sábado, 27 de febrero de 2021

MÁS ALLÁ DE INTERNET DE LAS COSAS

João Ventura




Cuando la Internet de las Cosas llegó con fuerza, encontró a Flavio Ramos como uno de sus más fervientes seguidores. Inmediatamente inició un activo programa de sustitución de los objetos que tenía en casa por dispositivos inteligentes, a menudo en contra de la opinión de su esposa, llamada Adozinda, que no iba mucho al baile con las modernidades de su marido. Flavio a menudo la llamaba info-excluida y, semana tras semana, otro objeto inteligente entraba en la casa de Ramos.
Podemos mencionar el aire acondicionado, que se podía encender y apagar por Internet y que fijaba la temperatura y la humedad teniendo en cuenta las condiciones externas, el armario con una conexión directa al sitio web del Instituto de Meteorología y que cada mañana le presentaba la ropa adecuada para ese día, unos zapatos que le avisaban cuando había que lustrarlos, la nevera que informaba educadamente: "Se está acabando la leche. ¿Puedo incluirla en el pedido semanal o la va a traer cuando venga del trabajo?"

  La tendencia a la generalización del Internet de las Cosas se acentuó, entre otras cosas porque la mayoría de los que se oponían a la innovación eran personas mayores quienes, debido al orden natural de las cosas y a pesar del continuo aumento de la esperanza de vida, estaban abandonando lentamente el mercado...

Y cuando la situación parecía haber alcanzado una cierta estabilidad, apareció una innovación que en el corto plazo cerraría la mayoría de las escuelas de formación profesionales.

La empresa responsable de este cambio radical fue Wireless Skills, spin-off de un consorcio formado por los departamentos de neurología de las cinco universidades estadounidenses más importantes, que llevó a cabo un proyecto cuyo resultado fue, después de cinco años de intensa investigación, un modelo operativo de cómo funciona el cerebro humano.

Basándose en este modelo, Wireless Skills desarrolló un dispositivo que permitía implantar en el cerebro de una persona las capacidades y habilidades de un profesional. El proceso a través del cual lo hacían era súper secreto, pero se decía que registran los patrones cerebrales de los mejores profesionales de cada oficio, que luego eran descargados por los clientes. Las habilidades para descargar se podían elegir de un catálogo que se iba ampliando día a día.

Cuando Flavio se enteró de la existencia de este invento en un foro geek al que se suscribió, inmediatamente ordenó una unidad, y diez días después recibió por correo urgente un paquete de Amazon con su dispositivo. Fue con un sentimiento de feliz anticipación que puso sus iniciales en la tableta del transportista.

Abrió el paquete y sacó con cuidado todo el contenido, dejando a un lado la caja en caso de que algo no estuviera en condiciones y necesitara ser devuelto.

Revisó la lista que venía con el pedido: un casco (provisto en la superficie interior de varios electrodos), una unidad de procesamiento y cables de conexión.

Flavio leyó atentamente el manual de instrucciones —era una persona muy meticulosa en todo lo que se refería a la tecnología— e hizo las conexiones con cuidado: desde el casco a la unidad de procesamiento y de allí al ordenador a través del puerto USB.

Como había planeado invitar a su jefe y a su esposa a una cena, que tendría lugar el fin de semana, decidió probar el recién adquirido dispositivo descargando las habilidades de un chef y preparando una exquisita comida. Ordenó los ingredientes necesarios a través de la red —caminar por los pasillos del supermercado recogiendo productos de las estanterías era, según Flavio, un claro identificador de los info-excluidos, por lo que nunca lo atraparían haciendo eso— y tres horas más tarde un empleado de la gran superficie de la que era cliente estaba llamando a la puerta con la orden.

Flavio puso la cámara de video en un trípode, para llevar un registro de su actuación, se puso el casco, y usando la contraseña que venía con el equipo, accedió al sitio web de Wireless Skills y después de dos o tres clics, la lista de habilidades disponibles comenzó a correr en la pantalla. Presionó la línea que decía Chefs y la pantalla se llenó de colores en movimiento, en un caleidoscopio que obligó a los ojos a fijarse de forma hipnótica, mientras sentía un hormigueo en la cabeza, en los puntos donde los electrodos tocaban el cráneo. Pasaron unos minutos antes de que los colores desaparecieran y apareció un mensaje que decía "Download completed". En ese momento el hormigueo en la cabeza también se detuvo. Flavio se quitó el casco y pensó: "No siento nada diferente, ¿se descargó realmente?"

Luego decidió empezar a preparar la comida que tenía en mente.

Sacó los lenguados del empaque térmico y empezó a separar los lomos de la columna vertebral. Parecía que sus manos actuaban independientemente del cerebro, como si siempre hubieran sabido cómo realizar esas operaciones.

Vertió aceite en la sartén, lo llevó a la temperatura ideal y frió los lomos de lenguado. Preparó una mayonesa, que batió vigorosamente hasta que estuvo a punto. Estaba preparando el vino para el banquete cuando su esposa entró en la cocina.

—¿Qué estás haciendo?

—Me estoy entrenando para preparar una comida usando Wireless Skills...

—Lo entiendo, pero ¿por qué mueves la botella de vino de esa manera?

Fue entonces cuando Flavio notó que estaba agitando vigorosamente la botella de Alvarinho Palácio da Brejoeira que había seleccionado para acompañar la comida. Le pareció extraño...

Dejó de hacer lo que estaba haciendo, conectó la cámara de vídeo al ordenador, descargó el archivo que había grabado y empezó a ver la grabación. Desde el principio le pareció que los gestos no eran muy apropiados para las operaciones que estaba realizando.

La forma como había separado los lomos de los lenguados, la forma como había agitado la mayonesa, todo parecía desajustado...

Con la premonición de que algo hubiera salido mal, Flavio volvió a acceder al sitio, abrió la lista de habilidades y la hizo deslizar a la línea Chefs. Luego notó que en la línea inmediatamente inferior, donde las habilidades estaban listadas en orden alfabético, era DIY. Do it yourself. ¡Hazlo tú mismo!

Sintió un escalofrío y de repente se dio cuenta de lo que había sucedido. Por error, había descargado, y su cerebro había absorbido, las habilidades de un fanático del bricolaje.

—¡Y ahora todo queda claro! —le explicó Flavio a Adozinda. La forma en que había quitado los lomos de los lenguados estaba mucho más cerca del movimiento de una espátula raspando el papel pintado que del sutil movimiento con un cuchillo afilado que había visto varias veces en el Master Chef. Cuando se vio batiendo la mayonesa, le pareció que estaba mezclando una lata de pintura amarilla recién abierta, y el agitar de la botella de vino que Adozinda había visto era como sacudir un bote de spray antes de aplicar la pintura.

Flavio tenía ahora un problema complicado que resolver: solo podía descargar las habilidades de cocina después de que el efecto de las habilidades que había absorbido había pasado, y según el manual de instrucciones el efecto de la descarga en el cerebro duraba de siete a diez días. Pero la cena estaba programada para cinco días. Adozinda, que era una mujer pragmática, encontró la solución.

—No te preocupes, haré la cena para tu jefe. Pero mientras tanto, hasta que esas habilidades que has absorbido desaparezcan, tenemos varias cosas aquí en casa que necesitan ser arregladas: las persianas del dormitorio, el tendedero, las puertas del armario que están caídas, el grifo de la cocina que siempre gotea, y encontraré algo más.

Y así se hizo, porque Flavio hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la lógica de su mujer era en general imbatible.

Y el día de la cena, Adozinda preparó cordero asado en el horno, lo que hizo de maravilla y fue muy elogiado por el jefe y su esposa, que incluso le pidieron la receta. Y Flavio se volvió más cauteloso con las innovaciones tecnológicas.

¡Todo está bien cuando termina bien!

miércoles, 24 de febrero de 2021

LÁGRIMAS DE GUERRA

                               Marcelo Medone




En medio de la fría lluvia, Montero se subió a su viejo automóvil —uno de los pocos que todavía circulaban— y salió hacia la dirección que le habían indicado, maldiciendo por lo bajo en cuatro idiomas. Todavía sufría la resaca de la noche anterior: tendría que haberse tomado el jarro de asqueroso café negro que se había preparado. Tampoco se había duchado ni afeitado, por lo que apestaba a sudor rancio. Pero no estaba la cosa para sutilezas. Tenía que apurarse. No podía darse el lujo de que los otros llegaran primero.


Luego de un buen rato de manejar esquivando vehículos calcinados y cráteres en el pavimento, llegó a su destino en los suburbios: una fábrica de municiones abandonada. La lluvia había convertido el acceso en un lodazal hediondo, contaminado por los desechos tóxicos y el combustible incendiario quemado que impregnaba todo. Afortunadamente, el cielo empezaba a clarear y se asomaba el sol.

Sin perder tiempo, se bajó del auto, plantó sus maltratados borceguíes en el barro e ingresó al edificio. La gran nave central había sido arrasada por las bombas y no quedaba nada intacto a la vista. Por el techo de chapa derruido goteaba agua que se mezclaba en el piso de cemento con malolientes charcos de aceite industrial. Unas ratas roían los restos de un gato en descomposición.

Recorrió el local con la mirada y distinguió al fondo una puerta abatida que se abría hacia lo que parecía la entrada de un sótano. Se dirigió hasta allí, con su pistola en alto lista para disparar si era necesario.

Ayudado por una linterna, descendió una veintena de escalones y desembocó en un recinto amplio, abarrotado de material de guerra disperso por doquier. En medio de todo el caos, como si fuera un altar pagano, había un área de cuidado orden. Un círculo perfecto de cinco enormes velas ya apagadas dispuestas como un pentagrama invertido rodeaba una desvencijada cama de elásticos con un colchón sucio, sobre el que se encontraba lo que estaba buscando. Sus peores sospechas se habían confirmado: el dron de vigilancia no se había equivocado. Un estremecimiento le recorrió la columna y estuvo a punto de dar media vuelta e irse, pero se dijo que antes que nada era un soldado. Y tenía una misión que cumplir.

Observó el cuerpo desfigurado de Mirna y se preguntó qué clase de animal era capaz de semejante depravación. La muchacha yacía impúdicamente desnuda boca arriba, con los cuatro miembros abiertos en cruz atados con alambre de púas trenzado; su cuerpo estaba surcado por cicatrices sangrientas y había sido violada de manera salvaje. El colchón estaba empapado en sangre y en otras secreciones dudosas, prueba del macabro drama que se había desarrollado allí. Es cierto, Mirna había sido acusada de trabajar para el enemigo y de haber entregado a varios de sus compañeros, pero ningún ser humano se merecía semejante castigo. Una muerte obscena luego de semejante sesión de tortura era demasiado, incluso para una traidora. Montero acusó una puntada de dolor en el estómago como si el violado y torturado hubiera sido él.

Venciendo su aprensión, se acercó y examinó las ligaduras, tratando de no tocar el cuerpo de la muerta. La sangre ya se había coagulado alrededor del alambre que penetraba en la carne y los tendones casi hasta el hueso. Debía de haber sido un verdadero suplicio.

Inspeccionó la boca con una lapicera y encontró un considerable bollo de papel incrustado contra el paladar, que evidentemente había contribuido al sufrimiento de la víctima. O quizás era para que acallase sus gritos de dolor. Extrajo el bollo con cuidado y lo depositó en una mesa. Lo abrió y lo alisó: eran varias páginas de un libro de magia negra, escrito en español antiguo con caracteres tipográficos inusuales. La escritura estaba borroneada y era casi ilegible.

Con la poca luz de que disponía, revisó palmo a palmo el sótano, hasta dar con el dichoso libro en un polvoriento anaquel. Hizo correr las páginas y encontró el lugar del que habían sido arrancadas. Leyó varios fragmentos y se dijo que era un libro impenetrable y desquiciado, una quimera literaria, que aunaba ritos esotéricos de la Cábala, los Illuminati y la Masonería. Pero para una mente desvariada podría justificar el martirio y muerte de una mujer hermosa en la flor de su edad.

Se preguntó cuánto tiempo faltaría para que llegara alguien más. Buscó a su alrededor y no encontró nada que le sirviera, así que se sacó la chaqueta militar y cubrió piadosamente la desnudez de la muchacha. Si algún imbécil le criticaba haber alterado la escena del crimen, estaba dispuesto a mandarlo al infierno junto con una trompada en la mandíbula.

Tratando de serenarse, Montero tomó su teléfono celular y avisó al Comando Central para que vinieran a retirar el cadáver. Todavía nervioso, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar. Miró el rostro de Mirna contorsionado en una mueca definitiva de terror, se imaginó su infinito dolor y maldijo esa estúpida guerra en la que estaban todos metidos y que los había dividido en bandos irreconciliables. Y en medio de esa absurda realidad, había un sicópata suelto agregando su cuota de bestialidad. Montero se juró encontrarlo y ejecutarlo, aunque fuera lo último que hiciera en la vida. Lo suyo iba a ser justicia y no venganza. Una muerte indispensable y redentora, entre tantas otras muertes anónimas e intrascendentes.

Cuando iba por su tercer cigarrillo, llegó el personal de relevo. Los saludó con economía de gestos y de palabras. Los otros apenas pronunciaron un par de frases vagas, mudos ante el atroz espectáculo.

Recuperando su compostura, Montero les hizo un breve informe, les entregó el extraño libro junto con las páginas arrancadas, salió presuroso del sótano y se subió a su automóvil, aterido bajo la lluvia que había regresado y castigaba con más fuerza que nunca. El mundo se había vuelto, decididamente, en su contra.

Ingresó a la autopista semiderruida y se dirigió a su guarida, en lo hondo de la Muralla. Todavía podía recalentar su asqueroso café, lavarse la cara y tratar de olvidarse de todo el horror que había presenciado. Y terminarse la botella de whisky que había dejado inconclusa. Pero algo en su interior le decía que ni siquiera el alcohol le serviría de remedio. No se puede borrar un capítulo de la vida de un plumazo, como si uno diera vuelta la página de un libro. Montero se había fabricado una armadura de guerra que se estaba resquebrajando.

Mientras manejaba a los bandazos entre las ruinas de la ciudad azotada por la tormenta, desfilaron como en una película en cámara rápida las imágenes de sus últimos diez meses, desde que se había iniciado esa guerra absurda y había conocido las emociones más extremas. Imágenes de pasión y de dolor, de encuentros y desencuentros, de entrega y de traición. Pero la peor imagen era la más reciente, en ese sótano literalmente de mala muerte. No hay muerte buena, pero seguro que algunas muertes son peores que otras.

Tratando de mantener la vista en el frente del camino a pesar de la furiosa lluvia que azotaba el parabrisas y con el estómago acalambrado por las náuseas, se prometió no volver a beber por lo menos por veinticuatro horas.

Una vez de nuevo en la relativa seguridad de su precario refugio, Montero lloró con amargura, como solo un combatiente que ha visto lo peor de la maldad humana puede hacerlo. No le avergonzaba llorar: siempre había tenido opiniones claras y terminantes sobre la necesidad y el sentido de las lágrimas. Estaba convencido de su poder liberador y sanador. Maldijo al sádico vengador justiciero, maldijo de nuevo a esa estúpida guerra y maldijo al enemigo por enésima vez.

Montero miró de reojo a la botella de whisky, guardó la pistola en un cajón, dio vuelta el portarretrato en el que lo abrazaba una sonriente Mirna y se derrumbó sobre su camastro sin molestarse en sacarse los borceguíes manchados de barro.

  

(Versión expandida y corregida. Una versión preliminar fue publicada en marzo de 2020 en el número 49 de la revista digital “El Narratorio”, de Buenos Aires, Argentina.)

martes, 23 de febrero de 2021

FACILI DESCENSUS AVERNI

 Patricio G. Bazán & Daniel Frini


Aunque no figuren en los libros de texto, algunos aún recordamos los terribles eventos de aquel tórrido verano de los años veinte, que dieron comienzo a la Gran Plaga. Al menos, yo los recuerdo de manera vívida.

Por aquel entonces, me hallaba empleada como institutriz y profesora de música en la mansión de los Díaz Colodrero, una familia de arribistas que habían amasado una obscena fortuna en apenas dos o tres generaciones, merced al negocio farmacéutico. No seré yo quien afirme sin fundamento —¡válgame el cielo!— que mi patrón fue el responsables de la Plaga; pero sí que muchas cosas que luego se tomaron como hechos aislados o simples coincidencias comenzaron en aquél regio caserón, y he sido testigo de todas ellas.

El primer incidente fue, sin duda alguna, el irritante carraspeo del niño Tomás durante las clases de piano, molestia que más tarde evolucionó en tos seca y que pronto trasmitió a su hermana Delfina. Como ambos pequeños detestaban la educación musical, en ese momento supuse que se trataba de una estratagema infantil para evadir su instrucción.

Qué equivocada estaba…

Don Tomás, eminente virólogo y pater familias, poseía un modernísimo laboratorio en los sótanos de la casa. Jamás puse un pie en esas dependencias, naturalmente; todos sabíamos que el sitio era territorio restringido para el resto de la familia (ni qué hablar para los simples empleados como nosotros). Él fue el siguiente en adquirir la molestísima tosecita que, al cabo de un par de días, degeneraba en expectoración violenta y sanguinosa.

Sospecho que fue mi inveterada adicción al tabaco lo que me salvó de contagiarme de aquel espanto. Cierto, mis pulmones se encuentran hoy tan blindados por la nicotina que, a veces, debo echar mano al tubo de oxígeno para respirar, pero me gusta pensar que mi único vicio sirvió para algo.

Luego fue el turno de la Señora. Tosecita, expectoración, internación con asistencia de oxígeno y, al fin, la muerte. Todos la lloramos.

Le siguieron el chofer, don Nemesio; el jardinero, don Adrián; la cocinera, Adela; y, por último, Alex, el personal trainer de la Señora. La sonrisa velada del doctor profesor, don Tomás Díaz Colodrero, debería haberme servido de alerta; pero, después de tanta muerte cercana, no lo noté.

Un mes después, media ciudad estaba muerta o enferma. Tres meses más tarde, el mundo se debatía en estertores que presagiaban una catástrofe inminente.

Para los gobiernos del mundo y la OMS, no fue difícil establecer el origen; y, por cierto, al doctor no le importó ocultarlo. Se le hicieron graves acusaciones, claro. Por un lado, fue difícil comprobarlas debido a la complejidad del terrible virus, que mutaba con una velocidad pasmosa y desaparecía del receptor una vez cumplido su ciclo. Pero, y más importante, como una especie de soborno, el doctor se reservaba información clave que hubiese, al menos, indicado una solución al problema; por lo que las autoridades no se animaron a tocarlo.

El niño Tomás y Delfina estaban enfermos; pero, cosa curiosa, no parecían empeorar. La casa estaba, ahora, en silencio; y el doctor subía desde su laboratorio, solo para desayunar. Teresa, la encargada de la lavandería, y yo, éramos las únicas personas que quedábamos en la casa. Un día ella y otro yo, preparábamos las comidas. Siempre enfundadas en trajes que nos hacían parecer extraterrestres.

Sin embargo, el doctor parecía completamente sano; más allá de aquellos primeros síntomas. Se sentaba en la mesa, puntual a las ocho de la mañana; y no nos dirigía la palabra. Nosotros, por respeto —por temor, diría—, tampoco.

Más de una vez lo vi tomar su café con leche, mientras sostenía un portarretrato con una foto de su esposa.

—¿Viste, turra? Yo te avisé —lo escuchaba murmurar.

—Este inventó la enfermedad para liquidarla y salir limpito— insistía Teresa, en un susurro, a pesar de mis rechistidos—. Debe haberse inmin… imnu…

—¡Inmunizado, niña! Déjese de teorías ridículas y prepárele el desayuno al doctor — corregí, pero sospechaba lo mismo que ella: ese mal hombre estaba a salvo de su propio mal.

 La muchacha soltó un bufido.

—Prepáreselo usted misma, que hoy es viernes y le toca— respondió, y salió de la cocina hecha un basilisco.

«Guaranga», pensé; pero no lo dije. ¡Una tiene su rango y educación! No por nada yo gozaba de la absoluta confianza de la difunta Señora, custodia de cada secreto de la casa. Entre otros, del código de acceso del laboratorio.

Abramos un paréntesis que sirva para entender lo que le pasó al doctor. Él era diabético insulinodependiente. Se inyectaba, dos veces al día, Humulín 100. Guardaba su reserva de frascos en una estantería del laboratorio.

No fue difícil entrar al laboratorio mientras desayunaba, con la excusa de ir a limpiar su dormitorio. Más complicado fue tomar unos seis o siete frascos de insulina sin que se notase su falta. Más tarde, con infinita paciencia, quité la tapa plástica y, con una jeringa, cambié el contenido por una solución fisiológica con bastante azúcar y volví a taparlos, cuidando de que no se notase nada. Al otro día, cuando el desayuno, llevé los frascos al estante del laboratorio, mezclándolos con los buenos. Y me senté a esperar.

Cuando la ansiedad me estaba ganando, ocurrió. Y fue lo mejor que pudo pasar: no murió. La apoplejía lo dejó casi sin movimientos, sin vista y sin habla.

Tengo que vestirlo e higienizarlo todos los días; pero lo hago con gusto. Porque en esos momentos le recuerdo lo buena que era la señora —Dios guarde su santa memoria—. Después, lo saco al jardín en su silla de ruedas y lo dejo ahí hasta la noche, en invierno, verano, llueva o el sol parta la tierra. Escucho, desde lejos, sus gruñidos de incomodidad, dolor e impaciencia. No me importa nada.

Los niños han crecido y no les importa su padre.

El mundo se olvidó de él. La plaga no tiene cura. La población del mundo sigue muriendo a un ritmo alarmante.

viernes, 12 de febrero de 2021

INCIDENTE DESAFORTUNADO

 Sergio Gaut vel Hartman



 

Beethoven no oye entrar a Borges, naturalmente, y el escritor no ve al músico, por lo que ambos chocan y caen al suelo polvoriento de la sala, en la casa de Bonngasse 20. Ludwig lanza un soez insulto en alemán, pero Borges, que sospecha el idioma de Schiller, no piensa que ha atropellado a tan ilustre personaje; más bien deduce que su víctima podría ser Otto Pflegger, un guardia de Treblika que le fue referido por un sobreviviente de ese campo, Jacob Rubinsky, o en todo caso Hans Schwartzenegger, el feroz carnicero bávaro que se ufanaba de haber liquidado a dos centenares de rojos. De todos modos se disculpa en inglés, como cuadra a un caballero, aunque el genio de Bonn tampoco capta la disculpa, por razones obvias, y lejos de interpretar que está ante el autor de “El Aleph” imagina una conspiración judeo-masónica destinada a robarle la partitura de la Décima Sinfonía, que acaba de concluir. Reacciona del peor modo posible y descarga una furiosa y certera trompada que destroza el tabique nasal de Borges y desplaza una punta de hueso que se incrusta en el cerebro del escritor como un dardo de ballesta. Pero en contra de lo que los lectores pueden estar imaginando, el escritor, aunque de natural pacífico, no se queda atrás y antes de morir usa el bastón para machacar la nuca del músico con toda su fuerza remanente, lo que provoca el deceso de Beethoven unos segundos antes de que se produzca el propio. Es por culpa de este violento y desafortunado incidente, y por ningún otro motivo, que la ópera en tres actos “El milagro secreto”, con libreto de Jorge Luis Borges y música de Ludwig van Beethoven, jamás se llegó a componer y mucho menos a representar.