miércoles, 29 de septiembre de 2021

LUCÍA EN EL BALCÓN

Gabriela Vilardo


Sí, es él. Debería acorralarlo contra la ventanilla. Tengo esa inoportuna sensación de que este hombre se me va a escapar. El cuerpo muerto de Lucía, en el balcón del departamento B; y su asesino, aquí. Sí, es él. Estoy segura. Es él. O casi segura. Su forma de pararse, de mirar de soslayo. Ya no hay dudas. Viene hacia donde estoy. Acaba de sentarse delante de mí. Nuca ancha, sanguínea; en su cuello rapado y rollizo la sangre parece amontonarse de forma caprichosa. Y yo, como si nada. No debería estar como si nada. Y estoy. Sí, estoy así, en este asiento del colectivo 105. Sólo ruego que el hombre no se mueva demasiado. Usa perfume barato y me da mucho asco ese olor.

Dos de la tarde. El 105, a las siete de la mañana es un caos: gente apretada, irritable, desconfiada; pero a esta hora una puede acomodarse a gusto y placer. Y un eventual homicida, también. Es siniestra esta soledad junto a él, detrás de él. Me muero por preguntarle por qué lo hizo: si venganza, si confusión…ay, si conociera la posible reacción de este hombre, no dudaría ni un instante más en sacarme esas dudas. ¿Tendrá él, algo más importante que hacer a esta hora y en este lugar, aparte de matar a Lucía y dejarla tirada en un balcón? Al menos, la hubiese arrastrado hacia adentro. Al menos hubiese borrado los rastros. De haberlo visto en el ascensor no hubiese sospechado de él. Sin embargo, acá y a esta hora, sí. Creo que va dormitando. Cabecea. Singular forma de evitar las miradas. Otra vez ese perfume que va y viene. Ahora sube gente que ocupa el pasillo. ¿Adónde van esas personas a las dos de la tarde? Y este pasajero ni se inmuta ante las miradas acusadoras. Como si él no se hubiese manchado las manos con sangre. ¿Qué lo unía a Lucía? ¿Qué extrañas razones lo obligaron a satisfacer esa necesidad interna, tan suya, para dejarla sin vida? Allá quedó Lucía, en el balcón. Un racimo de flores azul violácea le acaricia el rostro. Es el jacarandá que florece en primavera y se roza inevitablemente con la muerte; recuesta sus ramas sobre el cuerpo de la joven, pero no impide que yo la vea desde mi balcón. El suyo no tiene pendiente hacia ningún lado, y entonces, la sangre no chorrea. La sangre, amontonada como para dar credibilidad al hecho. Lucía inmóvil, ya sin sueños. Nefasto cuadro. Nefasto mi comportamiento, sin capacidad de asombro. Y ahora estoy acá, en el asiento de este colectivo encontrando al asesino de Lucía. Sí. Es él. Duda disipada. El pasajero se inclina hacia abajo y levanta su paraguas. El cielo, sin nubes. No hay indicio de próximas lluvias ni de probables tormentas. ¿Adónde va el pasajero? ¿Por cuánto tiempo piensa desaparecer? Lo tengo tan a mano que no sé si voy a poder resistir la tentación de increparlo. ¿Por qué uno tiene que transitar por estos momentos? ¿Hay necesidad? De verdad, ¿hay necesidad? La respuesta es obvia; de otro modo, no estaría ahora pidiendo permiso para bajar del colectivo detrás del hombre que lleva piloto, paraguas negro y un maletín deteriorado. En el maletín… en el maletín ¿qué? No lo sé. Bajamos casi a la par. Avenida Vélez Sarsfield. El colectivo se aleja dejándome con la responsabilidad de demostrar que Lucía va a tener quien la vengue. No ha pasado tanto tiempo desde su deceso. Todavía puedo hacer justicia por ella. Avenida Vélez Sarsfield. Nosotros, acá. Lucía, tirada en el balcón. La muerte ya no es un puñado de letras. Y el hombre ya no es un pasajero. Apura el paso. Se torna casi una certeza la urgencia que tiene para hacer algo distinto. Seguramente entrará a la casa de afinación de pianos. Se me aceleran los latidos del corazón y tengo miedo. No sé si voy a poder caminar entre pianos viejos detrás de quien ha dejado de ser un pasajero del 105. La casa de afinación es un lugar más que original para que un asesino distraiga la atención de quien ose seguir sus pasos.

Todavía no entramos a ese lugar y ya me está faltando el aire. Él apura el paso. Yo también. Tropiezo. No quiero perderlo de vista. El calor… ¿será el calor que me impide respirar bien? El calor o está sensación de claustrofobia por adelantado, de sólo pensar que entraremos a un mundo húmedo y silenciado. Finalmente, el destino del hombre no es la casa de afinación de pianos. Va al encuentro de una anciana. Apoya el maletín en la vereda y la abraza. La abraza largamente.

No, he decidido entonces que este pasajero no es el victimario. Volveré a la parada del 105. Subiré y bajaré del colectivo cuantas veces sea necesario. Y si la situación lo requiere, terminaré el recorrido hasta encontrar al asesino de la pobre Lucía. 

Lucía sigue en el balcón. Ignoro todavía quién la mató. Aún no entiendo por qué Lucía no huele las flores del jacarandá o por qué no saluda a alguien que viene a su encuentro. Podría haber llamado la atención de otra forma. Podría haber levantado las manos hacia el cielo y sonreír. No, está muerta en el balcón. Debí haber imaginado de antemano un asesino para Lucía si es que quería escribir un cuento policial. A la vista, el 105. En el 105, seguramente un pasajero. De no encontrar al culpable, esta noche no saldré al balcón.  

martes, 28 de septiembre de 2021

LA HERENCIA

Claudia Isabel Lonfat 


Ya perdí la cuenta de los años que pasaron desde la última vez que pisé estas tierras.

El abuelo Evaristo fue el “hacedor”, como a él mismo le gustaba llamarse. Cual Dios pagano, inflaba el pecho orgulloso, siempre con el vaso lleno de whisky importado de
Escocia, que traían al campo especialmente para él.  En mi inocencia, yo lo veía inmenso, hermoso como un corsario, con su barba colorada y sus manos callosas.

La estancia “La soledad” decía mucho de él, era un reflejo de su propia existencia, de sus gustos caprichosos, excéntricos, y sobre todo de su moral.

Mis recuerdos, que fueron vagos durante mi solitaria niñez, o en mi errática juventud, ahora, siendo un hombre mayor, habían renacido con fuerza. Incluso podía recordar detalles y concluir cosas que antes no hubiese podido siquiera imaginar.

—Lisandro, esto va a ser tuyo algún día —decía el viejo, cuando tenía la misma edad que tengo yo ahora, pero se veía mucho más joven y fuerte. Lo decía mientras recorría con la vista la gran extensión de tierra, a cuyo límite yo no podía llegar ni agudizando los ojos, porque terminaba después de mi propio horizonte.

En ese tiempo yo rondaba los veinticinco años, y papá era uno de los tantos que habían desaparecido. Nadie vio nada. Según Evaristo, papá, que era un abogado prestigioso, se había mezclado con gente jodida. Cuando le pedía más detalles, él se negaba a seguir con la conversación, que casi siempre terminaba reducida a un monólogo más de los tantos a los que me tenía acostumbrado.

Nunca dejé de insistir, hasta que un día después de un asado largo y con abundante vino tinto, de la nada, me dijo:

—Eva se metió en cosas turbias con los Montoneros —murmuró. Luego de decir eso, simplemente se apagó como una vela soplada por el viento.

Al día siguiente no recordaba nada.

Me llevó tiempo entender por qué a mi padre, bautizado con el mismo nombre del abuelo según la tradición de los primogénitos, lo llamaban Eva, en lugar de Evi o Juniors. Fue la abuela Ana quien le abrevió el nombre, y el abuelo jamás se dio cuenta del amor secreto que la abuela sentía por Evita; nombre prohibido en esa casa.
Recuerdo haberla visto leyendo La razón de mi vida, libro que escondía del abuelo, y con el que me había enseñado a deletrear. Yo había aprendido a leer con sus palabras, y también a amarla.

—Vos no entendés lo que significa mezclarse con esa gente —. decía el viejo ofuscado —Mantenete al margen, ¡querés!

Como dice una canción de Charly García “Yo fui educado con odio, y odiaba la humanidad…” por lo menos una parte de esa humanidad; los supuestos culpables de la desaparición de mi viejo, y de la posterior muerte de mi madre que no pudo soportar su ausencia. Pero odiaba la parte incorrecta de la historia.

Evaristo murió a los ciento siete años, fue el más longevo del pueblo, y estaba en pleno uso de sus facultades mentales. Hasta el intendente lo homenajeó cuando cumplió los cien, y le pusieron su nombre a una plaza; seguramente con dinero donado por él.
Manejó La soledad hasta el último suspiro, montado en su caballo preferido.  Vivió y murió como un caudillo retirado; un caudillo imperfecto, espurio, y con deseos de quedar en la historia. Lo encontraron los peones cerca del arroyo Lisandro, bautizado así por mí, su único descendiente.

Siempre me pareció un horror que un arroyo llevara mi nombre. De chico me hacía feliz, me sentía amado por él. Ya durante la adolescencia creía que solo quiso burlarse, pero cuando investigué en los mapas figuraba como Arroyo Lisandro.

Dejé de venir cuando los rumores se hicieron insoportables. La peonada lo odiaba, se notaba en sus miradas, a pesar de que nunca decían nada.

En esa sumisión se ocultaba eso agazapado, como un demonio. Sabían que solo en la estancia podían trabajar; la otra opción era irse muy lejos de ese pueblo, pero sentían miedo.

Evaristo les daba trabajo y vivienda. No los explotaba, pero ellos sabían que esa estancia estaba maldita, que habían pasado cosas feas que no podían nombrar ni explicar. En el pueblo decían que en un tiempo venían camiones de Buenos Aires con una carga misteriosa, que enterraban cosas campo adentro.

En sus escuetos relatos no había precisiones ni detalles. Las mujeres se persignaban y hablaban de muertitos. Dejaban cruces con inscripciones: “En paz descansen” o simplemente “Paz”, como si fueran combatientes de alguna guerra, y que la peonada estaba obligada a retirar para evitar la furia del viejo. Todavía algunas mujeres ancianas se escabullían de noche para rezar sus rosarios. Eso. Tenían miedo de que aquellas almas no tuvieran la ansiada paz que se quiere para los muertos y que los vivos tampoco tenían. Eso; todo lo que no se nombraba o no se podía nombrar.

Ni siquiera después de su muerte se animaron a hablar, como si Evaristo desde el infierno pudiera cumplir con sus amenazas o sentencias.

Yo me fui joven, con veintitantos años, y recién recibido de abogado como mi padre. Pero no pude ejercer. No tenía fe en la justicia, ni en los hombres, y mucho menos en Dios. Eso mismo que embrutecía más a la peonada, que mató a mi padre, y llevó a la tristeza y posterior muerte a mi madre, alimentaba al monstruo que habitaba en el viejo. La Soledad era el símbolo de un tiempo doloroso que nadie quiso vivir ni recordar. Su nombre resumía a la perfección lo que la estancia significaba para todos los que la habitaron. La peonada se fue. Los animales desaparecieron. El campo quedó en la más absoluta soledad. Salvo por lo que está oculto en la tierra, allá, después del horizonte.
El viejo solía decir que el nombre de la estancia era un homenaje a su abuela, pero cuando investigué, supe que ella no se llamaba Soledad, su nombre era Sofía, y que soledad había sido su niñera mulata. No quise averiguar más. A veces es más sano. 

Ahora estoy esperando las máquinas. No va a quedar un ladrillo. Ni un centímetro de tierra sin remover.

POLVO ENAMORADO

 José Luis Velarde

 

El polvo se extendía por toda la casa como manto tenebroso sobre los objetos claros y velos descoloridos en las áreas oscuras. Era grueso en algunas partes y finísimo en otras. El inquilino había intentado sacudirlo muchas veces hasta descubrir que era un trabajo interminable. Bien sabía que se integraba con su cuerpo para cumplir los designios de la naturaleza. El recubrimiento era suave. Una segunda piel cómoda y abrigadora que además absorbía los colores del hogar y creaba nubes internas.

—Polvo somos y al polvo retornaremos. Somos “polvo enamorado” y “amor constante más allá de la muerte” como afirmara Francisco de Quevedo —solía responder Lauro Estrada Sacramento ante las críticas infalibles de quienes lo visitábamos a pesar de su rechazo manifestado mil veces. Tanto esconderse volvió menos frecuentes nuestras aproximaciones.

Recuerdo el último encuentro ocurrido una tarde septembrina y lluviosa.

Llamé a la puerta sin respuesta. Antes de marcharme decidí girar el picaporte que no estaba bloqueado. Supuse un accidente o un robo. Me preocupaba la salud de mi amigo. Incluso llegué a pensarlo muerto.

Mis pasos dejaron marcas sobre el piso del vestíbulo.

—Lauro —llamé en varias ocasiones sin respuesta hasta que lo vi tendido sobre un sillón reclinable en el mismo instante en que afuera comenzaba un griterío. Las exclamaciones opacaron la respuesta acompañada de una neblina polvorienta surgida al unísono de sus labios.

—Mi estado natural es vivir así —manifestó en voz baja, como si no quisiera que le oyeran los niños que gritaban ante la puerta principal sin preocuparse por la llovizna que descendía menuda y silenciosa. La tranquilidad era un fenómeno inusitado en aquel barrio donde el ruido surgía de cada casa y cada voz ahí establecida. Más de diez pequeños saltaban arrítmicos como las frases repetidas con voces chillonas.

—Hombre de harina sal, hombre de harina ven.

Me levanté y la parvada infantil desapareció apenas verme salir por la puerta. Al regresar noté que las telarañas eran más abundantes que a mi llegada. Con una escoba grisácea abrí espacio y barrí mi silla. Mi anfitrión ni siquiera volteó a verme, mientras yo descubría por todas partes los restos de las envolturas plateadas que en otros días contuvieron los medicamentos ingeridos. Lo vi más frágil que de costumbre.

Me atemorizaba su tristeza permanente y su rechazo a continuar los procesos encaminados a mantener su salud.

—¿No has vuelto con el médico?

—No.

Quise iniciar otras conversaciones sin conseguir más que monosílabos como respuesta. De nada valieron los recuerdos del trabajo compartido hasta jubilarnos el mismo año. Durante un rato nos vimos en silencio, ya pensaba marcharme cuando Lauro habló.

—Aún la extraño y bien sé que espero decir antes de morir: “cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día”. Ya sabía Quevedo que el amor es eterno para algunos y que las muertes matan a quienes sobreviven a la ausencia. Bien sabes que la pienso de manera constante y también sé que esta capa crecida alrededor mío es la tierra que me busca.

Advertí entonces que su cabello blanco tenía la misma textura de las telarañas. Por un instante me hizo feliz mi odiada calvicie. Pensé en Angélica y los matices desprendidos por su lejanía. Tras veinte años de muerta era evidente que aún faltaba en el hogar que iba de la ceniza a los hilos confundidos con el pelo. En un arrebato fui hasta el taller donde se amontonaban las herramientas acumuladas durante los años dedicados por Lauro al bricolaje. La aspiradora encendió como si fuera nueva. Recorrí las piezas de la vivienda hasta llenar de basura cuantas bolsas tuve a mi alcance.

—Mira —musitó Lauro— aún existo debajo de mi envoltura.

Sonreí antes de verlo arrastrado por la máquina que se agitaba entre mis manos. Me estremecí junto con ella sin detener la desaparición de mi amigo. De poco me sirvió oprimir los botones. Arranqué el cable de la pared, pero el motor sólo se detuvo cuando quiso.

Pensé que podía liberar a Lauro. Salí al patio para invertir el proceso. Surgió una nube de polvo disipada por el viento. Al abrir la aspiradora encontré telarañas y restos de plásticos brillantes. Residuos contrastantes con los tonos grisáceos esparcidos sobre la maleza crecida en el patio.

Incapaz de pensar con claridad decidí marcharme.

Lauro recitaba a Quevedo como acostumbraba hacerlo desde los días compartidos en la oficina.

—“Alma a quien todo un dios prisión ha sido, venas que humor a tanto fuego han dado, medulas que han gloriosamente ardido”.

El cielo se cubría de nubes blancas. Algodones espesos en el horizonte. Al volver la vista a la casa descubrí un capullo sobre las líneas rectas de la construcción. Oval como tejido por una mariposa invisible, quizá una araña gigantesca empecinada en ocultar todo lo relacionado con Lauro. Por un instante pensé en su renacimiento. Mi optimismo desapareció abrupto. Supe que nada podría surgir del polvo cautivo en sí mismo desde el instante en que la voz de Lauro resonaba constante en mis oídos: “serán ceniza mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”.

El poema desapareció entre palabras altisonantes y músicas expulsadas por las ventanas. El vecindario retomaba los estruendos contenidos durante mi visita. Apresuré mis pasos. Los relámpagos se intensificaron y la lluvia descendió feroz toda la noche.

lunes, 27 de septiembre de 2021

EL PORTAL DE CESIO

Joyce Barker

 

Sobre una enorme roca se encontraba la casa de Pedro, el encargado de cuidar el portal de cesio. Pensaron, y con justa razón, en un lugar apartado de todo y todos. Y era tan peligroso saber que existía, que se elegían candidatos sin vínculos sociales, que estuvieran dispuestos a vivir en zonas inaccesibles e inubicables, ni siquiera por satélite. Para acceder al puesto, Pedro, un hombre en sus sesentas, tuvo que estar encerrado en un cubo de aproximadamente tres metros cúbicos; dotado, en sus paredes plásticas, de innumerables botones que activaban los servicios básicos, y no tan básicos, requeridos por el usuario. El ejercicio de estar encerrado duraba seis meses, y estaba absolutamente solo en un radio de diez kilómetros. Pocos duraban tanto, pero Pedro estaba acostumbrado desde que tenía nueve años, cuando se encerraba en el armario, debajo de la cama o dentro de un baúl. Añoraba esos lugares cada vez que volvía del colegio, y no era porque lo molestaran, era simplemente que así, encerrado, podía obtener de vuelta la energía que entregaba a sus compañeros por su exceso desequilibrado de empatía, algo que no podía evitar y que lo dejaba exhausto en ciertas ocasiones.

Del portal de cesio no tenía idea y tampoco le importaba saber mucho, solo lo que alcanzó a investigar someramente en la red. Que era un metal líquido y hasta gaseoso a una temperatura semejante a la del cuerpo humano, y que era posible que fuera la causa de esas fotos horribles de médiums botando humo por la boca, nariz, orejas y quizás qué otros lugares del cuerpo. Cesio, era semejante a otros metales poco comentados, de los que aparecen en la tabla periódica. Sabía de los metales líquidos, el mercurio, evidentemente, pero por lo visto había más de características similares.

Le dijeron que el portal de cesio debía renovarse cada cierto tiempo, usando su propio cuerpo como filtrador. Pedro era experto en eso al poder absorber naturalmente la energía de la gente, que constantemente le pedía consejos o tiempo. Pedro nunca se negaba, pero había llegado el momento de vivir sin molestias.

Los controles de calidad del portal, eran mensuales, lo que incluía también el filtrado que hacía Pedro, simplemente usando la concentración. Era importante que no quedaran residuos en su cuerpo, al menos eso le dijeron.

Un día, y luego de una tormenta eléctrica que desbloqueó todos los sistemas de seguridad del sector protegido, una turba de turistas logró entrar al área protegida. Desconociendo completamente de qué se trataba esa reserva, y sin la capacidad de ver el portal, a diferencia de Pedro, se instalaron con carpas a pocos metros de su casa, que por fuera parecía una roca más. Él despertó rápidamente, percibiendo que algo no andaba bien. Al salir, se percató de los intrusos y fue corriendo a echarlos, pero los turistas, acostumbrados, le sonrieron y le pidieron que se calmara, que se habían perdido y que se irían luego. Pedro, como de costumbre, se llenó de las contaminadas energías de los intrusos y tuvo que ir a encerrarse en su cubo hasta limpiarse por completo. “Estos tarados… Y justo ahora que debo hacer la filtración del portal”.

Los turistas ya se habían ido cuando logró salir de su limpieza, y se dirigió al portal, aliviado de no tener que verlos de nuevo. Comenzó con el proceso de filtración, respirando pausadamente. Al terminar, se dirigió a su casa, exhausto. Durmió el día entero, y al despertar apretó el botón del baño, como de costumbre, pero un ruido insoportable comenzó a sonar. Era la alarma de emergencia. Pedro corrió a ver la información que aparecía en la pantalla roja y leyó: “Se ha registrado una actividad anómala en el portal. La zona completa está en riesgo. Quédese dónde está”. De los muros salieron unos tubos aspiradores que se pegaron al cuerpo de Pedro con ventosas y comenzaron a extraerle los residuos de cesio que habían quedado pegados a su cuerpo. “No me di cuenta de eso”, pensó. “Diríjase al portal”, anunció la pantalla.

Al llegar, su cuerpo comenzó a temblar, sintió que una avalancha energética era absorbida por su cuerpo, tanto, que se desplomó en el piso. De la casa de Pedro salió una camilla con ruedas que lo recogió utilizando brazos robóticos y se lo llevó al laboratorio que estaba debajo de la casa. En el pabellón, la pantalla mostraba la imagen de Pedro y seis personas más, para luego anunciar: “Comenzando la extracción de seis criaturas interestelares”. Pedro, riendo, pensó: “Cuántos más andarán por ahí buscando estos portales, disfrazados de turistas despistados. Debo reconocer que son ingeniosos”.

SOLO

 Ana Cherñak


Domingo al mediodía, Lucas caminaba con el pijama que no se quitaba desde el viernes. Se dio cuenta cuando se miró en el espejo del baño. Qué hubiera dicho Nina si lo viera así, con una barba de días. Se sintió viejo.

Fue a la cocina a prepararse un café, pisó la alfombrita negra, sucia y con pelos de gato. Puso a hervir agua y sin mirar agarró una taza, justo la tasa preferida de Nina; la habían comprado volviendo de un paseo por el Tigre, ella la eligió negra por fuera y blanca por dentro. En esos días decoraba todo en blanco y negro, las paredes y las puertas en blanco, y entre las cosas en negro, el gato y la alfombra.

Hoy sentía el departamento muy frío, más grande. Sin flores, sin voces ni caricias coloreando el aire.

En la pared, arriba del sillón seguía colgada la copia de “El caballo” de Durero. “Le da un toque elegante ¿No amor?” Le había dicho Nina cuando él lo colgó. Para ella las fotografías y películas en blanco y negro tenían gran capacidad expresiva, pensaba que se veían más realistas que las de color.

El silbido de la pava lo asustó, echó dos cucharaditas de café instantáneo, volcó el agua en la taza y apenas lo batió recordó el vestido negro, uno nuevo y escotado que llevaba puesto Nina esa noche. “Es lindo ¿te gusto?” Preguntaba ella y le ofrecía la espalda descubierta hasta la cintura. Él empezó a subirle el cierre y perdió interés en salir de casa, la dio vuelta y le besó la boca, el cuello, el pecho. Ella respondió excitada, y trastabillando cayeron en el sillón blanco. Por él se hubieran quedado y hubieran hecho el amor, pero Nina se liberó, se bajó el vestido y descolgó la cartera.

La noche fresca y lluviosa desenvolvió el calor de los cuerpos. Ya en el salón, comieron entre risas y brindis que proponían los amigos, aunque en su interior y cada vez que levantaban las copas, se miraban con la misma promesa. Esa mañana, Nina había salido del baño contenta. Lo había despertado con mimos y saltando sobre la cama. “Tengo una novedad novedosa para cuando estés bien despierto”. Y no la dijo en seguida, fue a la cocina, preparó tostadas, café y se lo llevó en una bandeja, lo besó en los ojos y esperó que él preguntara ansioso ¿Qué te pasa loquita? Ella habló rápido como en los anuncios de la radio: “vamos a tener un hijo, estoy tan feliz, ¿qué decís ahora, eh? ¿Viste qué sorpresita te tenía preparada?”

 Él reaccionó enseguida y la abrazó despacito como si pudiera lastimarla. Flor de sorpresa, te la tenías guardada, eh.

“Lo supe recién. ¿Te imaginás cuando lo sepa tu mamá?” Y burlándose se metió en la cama. “Bebito nosotros a dormir que papá se va a trabajar para los tres”.

Ese mismo día, por la noche, Nina, con aquel vestido negro escotado, le guiñaba el ojo y solo mojaba sus labios con la bebida. Empezaba a cuidarse, mientras que Lucas, emocionado con la noticia, había tomado unas copas de más. Empezó a llover poco antes de irse. El preguntó un poco culpable ¿Vos manejabas a la vuelta no? A ella no le gustaba conducir si llovía, pero decidida tomó las llaves y manejó tranquila por la Panamericana hasta que apareció por la izquierda, a muy baja velocidad, un Toyota negro que provocó un choque en cadena.

Lucas seguía revolviendo el café en la tasa de Nina, permanentemente fría.

sábado, 25 de septiembre de 2021

ESPECIAL FIN DE SEMANA - 4

 

COLT 44

Gastón Caglia




Los frenos del colectivo sonaron como un bandoneón quejoso. Descendió por la puerta delantera. No sin disimulado malestar, el chofer lo observó y, moviendo la cabeza de un lado al otro como diciendo no, aguardó a que bajara para cerrar la puerta neumática.

Los hombros caídos y la espalada curva, soportando una inmensa joroba bajo la camisa de franela caqui concedían al muchacho un aspecto desvaído. Al llegar al último escalón de los tres dio un pequeño salto hasta el piso. Aterrizó con los dos pies juntos. Un pequeño paso para el hombre, pensó, mientras repetía hacia adentro el resto de la famosa frase.  

El cielo, de un azul profundo, caía a plomo sobre Pedro. El sol estaba en lo más alto y el polvo que se desprendió del piso al caer del colectivo pronto se disipó en el ambiente.

Todos los fines de semana al regresar a su pueblo se sucedían las mismas secuencias, llegar en colectivo, saltar, pensar lo del paso lunar, caminar hasta el bodegón de la esquina donde descendía, beber una cerveza fría y luego, desde ahí, desandar los mil quinientos treinta pasos que le demandaban llegar a la casa de su mamá.

El bodegón, un viejo bar de los años ’80, pero muy venido a menos, mantenía como único tesoro las mesas de madera barnizadas, pero muy descascaradas, que se resistían al plástico duro y las sillas auspiciadas por marcas de cerveza.

Como los malos del lejano oeste hizo su ingreso caminando con la frente alta, todo lo alta que le permitía la espalda. Saludó con el mentón a algún que otro parroquiano al que le revoloteaban las moscas por la curda. Se sentó sobre la silla de madera más entera que pudo observar.

Todos ahí gozaban de esa curda barata, de sábado a la mañana, regada por vino adulterado, propio de los que deambulan de boliche en boliche, buscando el líquido de caja, donde el pingüino es un lujo innecesario, en parte porque el hígado se ha convertido en una esponja que no aguanta nada y en parte porque los bolsillos son tan flacos como los perros de esas películas de cowboys.

La mesa, que tenía una aureola pringosa regada de tierra o algo de polvo, parecía un eclipse lunar total. El barniz descascarado hacía las veces de sistemas planetarios que en alguna medida deberían ser un plano exacto de una lejana galaxia.

El mismo mozo de siempre llegó con la cerveza y un vaso. Como de costumbre asiéndolo con los dedos dentro del mismo, un desliz que los parroquianos del lugar no llegaban a considerar como algo negativo. Pedro hizo caso omiso y volcó parte del contenido de la botella en el vaso con huellas digitales internas. Apuró el primer trago para que queme en la garganta. Es una sed de muchos kilómetros. Su lengua recorrió los labios en un giro de trescientos sesenta grados borrando toda la espuma que pudiera haber. Apoyó el vaso en la mesa, mientras la traspiración corría hasta la base y formaba una nueva aureola, un nuevo eclipse.

Consultó su reloj: las 11.45 horas, ni tarde ni temprano. Así siguió consumiendo pensamientos abstractos con la vista fija en el vaso cuando por la puerta se oyó una carcajada, fuerte, estridente, de bocha ancha. Los parroquianos no atinaron más que a levantar una mano lánguida y a la nada, en señal de saludo formal.

Pedro intuyó algo, esto no está bien, pensó mientras caía en la cuenta de que la cumbia que sonaba de fondo se había pausado. En su lugar sonaba una pianola con notas muy agudas y desafinadas que envolvía el ambiente. En las mesas los parroquianos jugaban póker con sus revólveres sobre las mesas. Giró el cuerpo para ver hacia la puerta.

—Hey tú, el jorobado, ¿qué miras? —lanzó el grandulón que había ingresado mientras señalaba con su índice dónde debían dirigirse las palabras.

Esto no está pasando pensó Pedro; era Billy the Kid, con su sombrero negro de copa y esa mirada extraviada por culpa del párpado caído. Ahora que lo observaba mejor, no era tan grande, sino más bien bastante esmirriado, aunque eso no lo hacía menos peligroso.

—¡Afuera!

Pedro se incorporó torciendo el cuerpo. Esto debe ser una broma muy bien orquestada, reflexionó. Un jugador de póker de la mesa aledaña le arrimó un revólver, pesado, rústico, gris y polvoriento.

—Es suyo amigo, haga lo que tenga que hacer —dijo el jugador.

—Gracias, Pat —respondió Pedro, sin entender bien a qué se refería.

Billy giró en redondo y salió a la calle que ahora, observó Pedro sorprendido, era de tierra; el asfalto había desaparecido. Como en una corrida de San Fermín, Pedro avanzó sin control de su cuerpo, tomó el revolver con la mano izquierda, la más hábil, revisó el tambor como si esa fuera su actividad habitual; jamás en mi vida sostuve un arma, piensa.

—Voy a morir como un estúpido —masculló entre dientes.

Un forajido de la troupe de Billy los acomodó a una distancia en línea recta de más o menos treinta pasos largos. El sol caía como un mazazo a plomo, por lo que ninguno tenía ventaja sobre el otro en cuestiones atmosféricas. El grueso poncho de Billy no dejaba ver su mano izquierda.

La Colt 44 hacía transpirar la mano de Pedro, y la camisa caqui le empezaba a hacer picar el cuerpo. Los vecinos comenzaban a congregarse para presenciar el espectáculo, pero a fuerza de decir la verdad, el atribulado Pedro no conocía a nadie.

Sin mediar tiempo de espera, el jorobado alzó la mano lo más rápido que le permitieron sus fuerzas. El pecho de Billy despidió una mota de polvo, retrocedió y como un acto reflejo su disparo salió hacia el aire, buscando el cielo.

—Esto no puede estar pasando, esto no puede estar pasando —dijo Pedro.

En ese instante llegó el sheriff, un petiso panzón, de gruesos y rubios bigotes. Los vítores en favor de Pedro menguaron.

—Felicitaciones, caballero; ha ganado la suma de mil dólares que había como recompensa por liquidar al Billy the Kidd.

viernes, 24 de septiembre de 2021

ESPECIAL FIN DE SEMANA - 3

 

EL AYER

Luis Larco


 

Estábamos en el patio, como era nuestra costumbre los domingos por la tarde. Mi hermano se hallaba ordenando la parrilla mientras mi cuñada y yo nos acompañábamos de un cigarro y algo de beber.

El sol era agradable a esa hora, y los tres charlábamos de cosas triviales, intercalando de vez en cuando alguna acotación o alguna broma.

De pronto mi hermano entró a la casa, explicando que le había parecido escuchar el timbre.

Al parecer así fue, porque llegó a nosotros el murmullo de otra voz.

—Parece que es María Elena —dijo mi cuñada.

—No entiendo, ¿tú la invitaste?

—No, pero nos está haciendo un trabajo, y ha venido a la casa estos días.

No pude o no quise ocultar mi molestia; seguía instalada en mi familia después de tantos años, pero ignoraba que mi hermano la contara entre sus conocidos. Como si fuera ayer, recordé el día en que corté esa relación y cedí todos los espacios y amigos en común, incluso algunos lugares que solía frecuentar antes de conocerla, con tal de no volver a verla. Ella, por su parte, no dejó piedra sin mover entre amigos y familiares para que intercedieran ante el canalla que la abandonó dos meses antes de la boda. Soporté reproches, sermones y aún tuve que escuchar a mi abuela prohibiéndome la entrada a su casa. Tragué en silencio la infidelidad, sus celos enfermizos, la costumbre de someter a juicio público nuestros proyectos para traerme luego el dictamen del grupo de brujas, sin cuya intervención era incapaz de apostar algo de fe a lo nuestro. Y por supuesto, cada tanto, me hacía parte de los prejuicios de su madre: “todos los hombres son iguales”, “los calladitos son los peores”. Mi vida era transparente y parecería aburrida para cualquier muchacho de mi edad. Como mucho, regresaba tarde de casa de algún amigo y ella exigía cuentas detalladas: ¿Qué hicieron?, ¿de qué hablaron?, ¿quién estaba? Exigía, pero no daba. Muy por el contrario, solía hablar con admiración de sus amigos mayores, de sus cualidades, sus ideas, su cultura, y a veces, el tiempo pasaba tan rápido que se quedaba a pasar la noche.

No pude evitar que la memoria trajera de vuelta a Ana, una antigua compañera del Liceo que tuvo la mala idea de acercarse a saludar. Una chica sensible, amable y, desgraciadamente, hermosa. Antes de que pudiera devolverle el saludo, la bruja, con los brazos en jarra, disparó su veneno: “¿Quién es ésta?”, dijo con ese tono despectivo que tan bien le conocía. Y yo, miserable, jugando el vergonzoso papel de mangoneado, me despedí de apuro, poniendo cara de entiéndeme, porque sabía el escándalo que montaría.

En mi familia, el jurado estaba dividido y la tenía difícil. La única versión que circulaba era la de ella y estaba decidido a guardar silencio, incluso ante quienes creían merecer explicaciones. Las palabras dolían en la misma medida en que eran injustas, y fue la parte más jodida de sobrellevar, aún más difícil que la ruptura en sí misma. Me sentía tan incomprendido que casi me pongo a llorar en el teléfono cuando un amigo me dijo: “yo sé que nada de eso es cierto, porque te conozco”. Ese era el razonamiento que necesitaba escuchar. Pero también perdí a mi amigo. Su mujer era amiga de la bruja, y como dije, estaba harto, y cedí.

—¿Te molesta que venga? —preguntó mi cuñada, como si nada.

—¿Tú qué crees? —respondí cabreado. Ella sabía que no la soportaba, pero el protocolo de visitas parecía importarle más.

Casi veinte años habían transcurrido. Años de experiencia, años de conocer y conocerme, y aun no podía responder la simple pregunta: ¿dónde estaba yo cuándo me dejé basurear como un imbécil?

Lo que más me dolía era haber vivido esa nube de cobardía, con mi orgullo entre las piernas, sometido como un mandadero.

A medida que la voz de mi hermano y la de ella se acercaban al patio donde estábamos, pude reconocer algunas palabras. Respiré hondo, intentando convencerme de que la gente cambia, que el tiempo no pasa en vano, que ya nadie es el mismo.

—Tenemos visitas —dijo mi hermano, preocupado ante una reacción imprevista de mi parte.

Lo tranquilicé con una sonrisa de circunstancias.

El bien común, me dije, el bien común, mientras volvía a ser un joven que pasó de la humildad a la estupidez cuando le planteé una relación abierta. “Si yo no cubro tus necesidades, puedo aceptar una relación más amplia, mientras quieras estar conmigo, nos cuidemos y hablemos claro”. Supongo que me pareció razonable en su momento, y no ridículamente estúpido como lo veo hoy. Recuerdo bien la respuesta que me dio: “seguro quieres salir con tus amiguitas, seguro querías eso desde el principio, todos los hombres son iguales…”.

El día que todo se cayó a pedazos me enseñó unos poemas que había escrito. A medida que avanzaba en la lectura, las imágenes se hacían bastante explícitas y acabé por comprender que estaban dedicadas a un amante. No tuve que imaginarlo, era obvio, y como si hiciera falta, ella lo confirmó. Había cruzado la línea. Había ido demasiado lejos esta vez.

—Hola, ¿cómo te ha ido? —pregunté, sintiendo en ese pequeño gesto, cómo mi energía se iba por el caño.

jueves, 23 de septiembre de 2021

ESPECIAL FIN DE SEMANA - 2

 

ERA PEDRO

Claudia Isabel Lonfat




 

Siempre me dio miedo salir sola, pero era sábado, la noche estaba cálida, y las pocas amigas que me quedaban, sin novio o separadas, no contestaban el teléfono; parece que ya tenían otros planes. Quedarme en casa sola, viendo viejas películas, era deprimente, sobre todo después de una larga convalecencia. Pero ya estaba todo bien. El dolor que me atravesaba había desaparecido por completo. Me armé de valor y salí.

Subí al colectivo, descendí por Corrientes, y el resto en taxi hasta el bajo. Esas calles húmedas y mal iluminadas me asustaban. Todos parecían fantasmas. Llegué al bar a las dos de la madrugada. Explotaba de gente. Un grupo que me vio perdida, me hizo señas para que me uniera a ellos. Estaban todas las mesas ocupadas. Acepté.

Salvo por una parejita, el resto no se conocía de antes. Habían caído como yo, solos. Dos chicas y tres chicos que pertenecían claramente a distintas tribus urbanas, sin edades ni sexo definido. Nadie hablaba, ni siquiera la parejita entre ellos. Todos pegados a sus celulares, sacando fotos. Algunos más desinhibidos bailaban solos. Yo me sentía cómoda, demasiado quizás, porque a nadie le importaba lo que hacían los demás. Era lo opuesto al ámbito laboral y familiar que conocía; y odiaba.

De pronto me llegó un mensaje al Messenger: “Mirá hacia la mesa pegada a la Venus del Milo”. Giré la cabeza hasta que encontré la vieja estatua tallada en mármol, y pegada a ella vi la cara sonriente de Pedro. Quedé paralizada. Pedro no podía ser, era imposible.

La última vez que lo vi fue hace casi diez años. Habíamos ido al cine, a comer hamburguesas, y después caminamos hasta la terminal de Retiro. Nos gustaba esperar el tren, elegir los asientos enfrentados para continuar la charla mirándonos. Yo me bajé en Devoto y él siguió hasta Palomar.

Dicen los testigos, que poco antes de bajar, unos chicos quisieron robarle la mochila, y lo empujaron. Perdió el equilibrio, se cayó del tren todavía en movimiento, y se desnucó. Yo me enteré al mediodía, cuando llamé a su casa, y bueno; velorio, entierro, culpa, dolor, y una profunda tristeza que se quedó. Y ahora Pedro me saluda sonriente, con ese rostro tan querido pegado a la Venus.

Pedro está muerto, y los muertos no vuelven, esto no es una película, no estoy drogada, ni estoy sufriendo una alucinación o pesadilla. Él me recuerda momentos lindos, como el día que nos escapamos del colegio saltando por la ventana del aula que daba a la calle, cuarto tercera turno tarde. Nadie se hubiese atrevido a tanto, pero Pedro tenía esos arranques imprevistos. La reja estaba rota. Estuvimos toda la tarde en el cine. Vimos Thriller cuatro veces, y después practicábamos los pasos, compitiendo para ver a quién le salían mejor. Fuimos inseparables, hasta que la muerte me lo arrebató.

Dicen que hay muertos que no aceptan su condición, que no soportan salir del reino de los vivos. Quizás sea verdad.

Pedro está muerto.

ESPECIAL FIN DE SEMANA - 1

 

FUERA DE LUGAR

Joyce Barker

 


Volvió a su casa después de haber pasado la tarde con su familia. Pero aún sentía, a pesar de haberse reído todo el día, un gran vacío en su pecho. Por más que dejara que sus pensamientos se esfumaran escuchando música, su malestar se hacía más grande e insoportable. “No debí decirle eso, qué estúpida fui, qué…”. Sus pensamientos cesaron súbitamente al ver que al otro lado de la ventana estaba suspendido José, su amigo.

—Hola, Ana. Abre la ventana, por favor, que hace frío. Perdí tu contacto, por eso vine así. Necesito que me devuelvas los libros, ¿puede ser?

—¡Qué bueno verte! —exclamó Ana, haciéndolo pasar a su departamento—. Pensé que no querías verme más. ¡Y más encima llegaste de este modo! Estoy sorprendida.

—Bueno, sabes que no es tan fácil esta forma de viajar, es extraño que funcione. Pero hoy pude, y pensé en visitarte y bueno, aprovechar de llevarme mis libros —respondió acomodándose en el sofá.

—Ahí están, te los iba a llevar, pero como no respondías… —Fue a buscar una botella y dos copas—. José, quería decirte que lo siento, no debí incomodarte con eso, pensé que sería una buena idea, y me equivoqué. A veces me desubico. Pero sabes que estoy de tu parte ¿cierto?

—Sí, sí. No te preocupes. —José suspiró con algo de enojo por hacerle recordar ese suceso tan nefasto.

—Bueno, y entonces, ¿qué hacemos ahora?

—Tomémonos esto y salgamos a dar un paseo.

—Excelente idea, pero no me acuerdo de cómo volar.

—No importa, yo te llevo.

Se tomaron la botella y se sentaron en la ventana. José le dio la mano y saltaron, quedando suspendidos en el aire, para luego sobrevolar la ciudad de noche. Había pasado tanto tiempo de la última vez que Ana había podido hacerlo que ya no se acordaba, pero al darle la mano a José, quedó suspendida igual que él. Claro que si lo soltaba, caería como un saco de papas.

—José, no quise decirte eso.

—Ah, ¿vas a seguir? Te dije que no me importaba. Que estaba todo bien.

—Lo que pasa es que pensé que…

—Ana, no sigas con eso, por favor. Me estás agotando, y te lo digo en serio —dijo José con un tono grave—. ¡Mira ese edificio! No lo había visto antes —continuó, tratando de desconcentrar a Ana de esa insoportable obsesión por querer hablar de temas incómodos. José comenzaba a perder la paciencia.

—Sí, es un buen edificio, ese lo construyeron hace dos años… Y, José, esa vez te lo dije porque…

—Suficiente. No quiero hablar más del tema. ¿Acaso no te tomaste tus pastillas? Cuando no te las tomas no hay quién te pare.

—¡Qué importa eso!

—¿Te las tomaste o no? Porque si lo hiciste, y sigues hinchándome con ese tema, bueno, estaríamos en problemas. ¿Entiendes lo que te digo?

—¡No me cambies el tema! Te quería decir que…

—Basta, lograste saturarme. Adiós.

—¡José! —gritó Ana, cayendo a gran velocidad sobre el edificio que observaban.

“¡Qué mujer más enferma!”, pensó José mientras volaba al departamento de Ana a buscar los libros. “¿Tendrá más de ese vino? Estaba bueno”.

 

 

 

 

 

lunes, 6 de septiembre de 2021

EL ESPECIAL DEL DOMINGO CINCO

El TALLER 9 tiene estas cosas. El domingo 5 al mediodía convoqué a un ESPECIAL de apenas doce horas de duración. Estos son los cuentos producidos en un lapso tan exiguo.

 


En casa no tomamos

Silvia Travi

 

Me levanté a las nueve y media. Preparé las cosas para la atención de mi familia con la pesadez típica de la rebeldía. Una norma de dieciocho horas que amanece con un hilo delgado de fiaca y desemboca como torrente en un delta de gritos y malentendidos. Y a dormir, con los nervios en corto.

Esta mañana mi hijo decidió ir a un cumpleaños solo, “remando” con su silla. Tiene derecho, es un hombre de treinta y cinco años, aunque los padres temblemos de pavor.

¿Y si lo asaltan, lo tiran de la silla, le pegan? ¿Si se queda varado en la calle?

A veces me pregunto si esos temores no serán deseos.

Mi marido y yo suplantamos la bebida, tan presente hoy en día, por peleas llenas de violencia y angustia. Nunca a las manos ni al insulto directo. Sí a la incomunicación.

Hace un rato llamó él. Está con los amigos. Respiro tranquila.

No pienso discutir durante su viaje de vuelta. Va a venir  solo, “remando”, como su padre y yo.

 

Domingo caos

Jésica Galeano Jarcousky

 

Domingo niños. El descanso es imposible. La mente se aletarga, es el sueño, el dormitarse frente a la computadora. Intentar ordenar. Juntar ropa sucia, con el cansancio de llevar un pensamiento elefante. O peor, pensamientos hormigas, muchas hormigas que perdieron su instinto y van corriendo en diferentes direcciones, pero llevando cada una su propio elefante.

Hay un montón de loros hablando al mismo tiempo y cada uno lucha por posicionarse de mis oídos. Esa batalla descomunal, zoológica que intento acallar.

Mi hija sale al patio, no la veo y come tierra. Se come a las hormigas con sus elefantes, a los loros parlanchines y, me devuelve a la realidad.

 

Casi un buen día

Joyce Barker

 

Limpió y ordenó la casa. Aprovechó de botar antiguos papeles y manuales. “¿Qué haré después?”, pensó, temiendo que el fin de sus actividades la llevara al aburrimiento y luego, inevitablemente, a un estado ansioso de querer hacer algo y no saber qué. O peor, que tenga que hacer algo sin querer hacerlo. No, no podía permitir que el último día de la semana terminara así. ¿Último? Eso es discutible. “Y ¿qué pasaría si salgo vestida de…? No, mala idea”, pensó. Se puso una mascarilla facial de pepino, y esperó unos minutos. “Iré a comprar cigarros con vestido largo”. Abrió el clóset en busca del vestido de fiesta, pero se encontró con un pequeño hombrecito que gritó y salió corriendo.

—¡Perdóneme! No era mi intención estar acá, algo pasó con el dispositivo —dijo, mostrándole una cajita amarilla parecida a las de fósforos. El hombre no medía más de treinta centímetros, y estaba vestido de frac.

—¿Qué hacías en mi clóset?

—Fue una equivocación. Debí aparecer en el bar “Placard”.

—¡Un bar de otra dimensión! Qué entretenido. ¿Puedo ir? Me tomaría un trago.

—Mejor que no, se podría asustar. Hay gente extraña y tocan bandas muy ruidosas; venden drogas, y además tendría que achicarse.

—¡Vamos!

—Pero, señora…

—Me vuelves a decir señora, y te aplasto.

—Ok —dijo, mirándole la cara embetunada y el buzo deportivo—. ¿Va a ir así?

—¡Tutéame!

—No puedo, sería insolente.

—Está bien… —respondió resignada—; ¿allá están tus amigos?

—Sí: Ana, María y José. Son una banda.

—¡Qué coincidencia! Me llamo Ana, y tocaba en una. Mira esta foto.

—¡Ana! ¡Eres tú!

—¡Pedro! —lo abrazó fuertemente. El hombrecito no respondió—. ¡No! —Corrió a buscar el manual para revivir criaturas, pero lo había botado al ordenar la casa.

 

 

Nostalgia

Eri Echilley

 

El séptimo día de la semana tiene estas cosas: la nostalgia eterna de un recuerdo en pausa, la añoranza de lo imposible, los estrépitos de una soledad acostumbrada.

Te escucho, Ma. Mientras Horacio Guaraní grita desde la casa del vecino. Cierro los ojos y te veo abrir la puerta, atravesaste el portal dimensional entre la muerte y la vida para contarme que encontraste las galletitas de oferta en Día, esas que me gustan. De repente, el ruido del colectivo me cachetea la melancolía y desaparecés.

Me hago la tonta, pero te extraño. Engañó al dolor de tu recuerdo anotándome en cuanto curso se me cruce. Mi carrera se remanga los puños y me saca a flote. Qué difícil hacer que flote una piedra del tamaño del mundo, “pero no imposible", dice la literatura, mientras escribo una parodia de Hansel y Gretel con Kristeva y Luisa Valenzuela.

He empezado a creer que los domingos y yo somos enemigos mortales, porque la nostalgia me transporta hasta tu sonrisa, pero me cierra la puerta en la cara.

La casa de la abuela es ese lugar seguro al que viajo para abrazarte fuerte. Ahí mi infancia me espera sentada debajo de la parra comiendo unas Manón. El abuelo le pone una sombrilla a la pelopincho y nos metemos a la sombra, mientras vos tomás mates con la abuela. De pronto, salgo corriendo de la pileta, esquivo un par de tábanos y te abrazo con la fuerza de un amor que se quedó en pausa.

Suena el teléfono. Vuelvo al presente, a la puñalada certera de ser la última persona que apaga la luz al irse a acostar. El domingo termina. Cierro las persianas. Tu silla vacía ahora sostiene un cúmulo de ropa. Te tiro un beso al viento y me desplomo en la cama.