Los quietos
Itzel Alejandra Flores García
Joyce Barker & Sergio Gaut vel Hartman
Admito que fue difícil decidir quedarme en esa especie de palacete con evidentes siglos de existencia, perdido en los suburbios de la ciudad, acompañado de esos humanos seriados que alguien fabricó, y que, me imagino, no se pudieron vender debido a la crisis económica reciente. ¿Pero cómo fue posible tanta irresponsabilidad? ¿Dejarlos a su suerte? Se suponía que los fabricantes debían educarlos e individualizarlos, hasta dejarlos activos y funcionales, si no se lograban vender; pero eso… eso era inaceptable.
Me senté junto a ellos, cansado del aburrimiento, y me puse a mirar el punto en el espacio que tanto contemplaban. Ese punto estaba ubicado entre la enorme luminaria y una puerta, a unos dos metros de altura. Fijé la vista como si fuera uno más, y lo que vi fue realmente extraño. No pude distinguir bien, pero al principio era una especie de mancha azul flotando, algo semejante a un humo denso y coloreado, auto iluminado tal vez. Se movía con exasperante lentitud, como si las exhalaciones de los que estábamos ahí tuvieran la potencia de leves brisas. Pocos segundos después de esta reflexión, el humo se comenzó a expandir sin diluirse, cubriendo casi la totalidad del salón. Ni siquiera podía ver a los calvos seriados que tenía casi pegados a mí. Ahora, si tuviera que definir lo que sentí durante esa visión, fue nada, absolutamente nada, ni siquiera sentí mi cuerpo, y quizás eso fue lo que me atrapó.
De pronto vi a los quietos de pie, caminando de prisa en pos de algo; yo me moví a la par, sin siquiera pensarlo, sin poder evitarlo. Apenas los distinguía con tanto humo, pero era un hecho, todos caminábamos al mismo tiempo, en sentido contrario, tropezábamos unos con otros. Al fijar la vista en un punto cercano, el humo dejó de salir y al disiparse me detuve. O ¿me detuvieron?
Quién sabe cuánto tiempo pasó, pero tenía la certeza de que ya no llovía. En aquella caminata nos habíamos movido de lugar; ya no estábamos en el salón quieto y apagado del principio. Ahora nos encontrábamos en medio de una calle iluminada. Los seriados habían adquirido expresión y hablaban en grupos como si todos supieran su propósito. Algunos se dirigían a mí, suponiendo que comprendería lo que charlaban, pero no era así, pues lo hacían en una lengua estrambótica.
Adquirí autonomía y me mezclé entre ellos, todos decían lo mismo. ¿Lo mismo? ¿Cómo podía estar tan seguro?
Aturdido miré hacia arriba y no había ni cielo, ni estrellas; creo que solo una que brillaba rotunda, sin titilar y estaba justo al frente impasible, observante. Me di cuenta de que no soy diferente de los demás seriados cuando se sincronizó mi diente azul. Al fin recuperaba la tranquilidad. Ellos, los fabricantes nunca se fueron, estaban ahí mirando desde la estrella del frente. Los minutos transcurrieron y el humo cubrió el lugar otra vez. Logré liberarme de la autonomía y me puse en marcha en el idioma nativo. Los seriados nos quedaríamos quietos y luego animados, y así seguiríamos, cómodamente atrapados.
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