martes, 2 de marzo de 2021

ROJO AMANECER

 Patricio G. Bazán


—¡Allá, una estrella fugaz! ¡Pidan un deseo, chicos!

Un ojo en el cielo que crecía a cada segundo, deslumbrando a la menesterosa pandilla de niños congregada entre las ruinas de la gran ciudad. Un perro, tan flaco y lleno de parásitos como ellos, aulló un par de veces y luego se escondió detrás de unos montículos de tierra.

El punto luminoso devino en rugiente bola de fuego de diámetro cada vez mayor. Los pequeños se miraron entre sí, demasiado orgullosos para demostrar miedo, pero la prudencia se impuso en forma de estampida desordenada. El último en escapar fue el perro, distraído por un hueso hallado entre las piedras. Un oportuno silbido quebró el hechizo y, tras la huida del animal, las ruinas quedaron desiertas. Finalmente, el objeto se estrelló contra el suelo con tal violencia que levantó en señal de protesta una negra marea de tierra, piedras y arena sucia en todas las direcciones.

Rojo amanecer, caluroso y tranquilo. Por espacio de media hora, reinó la calma.

El polvo se asentó lentamente, revelando de a poco la blanca superficie de una esfera metálica, tatuada de golpes y arañazos como un pecio maltratado por un tifón. Un siseo apagado, un golpe seco, y un tapón rectangular a modo de compuerta que salió despedido de la cápsula. Una figura humanoide emergió de ella tambaleándose, luego otra más pequeña. Se miraron entre sí un breve instante, y después contemplaron el firmamento, maravillados. ¡De algún modo sobrenatural, habían tocado tierra en una pieza!

—Camarada Rodchenko, creo que nos hemos salvado por un pelo —exclamó la radio del hombre más alto.

El otro carraspeó antes de contestar: —¡Por la Madre Rus, qué viaje! Me pregunto dónde estamos...

Contemplaron el desolado paisaje circundante. Todo se veía roto y desmoronado, sin un atisbo del desierto marciano que esperaban encontrar.

—Parafraseando a los cerdos capitalistas, creo que ya no estamos en Kansas, Yuri...

Pese al desconcierto, se permitieron una discreta carcajada de alivio. El imprevisto choque contra un presunto satélite americano había averiado su nave, desviándola violentamente de su destino prefijado con tanta precisión. Ni siquiera acertaron con el cálculo apresurado que predecía dejar a los náufragos sobre un satélite marciano. Adiós a la misión secreta a Marte, adiós a la carrera espacial de la URSS, y a la de ambos: el mismísimo Secretario General Bréhznev los remitiría a Siberia de una buena pateadura en sus rojos traseros.

—Cosmonauta Rodchenko a Oso Rojo... ¿me copian?

—Olvídalo —le graznó Godunov a su compañero—; no funciona nada. Ya lo comprobé, Yuri.

Observó mejor el entorno. Ruinas hasta donde llegaba la vista; todo sucio, roto y quemado.

—Te apuesto una caja de beluga a que hemos vuelto a la vieja y querida Tierra. ¡Esto no es Phobos!

—Miserable rufián, ¿con qué lo pagaríamos? Así que hemos regresado, ¿eh? Mira un poco, ¡qué desastre! Parece que hubiera caído una bomba atómica, ¡por San Esteban!

Godunov no contestó. Eran restos de edificaciones humanas, aunque de una variedad de estilos desconcertante para un solo lugar. "Estilo francés, racionalismo alemán y colonial español", enumeraría su hermano, el arquitecto. Paradójicamente, se había fugado a Kansas hace tres años, con la excusa de la "Exposición Internacional Cuba 59".

—Bueno, ¿qué hacemos ahora, Boris? No tengo ni una maldita idea de dónde estamos. No funciona ningún instrumento.

Godunov impuso silencio con un gesto. —Calla, Yuri. Me parece haber visto algo en el horizonte...

—¿Chechenos? —susurró este. Si estaban en casa, deseaba con toda el alma quitarse el casco. Hacía calor adentro del traje, pero después pensó en la radioactividad. Si se había desatado la tan temida III Guerra Mundial, mejor aguantarse un poco más.

—Mi casco aparentemente invulnerable tiene un rayón —se quejó—. Pffff, tecnología georgiana...

El Comandante Boris Godunov aguzó la vista. El viento que jugaba con las nubes de polvo no colaboraba con la investigación ocular. No, no estaban en Chechenia, ni en ningún otro sitio reconocido de la URSS.

—No estamos en casa, y dudo que estemos en Europa o Asia. Esto tiene que ser América, camarada.

—América... ¿América? —inquirió Yuri; —¿Dónde están los rascacielos, las estatuas y monumentos? Tal vez quieras decir Canadá o México, quizás Sudamérica...

—Puede ser, hay mucha revolución y golpe de estado ahí, Yuri; la Guerra Fría no ha tomado prisioneros... —dijo mientras se agachaba a recoger un objeto del suelo, cubierto a medias por una piedra aplanada. Era una falange, rota y cuarteada por los agentes climáticos. Un hueso pequeño, como si hubiera pertenecido a...

—¡Boris, mira esto! —lo interrumpió su compañero, acercándole un pequeño dosímetro de bolsillo—. No hay radiación fuerte, por lo menos en esta zona. Quiero sacarme el casco, si no te molesta: si notas que me pongo violeta, avísame, ¿quieres?

Sin esperar respuesta, Yuri se quitó el averiado casco e inhaló con cautela. Dejando de lado el olor a quemado, se podía respirar con cierta confianza. El otro hombre lo imitó unos minutos más tarde.

—¿Hueles? Ha ocurrido algún incendio hace poco. Todavía puede olerse el humo... —comentó.

—Es verdad. Y agregaría algo más: olor a... ratas, diría yo...

—Los más fuertes sobreviven... —musitó Boris, escudriñando el horizonte. Había creído ver algo moviéndose en la lejanía—. Doble precaución entonces, camarada. No sabemos quiénes vendrán a darnos a bienvenida...

Yuri asintió en silencio. Lentamente, estudiando el paisaje desolado, comenzaron a ascender una loma en dirección noreste, buscando alguna señal que les indicara en dónde estaban.

Llegaron a la parte más alta de la ciudad fantasma, donde encontraron una glorieta o pabellón de música. Más allá de ese punto, la barranca descendía suavemente hasta una avenida, y más allá el brillo apagado de las vías férreas de una estación de tren arrasada.

Era una visión tan deprimente que se dejaron invadir por un súbito cansancio y se tentaron sobre los escalones del pabellón sin mucha ceremonia. El aire caliente y pesado los aplastó: estaba nublado, posiblemente fuera verano en donde sea que estuvieran.

—¿Qué hace, camarada? ¿Busca gusanos para comer? —comentó jocosamente Yuri, tratando de animar a su compañero, más serio e introspectivo que nunca.

Boris hurgaba el piso distraídamente con la punta de su bota, removiendo la tierra suelta. —Creí ver algo que brillaba... —dijo, poniendo más empeño en la tarea que antes. Aparentemente, había un artefacto semienterrado.

—Si es algo comestible, por favor compártelo: mi pobre estómago te lo habrá de agradecer.

Boris se inclinó hacia adelante, casi frenético: aquella cosa brillaba con intermitencia. Un fragmento de botella de vidrio cercano lo ayudó a extraer el misterioso objeto.

—¡Buena vista, comandante! —exclamó Yuri, achinando los ojos para observar mejor al objeto: un pequeño cilindro negro de plástico de cuya base surgía un racimo de afiladas púas metálicas. En el extremo opuesto, el brillo pulsátil de una pequeña luz roja. —¿Que puede ser? Cuidado con esas puntas, Boris...

—No tengo idea... Si estas manchas parduscas son sangre seca, podría aventurar que se trata de una especie de localizador para ganado.

Al unísono, ambos otearon el horizonte en busca de reses imaginarias. ¿Ganado en una ciudad?

Fue el turno de Yuri para efectuar un hallazgo. —Encontré un huesito, parece un dedo...

—Yo también hallé otro hace un rato —contestó Boris.

—Hay varios, mira... insistió Yuri, señalando con el pie. —Se agachó y con el canto de su mano enguantada apartó la tierra. Había varios, de mayor a menor, uno al lado del otro. Los examinó unos segundos y luego se incorporó, limpiándose el polvo en el costado del pantalón—. Debe tratarse de un ritual funerario; no existe criatura que posea tantos dedos en una mano...

Se miraron con auténtico desconcierto: ¿adónde habían ido a parar? Bajaron la amarillenta barranca en silencio hacia la estación de tren en busca de certezas.

—Ese cartel quemado, ¿entiendes qué dice, Boris? —señaló Yuri, apuntando lo que en una época fue un elegante letrero indicador esmaltado en azul con letras blancas, y que ahora apenas si se diferenciaba del tiznado paisaje.

—B-A-R-R-A-N-C... El resto resulta ilegible...

—¿"Barranc"? Suena francés. O húngaro.

—Faltan letras. Puede ser "Barranco". —Boris miró hacia la loma que habían dejado atrás. Podía ser "Barranca"—. La segunda línea está derretida. ¿Habrán arrojado napalm?

—O un rayo desintegrador, ya que estamos —bufó Yuri, cada vez más disgustado a causa del hambre y la fatiga—. Cuidado donde pisas, Comandante Cegato: esta avenida está poceada.

En efecto, parecía como si hubiesen puesto a marchar a un elefante gigantesco y malhumorado por la calzada. Podían verse profundos baches dispuestos de modo más o menos regular, todos tan circulares como una monstruosa moneda.

—Comienzo a creer que estamos en Marte, Yuri... ¡Nada de esto tiene sentido!

En la estación, hallaron un cartel intacto, "Belgrano R", que nada les significó. El andén estaba desierto. Una hoja de periódico danzaba un silencioso minué con el tórrido viento. El olor a descomposición aquí era un poco más notorio.

Quedaban los esqueletos de antiguos negocios que anunciaban comida. Gracias a que su hermano había intentado enseñarle castellano (ahora entendía que Iván ya planeaba huir a Cuba), Boris pudo reconocer algunos términos pintados sobre los vidrios que habían quedado enteros: "Café con Leche", "Pizza" y "Empanadas" (un plato típico sudamericano). Se encontraban en una ciudad llamada Belgrano R de un país de habla hispana. Algo habían avanzado.

—Entremos a ese bar: si la guerra fue reciente, puede que no hayan saqueado todo. Me muero de hambre tanto como tú.

Yuri no contestó: su sonrisa agradecida lo decía todo. Encontraron un cajón de cerveza intacto escondido en un cuartucho, y en la heladera quedaba un frasco de algo cuya etiqueta rezaba "Zapallos en Almíbar La Cautiva".

—Juntemos la comida aquí, en los cascos...

La aventura de la búsqueda de provisiones les recordó otra época más despreocupada, cuando apenas eran dos cadetes muertos de frío y de hambre. Hallaron unas latas de conservas que abrieron con el auxilio de un cuchillo de cocina, y se sentaron a comer con gusto en el piso, detrás del mostrador. Luego del sencillo almuerzo, se relajaron y hasta pensaron en dormir por turnos pero, sin ser invitado, se hizo presente el sentido del Deber.

—Tenemos que contactarnos con las autoridades, Yuri. Aunque este país esté en guerra, algún Consejo Revolucionario debería tener, ¿no lo crees?

—O una Junta Militar, si son pro-capitalistas... —se interrumpió el otro, arrugando el ceño. Contemplaron sus rojos uniformes, y temieron lo que ocurriría si caían en manos de anticomunistas.

Boris habló por ambos: —Si estuviéramos en Cuba, otra sería la historia, camarada... —Súbitamente, recordó la hoja de diario voladora en el andén—. Aguarda aquí, Yuri; puedo averiguar dónde estamos.

Y sin dar tiempo a réplicas, salió del bar con premura.

Yuri siguió revisando el cubículo donde habían hallado la bebida. Detrás de unas escobas y un balde de zinc abollado, descubrió un rifle calibre 22 y una especie de uniforme espacial improvisado. Lo extendió para estudiarlo mejor a la luz del sol: era un traje de buceo emparchado con una máscara antigás de la Primera Guerra adosada a la capucha. Quien lo hubiera usado estaba convencido de que el tejido gomoso lo aislaría de la radiación. El regreso del comandante interrumpió el examen.

—¡Yuri, observa esto! —gritó Boris, extendiéndole un periódico incompleto de hace dos días—. Lo encontré debajo de unas chapas: lo que el viento no se llevó.

Tradujo lo poco que recordaba de castellano; el resto, lo dedujeron por las fotos que ilustraban las noticias.

—“Último… Momento". Mira esta imagen: aunque borrosas, pueden apreciarse luces en el cielo, ¿ves?

—Veo —afirmó Yuri, acercándose hasta casi pegar la hoja a su nariz—. ¿Naves?

—No de las nuestras, tampoco americanas. Aquí, mira: I-N-V-A-S-I-O-N. Invasión alienígena, quizás. Esto de aquí dice "testimonio exclusiva", o algo así. Debajo de la foto de eso que asemeja un mastodonde sin trompa...

—Gu... Gur... Gurb... ¿Esto es castellano?

Boris señaló el nombre del diario y la fecha, sobre el titular. —"Buenos Aires": estamos en Argentina, Yuri. Gobierno militar, creo recordar. Anticomunista, me temo.

—Y entonces, vino una invasión del espacio y los borró del mapa.

A Boris se le demudó el semblante. —Entonces no chocamos contra un aparato yankee, camarada... ¿qué tienes ahí? —dijo, señalando el curioso traje de combate.

—Un uniforme de partisano... Boris, no hemos visto ni ejércitos ni platillos voladores. ¿Habrán muerto todos?

—Parlamentaremos con los milicianos, entonces. No creo que podamos volver a casa, amigo mío.

Lentamente, absorbieron las implicaciones de los últimos hallazgos. Invasión extraterrestre. Ni yankees ni marxistas: simplemente, marcianos.

Un persistente sonido bajo y familiar los sacó de sus cavilaciones: sonaba a motor pesado, como de camión. Ambos cosmonautas se acercaron a la puerta del bar con cautela, haciendo visera con una mano.

Efectivamente, se aproximaba una exigua y ruinosa columna de vehículos, ninguno de aspecto militar, salvo por unas banderitas o escarapelas improvisadas con pintura, probablemente a último momento, antes de salir a enfrentarse a una muerte segura que no sería anónima. Encaramados al vehículo, una abigarrada masa de combatientes, tan disímiles entre sí como un muestrario de soldaditos de plomo tomados al azar por un aburrido dios de la guerra. Al llegar a la estación, bajaron de los camiones con más nervio que disciplina. Uno de ellos vio a los rusos, y avisó al resto.

—Yuri, quédate quieto y en silencio. Avanzaré con los brazos en alto —advirtió Boris, inseguro de estar actuando correctamente.

—Cuidado, camarada... —susurró Yuri, con voz quebrada. Para su sorpresa, un sentimiento de pena lo invadió sin previo aviso. "Cuidate, hermano", pensó.

Boris se acercó a un individuo alto, quizás el jefe. Este se quitó la capucha del traje y el ruso pudo notar un semblante franco, rubicundo y muy tranquilo. Intercambiaron un par de frases, y luego Boris llevó la conversación en su castellano de hojalata. El hombre afirmaba con la cabeza.

Al rato volvió Boris, con el entusiasmo pintado en su rostro.

—¡Yuri, nos vamos! —exclamó.

—¿Qué? ¡Te has vuelto loco! ¿Quiénes son estos tipos?

—¡Son el Ejército de Liberación, y quieren que los ayudemos!

—¿Ayudarlos a qué? —Yuri no entendía nada.

Boris lo tomó de los hombros y lo miró fijo, con la misma expresión perversa de cuando eran dos salvajes reclutas planeando una divertida salvajada.

—Los invasores han pactado con los capitalistas para repartirse el mundo: ¡vamos a expulsarlos en nombre del proletariado terrestre! Nos aceptan, a condición de que los ayudemos a recuperar a su líder, un tal Juan...

Yuri se alzó de hombros. —No perdemos nada, supongo...

—Nuestra tierra también ha sido ocupada, camarada. Hagamos algo útil, para variar. Y con nuestra experiencia, ¿quién sabe? Puede que lleguemos a expulsarlos como hicimos con los nazis, y nos lleven en andas como héroes. ¡Toma tu casco y sígueme, reclutón!

Ambos rieron, y marcharon a reunirse con el voluntarioso ejército de la resistencia argentina.

El cielo comenzó a nublarse. Una ráfaga de viento puso a todos nerviosos, hizo temblar los techos de chapa de la estación y, por último, dispersó las pocas hojas del diario que quedaban, en cuya portada se destacaba un titular en letras tamaño catástrofe:

"NEVADA MORTAL".


(publicado originalmente en la antología EXTREMOS, Ediciones PuertAbierta, México, 2016.)



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