viernes, 24 de septiembre de 2021

ESPECIAL FIN DE SEMANA - 3

 

EL AYER

Luis Larco


 

Estábamos en el patio, como era nuestra costumbre los domingos por la tarde. Mi hermano se hallaba ordenando la parrilla mientras mi cuñada y yo nos acompañábamos de un cigarro y algo de beber.

El sol era agradable a esa hora, y los tres charlábamos de cosas triviales, intercalando de vez en cuando alguna acotación o alguna broma.

De pronto mi hermano entró a la casa, explicando que le había parecido escuchar el timbre.

Al parecer así fue, porque llegó a nosotros el murmullo de otra voz.

—Parece que es María Elena —dijo mi cuñada.

—No entiendo, ¿tú la invitaste?

—No, pero nos está haciendo un trabajo, y ha venido a la casa estos días.

No pude o no quise ocultar mi molestia; seguía instalada en mi familia después de tantos años, pero ignoraba que mi hermano la contara entre sus conocidos. Como si fuera ayer, recordé el día en que corté esa relación y cedí todos los espacios y amigos en común, incluso algunos lugares que solía frecuentar antes de conocerla, con tal de no volver a verla. Ella, por su parte, no dejó piedra sin mover entre amigos y familiares para que intercedieran ante el canalla que la abandonó dos meses antes de la boda. Soporté reproches, sermones y aún tuve que escuchar a mi abuela prohibiéndome la entrada a su casa. Tragué en silencio la infidelidad, sus celos enfermizos, la costumbre de someter a juicio público nuestros proyectos para traerme luego el dictamen del grupo de brujas, sin cuya intervención era incapaz de apostar algo de fe a lo nuestro. Y por supuesto, cada tanto, me hacía parte de los prejuicios de su madre: “todos los hombres son iguales”, “los calladitos son los peores”. Mi vida era transparente y parecería aburrida para cualquier muchacho de mi edad. Como mucho, regresaba tarde de casa de algún amigo y ella exigía cuentas detalladas: ¿Qué hicieron?, ¿de qué hablaron?, ¿quién estaba? Exigía, pero no daba. Muy por el contrario, solía hablar con admiración de sus amigos mayores, de sus cualidades, sus ideas, su cultura, y a veces, el tiempo pasaba tan rápido que se quedaba a pasar la noche.

No pude evitar que la memoria trajera de vuelta a Ana, una antigua compañera del Liceo que tuvo la mala idea de acercarse a saludar. Una chica sensible, amable y, desgraciadamente, hermosa. Antes de que pudiera devolverle el saludo, la bruja, con los brazos en jarra, disparó su veneno: “¿Quién es ésta?”, dijo con ese tono despectivo que tan bien le conocía. Y yo, miserable, jugando el vergonzoso papel de mangoneado, me despedí de apuro, poniendo cara de entiéndeme, porque sabía el escándalo que montaría.

En mi familia, el jurado estaba dividido y la tenía difícil. La única versión que circulaba era la de ella y estaba decidido a guardar silencio, incluso ante quienes creían merecer explicaciones. Las palabras dolían en la misma medida en que eran injustas, y fue la parte más jodida de sobrellevar, aún más difícil que la ruptura en sí misma. Me sentía tan incomprendido que casi me pongo a llorar en el teléfono cuando un amigo me dijo: “yo sé que nada de eso es cierto, porque te conozco”. Ese era el razonamiento que necesitaba escuchar. Pero también perdí a mi amigo. Su mujer era amiga de la bruja, y como dije, estaba harto, y cedí.

—¿Te molesta que venga? —preguntó mi cuñada, como si nada.

—¿Tú qué crees? —respondí cabreado. Ella sabía que no la soportaba, pero el protocolo de visitas parecía importarle más.

Casi veinte años habían transcurrido. Años de experiencia, años de conocer y conocerme, y aun no podía responder la simple pregunta: ¿dónde estaba yo cuándo me dejé basurear como un imbécil?

Lo que más me dolía era haber vivido esa nube de cobardía, con mi orgullo entre las piernas, sometido como un mandadero.

A medida que la voz de mi hermano y la de ella se acercaban al patio donde estábamos, pude reconocer algunas palabras. Respiré hondo, intentando convencerme de que la gente cambia, que el tiempo no pasa en vano, que ya nadie es el mismo.

—Tenemos visitas —dijo mi hermano, preocupado ante una reacción imprevista de mi parte.

Lo tranquilicé con una sonrisa de circunstancias.

El bien común, me dije, el bien común, mientras volvía a ser un joven que pasó de la humildad a la estupidez cuando le planteé una relación abierta. “Si yo no cubro tus necesidades, puedo aceptar una relación más amplia, mientras quieras estar conmigo, nos cuidemos y hablemos claro”. Supongo que me pareció razonable en su momento, y no ridículamente estúpido como lo veo hoy. Recuerdo bien la respuesta que me dio: “seguro quieres salir con tus amiguitas, seguro querías eso desde el principio, todos los hombres son iguales…”.

El día que todo se cayó a pedazos me enseñó unos poemas que había escrito. A medida que avanzaba en la lectura, las imágenes se hacían bastante explícitas y acabé por comprender que estaban dedicadas a un amante. No tuve que imaginarlo, era obvio, y como si hiciera falta, ella lo confirmó. Había cruzado la línea. Había ido demasiado lejos esta vez.

—Hola, ¿cómo te ha ido? —pregunté, sintiendo en ese pequeño gesto, cómo mi energía se iba por el caño.

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