raquídeo. Su marido recuperará la mayor parte de las funciones motoras, podrá hablar, reír y jugar a la lotería de cartones.

—¿Habla en serio? —estallé—. Ustedes no tienen sentimientos.

—Tenemos, señora, tenemos —replicó él, haciendo alarde de una paciencia infinita—. En el lugar de la sangre inyectamos silicoil, un fluido que facilita los desplazamientos de los nanos por todo el cuerpo.

—Es una locura —murmuré. Pero fue evidente que el tipo de New Life oyó lo que dije.

—No lo es. Le garantizamos el setenta y cinco por ciento de su marido original.

—¿Me garantizan qué? —exclamé volviendo a sacar las garras.  

—El setenta y cinco por ciento de lo que fue su marido, tal vez hasta el ochenta. Eso significa que volverá a ser tres cuartas partes de lo que era. —No quise preguntar cuál sería el cuarto que no iba a funcionar. Y el vendedor pareció captar mis pensamientos de inmediato—. Una parte se ha perdido para siempre, lo siento. Pero le sugiero ver la copa medio llena y no la copa medio vacía. —Y tras decir esto volvió a apartarse de mí. Lo vi como en un sueño, flotando hacia atrás, las orejas agitándose como alas y el aliento fétido perdiendo consistencia en el aire.

—Espere, no se vaya. ¿De cuánto dinero estamos hablando?

 

Aldo regresó una tarde de otoño. El viento parecía haberse ensañado con las persianas y la casa estaba impregnada de una humedad viscosa, quizá la respuesta del ambiente a mi ansiedad. Temblaba; todo mi cuerpo era un bloque de aserrín y podía desarmarse en cualquier momento. Me habían dicho que Aldo volvería en el curso de la semana, pero yo me preparé para que fuera el viernes, no el lunes. Tocaron el timbre como vulgares repartidores de pizza y se quedaron quietos, esperando a que yo abriera la puerta.

—¿Leticia Romani? —dijo el más bajo y calvo. Era una pregunta, pero sonó como la orden de un sargento a su tropa.

—Soy yo.

—Traemos —consultó el artefacto que llevaba colgado del cinturón— a ZA-34. Restitución grado A. Garantizado 80 por ciento. —Sacó una hoja de papel y me la tendió. Yo, hasta ese momento, no me había atrevido a mirar a Aldo a la cara, pero el gesto del otro repartidor —porque de algún modo debo llamarlo— empujando a mi marido muerto y resucitado hacia delante, como si quisiese sacárselo de encima, me obligó a fijar la vista en el abrigo de gabardina demasiado estrecho, en la camisa de cuello raído, en los puños gastados. Era Aldo y no era, como los muertos son y no son las personas que fueron cuando estaban vivas. En ese momento pensé que todo había sido un error. Pero también pensé que era maravilloso tenerlo de nuevo en casa. El repartidor calvo interrumpió esos devaneos al sacar un sobre de su mochila y mover la mandíbula hacia adelante, una inequívoca señal de que tenía que tomarlo.

—¿Qué es? —balbuceé.

—La tarjeta, señora —dijo el empleado de New Life, como si mi pregunta hubiera hecho desbordar su malhumor—. Tiene que llevarla para pagar las cuotas, a menos que adhiera al sistema de débito automático.

Lo miré de arriba abajo, incrédula. Yo estaba recuperando a mi Aldo, lo estaba trayendo de regreso de la muerte y ellos me hablaban de cuotas y débito automático.

—¿No podemos dejar eso para otro momento?

—No, señora —dijo el segundo repartidor—. ¿Se creé que este es el único… el único que tenemos que entregar?

Había estado a punto de decir el único paquete, o el único muertito, pero se contuvo a tiempo. Yo, en cambio, no tenía muchas ganas de contenerme. Solo la presencia de Aldo, parado como un guardia de seguridad en la garita de un barrio privado, evitó que hiciera una escena.

—Firme acá —dijo el repartidor más alto. Firmé.

—¿Es todo? —pregunté.

—Es todo —dijeron a dúo. Pensé que se parecían a unos cómicos ridículos, que nunca me habían hecho reír. Abbott y Costello, creo que se llamaban. Hubiera querido burlarme, herirlos, pero no se me ocurría nada. Y Aldo seguía parado, inexpresivo, como esperando una orden que no llegaba.

—¿La zeta es por zombi? —dije de un modo inesperado, inclusive para mí. Los repartidores de New Life se quedaron duros como piedras.

—¿Cómo lo supo? —susurró el más bajo.

—No importa. ¿Hay que activar algún código? —Extendí la mano, esperando que me dieran otro sobre, esta vez con instrucciones, pero los tipos dieron media vuelta y se marcharon hacia la camioneta que habían dejado estacionada a unos cincuenta metros de la puerta de casa, por falta de lugar. Miré mi brazo estirado y lo adelanté algunos centímetros más hasta alcanzar el hombro de Aldo, que no se había movido—. Entremos, que está empezando a refrescar —dije.

 

La casa se fue transformando en una prisión sin rejas. Aldo permanecía sentado todo el día en el que fuera su sillón favorito, con la mirada perdida, en silencio. No necesitaba comer, dormir o ir al baño. Los nanobots hacían todo el trabajo nadando en el silicoil que circulaba por los tubos que le habían injertado. Es cierto que contestaba a mis preguntas y que a veces hacía comentarios y deslizaba sugerencias oportunas, pero era evidente que eso era obra de un ingenioso programa y que, en síntesis, lo que me habían devuelto era poco más que una marioneta, un muñecote pasivo y aburrido. A fin de cuentas, esta versión envilecida de Aldo solo era un poco más tenue que la que ostentaba hasta poco antes de enfermarse. Si el cáncer no hubiera activado mis circuitos compasivos habríamos desembocado en una irremediable separación. Se lo terminé diciendo de un modo que creí elíptico.

—Todo este dinero inútilmente gastado… para terminar así, como dos extraños.

—Nuestro dinero —respondió Aldo.

—¿Qué dijiste?

—Que es nuestro dinero —insistió él, imperturbable.

—Estás legalmente muerto…

Sonrió; no creí que semejante gesto estuviera entre sus talentos.

—Los de New Life se ocuparon de anular el certificado de defunción.

Me quedé petrificada. O sea que todo había sido una trampa, una celada cuidadosamente preparada para sacarme mucho más dinero del que costaba ese monstruo. Traté de argumentar y todo lo que brotó de mis labios fue un sollozo. Me levanté y fui hasta el bargueño, saqué un botellón de cristal en el que guardábamos coñac y me serví una copa.

—No te ofrezco porque imagino que el alcohol podría dañar tus tuberías.

—Sería cuestión de probar —replicó Aldo, enigmático. El nudo en mi garganta se estrechó aún más; no solo no sabía qué decir, sino que una terrible sospecha empezó a germinar en mi mente. Tragué el coñac y sentí que el ardor del líquido apenas podía compensar la furia y el odio y el desencanto que me habían tomado por asalto.

—No estás muerto —logré balbucear.

—De hecho, no —dijo Aldo—. Morí, en todo caso, pero no estoy muerto.

—¿Y el cáncer?

—Es difícil de explicar, pero en las actuales condiciones se ha vuelto inofensivo.

Lo enfrenté. Mostraba el mismo aspecto mustio de cuando llegó en la camioneta con los repartidores de pizzas; seguía sentado como un gran panda de peluche, inactivo, impasible. No era Aldo; era un simulacro de Aldo, una burda falsificación.

—¿Por qué volviste, para qué?

En el caso de que tal gesto estuviera en su repertorio, puedo decir que se sorprendió.

—Es una pregunta estúpida —dijo—. Acordaste mi resurrección con los de New Life. Pagaste un adelanto y te comprometiste a saldar el resto en veintitrés cuotas. Compraste un marido muerto y resucitado para que mitigue tu soledad.

—¡Que mitigue mi soledad! —estallé—. ¿Cuándo, dónde, en qué sentido? No dormimos juntos, no hacemos el amor, no salimos a pasear. Todo es no. Tengo un androide a cuerda sentado en el sillón de la sala; he comprado un adorno. ¿Eso es lo que mitiga mi soledad? Un jarrón de porcelana sería más divertido y cálido.

Aldo, o lo que fuera aquella aberración que me habían devuelto los de New Life, se levantó chirriando del sillón. ¿El ruido que ahora hacían los nanobots era un desperfecto, se había terminado el silicoil? Avanzó hacia mí exhibiendo un destello inusual en los ojos, extendió los brazos y las manos se convirtieron en garras. Un potente y agudo sonido de alarma señaló que algo estaba fallando en los sistemas, pero eso no fue un obstáculo para que Aldo pronunciara la frase más absurda de las últimas semanas.

—Vamos a la cama. Quiero que tengamos sexo.

No lo podía creer. ¿Eso? ¿Tener sexo? ¿De dónde había salido esa propuesta? ¿Acaso había un técnico de New Life manejando a ese… artefacto por control remoto y ahora se divertía a mi costa?  Aldo avanzó otro paso y yo retrocedí. De nuevo me veía sumergida en una pésima película de horror, como cuando el vendedor me había hecho la oferta de resurrección. Las zarpas del ser inverosímil buscando el cuello de la mujer para estrangularla. Y ningún héroe providencial a la vista.

Mi espalda chocó contra la pared mientras mi cerebro funcionaba a toda velocidad. ¿Era el cadáver de Aldo reciclado? ¿Un sustituto fraudulento, bien maquillado, que New Life había preparado para estafarme? ¿Qué era eso que se disponía a asesinarme?

Dicen que siempre hay una salida. Y en este caso la salida tenía la forma de un atizador de bronce. Aldo, o lo que fuera, no esperaba mi reacción. Descargué la vara de metal sobra la cabeza y golpeé, golpeé, golpeé, golpeé…

 

Hubo un lapso en blanco. Una niebla azulada que cubrió el universo, la ignorancia feliz de perder el sentido. Cuando abrí los ojos, el rostro grotesco del vendedor de New Life ocupaba todo el campo de visión. Las orejas velludas se agitaban como banderas. El aliento fétido me agredía como la primera vez, pero ahora su expresión era tierna, la que un padre brinda a su hija en falta.

—¿Qué hizo señora?

—¿Qué hice?

—Mire.

El sujeto movió el brazo en abanico, como un ilusionista que está a punto de revelar el resultado del truco y cuando terminó de hacerlo, vi al peluche tirado boca abajo sobre la alfombra, el cráneo partido y una sustancia negra manando de la raja.

—¿Es silicoil? —pregunté como una estúpida.

—Eso no importa. A propósito, mi nombre es Olegario Franchini.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Vamos a tener que empezar de nuevo. Y eso es muy caro, muy caro.

—¿Eso muerto es Aldo o qué?

—Eso tampoco importa, señora. Lo malo es que la reparación va a costar el doble de lo que costó preparar el original. Y su marido ya no será un ochenta por ciento de lo que era sino solo el cincuenta, o tal vez el cuarenta. Mire cómo le destrozó el cráneo.

—¿De qué está hablando? —El discurso del tipo de New Life no contribuía a que yo me sintiera menos aturdida, obnubilada.

—Hablo de lo que tengo que hablar, señora. ¿O quiere pasar el resto de su vida en la cárcel?



(Este cuento está incluido en CUERPOS DESCARTADOS, Sinergia, 2019)

  

martes, 2 de marzo de 2021

ROJO AMANECER

 Patricio G. Bazán


—¡Allá, una estrella fugaz! ¡Pidan un deseo, chicos!

Un ojo en el cielo que crecía a cada segundo, deslumbrando a la menesterosa pandilla de niños congregada entre las ruinas de la gran ciudad. Un perro, tan flaco y lleno de parásitos como ellos, aulló un par de veces y luego se escondió detrás de unos montículos de tierra.

El punto luminoso devino en rugiente bola de fuego de diámetro cada vez mayor. Los pequeños se miraron entre sí, demasiado orgullosos para demostrar miedo, pero la prudencia se impuso en forma de estampida desordenada. El último en escapar fue el perro, distraído por un hueso hallado entre las piedras. Un oportuno silbido quebró el hechizo y, tras la huida del animal, las ruinas quedaron desiertas. Finalmente, el objeto se estrelló contra el suelo con tal violencia que levantó en señal de protesta una negra marea de tierra, piedras y arena sucia en todas las direcciones.

Rojo amanecer, caluroso y tranquilo. Por espacio de media hora, reinó la calma.

El polvo se asentó lentamente, revelando de a poco la blanca superficie de una esfera metálica, tatuada de golpes y arañazos como un pecio maltratado por un tifón. Un siseo apagado, un golpe seco, y un tapón rectangular a modo de compuerta que salió despedido de la cápsula. Una figura humanoide emergió de ella tambaleándose, luego otra más pequeña. Se miraron entre sí un breve instante, y después contemplaron el firmamento, maravillados. ¡De algún modo sobrenatural, habían tocado tierra en una pieza!

—Camarada Rodchenko, creo que nos hemos salvado por un pelo —exclamó la radio del hombre más alto.

El otro carraspeó antes de contestar: —¡Por la Madre Rus, qué viaje! Me pregunto dónde estamos...

Contemplaron el desolado paisaje circundante. Todo se veía roto y desmoronado, sin un atisbo del desierto marciano que esperaban encontrar.

—Parafraseando a los cerdos capitalistas, creo que ya no estamos en Kansas, Yuri...

Pese al desconcierto, se permitieron una discreta carcajada de alivio. El imprevisto choque contra un presunto satélite americano había averiado su nave, desviándola violentamente de su destino prefijado con tanta precisión. Ni siquiera acertaron con el cálculo apresurado que predecía dejar a los náufragos sobre un satélite marciano. Adiós a la misión secreta a Marte, adiós a la carrera espacial de la URSS, y a la de ambos: el mismísimo Secretario General Bréhznev los remitiría a Siberia de una buena pateadura en sus rojos traseros.

—Cosmonauta Rodchenko a Oso Rojo... ¿me copian?

—Olvídalo —le graznó Godunov a su compañero—; no funciona nada. Ya lo comprobé, Yuri.

Observó mejor el entorno. Ruinas hasta donde llegaba la vista; todo sucio, roto y quemado.

—Te apuesto una caja de beluga a que hemos vuelto a la vieja y querida Tierra. ¡Esto no es Phobos!

—Miserable rufián, ¿con qué lo pagaríamos? Así que hemos regresado, ¿eh? Mira un poco, ¡qué desastre! Parece que hubiera caído una bomba atómica, ¡por San Esteban!

Godunov no contestó. Eran restos de edificaciones humanas, aunque de una variedad de estilos desconcertante para un solo lugar. "Estilo francés, racionalismo alemán y colonial español", enumeraría su hermano, el arquitecto. Paradójicamente, se había fugado a Kansas hace tres años, con la excusa de la "Exposición Internacional Cuba 59".

—Bueno, ¿qué hacemos ahora, Boris? No tengo ni una maldita idea de dónde estamos. No funciona ningún instrumento.

Godunov impuso silencio con un gesto. —Calla, Yuri. Me parece haber visto algo en el horizonte...

—¿Chechenos? —susurró este. Si estaban en casa, deseaba con toda el alma quitarse el casco. Hacía calor adentro del traje, pero después pensó en la radioactividad. Si se había desatado la tan temida III Guerra Mundial, mejor aguantarse un poco más.

—Mi casco aparentemente invulnerable tiene un rayón —se quejó—. Pffff, tecnología georgiana...

El Comandante Boris Godunov aguzó la vista. El viento que jugaba con las nubes de polvo no colaboraba con la investigación ocular. No, no estaban en Chechenia, ni en ningún otro sitio reconocido de la URSS.

—No estamos en casa, y dudo que estemos en Europa o Asia. Esto tiene que ser América, camarada.

—América... ¿América? —inquirió Yuri; —¿Dónde están los rascacielos, las estatuas y monumentos? Tal vez quieras decir Canadá o México, quizás Sudamérica...

—Puede ser, hay mucha revolución y golpe de estado ahí, Yuri; la Guerra Fría no ha tomado prisioneros... —dijo mientras se agachaba a recoger un objeto del suelo, cubierto a medias por una piedra aplanada. Era una falange, rota y cuarteada por los agentes climáticos. Un hueso pequeño, como si hubiera pertenecido a...

—¡Boris, mira esto! —lo interrumpió su compañero, acercándole un pequeño dosímetro de bolsillo—. No hay radiación fuerte, por lo menos en esta zona. Quiero sacarme el casco, si no te molesta: si notas que me pongo violeta, avísame, ¿quieres?

Sin esperar respuesta, Yuri se quitó el averiado casco e inhaló con cautela. Dejando de lado el olor a quemado, se podía respirar con cierta confianza. El otro hombre lo imitó unos minutos más tarde.

—¿Hueles? Ha ocurrido algún incendio hace poco. Todavía puede olerse el humo... —comentó.

—Es verdad. Y agregaría algo más: olor a... ratas, diría yo...

—Los más fuertes sobreviven... —musitó Boris, escudriñando el horizonte. Había creído ver algo moviéndose en la lejanía—. Doble precaución entonces, camarada. No sabemos quiénes vendrán a darnos a bienvenida...

Yuri asintió en silencio. Lentamente, estudiando el paisaje desolado, comenzaron a ascender una loma en dirección noreste, buscando alguna señal que les indicara en dónde estaban.

Llegaron a la parte más alta de la ciudad fantasma, donde encontraron una glorieta o pabellón de música. Más allá de ese punto, la barranca descendía suavemente hasta una avenida, y más allá el brillo apagado de las vías férreas de una estación de tren arrasada.

Era una visión tan deprimente que se dejaron invadir por un súbito cansancio y se tentaron sobre los escalones del pabellón sin mucha ceremonia. El aire caliente y pesado los aplastó: estaba nublado, posiblemente fuera verano en donde sea que estuvieran.

—¿Qué hace, camarada? ¿Busca gusanos para comer? —comentó jocosamente Yuri, tratando de animar a su compañero, más serio e introspectivo que nunca.

Boris hurgaba el piso distraídamente con la punta de su bota, removiendo la tierra suelta. —Creí ver algo que brillaba... —dijo, poniendo más empeño en la tarea que antes. Aparentemente, había un artefacto semienterrado.

—Si es algo comestible, por favor compártelo: mi pobre estómago te lo habrá de agradecer.

Boris se inclinó hacia adelante, casi frenético: aquella cosa brillaba con intermitencia. Un fragmento de botella de vidrio cercano lo ayudó a extraer el misterioso objeto.

—¡Buena vista, comandante! —exclamó Yuri, achinando los ojos para observar mejor al objeto: un pequeño cilindro negro de plástico de cuya base surgía un racimo de afiladas púas metálicas. En el extremo opuesto, el brillo pulsátil de una pequeña luz roja. —¿Que puede ser? Cuidado con esas puntas, Boris...

—No tengo idea... Si estas manchas parduscas son sangre seca, podría aventurar que se trata de una especie de localizador para ganado.

Al unísono, ambos otearon el horizonte en busca de reses imaginarias. ¿Ganado en una ciudad?

Fue el turno de Yuri para efectuar un hallazgo. —Encontré un huesito, parece un dedo...

—Yo también hallé otro hace un rato —contestó Boris.

—Hay varios, mira... insistió Yuri, señalando con el pie. —Se agachó y con el canto de su mano enguantada apartó la tierra. Había varios, de mayor a menor, uno al lado del otro. Los examinó unos segundos y luego se incorporó, limpiándose el polvo en el costado del pantalón—. Debe tratarse de un ritual funerario; no existe criatura que posea tantos dedos en una mano...

Se miraron con auténtico desconcierto: ¿adónde habían ido a parar? Bajaron la amarillenta barranca en silencio hacia la estación de tren en busca de certezas.

—Ese cartel quemado, ¿entiendes qué dice, Boris? —señaló Yuri, apuntando lo que en una época fue un elegante letrero indicador esmaltado en azul con letras blancas, y que ahora apenas si se diferenciaba del tiznado paisaje.

—B-A-R-R-A-N-C... El resto resulta ilegible...

—¿"Barranc"? Suena francés. O húngaro.

—Faltan letras. Puede ser "Barranco". —Boris miró hacia la loma que habían dejado atrás. Podía ser "Barranca"—. La segunda línea está derretida. ¿Habrán arrojado napalm?

—O un rayo desintegrador, ya que estamos —bufó Yuri, cada vez más disgustado a causa del hambre y la fatiga—. Cuidado donde pisas, Comandante Cegato: esta avenida está poceada.

En efecto, parecía como si hubiesen puesto a marchar a un elefante gigantesco y malhumorado por la calzada. Podían verse profundos baches dispuestos de modo más o menos regular, todos tan circulares como una monstruosa moneda.

—Comienzo a creer que estamos en Marte, Yuri... ¡Nada de esto tiene sentido!

En la estación, hallaron un cartel intacto, "Belgrano R", que nada les significó. El andén estaba desierto. Una hoja de periódico danzaba un silencioso minué con el tórrido viento. El olor a descomposición aquí era un poco más notorio.

Quedaban los esqueletos de antiguos negocios que anunciaban comida. Gracias a que su hermano había intentado enseñarle castellano (ahora entendía que Iván ya planeaba huir a Cuba), Boris pudo reconocer algunos términos pintados sobre los vidrios que habían quedado enteros: "Café con Leche", "Pizza" y "Empanadas" (un plato típico sudamericano). Se encontraban en una ciudad llamada Belgrano R de un país de habla hispana. Algo habían avanzado.

—Entremos a ese bar: si la guerra fue reciente, puede que no hayan saqueado todo. Me muero de hambre tanto como tú.

Yuri no contestó: su sonrisa agradecida lo decía todo. Encontraron un cajón de cerveza intacto escondido en un cuartucho, y en la heladera quedaba un frasco de algo cuya etiqueta rezaba "Zapallos en Almíbar La Cautiva".

—Juntemos la comida aquí, en los cascos...

La aventura de la búsqueda de provisiones les recordó otra época más despreocupada, cuando apenas eran dos cadetes muertos de frío y de hambre. Hallaron unas latas de conservas que abrieron con el auxilio de un cuchillo de cocina, y se sentaron a comer con gusto en el piso, detrás del mostrador. Luego del sencillo almuerzo, se relajaron y hasta pensaron en dormir por turnos pero, sin ser invitado, se hizo presente el sentido del Deber.

—Tenemos que contactarnos con las autoridades, Yuri. Aunque este país esté en guerra, algún Consejo Revolucionario debería tener, ¿no lo crees?

—O una Junta Militar, si son pro-capitalistas... —se interrumpió el otro, arrugando el ceño. Contemplaron sus rojos uniformes, y temieron lo que ocurriría si caían en manos de anticomunistas.

Boris habló por ambos: —Si estuviéramos en Cuba, otra sería la historia, camarada... —Súbitamente, recordó la hoja de diario voladora en el andén—. Aguarda aquí, Yuri; puedo averiguar dónde estamos.

Y sin dar tiempo a réplicas, salió del bar con premura.

Yuri siguió revisando el cubículo donde habían hallado la bebida. Detrás de unas escobas y un balde de zinc abollado, descubrió un rifle calibre 22 y una especie de uniforme espacial improvisado. Lo extendió para estudiarlo mejor a la luz del sol: era un traje de buceo emparchado con una máscara antigás de la Primera Guerra adosada a la capucha. Quien lo hubiera usado estaba convencido de que el tejido gomoso lo aislaría de la radiación. El regreso del comandante interrumpió el examen.

—¡Yuri, observa esto! —gritó Boris, extendiéndole un periódico incompleto de hace dos días—. Lo encontré debajo de unas chapas: lo que el viento no se llevó.

Tradujo lo poco que recordaba de castellano; el resto, lo dedujeron por las fotos que ilustraban las noticias.

—“Último… Momento". Mira esta imagen: aunque borrosas, pueden apreciarse luces en el cielo, ¿ves?

—Veo —afirmó Yuri, acercándose hasta casi pegar la hoja a su nariz—. ¿Naves?

—No de las nuestras, tampoco americanas. Aquí, mira: I-N-V-A-S-I-O-N. Invasión alienígena, quizás. Esto de aquí dice "testimonio exclusiva", o algo así. Debajo de la foto de eso que asemeja un mastodonde sin trompa...

—Gu... Gur... Gurb... ¿Esto es castellano?

Boris señaló el nombre del diario y la fecha, sobre el titular. —"Buenos Aires": estamos en Argentina, Yuri. Gobierno militar, creo recordar. Anticomunista, me temo.

—Y entonces, vino una invasión del espacio y los borró del mapa.

A Boris se le demudó el semblante. —Entonces no chocamos contra un aparato yankee, camarada... ¿qué tienes ahí? —dijo, señalando el curioso traje de combate.

—Un uniforme de partisano... Boris, no hemos visto ni ejércitos ni platillos voladores. ¿Habrán muerto todos?

—Parlamentaremos con los milicianos, entonces. No creo que podamos volver a casa, amigo mío.

Lentamente, absorbieron las implicaciones de los últimos hallazgos. Invasión extraterrestre. Ni yankees ni marxistas: simplemente, marcianos.

Un persistente sonido bajo y familiar los sacó de sus cavilaciones: sonaba a motor pesado, como de camión. Ambos cosmonautas se acercaron a la puerta del bar con cautela, haciendo visera con una mano.

Efectivamente, se aproximaba una exigua y ruinosa columna de vehículos, ninguno de aspecto militar, salvo por unas banderitas o escarapelas improvisadas con pintura, probablemente a último momento, antes de salir a enfrentarse a una muerte segura que no sería anónima. Encaramados al vehículo, una abigarrada masa de combatientes, tan disímiles entre sí como un muestrario de soldaditos de plomo tomados al azar por un aburrido dios de la guerra. Al llegar a la estación, bajaron de los camiones con más nervio que disciplina. Uno de ellos vio a los rusos, y avisó al resto.

—Yuri, quédate quieto y en silencio. Avanzaré con los brazos en alto —advirtió Boris, inseguro de estar actuando correctamente.

—Cuidado, camarada... —susurró Yuri, con voz quebrada. Para su sorpresa, un sentimiento de pena lo invadió sin previo aviso. "Cuidate, hermano", pensó.

Boris se acercó a un individuo alto, quizás el jefe. Este se quitó la capucha del traje y el ruso pudo notar un semblante franco, rubicundo y muy tranquilo. Intercambiaron un par de frases, y luego Boris llevó la conversación en su castellano de hojalata. El hombre afirmaba con la cabeza.

Al rato volvió Boris, con el entusiasmo pintado en su rostro.

—¡Yuri, nos vamos! —exclamó.

—¿Qué? ¡Te has vuelto loco! ¿Quiénes son estos tipos?

—¡Son el Ejército de Liberación, y quieren que los ayudemos!

—¿Ayudarlos a qué? —Yuri no entendía nada.

Boris lo tomó de los hombros y lo miró fijo, con la misma expresión perversa de cuando eran dos salvajes reclutas planeando una divertida salvajada.

—Los invasores han pactado con los capitalistas para repartirse el mundo: ¡vamos a expulsarlos en nombre del proletariado terrestre! Nos aceptan, a condición de que los ayudemos a recuperar a su líder, un tal Juan...

Yuri se alzó de hombros. —No perdemos nada, supongo...

—Nuestra tierra también ha sido ocupada, camarada. Hagamos algo útil, para variar. Y con nuestra experiencia, ¿quién sabe? Puede que lleguemos a expulsarlos como hicimos con los nazis, y nos lleven en andas como héroes. ¡Toma tu casco y sígueme, reclutón!

Ambos rieron, y marcharon a reunirse con el voluntarioso ejército de la resistencia argentina.

El cielo comenzó a nublarse. Una ráfaga de viento puso a todos nerviosos, hizo temblar los techos de chapa de la estación y, por último, dispersó las pocas hojas del diario que quedaban, en cuya portada se destacaba un titular en letras tamaño catástrofe:

"NEVADA MORTAL".


(publicado originalmente en la antología EXTREMOS, Ediciones PuertAbierta, México, 2016.)