EL AYER
Luis Larco
Estábamos en el patio, como era
nuestra costumbre los domingos por la tarde. Mi hermano se hallaba ordenando la
parrilla mientras mi cuñada y yo nos acompañábamos de un cigarro y algo de
beber.
El sol era
agradable a esa hora, y los tres charlábamos de cosas triviales, intercalando
de vez en cuando alguna acotación o alguna broma.
De pronto mi
hermano entró a la casa, explicando que le había parecido escuchar el timbre.
Al parecer así
fue, porque llegó a nosotros el murmullo de otra voz.
—Parece que es
María Elena —dijo mi cuñada.
—No entiendo,
¿tú la invitaste?
—No, pero nos
está haciendo un trabajo, y ha venido a la casa estos días.
No pude o no
quise ocultar mi molestia; seguía instalada en mi familia después de tantos
años, pero ignoraba que mi hermano la contara entre sus conocidos. Como si
fuera ayer, recordé el día en que corté esa relación y cedí todos los espacios
y amigos en común, incluso algunos lugares que solía frecuentar antes de
conocerla, con tal de no volver a verla. Ella, por su parte, no dejó piedra sin
mover entre amigos y familiares para que intercedieran ante el canalla que la
abandonó dos meses antes de la boda. Soporté reproches, sermones y aún tuve que
escuchar a mi abuela prohibiéndome la entrada a su casa. Tragué en silencio la
infidelidad, sus celos enfermizos, la costumbre de someter a juicio público
nuestros proyectos para traerme luego el dictamen del grupo de brujas, sin cuya
intervención era incapaz de apostar algo de fe a lo nuestro. Y por supuesto,
cada tanto, me hacía parte de los prejuicios de su madre: “todos los hombres
son iguales”, “los calladitos son los peores”. Mi vida era transparente y
parecería aburrida para cualquier muchacho de mi edad. Como mucho, regresaba
tarde de casa de algún amigo y ella exigía cuentas detalladas: ¿Qué hicieron?, ¿de
qué hablaron?, ¿quién estaba? Exigía, pero no daba. Muy por el contrario, solía
hablar con admiración de sus amigos mayores, de sus cualidades, sus ideas, su
cultura, y a veces, el tiempo pasaba tan rápido que se quedaba a pasar la noche.
No pude evitar
que la memoria trajera de vuelta a Ana, una antigua compañera del Liceo que
tuvo la mala idea de acercarse a saludar. Una chica
sensible, amable y, desgraciadamente, hermosa. Antes de que pudiera devolverle
el saludo, la bruja, con los brazos en jarra, disparó su veneno: “¿Quién es
ésta?”, dijo con ese tono despectivo que tan bien le conocía. Y yo, miserable, jugando
el vergonzoso papel de mangoneado, me despedí de apuro, poniendo cara de
entiéndeme, porque sabía el escándalo que montaría.
En mi familia,
el jurado estaba dividido y la tenía difícil. La única versión que circulaba
era la de ella y estaba decidido a guardar silencio, incluso ante quienes creían
merecer explicaciones. Las palabras dolían en la misma medida en que eran
injustas, y fue la parte más jodida de sobrellevar, aún más difícil que la ruptura
en sí misma. Me sentía tan incomprendido que casi me pongo a llorar en el
teléfono cuando un amigo me dijo: “yo sé que nada de eso es cierto, porque te
conozco”. Ese era el razonamiento que necesitaba escuchar. Pero también perdí a
mi amigo. Su mujer era amiga de la bruja, y como dije, estaba harto, y cedí.
—¿Te molesta que
venga? —preguntó mi cuñada, como si nada.
—¿Tú qué crees? —respondí
cabreado. Ella sabía que no la soportaba, pero el protocolo de visitas parecía
importarle más.
Casi veinte años
habían transcurrido. Años de experiencia, años de conocer y conocerme, y aun no
podía responder la simple pregunta: ¿dónde estaba yo cuándo me dejé basurear
como un imbécil?
Lo que más me
dolía era haber vivido esa nube de cobardía, con mi orgullo entre las piernas,
sometido como un mandadero.
A medida que la
voz de mi hermano y la de ella se acercaban al patio donde estábamos, pude
reconocer algunas palabras. Respiré hondo, intentando convencerme de que la
gente cambia, que el tiempo no pasa en vano, que ya nadie es el mismo.
—Tenemos visitas
—dijo mi hermano, preocupado ante una reacción imprevista de mi parte.
Lo tranquilicé
con una sonrisa de circunstancias.
El bien común,
me dije, el bien común, mientras volvía a ser un joven que pasó de la humildad
a la estupidez cuando le planteé una relación abierta. “Si yo no cubro tus
necesidades, puedo aceptar una relación más amplia, mientras quieras estar
conmigo, nos cuidemos y hablemos claro”. Supongo que me pareció razonable en su
momento, y no ridículamente estúpido como lo veo hoy. Recuerdo bien la
respuesta que me dio: “seguro quieres salir con tus amiguitas, seguro querías
eso desde el principio, todos los hombres son iguales…”.
El día que todo
se cayó a pedazos me enseñó unos poemas que había escrito. A medida que
avanzaba en la lectura, las imágenes se hacían bastante explícitas y acabé por
comprender que estaban dedicadas a un amante. No tuve que imaginarlo, era
obvio, y como si hiciera falta, ella lo confirmó. Había cruzado la línea. Había
ido demasiado lejos esta vez.
—Hola, ¿cómo te
ha ido? —pregunté, sintiendo en ese pequeño gesto, cómo mi energía se iba por
el caño.
¿Cómo te ha ido? Gran pregunta para esta historia.
ResponderEliminar