martes, 30 de agosto de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 028

Tres especies de invisible

Itzel Alejandra Flores García 

Javier López & Sergio Gaut vel Hartman




Cuando subí al ascensor, la doble puerta corredera comenzó a cerrarse tras unos instantes. Pero, cuando faltaban unos centímetros para que una hoja alcanzara a la otra, se volvió a abrir. El detector de célula parecía haber captado a una persona que trataba de entrar, aunque yo no veía a nadie.

—Buenas noches —me dijo una voz incorpórea que me sorprendió.

—Esto... buenas noches. ¿Es usted el hombre invisible? —pregunté, sin saber muy bien lo que estaba diciendo.

—¡Cállese, idiota, que pueden escucharnos! —volvió a decir la misma voz.

Y ya no hablé más hasta que llegué a mi planta del hotel. El cuarto piso.

Antes de dormir pensé en lo que había ocurrido. Pero, analizando bien la situación, yo venía de tomar unas copas y era tarde. Quizá eso pudo confundir mis sentidos. Así que decidí que, definitivamente, lo que había ocurrido era producto de mi imaginación.

A la mañana siguiente salí de la habitación y volví a entrar en el mismo ascensor, para ir a la planta baja a tomar el desayuno. Cuando la puerta estaba a punto de cerrarse, de nuevo se volvió a abrir.

—Buenos días —escuché; y otra vez nadie.

Esta vez no hice caso. Supuse que sería la resaca.

Tomé el desayuno y, cuando fui a pagar, el camarero me dijo:

—Ya está pagado. Invitó el caballero de la mesa junto a la ventana.

—Gracias, señor —comencé a decir, girándome hacia el lugar en el que teóricamente estaba el gentil desconocido.

Pero allí no había nadie. Me volví hacia el camarero, tratando de buscar una explicación.

El camarero tampoco estaba, ni el bar, ni el hotel, ni yo mismo.

Despierto en mi habitación. Me duele la cabeza, siento náuseas. Vaya forma de recibir el nuevo año. Aquel sueño extraño me hizo sentir algo enfermo, pero al ver mis deshechos en el inodoro me tranquilizo. Son completamente visibles y olorosas. Mis sentidos las pueden percibir. No hay peligro alguno.

Me meto a bañar para que el agua tibia desvanezca la jaqueca; mientras me lavo la cabeza, cierro los ojos como siempre para que no entre jabón en mis ojos. Termino y tomo la toalla para secarme, salgo al vestidor y me pongo la ropa interior, los calcetines y el resto de la ropa sin ninguna novedad. Me dirijo al lavabo para peinarme y enjuagarme la boca, pero el sonido del timbre de mi habitación me hace cambiar de dirección.

—¿Quién es? —pregunto poniéndome los zapatos.

Suena otra vez y me asomo por la mirilla pero no veo a nadie afuera, sin embargo, el timbre vuelve a sonar y ahora con mayor insistencia.

—¿Quién es? — digo alzando la voz.

—Disculpe que lo moleste, pero es preciso que hablemos.

La voz se escucha justo detrás de la puerta, así que abro y pregunto:

—¿Es usted el hombre invisible?

—Pronto, cierre usted que pueden darse cuenta los otros huéspedes. —La puerta se cierra sola y siento algo así como una palmada en el hombro. La voz continúa—. Sentémonos en el recibidor.

—¿Es usted el hombre invisible?

—Así es, ¿qué no ve usted?

—Qué tarado, justamente no lo veo.

—Jajajaja. Obviamente, de eso se trata. Vengo porque cuando lo vi en el Lobby me di cuenta de que usted comenzará con lo mismo.

—¿A qué se refiere?

—Estoy acá a su lado derecho. Me refiero a que así comencé yo: escuchando a los invisibles, teniendo sueños raros. Esto es progresivo. Le quiero explicar que existen tres especies de invisible y la de usted parece ser de las más severas.

—Espere —digo retrocediendo algunos pasos—. Escuche: no soy del tipo fantasioso, no leo novelas de ciencia ficción y los brujos, las hechiceras y los conjuros no calzan conmigo. Así que ahórrese toda esta sarta de artimañas y vayamos al grano. ¿Quiere dinero para dejarme en paz? No tengo mucho, pero algo puedo darle.

La voz resuena por toda la habitación. El sujeto está riendo a carcajadas y solo vuelve a hablar cuando logra contenerse.

—¿Usted se cree que me tomaría todas estas molestias por un poco de dinero. —De pronto el tono se hace grave, angustioso, lúgubre—. Es una condena. Una maldición. ¿Se cree que disfruto, que esto es un juego? ¡No sea imbécil!

—¡Un momento! Yo no lo he insultado…

—¿Recuerda cuando advirtió que el camarero había desaparecido, y también el bar, el hotel, usted mismo? —El tipo habla sin prestar atención a mis palabras. Y sigue—. Así empieza la segunda fase de la invisibilización…

—¿Y cuál es la primera? —puedo intercalar, irónico.

—La primera aconteció cuando lo dejó su mujer, cuando sus hijos dejaron de verlo, cuando el señor Ordóñez, su jefe, lo aisló en la oficina del entrepiso.

De pronto siento un nudo en la garganta. ¿Cómo sabe eso el hombre invisible?

—¿Y cómo sabré que estoy en la tercera fase?

—Hay dos indicios seguros: el primero es que no verá su imagen reflejada en el espejo.

—¿Y el otro?

—Empezará a verme a mí.


ESPECIAL ROMPECABEZAS - 004

El número trece

María Elena Rodríguez




 

Los días son muy cortos, pensaba la doctora Preston cada día al despertar, casi no siento el calor del sol, y las noches… ¡Oh las noches duran demasiado, nunca creí que fuera tan duro el invierno en medio de las montañas!

Poco quedaba de la joven enérgica que, estrenando su sueño de ser especialista en enfermedades mentales, había llegado a dirigir aquel aislado hospital tres años atrás. El edificio, construido a propósito en un lugar solitario, para que la calma y la belleza del paisaje contribuyeran al tratamiento, tenía doce pacientes internados.

 Doce enfermos, cada uno con una patología distinta, dependían de ella. La ayudaban dos enfermeras, personal de limpieza y un guardia de seguridad. Sin embargo, todas las decisiones estaban bajo su absoluta responsabilidad y eso resultaba agobiante porque no le permitía avanzar en la investigación sobre las ventajas y desventajas de las internaciones lejos de las ciudades.

El proyecto de investigación era lo que la había llevado hasta allí, aunque apenas lo recordaba en aquel paraje helado, con la mirada perdida añorando las tardes de su infancia en el rancho cuando la luz cálida caía sobre los lejanos tejados de su California natal.

Muchas veces había solicitado al Ministerio de Salud que enviaran otro médico para acompañarla en la tarea. Si alguien venía, si esa afortunada circunstancia llegaba a producirse, la tarea se facilitaría.

Por eso se alegró cuando le comunicaron que el doctor Matt arribaría al día siguiente. Se levantó más temprano y lo esperó con un cálido aroma a café recién hecho.

Pero cuando aquel hombre desgarbado, mal vestido, con barba de varios días, cabello largo y despeinado entró a la recepción, la doctora no pudo suponer que era su colega y observó al intruso con una evidente desconfianza.

El hombre lo advirtió, levantó la mano para sujetarse los lentes, gesto que ella interpretó como un signo de nerviosismo.

—David Matt —se presentó él extendiéndole la mano.

La doctora sonrió entonces y le dio la bienvenida. Sobre la mesa de madera había varios formularios; le alcanzó el que lucía el nombre del doctor David Matt para que lo firmara.

En ese momento oyeron entrecortados sollozos; parecía que un niño de unos cinco años lloraba en la habitación contigua.

El recién llegado se puso pálido.

 —¿Hay niños acá? —preguntó alterado.

—No, no, es uno de los pacientes que se comporta como un niño desde que tuvo un accidente que afectó parte de su cerebro. Llora, grita, pelea, se escapa a veces. Y cuando logramos encontrarlo, tiritando en el bosque nevado, protesta diciendo que solo es un juego.

—No hay duda de que está enfermo. —El doctor acompañó sus palabras de una sonora carcajada que ella no comprendió—. ¿Sabe, doctora, por qué pedí este puesto? —agregó, y sin esperar que ella contestara continuó—: mi mujer confesó que todos los documentos eran falsos.

 —¿Qué documentos?

Él golpeó la mesa enfurecido.

—¿Qué documentos? ¿Qué documentos pregunta usted? El certificado de ADN de Alex! ¡Y la partida de nacimiento! —Desconcertada, la doctora Preston trató de entender la reacción violenta del hombre—. ¡Alex no es mi hijo! —volvió a gritar él.

La doctora pensó que era mejor no preguntarle nada más, lo invitó a sentarse y le ofreció el café.

Ya más calmado, David le contó sobre el día que cambió su vida para siempre. Lía, su exesposa, le había dicho que quería hablarle de algo importante a solas. Habían acordado que se reunirían aquella noche en algún lugar cercano al hospital donde él trabajaba. Fueron a un pequeño bar donde médicos y enfermeros solían tomar una copa después de finalizado su turno. Esa noche estaban trasmitiendo un partido de fútbol. La confesión del engaño coincidió con el gol de la selección y la explosión de triunfo ahogó el dolor de David. Ese hombre que sollozaba frente a su colega agregó que no podía contar nada más de ese momento porque prefirió olvidarlo para no sentir otra vez aquel desgarro en sus entrañas. Después vinieron las disculpas repetidas de la mujer, los intentos de recomponer la relación, largos meses de terapia, charlas con el sacerdote que los había casado y que muchas veces les recordó el juramento que habían hecho. Todo en vano, David solo quería huir.

La doctora comprendió que trabajar con él iba a ser algo más complicado que mantenerse en pie dirigiendo sola el hospital.

—Lo lamento mucho —le dijo—. De verdad lo comprendo; trataré de ayudarlo. Ahora venga, le mostraré su habitación. Descanse; mañana hablaremos más tranquilos.

Al día siguiente supo por una enfermera que él, muy temprano, empujó su coche y lo condujo al abismo desde el borde de la carretera donde estaba estacionado.

Aquello era preocupante; fue a buscarlo a su habitación, nadie respondió. Lo encontró en el dormitorio de los enfermos, usaba la misma indumentaria que usó al llegar. Estaba ayudando a vestirse al hombre que creía ser un niño de cinco años mientras le decía con voz suave:

—Aquí estoy, Alex. Siempre seré tu padre.

La doctora se dirigió con paso lento a su oficina, se sentó ante su escritorio y volvió a redactar el pedido de contar con más personal médico. Modificó el informe habitual agregando que el número de pacientes a su cargo había aumentado a trece.

lunes, 29 de agosto de 2022

CUENTO AL CUADRADO - 012

Masacre

Irma Elvira Tamez Oscar De Los Ríos

Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman




 

Al llegar la noche, un hombre de baja estatura, poblada barba negra y largos cabellos, irrumpió en la tienda. Tenía los ojos en llamas y en sus labios afloraba una risa burlona que espantó a Ka­terina. Si el hombre hubiera empuñado una navaja ella habría sabido cómo defenderse. Pero la expresión del rostro del sujeto era más intimidante que un arma.

—Me encantaría comprarle una de estas —dijo el intruso señalando una MAC-11 que había quedado sobre el mostrador. Katerina intentó guardarla antes de que el hombre la pudiera arrebatar, pero no lo logró.

—¡No la toque! —exclamó a destiempo. Él se puso a examinar el compacto subfusil e hizo un comentario que indicaba a las claras que sabía de qué hablaba. Un arma como esa no es algo que se tome a la ligera, ni usarse para hacer bromas.

—Tengo intenciones de ingresar a algún colegio de negros y limpiar un poco el ambiente, ¿qué le parece? ¿Sabe cuántas balas por minuto dispara? No menos de mil doscientas. Claro que solo podría vaciar un cargador de treinta y dos balas cada diez o quince segundos, considerando el tiempo de recarga.

La palidez de Katerina había ido en aumento a medida que el tipo soltaba su amenazante discurso. Seguramente era un bufón que trataba de disfrutar con el terror que producían sus palabras. Pero ¿si no lo era? ¿Y si realmente se disponía a masacrar a medio centenar de niños de una escuela?

Katerina extendió la mano al tiempo que se preguntaba qué hacer; apenas si logró contener el miedo y la preocupación ante el tono amenazante de aquel hombre; con una gran seriedad en el rostro continuó con la mano extendida. Hasta que el tipo estalló en una carcajada que parecía que le tronaría el tímpano.

Le solicitó una gran cantidad de municiones, ella titubeó un poco pero no tenía más remedio que darle lo que le pedía. Dio la vuelta y se dirigió a la salida. Ella, valientemente, le recordó que no había pagado el importe; el sujeto giro la cabeza y la miró de reojo mientras abría la puerta para continuar su rumbo.

Katerina se dispuso a cerrar el local del que solo era la empleada; cerró la puerta, recargó la frente y echó a llorar como nunca lo había hecho. Sabía que lo correcto era informar primero que nada al señor Hoffman, el propietario de la armería, pues al entregar el corte de caja faltaría el importe del arma y de la municiones que el sujeto se había llevado, o tal vez hablar con el alguacil, pero más allá del robo… ¿qué pruebas había de la masacre que aquel hombre pensaba perpetrar? Procedió a cerrar el corte y llenar el acta de lo sucedido para luego depositar todo en la caja fuerte que en alguna hora de la madrugada, Hoffman iría a recoger.

Al salir del local observó a todas direcciones, presentía que el tipo estaba agazapado, esperando que ella saliera para atacarla. Se había hecho más tarde que de costumbre y no había nadie en la calle; solitario, en la vereda de enfrente, un perro callejero destrozaba una bolsa de basura en busca de comida. Un golpe, como un martillazo sobre metal, hizo eco en las paredes vecinas; la cortina metálica había llegado al final del recorrido. Confundiéndolo con el sonido seco que hace la MAC-11 al saltar el cerrojo para disparar, Katerina se arrojó al suelo esperando sentir los balazos en el cuerpo. Y ahí quedó, hasta que los lengüetazos del perro la hicieron reaccionar, mientras una mano la tomaba del brazo ayudándola a incorporarse.

Gracias alcanzó a balbucear, aún en estado de shock.

Desde el primer momento en que te vi supe que eras la indicada para entrar conmigo a la escuela y masacrar a todos esos negritos de mierda.

Las palabras le llegaron casi al mismo tiempo que el pinchazo en el hombro.

Despertó en una pequeña habitación hermética, solo una pesada puerta la separaba del exterior. Lo primero que hizo fue palpar su cuerpo en busca de heridas de bala y, al no encontrarlas, pensó que estaba muerta; hasta lo deseó con tal de no volver a escuchar la voz de ese hombre. De pronto, se abrió la puerta y el perro callejero se le echó encima moviendo la cola, arrancándole una sonrisa.

Lo traje para que te haga compañía, no quiero que te vuelvas loca, sino que aceptes, que lo que vamos a hacer es lo correcto.

—¡Nunca voy a aceptar un crimen como este!

—Es cuestión de perspectiva —dijo el perro—, lo haría yo mismo si pudiera, pero carezco de pulgares opuestos.

Katerina miró al animal. Lo había escuchado hablar. ¿El tipo la había drogado? ¿Estaba soñando?­

—El perro me reclutó —explicó el tipo, como si hubiese estado leyendo sus pensamientos—. Sabe ser persuasivo.

—¡Los perros no hablan!

—Noto mucha negatividad —dijo el perro—. No hay que matar negros, los perros no hablan. Todo es no. Quiero ser amable pero no te estás esforzando.

—¡Ustedes están locos!                                

—Creo que hay que tranquilizarnos un poco y…

—¿Escuchaste eso? —preguntó el perro.

El tipo sacudió la cabeza.

—Malditos humanos y su oído inútil.

La puerta estalló y un pulpo con un arma en cada uno de los brazos los apuntó.

—¡Están todos detenidos! —gritó el pulpo.

—Entiendo que puedas sostener las armas con las sopapas de tus brazos —dijo el perro—, pero no vas a poder dispararlas.

—Son armas modificadas a mi estructura corporal.

Para enfatizar hizo ocho disparos simultáneos en dirección al techo. Katerina fue incapaz de reaccionar. Un perro que hablaba, un pulpo justiciero. Aquello ya era demasiado. Así que decidió rendirse a lo inevitable.

Con cuidado se quitó la piel para dar lugar a su cuerpo verde y dejó que las antenas de su cabeza asomaran.

—Basta de surrealismo terrícola, yo me vuelvo a Kairos 5.

Haciendo un sonoro plop, desapareció del cuarto. Los otros se miraron, aquella historia se resolvería indefectiblemente en el silencio de lo imposible.

 

 

jueves, 25 de agosto de 2022

CUENTO AL CUADRADO - 011

Una hipótesis inquietante

Analía Ouviña Hugo Cháves 

Alex Padrón García & Sergio Gaut vel Hartman

 

Todos los días, durante el almuerzo, Esteban Quepot, propietario de la funeraria “Crespones blancos”, discutía con sus empleados acerca de un tema que lo obsesionaba: la probabilidad de que miembros de una especie extraterrestre se hubieran infiltrado en la sociedad humana y se hicieran pasar por personas comunes y corrientes, preparando una invasión a gran escala. Gerardo Cochelo, el más culto e inteligente de los manipuladores de cadáveres de la empresa, refutaba con ironía cada uno de los argumentos de su empleador. No temía ser despedido, a pesar de que por lo general sacaba de sus casillas a Quepot, ya que su eficiencia arreglando la apariencia de los difuntos, aún los que habían sido atropellados por una locomotora P38, lo ponía a salvo de cualquier despropósito.

—Mi experiencia —argumentaba Gerardo— dice que si algunos de esos alienígenas estuvieran entre nosotros, ya nos habríamos dado cuenta, habida cuenta que es imposible sostener una simulación semejante durante un tiempo indefinido.

—Su experiencia, querido Gerardo —refutaba sistemáticamente Esteban—, no tiene en cuenta que nuestra conciencia de una realidad extraña solo es percibida por los cinco sentidos rudimentarios que poseemos los seres humanos.

Heriberto Puya y Rosendo Aquino, los otros dos empleados, movían sus cabezas de un lado a otro, como si estuvieran presenciando un partido de tenis, pero rara vez intervenían. No obstante, en la oportunidad que narra esta historia, Rosendo se animó a patear el tablero y plantear una alternativa diferente.

—¿Y si yo fuera extraterrestre y dominara sus mentes? ¿Recuerdan los tres casos de catalepsia que tuvimos este año? ¿No les parecen demasiados en una misma funeraria y todos en mi guardia, la del empleado nuevo? ¿Qué tal si eran “paisanos” míos y al tener fallas funcionales los mandaron al sitio equivocado: un hospital terráqueo? ¿Quién les dice que mi misión en este insignificante planeta no sea reparar a todos los galpideos dañados por esos rudimentarios actos de brujería que ustedes llaman “medicina”? ¿Qué tal si con mis poderes telepáticos pudiera hacer que me vieran como uno más que come, caga, transpira y duerme como ustedes?

En esa tertulia de cuatro, tres quedaron petrificados, sin parpadear, sin respirar, sus expresiones eran las de alguien que acababa de ver a la Madre Teresa de Calcuta bajando de un plato volador rosa con lunares violetas del brazo de Ringo Bonavena custodiada por seis marines de la Armada Brancaleone que iban tirando pétalos de cardo a su paso. El cuarto, Rosendo, largó una carcajada que casi despierta a los tres difuntos que estaban siendo homenajeados en las salas A, B y D.

Las víctimas de la chanza mostraron sus mejores risitas nerviosas y por el resto del día fueron y vinieron realizando sus tareas sin darle la espalda al bromista. Pero Esteban fue más allá. Apareció con un casco alegando que estaba por comprase una moto y quería practicar como era eso de andar con la visión reducida. Pero ese casco se parecía más a una jaula de Faraday.

Rosendo disfrutaba de la situación. Le causaba gracia ver la incomodidad que manifestaban sus compañeros y actuaba extraño cuando sabía que lo observaban. Cuando tenía oportunidad se iba al parquecito del fondo y se congelaba mirando al oeste por varios minutos, otras veces adoptaba posición yoga frente al difunto para luego pasar sus manos de un lado a otro del cuerpo sin tocarlo y besar el dedo gordo del pie.

Estas escenas sí que dieron resultado. Heriberto y Gerardo ya no dormían en las noches de guardia y además mantenían cerrada con llave la puerta del cuarto de los recién llegados.

A Esteban también le cambió el presente, pero él fue más a la acción. Llamó a una reunión urgente de los “Visionarios”, una secta de locos como él que creían en un plan de invasión alienígena. Discutieron toda la noche sobre el rumbo a seguir y decidieron incorporar al “Gran Visor” al plantel de la funeraria a modo de infiltrado. El Gran Visor había estado en el Área 51 y sabía cosas que el resto de los humanos ignoraba.

En su primer día de trabajo se acercó al Rosendo y le pidió que fuera él quien le enseñara el oficio; a cambio, lo invitó a comer en la pizzería de la esquina. Charlaron de futbol, costumbres, familia y amigos.

Todo parecía normal, salvo el modo de comer de Rosendo: no usaba cubiertos y no levantaba el vaso, bebía a los sorbos como un lobo y en vez de eructar emitía un aullido. Luego del almuerzo, fueron a tomar un digestivo al bar contiguo.

—Y, ¿paga bien el trabajo en la funeraria?

—Bueno, no da para hacerse millonario, pero siempre hay algún muertito que velar —respondió Rosendo, levantando la cara de su copa vacía.

—En eso llevas razón, supongo. Al menos, es mucho mejor que estar al frente de un atajo de locos tacaños. Y, hablando del tema, ¿por qué no te cortas un poco y aparentas? Los chicos están poniéndose de los nervios.

—Meh, ya te encargarás tú de tranquilizarlos. Es que estoy en la etapa que tú sabes.

—Ya, pero igual deberías respetar un poco los convencionalismos. El trabajo que haces es muy importante para sacrificarlo por tus manías. Voy a dejar pasar tus transgresiones sin reportar al Comendador, pero tú tranquiliza a los humanos con que trabajas.

Rosendo Aquino hizo un mohín de disgusto, arreglándose un pliego mal puesto de la piel del brazo.

—Vale. Que estirado eres, macho. Para una vez que nos encontramos en cuatro años, es para echarme la bronca.

El Gran Visor pagó la cuenta y terminó su trago.

—Bueno, tampoco es para tanto. Nada que un buen polvo no pueda solucionar. Todos nos ponemos juguetones en la época de celo.

—¿Tu casa o la mía?

—Hay un motel discreto a un par de calles. ¿Vamos ahora?

Esteban, Gerardo y Heriberto se quedaron más tranquilos cuando al día siguiente todo regresó a la normalidad y Rosendo les pidió perdón por haber lanzado una hipótesis tan inquietante.



(El párrafo que habla de la madre Teresa está sacado de un cuento del gran Juan Carlos Gallego.) 

CUENTO AL CUADRADO - 010

 

La visita

Maritza Elizabeth Macías Mosquera Guillermo Lamolle

 María Elena Rodríguez & Sergio Gaut vel Hartman





Gracias al trabajo literario, Geraldine lograba afrontar con cierta entereza las horas de soledad y pesadumbre que siguieron a la muerte de Osvaldo. Inventando escenarios tenebrosos y haciendo naufragar a los personajes en océanos plagados de peligros, encerrándoles en cárceles inmundas o sometiéndolos a terribles padecimientos, logró arrancar de sí misma el dolor de no tener a su amado. Ni siquiera ella lograba explicarse por qué encontraba consuelo en la narración de la miseria y el calvario de personas que, en rigor a la verdad no existían, pero que se hacían materiales en su mente y compensaban el propio sufrimiento. Había imaginado que aceptando esa misteriosa perversidad de la psicología humana, podría moderar el dolor que le había producido la pérdida. Pero al fin del día, ni siquiera haciendo un enorme esfuerzo, lograba despegarse del influjo que la ficción desempeñaba en su vida cotidiana; nada la dejaba indiferente y, finalmente, terminaba deprimiéndola más aún, agonizado junto a aquellos que había arrojado al abismo para mantenerse a flote y sintiéndose culpable al hacerlo.

Sin embargo, un anochecer de julio que auguraba ser un calco de los precedentes, presentó una variante inesperada. Geraldine se preparaba para cenar frugalmente cuando el golpe de unos nudillos sobre la puerta le produjo una honda conmoción. Vaciló unos segundos antes de abrir y cuando lo hizo se encontró cara a cara con Aldana, la desafortunada protagonista de la novela que estaba escribiendo.

—No me esperabas, ¿verdad?

—¿Q… quién eres? —titubeó Geraldine, negándose a considerar la posibilidad de que, efectivamente, se tratara de su personaje ficticio.

—Soy Aldana, sin duda.

—Pero no puede ser —protestó—; solo existes en mi imaginación.

—Como tú en la mía. Y, sin embargo, parece que aquí estamos, frente a frente. ¿Tienes café?

Tan terrenal pregunta aflojó algo la tensión. Geraldine se dirigió a la cocina, pensando si estaría dormida (aunque esto no se parecía en nada a un sueño) o sufriendo algún tipo de alucinación que, mientras durara, no tenía otra forma de enfrentar que aceptándola para ver en qué terminaba. Exactamente igual a como uno hace en esos sueños en que se da cuenta de que está soñando.

Volvió a la sala llevando una bandeja con dos cafés y un azucarero, casi segura de que no habría nadie allí. Pero Aldana seguía en el mismo lugar.

—El mío sin azúcar. Me estoy cuidando.

La mente de Geraldine iba a una velocidad mucho mayor que la que ella misma podía descifrar. Se sintió casi mareada, respiró hondo, se sentó y se puso a observar a su visitante. Lucía exactamente igual a como la había imaginado, salvo por el hecho de que era mucho más concreta (cuando uno inventa personajes su aspecto físico, así como su voz, suelen ser algo sumamente borroso).

—¿Cómo es posible que estés aquí? —se atrevió, finalmente, a preguntar.

—Sé tanto como tú, o menos. Recuerdo acontecimientos, muy oscuros todos —al decir esto ojeó apenas a Geraldine—, pero no más allá.

Disimuladamente, ambas se miraban, se medían. Geraldine sabía, positivamente, que ella la había creado, que era su personaje, por lo que podía calcular o al menos, sospechar lo que pensaba; la otra, respondía y preguntaba sin rodeos, con su personalidad y trato directo y locuaz, como había sido concebida, llena de penurias y situaciones equívocas que no le permitían ser feliz; era como si eternamente purgara penitencia por existir. De rostro fino, hermosa figura, atrayente, simpática, alegre, parlanchina, joven y profesional, en suma, llena de cualidades para llevar una vida plena, en cambio era completamente infeliz: madre alcohólica, padre ausente, novio desaparecido; la soledad había sido su compañera desde la infancia y si lograba tener alguna amiga o amigo, la madre se encargaba de espantarlos.

—¿Qué buscas? —preguntó Geraldine.

—Respuestas —dijo Aldana.

—¿De qué tipo? ¿Acerca de qué?

—Explícame por qué razón debí sufrir toda mi vida, desde mi infancia. Mi adolescencia fue un martirio, mi adultez me está enloqueciendo, ¿qué pretendes? ¿No me darás ni una sola oportunidad? Después del pequeño oasis con Robert, lo haces desaparecer y vuelvo a quedar en el vacío.

Geraldine estaba perpleja, nunca se había detenido a pensar en lo que Aldana estaba padeciendo, sintió que ella le estaba enrostrando su propia vida. ¿Acaso estaba haciendo catarsis con ella? Su necesidad de sacar de su fuero interno el dolor la había llevado a crear a Aldana sin medir las consecuencias.

Esto no puede ser verdad, no es real, es creación mía, pensó la escritora.

Quería borrar a esa mujer que la miraba interrogante. Quería escapar aunque eso significara que el dolor por la pérdida de Osvaldo volviera a desgarrarla. Es más tolerable que esta sensación de estar volviéndome loca, se dijo a sí misma.

—¿Te quejas de estar volviéndote loca? ¿Y yo entonces?  —preguntó Aldana mirándola con frialdad.

Aquello era más de lo que Geraldine podía tolerar. Estaba segura de no haber hablado en voz alta, pero entonces ¿lee mis pensamientos?, se preguntó. Decidió seguirle el juego hasta que se borrara o volviera a su vida en la novela. Quizás podría agregar un apéndice titulado “La visita” y contar esa extraña circunstancia. Sí, era una buena idea; las ventas subirían y ella sería feliz por el éxito.

—¿Tú qué? ¿Crees que tienes derecho a aparecer aquí, a salir de la trama y hacerme dudar de mí misma?

—¡Claro que tengo derecho! ¡Siempre has manejado mi vida! ¡Has hecho lo que quieres conmigo!

—Sí, por supuesto. Soy la escritora. Manejamos la vida de los personajes.

¡Pues me cansé de eso!¡Ahora estoy aquí y te reclamo! ¡Tienes que cambiar mi destino!

—¡Cómo? Dame alguna idea ya que pareces tener más vida de la que te di —inquirió Geraldine ya con temor.

—Podrías hacerme enloquecer, al menos no sufriría.

—¿Enloquecer?¡Sí, eso es! ¡Eso haré! ¡Enloquecerás tú y no yo!

Tambaleándose, la escritora se dirigió al escritorio. Sacó un arma de un cajón y se la ofreció a la mujer.

Luego se sentó y escribió: “Aldana ahogó su dolor con un disparo en la sien”.

Cuando el editor recibió la novela no logró descifrar esa última frase manchada de sangre.

CUENTO AL CUADRADO - 009

 

Contacto diferido

Guillermo Lamolle Víctor Lowenstein

Sergio Gaut vel Hartman & Hernán Bortondello




 

Dos seres semitransparentes se deslizaban por una planicie polvorienta salpicada aquí y allá con manchas de forma indefinida. Eran aglomeraciones de células autótrofas, de un color violáceo, que absorbían la luz de la estrella local en la banda correspondiente del espectro. La atmósfera era algo tenue, pero respirable para aquellos seres y la escasa gravedad facilitaba su marcha, contrarrestando de algún modo la respiración un tanto exigida.

Al pasar unos riscos tropezaron con un artefacto de cuatro ruedas que parecía estar desplegando algunos apéndices de función desconocida, muy lentamente. Los seres, posiblemente sorprendidos y turbados ante la inesperada presencia del dispositivo, si tales reacciones pueden ser atribuidas a criaturas sin ninguna similitud con lo humano, giraron alrededor del mismo, probablemente tratando de determinar su origen y propósito.

 

Cuatro años después, en el centro de control terrestre de la misión Próxima, iniciada medio siglo atrás, decenas de ojos expectantes veían cómo se formaban la pantalla las primeras imágenes que se recibían de un planeta ajeno a nuestro sistema solar. Cuando al fin se completó, hubo cierta perplejidad.

—Hay alguna falla en la transmisión —argumentó el supervisor a cargo de las comunicaciones—, o podría haber habido daños en el instrumental. Ha pasado tanto tiempo…

—Estamos revisando —respondió un técnico—. Supongo que se refiere usted a esas dos zonas borrosas.

—Sí, ¿tienen alguna hipótesis?

—Mmm… varias, pero esperemos a recibir más imágenes. Con lo que tenemos hasta ahora sería pura especulación.

Había sido una larguísima espera, pero por fin aparecían los primeros datos. Todos sabían que aquello había ocurrido hacía ya cuatro años, y costaba acostumbrarse al desfasaje. Pero a partir de ese momento la información llegaría en un flujo continuo y podrían dejar de pensar en los cuatro años de demora.

Las cámaras montadas en el fuselaje del vehículo tomaban primeros planos de la superficie desértica del planeta. No esperaban mucho más que llanuras polvorientas y cráteres. Y fue justamente por eso que, cuando vieron a los dos seres semitransparentes deslizándose en torno a la unidad autónoma de exploración, un grito unánime de sorpresa, casi un rugido, recorrió la amplia sala del centro de control.

—¿Qué diablos es eso? —lanzó el supervisor, ante la seguidilla de imágenes, cada vez más nítidas. Las zonas borrosas fueron concretándose y pronto no hubo ninguna duda: aquellas formas semihumanas, violáceas y atravesadas por una suerte de resplandores lumínicos eran criaturas alienígenas que estaba inspeccionando el artefacto autónomo.

—Podrían ser… —El técnico farfullaba, ajustando infructuosamente los controles de imagen—, podrían ser destellos perdidos, reflejos de luz diurna en alguna superficie reflectante…

—No —sentenció el exobiólogo, situado a espaldas de los demás, quienes inmediatamente se dieron vuelta para interrogarlo con sus miradas—. Son seres inteligentes, no lo duden. Aunque nos cueste creerlo, Próxima d está habitado.

—¿Cómo puede estar seguro? —se descargó el supervisor, fiel a su estilo desafiante.

Con parsimonia, el científico dejó el vaso del café que había estado bebiendo sobre una de las mesas y le habló al grupo.

—En primer lugar, no hay zonas borrosas, sino formas definidas de aspecto claramente humanoide. En segundo lugar, la luz que irradian, tal como se puede apreciar en el registro biométrico, corresponden al calor interno de esos seres, invisibles pero no incorpóreos. Y, en tercer lugar…

—¡Qué! —gritó, sin poder contenerse el iracundo supervisor.

—En tercer lugar, ¿cómo reaccionaríamos nosotros si de pronto, paseando por el Sahara o Gobi nos topáramos con un artefacto evidentemente extraterrestre?

—No han reaccionado de ninguna manera —objetó el psicólogo conductual que nunca hasta ese momento había intervenido. Nadie entendió nunca por qué un profesional de ese campo formaba parte del equipo; pero los que mantuvieron ese interrogante se podían dar por respondidos—. Están inspeccionando. Es decir, hace cuatro años que empezaron a preguntarse lo mismo que nosotros ahora. ¿Qué significa esto? ¿Hay otras criaturas evolucionadas, además de nosotros, en el universo?

—Eso no es lo más relevante, licenciado —dijo otro de los que hasta entonces nunca habían justificado su presencia en el centro de control, un coronel del ejército que, según algunos, era un experto estratega, además de campeón mundial de go—. Lo que necesitamos saber es qué han deducido estos seres en los últimos cuatro años.

—Tardamos cincuenta y dos años en llegar a Próxima d —dijo el director general de la misión.

—¿Y usted está seguro de que a ellos les tomaría el mismo tiempo llegar a la Tierra para aniquilarnos? Nosotros, haciendo un enorme esfuerzo, pusimos una sonda en Próxima d y estos bichos… —el militar empalideció e interrumpió sus especulaciones señalando el gigantesco monitor—. ¿Adónde diablos se fueron los muy malditos?

—¡Director! ¡Llegaron las lecturas del módulo orbitador! ¡No hay registros superficiales ni subterráneos de civilizaciones u otra vida que no sea esa especie de liquen violeta! —informó agitado, John Smith, el supervisor de comunicaciones.

—Pero ¿cómo es posible? Ordene que los técnicos corroboren la información y descarten fallas en nuestros receptores. ¡Rápido!

Pero el aludido no se movió, parecía haberse petrificado con la boca semiabierta.

—¿Qué ocurre, Smith? ¿Smith…? ¡Por Dios! ¿Acaso se ha quedado mudo? —entonces el jefe advirtió que la mirada del asistente se fijaba en algo a sus espaldas. Intrigado, se dio vuelta y no pudo entender lo que veían sus ojos. ¿Cómo hacerlo si en medio de la sala se erguían las dos criaturas vistas a cuatro años luz de donde estaban apenas unos minutos atrás?

—Disculpen la intrusión, vecinos —dijo en voz alta uno de los humanoides de piel morada que ya no era translúcida— pero encontramos algo de su propiedad y nos hicimos un viajecito para devolvérselos. Somos proyecciones somáticas de los musgos neuronales que habitamos el mundo que llaman Próxima d y ojalá hayamos adoptado una morfología amigable para ustedes. No los molestaremos más, pero, antes de abandonarlos, debemos advertirles que el consorcio galáctico reglamenta que seres con su nivel evolutivo no pueden abandonar la estrella de origen, ni explorar más allá de su sistema.  ¡Recuérdenlo! Las multas son dolorosas…

Desaparecieron. La sonda quedó sobre una mesa.

 

miércoles, 24 de agosto de 2022

CUENTO AL CUADRADO - 008

Nuevos tiempos

Dora Gómez Q.  Rafael Martínez Liriano

Jorge Zarco & Sergio Gaut vel Hartman



 

—¿Estás deprimida? —le pregunté sin apartar la mirada del televisor.

Patricia se removió en el sillón, inquieta.

—Un poco. Tengo ganas de pensar, no de hablar.

—La muerte de una mascota deprimiría a cualquiera —comenté.

—No era una simple mascota, te lo dije mil veces. Churchill era mucho más que un gato.

—Nunca entendí cómo alguien puede vivir en un pequeño departamento con un animal.

—Si se puede vivir en un pequeño departamento como este con un sujeto insensible, mezquino, violento y narcisista, ¿por qué no podría vivir con un gato hermoso, un ser que irradiaba amor por los cuatro costados?

Me encogí de hombros.

—Si mi presencia es tan desagradable deberías canjearme por dos o tres mascotas. Creo que Urso, el carnicero, aceptaría de buen grado. ¿Sabías que a partir de hoy la compra y venta de carne humana para consumo está permitida?

De pronto, como si hubiera sido inyectada con adrenalina, Patricia dio un salto y apagó el televisor.

—¿Qué estás diciendo?

—Acabo de oírlo en las noticias. Se aprobó hace un rato en el parlamento. Por trescientos diecinueve votos a favor, cien en contra y una abstención. Un hombre no debería hacer cosas como pensar o discutir, pero puede ofrecerse como mercadería.

—Perdiste la poca cordura que te quedaba.

—En cambio, el cadáver de Churchill no vale gran cosa. ¿Cuánto te daría Urso por un gato de siete kilos? Le saca la piel, los huesos, la cabeza y no queda casi nada. Te podría dar tres canarios.

Patricia estaba deprimida, y siempre de mal humor. Pensé en lo agradable que sería no oler el orín del gato en el pequeño departamento, ni tener más pelos del asqueroso animal en la ropa. No sé de qué enfermedad había muerto, pero no fue por las bolitas rojas de veneno que traté sin éxito que tragara.

—Sal del baño —le dije, porque se encerró a llorar allí y tenía necesidad de entrar.

—¡Vete a la mierda!

—No sabes las ganas que tengo de orinar aquí, sobre las piedritas sanitarias de Churchill —le dije, para ver si el enojo la hacía salir del baño.

Había sido un día de buenas noticias, pensé, mientras me aguantaba las ganas de mear. La muerte del gato y la de poder ampliar nuestro menú, aunque conozco personas a las que no me comería por temor a intoxicarme.

 Cuando se le pase el berrinche hablaré con ella sobre la posibilidad de comprar un departamento más grande, pero sin mascotas, que no reemplacen a los hijos que ella no puede tener.

—¡Sal del baño, mujer! Tengo necesidad de entrar. ¡Ven a llorar al dormitorio, que en la cama hay lugar! —Se produjo un silencio inquietante—. Lo que dije del gato, que podría valer tres canarios, fue una broma. Por favor, sal del baño de una vez. ¿Te ha sucedido algo? ¡Abre la puerta!

Como había pasado un rato, y ella no salía del baño, me desabroché la bragueta y apunté en dirección a las piedritas.

El silencio, que ya duraba largos minutos, había logrado inquietarme. Fui a la cocina a prepararme el almuerzo y revisé la nevera; picadillo de perro y hamburguesas de rata; una comida habitual por esos días. Pero no era ni de lejos la más apreciada, ni volvería a serlo, luego de la legalización de la antropofagia. Todo empezó con la crisis mundial que se deslizaba por el aire, como un rumor de fondo en las noticias del telediario. La Tierra le había quedado pequeña a demasiada gente y la prole empezó a pasar hambre a su pesar, hambre de verdad. Primero desaparecieron las reservas de órganos para trasplantes en los hospitales, con pasmosa velocidad. Luego aumentó de forma alarmante el índice de asesinatos en las calles; incluido tu propio barrio y la gente tuvo que echar mano de aquellos animales que no amenazaban con extinguirse. Pero incluso estos, llegado el caso, empezaron a escasear. Y al final los fiambres de los recién muertos dejaron de habilitar los camposantos o ser incinerados, aunque tampoco eso bastaba. Un día un tipo fue entrevistado al azar en la calle, y se le preguntó si había probado la carne humana.

—Tiene un sabor muy parecido a la de cerdo —contestó. Lo peor era que ese tipo tenía una apariencia impecable, propia de un hombre adinerado. Eché mano de la carne de rata tras pasarla por el microondas. Mastiqué como un desgraciado con hambre atrasada y noté un sabor extraño. Bolitas de color rojo, troceadas entre la pasta…

El hallazgo de las bolitas rojas más que dolerme me liberó, por fin estaban claras las cosas entre Patricia y yo. No tendría que fingir un afecto que hace mucho no existía.

Después de tirar la comida a la basura, tomé un cuchillo del estante, lo oculté en mi bolsillo asegurándome de tenerlo a mano.

En la sala encontré a Patricia chateando y pregunté:

—¿Quieres algo de la cocina? La carne de rata está deliciosa.

—No tengo hambre —dijo secamente, sin apartar la vista. 

Al verla distraída, con la luz del teléfono iluminándole el rostro, recordé porqué en algún momento sentí amor por ella. Me arrepentí de pensar siquiera en hacerle daño, decidí dejarla sola y hablar después acerca de las bolitas rojas. Estaba seguro de que hallaríamos una solución. Después de todo éramos seres pensantes capaces de arreglar los problemas sin hacer uso de la violencia. Sin embargo, el frío acero de un objeto punzante atravesando mis costillas, me sacó del engaño.

—Urso dice que por ti me dará los tres canarios y dos gatitos —La voz de Patricia se escuchaba distante—. Dice que puede sacar provecho de cada parte de tu cuerpo, excepto por el hígado que te acabo de perforar. 

Haciendo uso de mis últimas energías me lancé sobre ella y clavé el cuchillo en su pecho; caímos juntos. Ella solo dio un largo suspiro antes que sus ojos se apagaran. Lamenté que Urso fuera a recibir un dos por uno sin dar nada a cambio.

 

 

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 027

 

Corianna

Gastón Caglia Hernán Bortondello

& Sergio Gaut vel Hartman



 

Habían pasado muchos años desde que Murgo, en un sorprendente relámpago de agudeza y embeleso, creara a la bella Corianna. No obstante, recuerdo con extraordinaria complacencia las horas de conversación compartidas en el jardín de la mansión del hechicero. Aquella evocación estaba empapada por la llovizna de abril, de la que nunca nos tratamos de guarecer, y condimentada con el agrio sabor de los pepinillos en vinagre, a los que los tres éramos afectos. Corianna, cuya humanidad solo podía verificarse en gestos como los mencionados o en su afición a beber la tinta de calamar hervido, solía derrotarnos en casi todas las conversaciones. Murgo, más allá de su talento cabalístico era un absoluto imbécil, y juro que mi amistad solo estaba atada a la enorme cantidad de dinero que poseía y, por qué no admitirlo, al hecho de que me enamoré de Corianna en el mismo instante en que la vi por primera vez. Es justo decirlo: Murgo había obtenido el caldo básico en el que forjó la sustancia de la que forjaría a su creatura licuando una cantidad de frutos en estado de putrefacción encontrados en el fondo del frigorífico. Ignoro qué mezcló y cuál fue el ingrediente final y secreto, el que le permitió transformar a una gallina en Corianna, pero jamás dudé de que el resultado fue producto de la más pura casualidad.

Y allí estábamos de nuevo, en el mismo jardín, los mismos tres, aunque un poco más viejos, claro.

La misma llovizna de abril se depositaba sobre nuestras espaldas. Dejé entrever que mejor sería seguir con la conversación dentro de la mansión, pero Murgo se negó con una evasiva propia de su imbecilidad y sus aires de superioridad.

—El motivo no es ningún secreto, quiero un hijo, nos amamos —le dije a quemarropa.

—Eso no es ningún inconveniente –dijo Murgo mientras sorbía de su vaso el Martini aguado por la persistente llovizna y masticaba su pepinillo.

Confieso que mi primera impresión era que íbamos a ser echados a patadas por el alquimista. Huir con su producto tampoco fue un hecho digno de mi persona. Tenía el discurso preparado en la mente para debatir con ese idiota, sin embargo, creo, el castigo que nos propinó fue atendernos bajo la llovizna.

—He hecho algunos avances en torno al tema que los convoca —prosiguió el mago mientras observaba algún punto fijo del jardín.

Corianna se mantenía impertérrita con su postura tan erguida, casi imposible para un ser humano corriente.

Lo acompañamos hasta el frigorífico sin dirigirnos palabra alguna mientras daba pasos agigantados y marciales con las manos cruzadas en su espalda. Una vez dentro, nuestros ojos tardaron unos segundos en aclimatarse a la penumbra en que mantenía el frío espacio. Lo que por fuera era una simple construcción de ladrillos, por dentro era un laboratorio lleno de tubos, frascos, probetas y elementos químicos.

En una esquina, la más alejada de la única puerta, estaba el corral en donde cinco o seis gallinas empollaban plácidamente pese al frío reinante.

—Eché el primer conjuro a estas regordetas aves —murmuró Murgo— volviéndolas aptas para vuestro deseo. Ernesto, cortarás la cabeza de una, tomarás su huevo y escogerás otra para empollarlo. Corianna, estrangularás el pollo al nacer, arrancarás su minúsculo corazón y lo tragarás. Así aplicarán el segundo conjuro. Para el último, esperaremos siete noches. Bajo la higuera de las brujas escupiré tres veces tu rostro, traidor, y luego de besar tres veces a mi criatura, ella concebirá un varón.

Aceptamos el hechizo de aquel maldito, ignorando la pronta tragedia. Gradualmente, las etapas fueron cumpliéndose hasta que, fatalmente, mi amor debió matar la avecilla recién nacida, devorando su músculo vital.

Juntos esperamos, tensos, el paso de las noches estipuladas hasta que, llegada la séptima, el mago millonario nos franqueó las puertas de su palacete, invitándonos a pasar. Una túnica blanca lo cubría hasta los pies y su capucha le ocultaba la cabeza. Seguimos su paso ridículamente redoblado hasta el gran patio en sombras, apenas iluminado por una luna creciente. Murgo, nos dispuso, ceremonioso, uno frente al otro bajo la higuera, colocándose entre ambos. Tras mascullar un breve hechizo en arameo, escupió mi rostro con ferocidad, giró sobre sus talones desembarazándose de la túnica y estrechó a Corianna contra sí. Totalmente desnudo, comenzó a besarla con obscena lujuria. Loco de asco, extraje mi navaja y pasándole un brazo bajo el mentón, lo apuñalé con saña en el corazón.

—¡Me besó tres veces! —aullaba victoriosa Corianna, ajena a todo—. ¡Tres veces!

 

Ocho años después, al abandonar la prisión, Corianna y mi hijo me esperan luciendo sus maravillosos plumajes.