Masacre
Irma Elvira Tamez Oscar De Los Ríos
Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman
Al llegar la noche, un hombre de baja estatura, poblada barba negra y
largos cabellos, irrumpió en la tienda. Tenía los ojos en llamas y en sus labios
afloraba una risa burlona que espantó a Katerina. Si el hombre hubiera
empuñado una navaja ella habría sabido cómo defenderse. Pero la expresión del
rostro del sujeto era más intimidante que un arma.
—Me encantaría
comprarle una de estas —dijo el intruso señalando una MAC-11 que había quedado
sobre el mostrador. Katerina intentó guardarla antes de que el hombre la pudiera
arrebatar, pero no lo logró.
—¡No la toque!
—exclamó a destiempo. Él se puso a examinar el compacto subfusil e hizo un
comentario que indicaba a las claras que sabía de qué hablaba. Un arma como esa
no es algo que se tome a la ligera, ni usarse para hacer bromas.
—Tengo
intenciones de ingresar a algún colegio de negros y limpiar un poco el
ambiente, ¿qué le parece? ¿Sabe cuántas balas por minuto dispara? No menos de mil
doscientas. Claro que solo podría vaciar un cargador de treinta y dos balas
cada diez o quince segundos, considerando el tiempo de recarga.
La palidez de
Katerina había ido en aumento a medida que el tipo soltaba su amenazante
discurso. Seguramente era un bufón que trataba de disfrutar con el terror que
producían sus palabras. Pero ¿si no lo era? ¿Y si realmente se disponía a
masacrar a medio centenar de niños de una escuela?
Katerina extendió
la mano al tiempo que se preguntaba qué hacer; apenas si logró contener el
miedo y la preocupación ante el tono amenazante de aquel hombre; con una gran
seriedad en el rostro continuó con la mano extendida. Hasta que el tipo estalló
en una carcajada que parecía que le tronaría el tímpano.
Le solicitó una
gran cantidad de municiones, ella titubeó un poco pero no tenía más remedio que
darle lo que le pedía. Dio la vuelta y se dirigió a la salida. Ella,
valientemente, le recordó que no había pagado el importe; el sujeto giro la
cabeza y la miró de reojo mientras abría la puerta para continuar su rumbo.
Katerina se
dispuso a cerrar el local del que solo era la empleada; cerró la puerta,
recargó la frente y echó a llorar como nunca lo había hecho. Sabía que lo
correcto era informar primero que nada al señor Hoffman, el propietario de la
armería, pues al entregar el corte de caja faltaría el importe del arma y de la
municiones que el sujeto se había llevado, o tal vez hablar con el alguacil,
pero más allá del robo… ¿qué pruebas había de la masacre que aquel hombre pensaba
perpetrar? Procedió a cerrar el corte y llenar el acta de lo sucedido para
luego depositar todo en la caja fuerte que en alguna hora de la madrugada,
Hoffman iría a recoger.
Al salir del
local observó a todas direcciones, presentía que el tipo estaba agazapado,
esperando que ella saliera para atacarla. Se había hecho más tarde que de
costumbre y no había nadie en la calle; solitario, en la vereda de enfrente, un
perro callejero destrozaba una bolsa de basura en busca de comida. Un golpe,
como un martillazo sobre metal, hizo eco en las paredes vecinas; la cortina
metálica había llegado al final del recorrido. Confundiéndolo con el sonido
seco que hace la MAC-11 al saltar el cerrojo para disparar, Katerina se arrojó
al suelo esperando sentir los balazos en el cuerpo. Y ahí quedó, hasta que los lengüetazos
del perro la hicieron reaccionar, mientras una mano la tomaba del brazo
ayudándola a incorporarse.
—Gracias
—alcanzó a balbucear, aún
en estado de shock.
—Desde
el primer momento en que te vi supe que eras la indicada para entrar conmigo a
la escuela y masacrar a todos esos negritos de mierda.
Las palabras le
llegaron casi al mismo tiempo que el pinchazo en el hombro.
Despertó en una pequeña
habitación hermética, solo una pesada puerta la separaba del exterior. Lo
primero que hizo fue palpar su cuerpo en busca de heridas de bala y, al no
encontrarlas, pensó que estaba muerta; hasta lo deseó con tal de no volver a
escuchar la voz de ese hombre. De pronto, se abrió la puerta y el perro
callejero se le echó encima moviendo la cola, arrancándole una sonrisa.
—Lo traje
para que te haga compañía, no quiero que te vuelvas loca, sino que aceptes, que
lo que vamos a hacer es lo correcto.
—¡Nunca voy a aceptar un crimen como este!
—Es cuestión de perspectiva —dijo el perro—, lo haría yo
mismo si pudiera, pero carezco de pulgares opuestos.
Katerina miró al animal. Lo había escuchado hablar. ¿El
tipo la había drogado? ¿Estaba soñando?
—El perro me reclutó —explicó el tipo, como si hubiese
estado leyendo sus pensamientos—. Sabe ser persuasivo.
—¡Los perros no hablan!
—Noto mucha negatividad —dijo el perro—. No hay que matar
negros, los perros no hablan. Todo es no. Quiero ser amable pero no te estás
esforzando.
—¡Ustedes
están locos!
—Creo que
hay que tranquilizarnos un poco y…
—¿Escuchaste
eso? —preguntó el perro.
El tipo
sacudió la cabeza.
—Malditos
humanos y su oído inútil.
La puerta
estalló y un pulpo con un arma en cada uno de los brazos los apuntó.
—¡Están
todos detenidos! —gritó el pulpo.
—Entiendo
que puedas sostener las armas con las sopapas de tus brazos —dijo el perro—,
pero no vas a poder dispararlas.
—Son armas
modificadas a mi estructura corporal.
Para
enfatizar hizo ocho
disparos simultáneos en dirección al techo. Katerina fue
incapaz de reaccionar. Un perro que hablaba, un pulpo justiciero. Aquello ya
era demasiado. Así que decidió rendirse a lo inevitable.
Con cuidado
se quitó la piel para dar lugar a su cuerpo verde y dejó que las antenas de su
cabeza asomaran.
—Basta de
surrealismo terrícola, yo me vuelvo a Kairos 5.
Haciendo un
sonoro plop, desapareció del cuarto. Los otros se miraron, aquella historia se
resolvería indefectiblemente en el silencio de lo imposible.
¡Qué genial!
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