Patricio G. Bazán & Daniel Frini
Aunque
no figuren en los libros de texto, algunos aún recordamos los terribles eventos
de aquel tórrido verano de los años veinte, que dieron comienzo a la Gran Plaga.
Al menos, yo los recuerdo de manera vívida.
Por aquel entonces, me hallaba empleada como institutriz y profesora
de música en la mansión de los Díaz Colodrero, una familia de arribistas que
habían amasado una obscena fortuna en apenas dos o tres generaciones, merced al
negocio farmacéutico. No seré yo quien afirme sin fundamento —¡válgame el
cielo!— que mi patrón fue el responsables de la Plaga; pero sí que muchas cosas
que luego se tomaron como hechos aislados o simples coincidencias comenzaron en
aquél regio caserón, y he sido testigo de todas ellas.
El primer incidente fue, sin duda alguna, el irritante
carraspeo del niño Tomás durante las clases de piano, molestia que más tarde
evolucionó en tos seca y que pronto trasmitió a su hermana Delfina. Como ambos
pequeños detestaban la educación musical, en ese momento supuse que se trataba
de una estratagema infantil para evadir su instrucción.
Qué equivocada estaba…
Don Tomás, eminente virólogo y pater familias, poseía
un modernísimo laboratorio en los sótanos de la casa. Jamás puse un pie en esas
dependencias, naturalmente; todos sabíamos que el sitio era territorio restringido
para el resto de la familia (ni qué hablar para los simples empleados como
nosotros). Él fue el siguiente en adquirir la molestísima tosecita que, al cabo
de un par de días, degeneraba en expectoración violenta y sanguinosa.
Sospecho que fue mi inveterada adicción al tabaco lo que me
salvó de contagiarme de aquel espanto. Cierto, mis pulmones se encuentran hoy
tan blindados por la nicotina que, a veces, debo echar mano al tubo de oxígeno
para respirar, pero me gusta pensar que mi único vicio sirvió para algo.
Luego fue el turno de la Señora. Tosecita, expectoración,
internación con asistencia de oxígeno y, al fin, la muerte. Todos la lloramos.
Le siguieron el chofer, don Nemesio; el jardinero, don
Adrián; la cocinera, Adela; y, por último, Alex, el personal trainer de
la Señora. La sonrisa velada del doctor profesor, don Tomás Díaz Colodrero,
debería haberme servido de alerta; pero, después de tanta muerte cercana, no lo
noté.
Un mes después, media ciudad estaba muerta o enferma. Tres
meses más tarde, el mundo se debatía en estertores que presagiaban una
catástrofe inminente.
Para los gobiernos del mundo y la OMS, no fue difícil
establecer el origen; y, por cierto, al doctor no le importó ocultarlo. Se le
hicieron graves acusaciones, claro. Por un lado, fue difícil comprobarlas
debido a la complejidad del terrible virus, que mutaba con una velocidad
pasmosa y desaparecía del receptor una vez cumplido su ciclo. Pero, y más
importante, como una especie de soborno, el doctor se reservaba información
clave que hubiese, al menos, indicado una solución al problema; por lo que las
autoridades no se animaron a tocarlo.
El niño Tomás y Delfina estaban enfermos; pero, cosa
curiosa, no parecían empeorar. La casa estaba, ahora, en silencio; y el doctor
subía desde su laboratorio, solo para desayunar. Teresa, la encargada de la
lavandería, y yo, éramos las únicas personas que quedábamos en la casa. Un día
ella y otro yo, preparábamos las comidas. Siempre enfundadas en trajes que nos
hacían parecer extraterrestres.
Sin embargo, el doctor parecía completamente sano; más allá
de aquellos primeros síntomas. Se sentaba en la mesa, puntual a las ocho de la
mañana; y no nos dirigía la palabra. Nosotros, por respeto —por temor, diría—,
tampoco.
Más de una vez lo vi tomar su café con leche, mientras
sostenía un portarretrato con una foto de su esposa.
—¿Viste, turra? Yo te avisé —lo escuchaba murmurar.
—Este inventó la enfermedad para liquidarla y salir limpito—
insistía Teresa, en un susurro, a pesar de mis rechistidos—. Debe haberse
inmin… imnu…
—¡Inmunizado, niña! Déjese de teorías ridículas y prepárele el
desayuno al doctor — corregí, pero sospechaba lo mismo que ella: ese mal hombre
estaba a salvo de su propio mal.
La muchacha soltó un
bufido.
—Prepáreselo usted misma, que hoy es viernes y le toca—
respondió, y salió de la cocina hecha un basilisco.
«Guaranga», pensé; pero no lo dije. ¡Una tiene su rango y
educación! No por nada yo gozaba de la absoluta confianza de la difunta Señora,
custodia de cada secreto de la casa. Entre otros, del código de acceso del
laboratorio.
Abramos un paréntesis que sirva para entender lo que le pasó
al doctor. Él era diabético insulinodependiente. Se inyectaba, dos veces al
día, Humulín 100. Guardaba su reserva de frascos en una estantería del
laboratorio.
No fue difícil entrar al laboratorio mientras desayunaba,
con la excusa de ir a limpiar su dormitorio. Más complicado fue tomar unos seis
o siete frascos de insulina sin que se notase su falta. Más tarde, con infinita
paciencia, quité la tapa plástica y, con una jeringa, cambié el contenido por
una solución fisiológica con bastante azúcar y volví a taparlos, cuidando de
que no se notase nada. Al otro día, cuando el desayuno, llevé los frascos al
estante del laboratorio, mezclándolos con los buenos. Y me senté a esperar.
Cuando la ansiedad me estaba ganando, ocurrió. Y fue lo
mejor que pudo pasar: no murió. La apoplejía lo dejó casi sin movimientos, sin
vista y sin habla.
Tengo que vestirlo e higienizarlo todos los días; pero lo
hago con gusto. Porque en esos momentos le recuerdo lo buena que era la señora
—Dios guarde su santa memoria—. Después, lo saco al jardín en su silla de
ruedas y lo dejo ahí hasta la noche, en invierno, verano, llueva o el sol parta
la tierra. Escucho, desde lejos, sus gruñidos de incomodidad, dolor e
impaciencia. No me importa nada.
Los niños han crecido y no les importa su padre.
El mundo se olvidó de él. La plaga no tiene cura. La
población del mundo sigue muriendo a un ritmo alarmante.
Me encanta esta bificción, muy buena dupla!
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