La verdad está por ahí
Alejandro Bentivoglio
Edith Rodríguez & Rafael Martínez Liriano
Los perros aúllan al calmarse la luz del sol. Gabriel sale de la casa y mira el camino. No se asusta al no reconocer los árboles o si cree que ve figuras extrañas en el bosque donde vive. Muchas veces se ha reído de su propia superstición. Se imagina a sí mismo viendo sombras, pero no las ve. Siempre ha querido ver algo en aquel lugar donde vive sin compañía alguna. Siempre ha querido ver algo en cualquier parte. Cualquier cosa que le indicara que el mundo no era más que un conjunto de cosas previsibles.
Pero al ver las láminas de la luna sobre la tierra, suspira hastiado de sus propias expectativas. Recuerda haber conversado con otros hombres acerca de eventos que desafiaban esa lógica maciza de la que Gabriel no puede escapar.
Uno de sus compañeros de trabajo –Gabriel es uno de los muchos empleados del aserradero del pueblo– le ha dicho que una vez jugó el juego de la copa. Que habló con espíritus. Que vio la copa moverse como si una mano fantasmal la guiase. Gabriel lo observó con cara de verdadera atención, pero su mente ya estaba perdida en montones de explicaciones.
Por supuesto, diría. Pero sabría que por supuesto no. Que seguramente la copa se había movido porque otros la habían empujado sin darse cuenta.
Otro le había comentado que había visto una nave en el bosque, una especie de triángulo con luces que despegaba y se marchaba profundamente hacia lo alto.
El férreo escepticismo de Gabriel le servía, en cierta forma, de protección ante todo aquello para lo que no tenía una explicación lógica, pero está visto que no se puede escapar del destino o el azar como otros le llaman. Así fue como Gabriel se vio a sí mismo en medio del bosque, a medianoche. En persecución de una figura difusa y esquiva que lo arengaba a seguirle con sus burlas, una figura de forma y voz femenina que se presentó en medio de un camino solitario, inmóvil y con la mirada fija en él.
Gabriel la persiguió, presa de un impulso incontrolable. Ahora se hallaba en un lugar desconocido, no recordaba la forma de aquellos árboles que se erguían amenazantes, tampoco reconocía la pared de roca frente a él ni lograba evocar un lugar así en aquel bosque que conocía desde niño. Estaba viendo que su noción de la realidad se desmoronaba con cada paso; dentro de sí surgían infinidad de preguntas que no sabía cómo responder ni tenían explicación, al menos no una que tuviera sentido. Sentía que cada paso en dirección a aquella pared lo llevaría a su perdición, sin embargo, como un insecto que es hipnotizado por la brillantez de una llama, así se dejaba guiar hacía una inmensa puerta que se abrió automáticamente ante su presencia.
La
voz femenina le llamó desde el otro lado con una voz antigua que Gabriel de
alguna manera reconocía; había escuchado aquella voz antes, no en un lugar
específico, al menos no en esta realidad; aquella voz pertenecía a la
profundidad de sus sueños.
Dio
un paso al frente y el suelo perdió su firmeza, pero no cayó a ningún abismo,
simplemente dio otro paso y continuo su camino. La voz parecía extinguirse,
pero el siempre lograba distinguir su timbre.
Pronto,
unas pequeñas chispas se hicieron presentes en la inmensa oscuridad y la voz
dejo de llamarlo definitivamente.
Ahora
era otra la voz de quien le hablaba; recordaba esa voz. Desde un ángulo ficticio
o irreal observó a su compañero del aserradero frente a una fogata y con una
copa frente a él. Podía escucharlo hablarle, aunque en ningún momento lo
observó mover los labios. Se acerco a él, quiso tocar su hombro, pero su cuerpo
se precipitó sobre él como el viento en las ramas de un árbol. La copa tintineo
y se movió ligeramente.
Recordó las explicaciones lógicas que había tratado de evocar en el pasado, pero nada se hacía presente. Siguió caminando; pronto se dio cuenta que su cuerpo se volvía cada vez más ligero. Necesitaba encontrar su casa, necesitaba regresar a su hogar, así que marchó hacia allí, con temor de olvidar lo poco que aún recordaba.
Pasó
algún tiempo antes de llegar ante la puerta, sin embargo, no fue capaz de girar
el picaporte, algo estaba mal, algo era antinatural.
Cruzó
la calle y se sentó bajo los arbustos. ¿Sería posible que hubiera olvidado cuál
era su casa? Permaneció un rato en ese lugar, acechando.
La
puerta se abrió, era su casa, finalmente, y se recordó a sí mismo, aquel mismo
día, saliendo a la calle y contemplando el camino, mientras los perros
aullaban. Pero aquel hombre ya no tenía sus facciones.
Un relato que no deja de girar sobre sus propias disyuntivas. Muy sugestivo.
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