viernes, 3 de junio de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 024

El indiferente

María Elena Rodríguez

João Ventura & Sergio Gaut vel Hartman 


Bajé la escalera y salí a la calle. Caminé entre los automóviles incendiados y pisé millones de cristales rotos. En la esquina aún humeaban los neumáticos que los internos del psiquiátrico habían prendido fuego solo para estar a tono con la acción de los manifestantes que reclamaban las viviendas desocupadas de la avenida. Tal vez los marginales estaban pensando cambiar su estilo de vida y probar con los hábitos burgueses, lo que implicaría modificar las drogas que inhalaban o se inyectaban, las marcas de vino que bebían y hasta la clase de mujeres con las que se acostaban. No estoy discriminando: debería ser lo mismo a la inversa. Y no me olvido de los homosexuales o de otros productos puros de la diversidad. Ha sido un cambio maravilloso, me dije sonriendo interiormente, pero inútil; de cualquier modo todo se desmorona. ¿Qué continúa? ¿Otra pandemia? ¿Un huracán devastador? ¿Un terremoto seguido de tsunami? Mientras caminaba, casi sin poder respirar por la humareda, recordé aquel curso de literatura-ficción que había tomado años atrás con una profesora canadiense. Volví a ver la imagen del oso polar parado solo sobre el último trozo de hielo del polo Norte; sentí otra vez la desesperación de aquel padre que escapaba con su hijo, sin destino posible en aquella carretera devastada, y el miedo, el miedo de los únicos sobrevivientes en el tren que nunca iba a detenerse porque ya no había estaciones. No existían más las estaciones de trenes ni tampoco las estaciones del año como las conocíamos. En la carretera, se llamaba la película del hombre y el niño. La del tren no recuerdo, ¿acaso importa? “Estos son los efectos del cambio climático –decía la docente con acento extranjero– estamos a tiempo de detenerlo”. Estábamos a tiempo en ese momento y sin embargo no hicimos nada, creímos que ese futuro nunca llegaría, o que era competencia de otros, de los gobiernos, de las grandes empresas… Ahora ya era tarde, la gente que podía hacerlo había abandonado la gran metrópolis dejando sus casas vacías, vacías de muebles, de gente y de sueños. Los marginales manifestaban en solitario, por un antiguo hábito adquirido, de reclamar haciendo marchas que no iban a lograr nada ni tampoco iban a ser reprimidas porque las autoridades estaban ya lejos, en sus seguros refugios. Hubieran podido ocupar las casas sin que nadie se opusiera. Pero no es fácil desprenderse de costumbres tan arraigadas. Y los internos del psiquiátrico quemaban neumáticos, indiferentes a lo que pasaba, ajenos a todo en su eterno presente; indiferentes como yo, que seguía mi camino, con andar lento, hacia ¿otra pandemia? ¿Un huracán devastador? ¿Un terremoto seguido de tsunami? Seguí caminando sin rumbo, alejándome un poco del centro de la ciudad, y después de unos kilómetros divisé un grupo diferente a los demás. Tenía la intención de pasar junto a ellos manteniendo una distancia segura, pero cuando me vieron, me llamaron. Me acerqué con cuidado, nunca se sabe con quién te puedes encontrar en estos tiempos difíciles. Estaban sentados alrededor de una hoguera, y había ancianos, adultos y niños. Me uní al grupo y compartí lo que estaban comiendo y bebiendo. Y me contaron cómo vivían.

—Antes de la catástrofe trabajábamos en los vertederos. Éramos expertos en recuperar lo que otros tiraban. La obsolescencia programada hizo que acabaran en el vertedero muchos objetos que una persona experta podía recuperar. Como puedes ver, estábamos bien preparados para sobrevivir a la catástrofe. —Los demás rieron, asintiendo con la cabeza—. Estamos organizados, todos los días hay equipos que asaltan los edificios abandonados, recuperando todo lo que puede sernos útil. Desde alimentos hasta utensilios domésticos, hay mucho que recoger en los edificios de los alrededores. Hemos rehabilitado algunas casas abandonadas, y ahí es donde vivimos. Y nuestro grupo tiene un nombre: "Los Supervivientes".

Poco a poco la sombra que nublaba mi mente comenzó a disiparse. Había gente que no se quedaba de brazos cruzados ante la adversidad, que reaccionaba y que iba más allá de lo que estaba implícito en el nombre del grupo. No se limitaban a sobrevivir, sino que intentaban construir una nueva forma de vida. Parecía una isla de esperanza en el caos reinante. No me sentiría mal a su lado. Como si adivinara mis pensamientos, el hombre preguntó:

—Si quieres unirte, ¿qué puedes aportar al grupo?

—Era actor antes de la catástrofe. Sé contar historias…

—Lo necesitamos. Las historias son el cemento que une nuestros recuerdos. Y muchos de nosotros ya las hemos olvidado... ¡Bienvenido al grupo!

Me encogí de hombros. En realidad me importaba poco unirme a los supervivientes o a los muertos vivos. Unos y otros serían barridos por la próxima calamidad. ¿Peste? ¿Tsunami? ¿Huracán? Sé que soy un poco monotemático, pero es que todo me parece tan inútil, tan superfluo… No obstante, me pareció educado llevar una palabra de aliento al grupo, aunque fuera tan falsa como una moneda de cartón.

—Es posible que seamos la semilla de la nueva humanidad —dije—. Quizá podamos reconstruir la civilización recuperando y reciclando los objetos desechados por nuestros predecesores.

—¡Sí! —gritaron todos. Mi interlocutor principal sonrió y me palmeó la espalda. Tenía una triple cicatriz en la mejilla, como si hubiera sido herido por la zarpa de un animal.

—Estoy seguro de que serás el líder que necesitamos —dijo.

Yo, líder. Qué irónico. O no. Tal vez los líderes se construyen a partir de la apatía.

jueves, 2 de junio de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 023

Los amantes distantes

Gastón C. Caglia

Dora Gómez Q. & Jorge Zarco



La extensa ruta de ripio es solo cortada por la puesta del sol que está llegando a su punto más bajo. Un hombre estaciona su motocicleta en la vereda del motel, dejando atrás una estela de tierra suspendida en el aire. Hábilmente desliza la alianza hacia el interior del bolsillo, como así también el casco, que deja colgado del manillar de la motocicleta.

La mujer que lo acompaña, una fina y coqueta dama, le sigue los pasos. Ingresan al motel y ella se esconde detrás un viejo alce embalsamado, observando sin disimulo los gestos ampulosos de su amante al pagar la habitación. Este firma y se apresura a recoger del piso el delgado bolso de mano. La mujer, ya no pudiendo esconderse, pues es tan alta como su amante, se aviene a seguirlo caminando como si fuera dando pequeños saltitos de casilla en casilla en un imaginario juego de la oca.

Dentro de la habitación, tan ordinaria como cualquier otra perdida en los caminos de tierra y solo hechas para que los amantes encuentren razón para arrepentirse de la física del sexo, comienzan a desnudarse en silencio. De fondo, la tarde trae un temporal. Los árboles comienzan a agitarse desde su tallo.

El hombre enarca una ceja mientras sopesa la cerda de su cepillo de dientes, es pulcro para coger. La amante despojada de sus ropas se tiende en la cama y, dado que no hay nada por hacer, enciende la radio. Una suave melodía comienza a sonar, hipnótica, envolvente, así se adormece. 

Cuando despierta juzga que su amante estuvo demasiado tiempo dentro del baño, han pasado tal vez eternos minutos y solo se oye un silencio de muerte. Entreabre la puerta.

Allí lo ve, tendido en el piso, con la mano en el miembro y escupiendo espuma blanca. Cree que el hombre bromea, ya que ha dejado la pasta dental abierta sobre el lavabo.

—¡Vamos ya, levántate, no tengo tiempo para tonterías! —Él sigue sin responder. Lo toca con la punta del pie en las costillas—. Vamos, ¡levántate! —repite. —No responde. Lo zamarrea, pero su cabeza cae yerta. Llama a la recepción—: ¡Vengan, mi pareja se ha desmayado! —Aparece un anciano, de andar cansino. Ella lo acompaña al baño—. ¡Así lo encontré, no sé qué le ha pasado!

El anciano solo toma la muñeca del hombre y la suelta.

—Para llamar a la ambulancia no está. Este hombre está muerto. —Ella grita espantada mientras termina de vestirse, buscando su bolso para largarse de allí velozmente—. No se puede ir señora. Hay que llamar a la policía, porque no sabemos si ha muerto de muerte natural o si usted lo ha asesinado.

—No señor, yo no puedo quedar involucrada en esto. ¡No lo maté! ¡Lo encontré así!

—Al establecimiento tampoco le conviene quedar involucrado en esto. Pierde clientes y prestigio, pero si está de acuerdo lo podemos arreglar.

—Sí, por favor, arréglelo.

—Sacaremos la moto de aquí y la dejaremos a varios kilómetros a la vera de la ruta, con el muerto incluido, la llevaremos a usted en un auto de nuestra empresa hasta su casa, claro que eso le costará, ¿entiende?

—Por supuesto, dígame cuánto y sáqueme de aquí.

—Diez mil dólares —dice el anciano sin inmutarse.

—¿Tanto?

—Incluye su traslado, el del fiambre, y la limpieza del cuarto, incluidas sus huellas.

 Ella saca la tarjeta y transfiere el monto indicado, sin saber cómo le va a explicar a su marido el faltante en la cuenta.

Tal como era lo acordado, el cuarto fue aseado de forma impecable y el infeliz amante abandonado a su suerte al borde de una carretera. Mientras trata de pensar en la excusa que justificará la desaparición de los diez mil dólares de la cuenta corriente, ya que ahí estaba el verdadero problema, oye el sonido del móvil; contesta.

—¿Sí? —Se oye la voz de una mujer al otro lado, una voz desconocida.

—¿Señora Delgado?

—Sí, ¿quién es usted? —La mujer al otro lado traga saliva como si tuviese serias dudas para continuar.

—Tengo… tengo que decirle algo importante.

—Sí, de qué se trata… ¿es sobre mí? —La extraña vuelve a tragar, como si la asustase su posible confesión.

—No, no se trata de usted, se trata… se trata de su marido.

Hay un sentimiento de sorpresa, o quizá un golpe bajo.

—¿No será usted su amante? —Un silencio de varios segundos eternos y finalmente un acelerada contestación.

—Esto… sí, señora Delgado, su marido acaba de morirse.

La mujer está a punto de sufrir un ataque de risa. No sabe si de dicha porque ya no tendría que justificar la pérdida de una cuantiosa suma en su cuenta corriente, o de histeria, al temer que su deseo inconsciente se hubiese cumplido, quizá por la crueldad del azar.

—No me lo diga, ¿murió cuando cogían?

—Sí, sí…

—Y apuesto que ahora está usted desesperada por salir de tan enojosa situación.

—Sí, por supuesto.

De pronto aparece un plan rumiado a la desesperada, a toda velocidad, un verdadero quinto as bajo la manga.

—Tranquila, querida, todo puede solucionarse.

—Sí, dígame.

—Tranquilícese, no hay problema. Solo le costará diez mil dólares…  

 

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 022

La verdad está por ahí

Alejandro Bentivoglio

Edith Rodríguez & Rafael Martínez Liriano


Los perros aúllan al calmarse la luz del sol. Gabriel sale de la casa y mira el camino. No se asusta al no reconocer los árboles o si cree que ve figuras extrañas en el bosque donde vive. Muchas veces se ha reído de su propia superstición. Se imagina a sí mismo viendo sombras, pero no las ve. Siempre ha querido ver algo en aquel lugar donde vive sin compañía alguna. Siempre ha querido ver algo en cualquier parte. Cualquier cosa que le indicara que el mundo no era más que un conjunto de cosas previsibles.

Pero al ver las láminas de la luna sobre la tierra, suspira hastiado de sus propias expectativas. Recuerda haber conversado con otros hombres acerca de eventos que desafiaban esa lógica maciza de la que Gabriel no puede escapar. 

Uno de sus compañeros de trabajo –Gabriel es uno de los muchos empleados del aserradero del pueblo– le ha dicho que una vez jugó el juego de la copa. Que habló con espíritus. Que vio la copa moverse como si una mano fantasmal la guiase. Gabriel lo observó con cara de verdadera atención, pero su mente ya estaba perdida en montones de explicaciones.

Por supuesto, diría. Pero sabría que por supuesto no. Que seguramente la copa se había movido porque otros la habían empujado sin darse cuenta.

Otro le había comentado que había visto una nave en el bosque, una especie de triángulo con luces que despegaba y se marchaba profundamente hacia lo alto. 

El férreo escepticismo de Gabriel le servía, en cierta forma, de protección ante todo aquello para lo que no tenía una explicación lógica, pero está visto que no se puede escapar del destino o el azar como otros le llaman. Así fue como Gabriel se vio a sí mismo en medio del bosque, a medianoche. En persecución de una figura difusa y esquiva que lo arengaba a seguirle con sus burlas, una figura de forma y voz femenina que se presentó en medio de un camino solitario, inmóvil y con la mirada fija en él. 

Gabriel la persiguió, presa de un impulso incontrolable. Ahora se hallaba en un lugar desconocido, no recordaba la forma de aquellos árboles que se erguían amenazantes, tampoco reconocía la pared de roca frente a él ni lograba evocar un lugar así en aquel bosque que conocía desde niño. Estaba viendo que su noción de la realidad se desmoronaba con cada paso; dentro de sí surgían infinidad de preguntas que no sabía cómo responder ni tenían explicación, al menos no una que tuviera sentido. Sentía que cada paso en dirección a aquella pared lo llevaría a su perdición, sin embargo, como un insecto que es hipnotizado por la brillantez de una llama, así se dejaba guiar hacía una inmensa puerta que se abrió automáticamente ante su presencia. 

La voz femenina le llamó desde el otro lado con una voz antigua que Gabriel de alguna manera reconocía; había escuchado aquella voz antes, no en un lugar específico, al menos no en esta realidad; aquella voz pertenecía a la profundidad de sus sueños. 

Dio un paso al frente y el suelo perdió su firmeza, pero no cayó a ningún abismo, simplemente dio otro paso y continuo su camino. La voz parecía extinguirse, pero el siempre lograba distinguir su timbre.

Pronto, unas pequeñas chispas se hicieron presentes en la inmensa oscuridad y la voz dejo de llamarlo definitivamente.

Ahora era otra la voz de quien le hablaba; recordaba esa voz. Desde un ángulo ficticio o irreal observó a su compañero del aserradero frente a una fogata y con una copa frente a él. Podía escucharlo hablarle, aunque en ningún momento lo observó mover los labios. Se acerco a él, quiso tocar su hombro, pero su cuerpo se precipitó sobre él como el viento en las ramas de un árbol. La copa tintineo y se movió ligeramente.

Recordó las explicaciones lógicas que había tratado de evocar en el pasado, pero nada se hacía presente. Siguió caminando; pronto se dio cuenta que su cuerpo se volvía cada vez más ligero. Necesitaba encontrar su casa, necesitaba regresar a su hogar, así que marchó hacia allí, con temor de olvidar lo poco que aún recordaba.

Pasó algún tiempo antes de llegar ante la puerta, sin embargo, no fue capaz de girar el picaporte, algo estaba mal, algo era antinatural.

Cruzó la calle y se sentó bajo los arbustos. ¿Sería posible que hubiera olvidado cuál era su casa? Permaneció un rato en ese lugar, acechando.

La puerta se abrió, era su casa, finalmente, y se recordó a sí mismo, aquel mismo día, saliendo a la calle y contemplando el camino, mientras los perros aullaban. Pero aquel hombre ya no tenía sus facciones.

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 021

 La salud de las arañas

Alexander Padrón García Claudia Paradeda 

& Sergio Gaut vel Hartman


Instalación inmersiva de Tomás Saraceno

La habitación era claramente siniestra, valga el oxímoron. El cielorraso parecía estar a tal altura que solo podría alcanzarse utilizando un avión y la población de arañas debía ser semejante a la de China, si me guío por la cantidad de telarañas que colgaban formando una espesa red. La ventilación brillaba por su ausencia, ya que la única ventana, demasiado pequeña, estaba cerrada, casi diría soldada, y protegida por un nudoso enrejado. Sobre una mesa vetusta, en uno de los rincones, una lámpara lanzaba una luz amarillenta que proporcionaba la escasa claridad del ambiente, solo acrecentada un tanto porque Hertzfeld portaba una potente linterna en su mano izquierda.

No obstante, una vez acostumbrada la vista a la penumbra, pude divisar, sentado en un sillón tapizado con una marchita pana de color indefinible, a un hombre vestido de negro, de avanzada edad, si me guío por la abundante y canosa cabellera. Su rostro estaba envuelto en sombras, como casi todo en aquel aposento, y tardé algunos segundos en registrar sus reales características anatómicas. No era viejo, en absoluto, quizá no había llegado siquiera a la cuarta década de vida, pero la expresión de sufrimiento que expresaba aquel rostro, acrecentado por el hecho de que el hombre carecía de piernas, me ubicó de inmediato en el objetivo de Hertzfeld para llevarme a ese lugar.

—Le presento al doctor Victor Bergssen —dijo mi colega.

—¿Para qué lo trajo, Hertzfeld? —graznó el lisiado con voz áspera—. ¿Cree que yo estoy interesado en compartir mis descubrimientos con esta… persona?

Sentí un rechazo que no pude disimular, seguramente mis feromonas me delataron. Yo necesitaba que me revelara sus descubrimientos para la evolución de mis propias investigaciones que habían quedado estancadas en una laguna sin salida. Lo siniestro del lugar, el aspecto fantasmagórico del sujeto, ese universo de arañas que sentía amenazante, me hacían dudar entre huir espantado o afrontar mis terrores.

Cuando el hombre fantasma levantó su mirada hacia la población de arácnidos, comprendí todo. La decisión era de ellas, las que determinarían si era digno de conocer sus secretos.

Ya nada podía hacer, ni huir, ni rechazar lo que se precipitaría, debía someterme a la gran prueba. Ante su mirada, como si fuera una orden o una convención entre ellos, cayó sobre mí un ejército de arañas que recorrieron todo mi cuerpo. Primero quedé estático, el pánico me paralizó. Luego, de a poco, fui sintiendo las vellosidades de los cuerpos y patas de las arañas como algo agradable. Comenzó una comunicación erótica, sensual entre ellas y mi piel. Las arañas, el hombre fantasma y yo, éramos casi un solo ser.

—A usted, ¿qué más le da quien sea? —farfulló Hertzfeld, mientras dejaba la linterna sobre la mesa y tomaba al lisiado en andas—. ¿Servirá? Esa es la pregunta que importa ahora.

Los artrópodos se apartaron un instante de mi rostro, mientras Victor me miraba —no sin cierto desdén— de arriba abajo. Su boca hizo un mohín de desprecio y chasqueó los labios, pero asintió desde los brazos de su asistente.

—Un poco bajito para mi gusto, pero el tiempo apremia y supongo que, por unos días, habrá que conformarse.

Las arañas respondieron a una orden mental y anudaron mi cuerpo en apretados hilos de seda. No hubo dolor, mientras enterraban sus quelíceros en mi piel y me llenaban de saliva paralizante. Tampoco cuando hicieron torniquetes sobre mis muslos y sesgaron mis piernas con una precisión quirúrgica. Mientras las arañas tiraban de mi cuerpo mutilado hacia la maraña de hilos en el techo como una vulgar marioneta, contemplé con horror cómo Hertzfeld sostenía al doctor sobre mis extremidades cercenadas. Una miríada de pedipalpos cosió mis piernas a sus muñones y, antes de que me hubieran izado totalmente, vi a Victor Bergssen hacer una cabriola con sus nuevas zancas.

Ahora, mientras espero que los jugos digestivos de sus pupilas terminen de licuarme y contemplo los esqueletos de sus anteriores víctimas, me pregunto con curiosidad y una extraña paz —la misma de la polilla que cae en la telaraña— que tal le habrá ido a Víctor en la entrega de los Nobel de medicina.

miércoles, 1 de junio de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 020

Toca para mí

Marcela Iglesias

Dora Gómez Q & Débora Mayol Parodi

 


Un profundo silencio lo rodeó. Estaba ahí, de pie, frente a tanta gente. Un chorrito de sudor comenzó a deslizarse por su frente. Su cuerpo temblaba, como si de repente todo el frío del mundo le hubiera calado hasta los huesos. Su delgada figura se hacía más alta con aquel frac negro y ese corbatín, que ella había escogido y amenazaba con dejarlo sin respiración.

En esos instantes, que se hacían eternos, pensó en todo lo que había pasado para llegar hasta ahí: las largas noches sin dormir, los carnavales sin fiesta, los fines de semana sin salir y cómo ella siempre estuvo ahí, haciendo los mismos sacrificios.

Y de pronto, un estruendo rompió el silencio que comenzaba a hacerse aterrador, al principio fuerte y sonoro y con el paso de los segundos comenzó a escucharse como lluvia fresca de verano. ¿Qué era ese sonido? No podía pensar, hasta que se dio cuenta que eran ¿aplausos? ¡Sí! Aplausos para él, todo el público de pie ovacionando una interpretación perfecta. El solista del año.

No cabía en sí de la felicidad. Y quiso compartirlo con ella; con angustia comenzó a buscarla entre la gente que aplaudía. Escudriñó la sala buscando su sonrisa de orgullo, su mirada altiva, su pecho henchido de los más maravillosos sentimientos hacia él. Estaba arrepentido de no haberla buscado al salir al escenario. Habría mirado directamente hacia donde estaba, se habrían amado con los ojos como cada vez que ella asistía a los ensayos. Le habría murmurado “toca para mí” antes de empezar, y él habría leído sus labios entendiendo esas tres palabras… Pero no lo hizo, estaba tan abrumado por este concierto que olvidó lo más importante.

Y ahora, no la encontraba entre el público. Empezó a sentir angustia. Se preguntó ¿dónde estaba? acaso en medio la rigurosidad de los preparativos, de las corridas por los imprevistos se olvidó de ella. En medio del escenario, agradeció los aplausos y sonrío para el público que lo alentaba. Levantó las manos en señal de victoria cuando las luces lo cegaban y el telón comenzó a deslizarse. Se fue caminando despacio hacia el camarín, saboreando el éxito y esperando que ella estuviera esperándolo como siempre. Que su abnegada esposa lo felicitara.

Había mucha gente que quería abrazarlo, el productor del concierto y gente cuyos rostros no conocía. Entró al camarín que lucía tan vacío como su corazón. Las flores recibidas descansaban en un jarrón junto a una nota. Pensó que eran del público y le restó importancia. Tomo un vaso de agua que no pudo aliviar el nudo que sentía atorado en medio de su garganta. Salió a los pasillos y les preguntó a los de utilería si la habían visto, nadie sabía nada. Le preguntó a un sujeto que estaba limpiando el piso si había visto a una mujer salir de su camarín, pero tampoco obtuvo respuesta.

Con un sabor agridulce volvió sobre sus pasos, se sentó frente al espejo y en ese instante santo recordó sus inicios como una secuencia interminable de flashbacks que se sucedían en la mente: el recuerdo de su madre cuando lo llevaba al conservatorio, recordó el día que debió abandonarlo por empezar un trabajo para ayudar en su casa, el día de verano en que la conoció y le contó su sueño mientras disfrutaban un helado a la salida de un recital … Y lloró con amargura, porque su compañera no estaba. Luego de un buen rato, se secó las lágrimas y tomó la nota. Reconoció inmediatamente su letra, no tuvo dudas. Era una carta de despedida.

¿Recuerdas que siempre te pedí que toques para mí? Fui ingenua. Tú siempre has tocado para ti. Y estoy segura que hoy ni siquiera me habrás buscado entre el público para darte el apoyo de mi mirada, de mi pedido suplicante “toca para mí”. Porque hoy es tu noche. Pero no es solo tu triunfo, también lo siento mío. Sin mí no lo hubieras logrado. Así como las mujeres amas de casa mantienen el hogar, porque sin su trabajo nadie podría ir al colegio o al trabajo en tiempo y forma así, si yo no hubiera trabajado en tu autoestima seguirías con el pánico escénico y no te conocerían más que tu madre y yo. Disfruta tu éxito. Es efímero. Me voy a desintoxicar de ti y tus niñerías y a buscar mis propios sueños, esos que jamás te interesaron. Ahora empieza lo mejor para ti y para mí. Me fui con el director de la orquesta, que tampoco estará en tu fiesta. Y saludas a tu mamá de mi parte, ¿vale?