miércoles, 24 de febrero de 2021

LÁGRIMAS DE GUERRA

                               Marcelo Medone




En medio de la fría lluvia, Montero se subió a su viejo automóvil —uno de los pocos que todavía circulaban— y salió hacia la dirección que le habían indicado, maldiciendo por lo bajo en cuatro idiomas. Todavía sufría la resaca de la noche anterior: tendría que haberse tomado el jarro de asqueroso café negro que se había preparado. Tampoco se había duchado ni afeitado, por lo que apestaba a sudor rancio. Pero no estaba la cosa para sutilezas. Tenía que apurarse. No podía darse el lujo de que los otros llegaran primero.


Luego de un buen rato de manejar esquivando vehículos calcinados y cráteres en el pavimento, llegó a su destino en los suburbios: una fábrica de municiones abandonada. La lluvia había convertido el acceso en un lodazal hediondo, contaminado por los desechos tóxicos y el combustible incendiario quemado que impregnaba todo. Afortunadamente, el cielo empezaba a clarear y se asomaba el sol.

Sin perder tiempo, se bajó del auto, plantó sus maltratados borceguíes en el barro e ingresó al edificio. La gran nave central había sido arrasada por las bombas y no quedaba nada intacto a la vista. Por el techo de chapa derruido goteaba agua que se mezclaba en el piso de cemento con malolientes charcos de aceite industrial. Unas ratas roían los restos de un gato en descomposición.

Recorrió el local con la mirada y distinguió al fondo una puerta abatida que se abría hacia lo que parecía la entrada de un sótano. Se dirigió hasta allí, con su pistola en alto lista para disparar si era necesario.

Ayudado por una linterna, descendió una veintena de escalones y desembocó en un recinto amplio, abarrotado de material de guerra disperso por doquier. En medio de todo el caos, como si fuera un altar pagano, había un área de cuidado orden. Un círculo perfecto de cinco enormes velas ya apagadas dispuestas como un pentagrama invertido rodeaba una desvencijada cama de elásticos con un colchón sucio, sobre el que se encontraba lo que estaba buscando. Sus peores sospechas se habían confirmado: el dron de vigilancia no se había equivocado. Un estremecimiento le recorrió la columna y estuvo a punto de dar media vuelta e irse, pero se dijo que antes que nada era un soldado. Y tenía una misión que cumplir.

Observó el cuerpo desfigurado de Mirna y se preguntó qué clase de animal era capaz de semejante depravación. La muchacha yacía impúdicamente desnuda boca arriba, con los cuatro miembros abiertos en cruz atados con alambre de púas trenzado; su cuerpo estaba surcado por cicatrices sangrientas y había sido violada de manera salvaje. El colchón estaba empapado en sangre y en otras secreciones dudosas, prueba del macabro drama que se había desarrollado allí. Es cierto, Mirna había sido acusada de trabajar para el enemigo y de haber entregado a varios de sus compañeros, pero ningún ser humano se merecía semejante castigo. Una muerte obscena luego de semejante sesión de tortura era demasiado, incluso para una traidora. Montero acusó una puntada de dolor en el estómago como si el violado y torturado hubiera sido él.

Venciendo su aprensión, se acercó y examinó las ligaduras, tratando de no tocar el cuerpo de la muerta. La sangre ya se había coagulado alrededor del alambre que penetraba en la carne y los tendones casi hasta el hueso. Debía de haber sido un verdadero suplicio.

Inspeccionó la boca con una lapicera y encontró un considerable bollo de papel incrustado contra el paladar, que evidentemente había contribuido al sufrimiento de la víctima. O quizás era para que acallase sus gritos de dolor. Extrajo el bollo con cuidado y lo depositó en una mesa. Lo abrió y lo alisó: eran varias páginas de un libro de magia negra, escrito en español antiguo con caracteres tipográficos inusuales. La escritura estaba borroneada y era casi ilegible.

Con la poca luz de que disponía, revisó palmo a palmo el sótano, hasta dar con el dichoso libro en un polvoriento anaquel. Hizo correr las páginas y encontró el lugar del que habían sido arrancadas. Leyó varios fragmentos y se dijo que era un libro impenetrable y desquiciado, una quimera literaria, que aunaba ritos esotéricos de la Cábala, los Illuminati y la Masonería. Pero para una mente desvariada podría justificar el martirio y muerte de una mujer hermosa en la flor de su edad.

Se preguntó cuánto tiempo faltaría para que llegara alguien más. Buscó a su alrededor y no encontró nada que le sirviera, así que se sacó la chaqueta militar y cubrió piadosamente la desnudez de la muchacha. Si algún imbécil le criticaba haber alterado la escena del crimen, estaba dispuesto a mandarlo al infierno junto con una trompada en la mandíbula.

Tratando de serenarse, Montero tomó su teléfono celular y avisó al Comando Central para que vinieran a retirar el cadáver. Todavía nervioso, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar. Miró el rostro de Mirna contorsionado en una mueca definitiva de terror, se imaginó su infinito dolor y maldijo esa estúpida guerra en la que estaban todos metidos y que los había dividido en bandos irreconciliables. Y en medio de esa absurda realidad, había un sicópata suelto agregando su cuota de bestialidad. Montero se juró encontrarlo y ejecutarlo, aunque fuera lo último que hiciera en la vida. Lo suyo iba a ser justicia y no venganza. Una muerte indispensable y redentora, entre tantas otras muertes anónimas e intrascendentes.

Cuando iba por su tercer cigarrillo, llegó el personal de relevo. Los saludó con economía de gestos y de palabras. Los otros apenas pronunciaron un par de frases vagas, mudos ante el atroz espectáculo.

Recuperando su compostura, Montero les hizo un breve informe, les entregó el extraño libro junto con las páginas arrancadas, salió presuroso del sótano y se subió a su automóvil, aterido bajo la lluvia que había regresado y castigaba con más fuerza que nunca. El mundo se había vuelto, decididamente, en su contra.

Ingresó a la autopista semiderruida y se dirigió a su guarida, en lo hondo de la Muralla. Todavía podía recalentar su asqueroso café, lavarse la cara y tratar de olvidarse de todo el horror que había presenciado. Y terminarse la botella de whisky que había dejado inconclusa. Pero algo en su interior le decía que ni siquiera el alcohol le serviría de remedio. No se puede borrar un capítulo de la vida de un plumazo, como si uno diera vuelta la página de un libro. Montero se había fabricado una armadura de guerra que se estaba resquebrajando.

Mientras manejaba a los bandazos entre las ruinas de la ciudad azotada por la tormenta, desfilaron como en una película en cámara rápida las imágenes de sus últimos diez meses, desde que se había iniciado esa guerra absurda y había conocido las emociones más extremas. Imágenes de pasión y de dolor, de encuentros y desencuentros, de entrega y de traición. Pero la peor imagen era la más reciente, en ese sótano literalmente de mala muerte. No hay muerte buena, pero seguro que algunas muertes son peores que otras.

Tratando de mantener la vista en el frente del camino a pesar de la furiosa lluvia que azotaba el parabrisas y con el estómago acalambrado por las náuseas, se prometió no volver a beber por lo menos por veinticuatro horas.

Una vez de nuevo en la relativa seguridad de su precario refugio, Montero lloró con amargura, como solo un combatiente que ha visto lo peor de la maldad humana puede hacerlo. No le avergonzaba llorar: siempre había tenido opiniones claras y terminantes sobre la necesidad y el sentido de las lágrimas. Estaba convencido de su poder liberador y sanador. Maldijo al sádico vengador justiciero, maldijo de nuevo a esa estúpida guerra y maldijo al enemigo por enésima vez.

Montero miró de reojo a la botella de whisky, guardó la pistola en un cajón, dio vuelta el portarretrato en el que lo abrazaba una sonriente Mirna y se derrumbó sobre su camastro sin molestarse en sacarse los borceguíes manchados de barro.

  

(Versión expandida y corregida. Una versión preliminar fue publicada en marzo de 2020 en el número 49 de la revista digital “El Narratorio”, de Buenos Aires, Argentina.)

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