jueves, 27 de mayo de 2021

ANCLADA EN MISURI

 Débora Mayol Parodi


Tu materia es el tiempo, el incesante tiempo.

eres cada solitario instante 

J.L. Borges


Mi último recuerdo, antes de caer rendida en los brazos de Morfeo, es haber leído: “El tiempo nos alcanza y precipitan los deseos. Le entregamos el camino a Cronos, la fuerza al dios Aion y a Kairos los restos de voluntad”. Es una frase que se repite como un mantra dentro de mí y no conozco el motivo.

Dormí profundamente durante el viaje en tren de Chicago a la estación de St. Louis Gateway y desperté cuando arribamos a destino. Nunca supe cuántas horas duró el viaje.

Lo primero que atiné al llegar fue dirigirme al hostal para registrarme y dejar la valija. Era un alojamiento económico utilizado con frecuencia por estudiantes. Una vez instalada, salí a caminar intentando conocer la llamada “Puerta hacia el Oeste”. Muerta de hambre, compré unas alitas de pollo picante, que son mi debilidad; también disfruté de una competencia ciclística. Mi viaje coincidió con los festejos del día del trabajador; había varios eventos para disfrutar y muchísima más gente que lo habitual.

Una mujer harapienta de cabellos canosos se cruzó en mi camino y me pidió dinero. Sus ojos me cautivaron porque parecían destellos en medio de tanta oscuridad. Revisé el bolsillo de la campera y le entregué las pocas monedas que encontré. La mujer me devolvió una sonrisa enigmática, mezcla de agradecimiento e incertidumbre. Antes de desaparecer entre la gente, me dijo:

—No existen las casualidades, encontrarás todas las respuestas que buscas, solo se precisa coraje.

Continué caminando hasta llegar a la orilla del río, donde se podía gozar de un interesante festival de jazz. Observé hipnotizada el espectáculo de pie, hasta que uno de los jóvenes del grupo de estudiantes con distintivos de la Universidad Washington me ofreció una silla desocupada. Al concluir el evento me convidaron unos tragos; algunos fumaban, yo preferí no hacerlo. Tomé unas cuantas copas que me hicieron perder la timidez; recuerdo que bailé desenfrenada en un círculo que ellos armaron. Luego me contaron que iban a recorrer la famosa Ruta 66; habían rentado un auto descapotable Ford Thunderbird como el que se había utilizado en Thelma and Louise para una especie de aventura que venían programando desde hacía tiempo, y me invitaron.

—Creo que fue suficiente para mí, estoy agotada, gracias —dije.

—Vamos, no interrumpas la magia de esta noche.

—Es que no sé

—Vamos a vivir una experiencia única.

 Y no pude negarme, así que me sume a la locura. Bebimos todas las latas de cervezas que traían, cantamos “House Of Hope” de Toni Childs y gritamos eufóricos como símbolo de liberación.

Comenzaba a amanecer en la ruta, y la luna se había marchado para darle paso a una delgada línea de oro que se podía visualizar en el horizonte. Yo disfrutaba el paisaje y le daba charla al joven que conducía temiendo que se quedará dormido mientras el resto ya había sucumbido.

Paramos a cargar combustible y me bajé a buscar unas golosinas o algo dulce al autoservicio. Pero en el momento justo en que iba abonar, ingresó un sujeto pateando la puerta, y sin mediar palabras sacó un arma que tenía escondida debajo de la campera. Disparó al techo y gritó de viva voz:

—¡Todos al piso, esto es un asalto! —Muy asustada solo atiné a taparme los oídos y cerrar los ojos. El delincuente me agarró del cuello como escudo humano, mientras continuaba amenazando a los demás clientes y otros dos empleados—. Dame todo el dinero o ella muere —le dijo al que estaba cerca de la caja registradora, quien, temblando, colocó todos los billetes en una bolsa y me miro con lástima—. Los cigarrillos también, ¡vamos, rápido!

Cuando logró el botín, me arrastró a la salida y comenzó a disparar contra un patrullero que había estacionado junto a los surtidores. Se inició un fuego cruzado, mientras el ladrón me mantenía delante de su cuerpo. Entonces sentí un ardor en el pecho, el sujeto me soltó y caí al piso, pero él también cayó abatido por las balas de la policía.

 

Desperté en el hospital, rodeada de máquinas y cables, incapaz de moverme ni hablar; tampoco podía abrir los ojos y solo escuchaba a las enfermeras cuando venían a controlar los aparatos o cambiar el suero. Me confundían con otra persona porque me nombraban de manera diferente. Había una voz, la de un hombre que me decía:

—Tranquila, amor, estoy acá.

No podía ver nada, solo escuchar voces. No sabía quién era; sin embargo, él permaneció a mi lado todo el tiempo y me acariciaba el cabello. Creo que dormía en la silla al costado de la cama porque al despertar lo escuchaba y podía oler su perfume; eso me daba tranquilidad.

 El golpeteo suave de la lluvia contra la ventana era el único sonido que se prolongaba en el corazón de la noche. De pronto, un molesto pitido irrumpió en la habitación ocasionando caos; las voces alarmadas generaron pasos apresurados y mucho descontrol. Había gente desesperada, ruidos metálicos y pinchazos en el brazo. Sentí que el pecho me iba a explotar; hubo más gritos, antes del retorno del silencio, un silencio espeso que colmó la sala.

 

El movimiento del tren cesó al llegar a St. Louis. Descendí con mi valija para ir al hostal. Parecía que conocía el lugar; ¿lo había soñado o había estado allí antes? Mi mente aturdida no acertaba la respuesta; ¿había tenido una pesadilla durante el viaje o era una vivencia de otra vida? Decidí tomar aire fresco, para pensar y repensar la situación. Pero las dudas me acechaban; sentí que me iba a desmayar. Entré al primer bar que encontré y pedí un café cargado. Me calmé y observé por la ventana a un grupo de jóvenes estudiantes que esperaba a otro que estaba en el interior del bar y retiró un pedido de emparedados con unas latas de cerveza. Los que estaban afuera, charlaban y reían, llevaban puestas unas remeras azules con el logo de la Universidad de Washington. Sus caras también me parecían conocidas; no podía sacarles los ojos de encima.

Mientras leía el periódico que estaba sobre la mesa me detuve ante la publicidad de un evento: una famosa cantante de Chicago estrenaría un concierto en un importante club de jazz. Aboné la cuenta y le pedí permiso a la mesera para llevarme la página con la dirección del lugar. Caminé entre la gente y disfruté de una competencia ciclística, luego volví al hostal a cambiarme.

El concierto se desarrolló en un lugar ambientado con las fotos de los máximos exponentes de la música de jazz. Me senté en una butaca cerca del escenario para esperar el espectáculo.

—Disculpe, ¿está silla está reservada? —dijo un hombre de sonrisa ancha señalando la butaca libre a mi lado.

—No —respondí, mientras quitaba mis cosas del asiento: la cartera, la hoja del diario y un saco. El repertorio de la cantante era variado; tenía una voz única y se destacaba entre los músicos pero lo que más me cautivaba era su rostro, extrañamente familiar. Al concluir el show, la esperé a la salida con la intención de que me firme un autógrafo. El sujeto que se había sentado a mi lado también estaba cerca de la puerta. No parecía peligroso; era un cuarentón muy bien puesto que olía muy rico, creo que un Ralph Lauren Polo Blue, si no me equivoco. Este segundo encuentro me parecía una excesiva casualidad, sin embargo hice como que no lo vi. Él me busco e insistió en hablarme.

—Te advierto que Miss Queen no suele demorarse con los fans; tal vez te firme algo, pero nada más.

—Solo quiero verla.

—Ahí sale.

Cuando la tuve enfrente, no lo pude creer. Una parte de mí recordaba que esa mujer canosa era la de mi sueño, la que me pidió las monedas; se le parecía mucho, era un delirio pensar que se trataba de la misma. Sin embargo, me quedé sin reacción y solo me limité a mirarla. Mientras tanto, ella se dedicó a responder a los halagos, y aceptar regalos; firmó varios autógrafos y permitió que le sacaran fotos

 hasta que levantó la vista hacia mí.

—¡Eh!

 sí, tú, ¿no quieres mi firma?

—Sí, claro —dije sacando una libreta del bolso.

—¿Para quién es el autógrafo?

—Aretha, es mi nombre.

—Vaya coincidencia la nuestra. Que disfrutes esta noche en buena compañía —dijo, y me entregó la libreta firmada antes de subirse al auto que la esperaba.

De forma inmediata la abrí y miré que había puesto: “Hay infinitas posibilidades en cada instante, ten el valor para vivirlas. Cariñosamente, Aretha”.

—Eres afortunada, querida —dijo el hombre que se empeñaba en llamar mi atención.

—¿Qué? —le respondí

 —Si tomamos una copa, te lo explico.

Su sonrisa pícara con una especie de mueca al costado, en la comisura de los labios, me tentó, y acepté. ¿Qué podía perder?

Caminamos hablando de la carrera artística de Miss Queen, también de famosos de Chicago y de cómo llegamos ambos este día a St. Louis. Luego de un par de copas, era como si nos conociéramos de otra vida. No queríamos que la noche termine y sin pensarlo, nos fuimos caminando al hotel donde él estaba parando.

Una vez dentro de la habitación, con una chispa de sonrisas se provocó el delirio y nuestros cuerpos crujieron como brasas de tanta pasión. Las caricias y los besos sabían a un reencuentro de viejos tiempos, no había explicación posible, pero tampoco importaba el motivo de tanto magnetismo. Él sabía cómo acariciarme y provocar múltiples orgasmos, yo simplemente le correspondía.

 A la mañana, cuando las agujas del reloj comenzaron a caminar las horas, los minutos y los segundos hubo un abrazo tibio. Me acompañó hasta la puerta y antes de despedirnos con un beso le pregunté:

—¿Volveremos a vernos?

—Claro, pediré el día en el periódico y almorzaremos juntos, pero antes debo entregar la nota del concierto de ayer. ¿Qué te parece si nos encontramos en la Puerta?

—Perfecto. Allí voy estar.           

—Nos vemos

Con otro beso instantáneo sellamos el acuerdo. Me fui caminando sonriente, aunque el rostro de la cantante giraba en mis pensamientos. ¿Qué me quiso decir con lo de las infinitas posibilidades? Mientras me duchaba para la cita, me sentí viva y alegre; hacía mucho tiempo que no experimentaba algo así. Al enjabonar mi cuerpo comencé a recordar las caricias, los besos y entonces fue como un déjà vu. Deseaba a ese desconocido aunque sabía muy poco de él: que se llamaba Patrick, olía bien, tenía una hermosa sonrisa al despertar y trabajaba en un periódico llamado Riverfront Times, pero nada más

 Sin embargo, algo nos unía con una fuerza inexplicable, no podíamos evitarlo. Nunca me imaginé vivir una historia así a esta edad. Salí de la ducha; no podía decidir que ropa ponerme, nada me parecía adecuado para el momento. Me probé ante el espejo muchas variantes: vestidos, polleras, pero me terminé conformando con una blusa y un jean. Me pinté los labios, retoqué la máscara de pestañas para que mi mirada fuera perfecta y lo último fue mi perfume favorito.

Obviamente, llegué antes de lo previsto porque sentí miedo de que no viniera o de hacer el ridículo. Toda la incertidumbre murió cuando lo vi llegar con una rosa roja entre los dedos. Me sonrió, me tomó de las manos y fuimos recorriendo lugares icónicos como el Missouri Botanical Gardens and Arboretum, para terminar comiendo ravioles fritos en el vecindario italiano.

Un hombre que vendía flores se nos acercó y empezó a hablarme; sonaba incoherente.

—¿Aretha? ¡Por Dios, no puedo creerlo!

—No lo conozco, usted me confunde.

—Volviste, cielo —me dijo e intentó besar mi mano.

Patrick se puso furioso y no le quedó otra que intervenir ante la insistencia del sujeto.

—Por favor, váyase y deje de molestarnos o haré que lo saquen a las patadas.

El vendedor de flores me miró, y se marchó sin apartar la vista de mí. Me sentí mal por toda la situación. Mientras Patrick abonaba la cuenta, comenzó a interrogarme.

—¿Quién es? Te llamó por tu nombre

—No lo sé.

—¿Quieres que crea que es casualidad?

—No lo sé, ¿por qué voy a mentirte?

Caminamos en silencio, pero el malestar era evidente. Patrick no me tomó de la mano; desconfiaba, tal vez imaginando que le ocultaba algo y yo no podía salir del asombro.

Cuando llegamos al hostal, el florista estaba parado en la puerta. Cuando el sujeto se abalanzó hacia mí y desenfundó un arma blanca, Patrick enloqueció de rabia. Hubo empujones, forcejeos y sentí que la navaja se clavaba en el costado de mi cuerpo.

—Tenías que volver para estar conmigo, no con él —repitió el desconocido varias veces.

Mientras caía y Patrick intentaba sostenerme, el hombre huyo aprovechando que la gente se acercaba por los gritos. Al llegar la ambulancia, me subieron a la camilla y Patrick mantuvo mi mano entre las suyas. La imagen se volvió a repetir: el pitido largo, la opresión en el pecho, los gritos y luego todo se apagó; El silencio reinó en la sala y sentí que me abrazaba.

Volví a estar en la estación de trenes, pero esta vez me senté en un banco apretando la valija; me daba miedo continuar, no quería abandonar ese lugar para internarme en las calles de la ciudad. Mientras miraba a la gente y contemplaba la llegada y partida de los trenes, una mujer se acomodó a mi lado. Esquivé la mirada de la mendiga, no la quise ver pero ella estaba dispuesta a lanzar un discurso.

—Hay infinitas posibilidades en cada instante; solo hay que tener el valor de vivirlas. —

Como no pude contestarle nada, ella continuó—. Hay múltiples universos, universos que cambian según las decisiones que tomamos, y aunque los instantes mueren, hay que seguir adelante.

—¿Qué debo hacer? —le pregunté

—Seguir tu instinto —me dijo, y se marchó.

Luego de pensarlo, me acerqué a un guarda y le pregunté por la dirección de la biblioteca. Caminé hasta el lugar fastidiada por el peso de la maleta.

Al llegar contemplé que había una hermosa galería con cuadros de los ciudadanos ilustres de St. Louis, donde estaban Chuck Berry, Linda Blair, T.S. Eliot, Joyce Meyer, Richard Fortus y Aretha Zool.

Me quedé ante este último retrato; era la misma mujer que un rato antes me había hablado en la estación de trenes, pero también la que soñé o escuché cantar, y era irracional pensar que también se parecía a la mujer que mendigaba unas monedas.

Nada era coherente a estas alturas, así que pedí una computadora e indagué cuanta información había acerca de la cantante de jazz.

Me obsesioné con su biografía y busqué recortes de diarios. Había nacido en Chicago, donde estudió leyes, pero a pesar de la oposición de sus padres decidió dedicarse a la música y tomó un tren a St. Louis para presentarse a una audición en búsqueda de talentos de jazz. Los rumores de entonces, decían que se enamoró de un tal Patrick, un periodista mediocre que la esperaba al salir de los recitales. Ante el enojo de su representante por querer abandonar las presentaciones, se tomó un tiempo de relax y se fue de viaje con un grupo de músicos amigos. En un periódico, el titular rezaba: “Alcoholizados, los jóvenes talentos condujeron por la Ruta 66 hasta que la aventura terminó en tragedia”. Detuve mi vista en esas páginas donde había la foto del auto. La información se completaba con otro funesto detalle: cuando se detuvieron en una estación de servicios, una de las mujeres murió al producirse un asalto.

Al indagar más profundamente descubrí que Aretha no volvió a cantar porque comenzó a beber y su voz se perjudicó de tal manera que nadie quería contratarla. No pude encontrar fotos, sin embargo, muchos de sus allegados decían que la habían visto mendigando por la calle. No se pudo saber con exactitud si encontraba viva o si la había tragado la tierra. En otro artículo se contaba que un fan la siguió y pretendió asesinarla con un cuchillo, pero el ataque no pasó de tentativa. Ella se recuperó pero no quiso volver a cantar y el sujeto fue condenado a prisión.

Insistí tratando de hallar imágenes; no podía creer que era la misma mujer que yo había cruzado en cada sueño. Finalmente encontré una foto de su juventud, de la época en que llegó de Chicago, porque su parecido conmigo era sorprendente.

Volví a la estación de trenes más aturdida que antes de ir a la Biblioteca. Me senté en un banco, abrumada por lo que lo que había leído y lo soñado. No podía reconocer los límites entre lo imaginario y lo real, existía una débil línea que se diluía a cada instante. La misma mendiga de la plaza que era la mujer de la foto del periódico apareció de la nada y me entregó unas monedas, me miró y sonrió. Luego desapareció como por arte de magia, así que tomé mi valija y corrí para alcanzar el primer tren que salía para Chicago.

viernes, 21 de mayo de 2021

HIC SUNT SIRENAE

 Daniel Frini



—…entonces, una vez que terminó el banquete, la soberana Circe tomó mi mano, me llevó lejos, me hizo sentar al lado del fuego, bajo la estrellada noche y, echándose a mi lado, me dijo: «Escucha bien; oh, hermoso hijo del Nérito, lo que voy a decirte. En el viaje que emprenderás al salir el sol, llegarás, primero, a las Islas de Artemisa, la Virgen, Señora de los Animales, donde habitan las Sirenas, aves con rostro de mujer, que encantan con sus frescas voces a cualquier hombre que se acerque a ellas. El infortunado que, sin saberlo, se aproxime con su nave y escuche su voz, caerá en un estado abrumador que lo llevará a la locura; ya nunca verá a su amada esposa y a sus tiernos hijos, ni disfrutará la alegría de su gente porque ha vuelto a casa. Antes bien, las Sirenas, sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca, lo hechizarán con su sonoro canto, haciendo que estrelle su navío en las rocas de la costa, y morirá».

Así habla Odiseo a sus hombres, contándoles el encuentro de la noche anterior con la Maga Circe, mientras los marineros dormían junto a las amarras de la nave; antes de dejar, para siempre, las playas de Eea.

Navegan en su triacóntero negro, de proa roja y corto espolón recubierto de bronce; con la tierra apenas visible en el horizonte, a la izquierda. El Bóreas trae el frio, encrespa las aguas e infla la vela de lino, de un azul desteñido y reparada mil veces. El sol del mediodía tuesta, una vez más, el rostro y la piel cubiertos de grasa de los remeros que, aprovechando el soplo del dios, descansan apoyando sus brazos sobre los guiones de los remos alzados. Algunos dormitan; otros juegan mojando sus manos con la espuma; los más, miran, sin ver, la lejanía.

Con los remos fuera del agua, el músico encargado de marcar la cadencia de los remeros improvisa con su flauta, y pone música al relato de su jefe. Odiseo, en la proa, mira, con alternancia, a sus hombres y al mar; y continúa, sin dirigirse a nadie en particular:

—Luego, la divina y hechicera Circe agregó: «Te diré como impedir la muerte de tus hombres, brillante Odiseo. Derrite cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos escuche el hechizante llamado; y haz pasar de largo a la nave. No confíes en los vientos del impredecible Eolo, recoge la vela e impúlsate con los remos. En tanto tú, astuto vencedor de la pérfida Ilión, si quieres saborear el placer de su canción, haz que te amarren de pies y manos al mástil de tu nave, para que escuches la voz de las Sirenas. Di a tus compañeros que desobedezcan cualquier otra orden tuya hasta que hayan dejado las islas atrás. Y si suplicas o les mandas que te desaten, que ellos te sujeten, todavía, con más cuerdas» —y Odiseo continúa—. Así que, fiel Seleukos, ten presta la cera para sellar los oídos de todos y cada uno de los marineros. Ustedes, noble Perímedes y honrado Euríloco, preparen las cuerdas para atarme al mástil. Y tú, magnífico Kallistos, ten prestos tus ojos por ver si aparecen las Islas de la Diosa. Quiero ser el primer hombre que escuche cantar a estos engendros del Hades y viva para contarlo.

Unas horas después, el vigía Kallistos sabe que la costa está a su izquierda, invisible ahora tras la bruma violácea del poniente, y cree ver, al frente y a lo lejos, una tenue línea oscura que aparece y desaparece entre la espuma del oleaje. Unas gaviotas de patas amarillas se lo confirman.

—¡Atención! —grita y señala al frente— ¡Allá! ¡Las islas!

El barco, de pronto, cobra vida sin necesidad de que Odiseo ordene los trabajos. Los remos, casi de manera simultánea, entran al agua, en poco tiempo se sincronizan y  equiparan la velocidad del viento. Cuatro hombres recogen la vela, con los cabos que amarran a la borda, y luego toman su lugar en los bancos. Seleukos pasa con dos cuencos de madera embreados: en uno, reparte el último trago de agua antes del esfuerzo; en el otro, la cera espesa; y ayuda a los hombres a tapar sus oídos. Perímedes y Euríloco toman las cuerdas y atan a Odiseo, de manera firme, al mástil. Todos los marinos temen, y a ninguno se le ocurre seguir a su jefe y dejar libres sus sentidos para escuchar a los monstruos. Más aún, unos bajan la vista y otros cierran, con fuerza sus ojos, para no verlos. Incluso el auletes deja su flauta, toma su tambor, marca el ritmo de boga durante unos minutos; luego se detiene, cubre sus oídos y marcha a colaborar con los remos.

La nave es una con el mar. Un grupo de delfines la acompaña deslizándose bajo el agua transparente y saltando cada varias brazas, rompiendo la espuma. El casco, esbelto y alargado, corta las olas que quedan tras de sí, veloz. A Odiseo, la singladura se le asemeja al galope leve de su maestro, el centauro Quirón, y siente el golpeteo de la sangre en sus sienes, como le ocurrió cada vez que llamaban al ataque de las murallas troyanas.

Las islas crecen y, al acercarse, el viento cambia, enviando rachas desde el sur que frenan el navío y traen un susurro extraño. Odiseo imagina que escucha una melodía desconocida, cantada por inverosímiles voces de mujer.

—¿Las oyen? —les grita a sus hombres— ¡Allí están las Sirenas! ¡Saben que estamos aquí! ¡Ya están cantando!

Una fuerza ominosa los lleva, de manera inevitable, hacia la costa. Los hombres, cada tanto, levantan la vista asustados y comprueban que la tierra se encuentra nada más que a unos cuantos estadios de ellos. Ven el filo de las rocas donde estalla el mar. Conocedores, comprenden el peligro y se estremecen. Cada tanto, aparece entre las piedras, un esqueleto de madera podrida, verde de musgo, y gris de tiempo.

Se acercan más a las islas, hasta tenerlas a tiro de piedra. Descubren un estrecho, entre dos promontorios, por el que están obligados a pasar. El agua es oscura y se mueve como aceite. Poco a poco, parece espesarse: ahora necesitan cuatro y cinco brazadas para recorrer la distancia que antes hacían en una.

—Algas —susurra un marino; pero los demás, claro, no lo oyen.

El aire se torna ominoso y difícil de respirar. Una niebla, que se transforma en humedad espesa y fría, parece continuar la pesadez del mar, intenta retener a los hombres e impedirles cualquier movimiento.

Odiseo oye, nítida, una melodía entonada por varias voces; muy distinta al canto llano que acostumbran en las rondas de las polis griegas. Es diferente, en varios aspectos que; al principio no distingue.

—¿Oyen ahora? —grita y ríe— ¡Escuchen! ¡Es… es… extraordinario! ¡Nunca… oí algo… igual! ¡Es…!

Hace silencio, gira a un lado y otro su cabeza, cierra sus ojos y frunce el entrecejo, tratando de entender qué dicen, aunque no lo logra. Se esfuerza. En primer lugar, reconoce una voz principal que canta con notas algo alargadas. Hay, también, otra voz que se superpone a la anterior, con notas más breves y que parece trazar espirales y volutas sobre la primera. Y, además, hay otras voces, varias que ¿repiten?; si, repiten la voz que manda, pero en un tono más grave y no al mismo tiempo: apenas perceptible, pero retrasadas; algo así como la heterofonía, pero practicada con voces. «¡Qué armoniosas suenan!», piensa. Pero hay otra cosa: la cadencia no le es conocida, el pie es distinto. Es algo entre el dáctilo y el espondeo —que tantas veces escuchara en la Madre Ítaca y en los fogones de las playas durante la guerra—; y le anima a golpear su pie contra la madera de la cubierta, con un ritmo que no es normal para él.

De repente, las voces de las sirenas se alejan, hasta desaparecer. Odiseo busca, con sus oídos, las canciones que se han ido; y se sorprende del silencio que solo rompen los «¡plop!» de las palas al entrar y salir del agua pesada.

Un remo levanta un trozo de tela que alguna vez fue vela de barco; otro, huesos de un brazo humano, blancos de sol y sal, aún unidos por ligamentos raídos. Sobre las piedras, aparecen partes de osamentas gastadas y cadáveres secos. Alguno, mitad en las rocas y mitad en el agua, parece agitarse y saludar el paso de la nave. Hay calaveras de mandíbulas abiertas. Los hombres las saben mudas, pero imaginan que gritan aunque ellos están impedidos de oírlas.

—¿Eso es todo? —grita Odiseo, con voz ronca. Mira a un lado y otro— ¿Esas son las voces que han de volverme loco? —pregunta, con algo de ironía— ¡Vamos! ¡Vengan! ¡Prosigan! ¡No me han hecho ningún daño! ¿Entienden? ¡Ninguno!

Al frente, el sucio gris de la neblina parece agitarse. El héroe distingue algo más oscuro allá, delante suyo, que se agiganta. Entrecierra los ojos para ajustar su visión. Entonces, ve cómo se rompe la bruma y, batiendo sus alas, aparecen. Monstruosas, horribles, grotescas.

Allí están las Sirenas.

Son seis, y parece que el tiempo se detiene durante un instante. Una de ellas está delante de las demás, y flota a unos siete codos al frente y por encima de Odiseo, El pecho del engendro se infla; la voz estalla y canta:

 

«Yo soy la morocha, / la más agraciada, / la más renombrada / de esta población…»

 

La voz es dulcísima, y a Odiseo se le cierra la garganta en un espasmo de dolor y  melancolía. Siente la humedad que carga sus ojos.

Las otras cinco, continúan cantando, con la técnica que el hombre oyó antes:

 

«Yo, con dulce acento, / junto a mi ranchito, / canto un estilito / con tierna pasión...»

 

—¿Qué… qué dicen? —pregunta Odiseo, mientras aspira su flema interrumpiendo un gemido de angustia y pesadumbre— No… las entiendo.

—¡Araca, chantapufi! —contesta la sirena que está al frente, moviendo sus alas de manera leve— En estos arrabales tayamos nosotras. ¿Cuál es tu gracia, poligriyo?

Odiseo tuerce el gesto de su rostro, mostrando que no entiende. La sirena continúa:

—¿Cómo te llamás, chabón?

—U-lises —responde el héroe, tartamudeando— hijo de Laertes y Anticlea, rey de Cefalonia y comandante en la guerra contra los troyanos.

—¡Guarda con el cajetiya! —dice el prodigio, en tono burlón. Gira su cabeza, y le habla a los demás esperpentos— ¡Che, mírenlo al diquero éste! ¡Dice que es guacho de un quía y una fula, capo de un ispa y milico de no sé qué fragote!

Las demás sirenas se ríen, sin dejar de cantar, ahora, otra canción:

 

«Che madam, que parlás en francés / y tirás ventolín a dos manos; / que escabiás el champán bien frapé / y tenés gigoló bién bacán...»

 

—Yo soy la paica Parténome —dice la que parece estar al frente del grupo, con tono provocador—. Mi nombre significa «catinga de pebeta». Soy hija del dios Aqueloo y la musa Estérope; soy capanga de este piringundín en el que chamuyamos reo. Y no pelé naife en ninguna rosca; pero acá, de verme nomás, se jabona el más guapo; y de oírme cantar, se estrola el más entrañudo. ¿Manyás, gilún? Vichá. Cuchame —y canta, junto a las otras, con voz fabulosa:

 

«Tenés un camba que te hacen gustos / y veinte abriles que son diqueros, / y muy repleto tu monedero / pa´patinarlo de norte a sur...…»

 

Odiseo se altera y desfigura. Parece enajenado.

—¡No! ¡Por favor! ¡Cállense! —dice, con su cara roja, los ojos inyectados de sangre y espumarajos en la comisura de sus labios

 

«Te baten todos muñeca brava / porque a los giles mareás sin grupo. / Pa´mi sos siempre la que no supo / guardar un cacho de amor y juventud...»

 

—¡Es una música hermosa! ¡Es irresistible! ¡Es insoportable! —grita el héroe, y mira a sus marinos, a una banda y otra de la nave— ¡Suéltenme! ¡Desátenme! ¡Se los ordeno! ¡Quiero quedarme aquí! ¡El canto de las sirenas es… Es magnífico! ¡Corten estas ataduras! ¡Yo, Odiseo, se los ordeno!

Perímedes y Euríloco se levantan de sus bancas, toman otras cuerdas y lo atan aún más. En ese momento, Parténome se da cuenta de que el único que puede oírlas es el hombre atado al mástil de la embarcación.

—Che, fifí, ¿qué onda con los muñecos estos? ¿Están sordos?

Las sirenas continúan:

 

«Madmuasel Ivonne era una pebeta / que en el barrio posta de viejo Montmartre...»

 

—¡Ah! —se queja Odiseo— Ellos… no… pueden oírte. ¡Por favor, detenlas! ¡Que no canten más!

—Batime por qué no me escucha la monada.

 

«Era la papusa del barrio latino / que supo a los puntos del verso inspirar...»

 

—No pueden —contesta el hombre, mientras lastima sus manos, brazos y piernas, moviéndolos con vigor, intentando romper las ataduras—… ¡Por favor, diles que se callen!… porque tienen… sus oídos… ¡Piedad!... sellados.

—¡A la marosca! Así que, pa’no julepiarse, el ranterío se amuró las antenas. Embrocate esa. ¿Y vos tenés las gambas y las manos engayoladas al mástil de esta albóndiga cachuza para zafar de nosotras? ¿Qué tul el colifa, eh?

Las otras cantan:

 

«Piantá de tu barrio reo, / dejá el convento mistongo, / que lo que yo te propongo / allí no lo has de encontrar…»

 

—¡Desátenme! —vocifera Odiseo, ahora lívido y con la mirada perdida, mientras mueve su cabeza de adelante hacia atrás, golpeándola contra el mástil— ¡Desátenme! ¡No lo resisto más! ¡Mi corazón desea escucharlas! Quiero quedarme aquí…

—¡Dejá el espamento, chitrulo! ¿Vos querés arruinarnos el estofao? Te anoticio que la rascada nuestra pasa por amasijar pelandrunes como ustedes, para morfarlos con fritas; así que no te hagás el otario y chamuyá a tus cumpas para que te desñapen.

 

«Cuando la suerte qu’es grela, / fayando y fayando, / te largue parao…»

 

—¡Suéltenme! —Odiseo les habla, otra vez, a sus hombres. Tensa sus músculos, pero las cuerdas resisten— ¡Se los ordeno! ¡Suéltenme!

Los marineros continúan remando con sus miradas pegadas a los maderos de la cubierta. El sudor los impregna. Sus manos, rígidas y rojas, mueven los remos; avanzando, a pesar de todo. El hombre que maneja el remo timón no mira al frente, para fijar la dirección de la nave: escudriña, apenas, las rocas cercanas a uno y otro costado del barco; y modifica el rumbo con pequeñísimos toques a la caña. Ninguno de ellos obedece a su jefe. Sospechan que pasa algo por las vibraciones que originan los golpes que da Odiseo en la madera, pero no miran. De manera imperceptible, avanzan a pesar del agua viscosa; y están cerca de llegar a la salida del estrecho.

Las otras sirenas cantan:

 

«Tango rante, tu emoción / es el alma del suburbio, / para vos, el verso turbio / de mi parda inspiración…»

 

Parténome se suma al coro, haciendo la primera voz.

 

«… te lucís con tu pintón / y, en cualquier baile orillero, / sos un símbolo canero / que entra taconeando fuerte, / sos la risa, y sos la muerte, / vestida de milonguero…»

 

Odiseo hace una mueca, mezcla de espanto y éxtasis, y lloriquea, jadeante. Su cuerpo, sin fuerzas, cuelga de las ataduras; hipa por última vez, se desmaya y su cabeza cae sobre el pecho. Un hilo de saliva cae, formando un puente entre su boca y sus pies.

—¡Che, bramaje! —dice Parténome, dirigiéndose a sus compañeras—, ¡junen a este jailaife y sus bichicomes! ¡aflójenle a la gola, que ya no hay quién nos oiga!

Las sirenas callan. La embarcación está a punto de salir del estrecho.

—Se te espiantan, patrona —dice una de ellas, expresando lo que todas piensan.

—¡No sean ortivas, che! ¡No soy la prima a la que le pasa un fato así! ¡Por acá ya pasó el punto éste, Jasón! Iba con el mudo Orfeo, que entonaba fetén-fetén unas milonguitas que nos dejaron culo pal’norte ¿se recuerdan?

—Remanyás las reglas, naifa. Hay programa de espiche para tu busarda. Si estos cosos se piran, sos fiambre, papirusa —dice la otra, a manera de recordatorio de que si los mortales escapan a su canto, entonces ella debe morir.

—Yo los boleteo —anuncia Parténome, y se dispone a atacar la nave.

—¡Tenga mano, gata! —la otra le cierra el paso— ¡Los barbas de arriba lo pusieron bien de bute! ¡Deben lamparse con nuestro canto! ¡Si los enfriamos de otra manera, crepamos todas!

Parténome parece dispuesta a iniciar una pelea con su par, desconociendo el mandato divino; pero se contiene.

—Quélevacé. Me tocó perder. Habrá que amasijarse, asigún la ley —dice. Bate sus alas elevándose, y se aleja para arrojarse a las aguas del mar, y morir.

 

Mucho tiempo después, en los jardines del Palacio de Ítaca, Latino, hijo de Telémaco, nieto de Odiseo, exige:

—Abuelo, cuéntame de tu encuentro con las Sirenas.

—Te parlamento, pebete. Eran unas minas repiolas y fenómenas, mita y mita papusa y pajarraco. Se la pasaban de batuque en unas islas, rodeadas de matambres, puros piel y huesos, y osamentas cachuzas; hechizando a cualquier gilún que se les acercaba.

—No entiendo lo que dices, abuelo.

—¡Isa! Mirá, pichinín, yo parlo reo, aunque la barra bufe. El chamuyo lunfa es una papa y cualquier mistongo cala el repertorio. Y un quía que lo parle merece el mayor de los respetos. Te decía. Yo fui el primer garufa que las escuchó entonar, y vivió para batir de qué va la cosa. Cantaban unos tanguitos canyengues que eran un primor, como éste que escribió Diez y musicó Rivero, unos puntos de un ispa lejano; y que yo le boquié a tu nona Penélope, que me hizo guampudo, fateándose con unos cabures. Cuando volví de mi viaje, ella me bolaceó que creía que yo había espichado. Pará un cachito —grita, ahora dirigiéndose a su esclavo—. ¡Eryx, pelá la lira! —el esclavo comienza a tañir el instrumento. Odiseo vuelve a hablarle a su nieto— Cuchá:

 «La encontró en el bulín y en otros brazos, / sin embargo, canchero y sin cabrearse, / le dijo al tiburón: Puede rajarse; / el choma no es culpable en estos casos…»

 

martes, 18 de mayo de 2021

CALIFORNIA 35 KILÓMETROS

 Alejandro Bentivoglio

  


The world was on fire

and no one can´t save me but you

Wicked Games, Chris Isaak.

 

 

-Sí, ¿qué es la vida?

-Es una cosa que hay que llenar bien, sin pérdida de tiempo. Aunque al llenarla bien, se rompa.

-¿Y cuando se ha roto?

-Ya no sirve para nada. Nada, y así sea.

Nada y Así Sea, Oriana Fallaci.

 


Imaginé una postal para nosotros: desaparecer en una muda habitación de hotel. Lejos de ciudades gastadas bajo el peso de estos cielos de extraños colores. El fin del mundo es lento, es apenas otro capítulo en la letanía de los estertores de la historia. Y ¿pronunciar tu nombre, Oriana, no es rebelarme contra el futuro? Combatirlo.

Pero pronunciarlo en susurros, como palabras de piel dichas en otro idioma. La historia propia transmutada en lejanía. Los cuerpos no conocen de Apocalipsis, solo de caricias.

Hace años, no me importa recordar cuántos, el mundo terminó. Al menos el mundo que conocíamos. Unas cuantas explosiones, anónimos millones de muertos. Sobrevivientes. Tierra y ausencias. Explicaciones, dudas. Efectos. Causas. Jugar a Dios, a los dados, a los dardos, a la gallina ciega.

Entre las ruinas conocí a Oriana. Ella era el principio y el fin de toda hecatombe. Era esa mujer que es toda mujer y a la vez ninguna. Porque jamás se hubiese sentido más especial de lo que era y me habría dicho: todos los hombres construyen pedestales para diosas que después no tienen el valor de adorar como se debe.

Pero, le habría dicho, ¿qué tributo quieren las diosas? Ninguno, habría dicho ella.

Entonces, ¿qué es lo que quieren?

Ser mujeres.

 

Le dije a Oriana que nos vayamos a cualquier parte, cualquier parte que no sea acá. Ella me dijo que sí y buscamos un hotel cualquiera. Uno de esos donde puede terminar cualquier historia de amor. Porque el amor se termina como una bomba de neutrones, dejando las estructuras de pie, pero matando todo lo que hay adentro. Y eso siempre termina pasando, porque el amor es una guerra que libramos a diario, contando nuestras bajas y reforzando nuestros ejércitos, sabiendo que la victoria es el recuerdo y la derrota es ser tan vulgar como para decir un adiós que todos puedan escuchar.

      

Oriana asalta el minibar y luego hablamos hasta tarde. Me habla de su infancia antes del fin del mundo, de su padre ausente, de muertos esparcidos en el campo, de noches de velocidades imprecisas cuando todo parecía estar coronado por el color sepia, no como ahora que todo parece esfumarse, fundirse a negro, arrastrarse en la lentitud de la ausencia de un tiempo real. Luego se duerme, se acurruca temblando ligeramente. Hay sombras en la pared, murmullos. Desde afuera llega el rumor de automóviles (los pocos que quedan) apagándose. Enciendo un cigarrillo y miro por la ventana. Ser un superviviente es la forma más extraña de morir que uno puede elegir. Pensar que con reconstruir edificios, costumbres, rituales, basta para volver a ser lo que éramos es tan ingenuo.

 

Pero supongo que se puede disculpar, ¿cuántos fines del mundo vimos hasta ahora?

 

Oriana se quita las botas negras y las medias siguen un trazo circular, proyectándose desde sus muslos, delineando la perfección de sus pies. No hay ecos de zapatos en la triste alfombra verde. Luego del fin del mundo todo pareció ser silencio, pero después volvió el ruido. Un ruido enorme, insoportable. Ahora tenemos el mismo ruido de siempre. Ese ruido de ser ajeno en medio de formas que no parecen pertenecer a nada reconocible.

 

Oriana lee desnuda a Emily Dickinson, como si quisiera que yo la recordara por siempre así.

 

Hago de este momento un recuerdo futuro. Y es en verdad extraño pensar en el futuro, ahora que todo es este presente continuo de no tener nada que esperar. Porque ya pasó todo y lo que queda se asemeja a una caricatura de lo que alguna vez fue. Una caricatura que nos esforzamos por mantener pegada a una pared hecha de escombros.

 

No hay tiempo. El espacio parece burlarse de nosotros. Las teorías se escriben con cenizas para luego ser olvidadas. Pusimos todo a funcionar de vuelta porque no quedaba otra. Porque era terrible tener que decirnos: bueno, llegamos hasta acá, esto es todo lo que la humanidad tenía para dar.

 

¿Cómo aceptar que ya terminó la función, que estamos en el estacionamiento buscando nuestro auto, listo para seguir el camino derecho a ninguna parte?

 

La habitación duerme. Hay luces doradas. California. Dicen que la primera bomba estalló a 35 kilómetros de California, vaya uno a saber por qué. Apuntaron hacia ahí como podrían haber apuntado a cualquier lado. No hubo estrategia, ni se pensó demasiado las cosas. Se prefirió hacer el trámite rápido. Fin del mundo y a otra cosa. Luego hubo otras explosiones, noticias, muertos, esa ridícula cosa llamada civilización hecha muchos pedazos irreconocibles. Y la reconstrucción, el volver empezar. El pensar que estamos solos, haciendo cosas que no entendemos, preguntándonos, ¿dónde tenemos nuestra propia frontera?

 

Hay una pileta de natación en la planta baja del hotel iluminada por luces de neón humano. Gente que no conozco, otros sobrevivientes. Personas con las que no sabría de qué hablar si nos quedáramos encerrados en un ascensor. Y me pregunto, Oriana, ¿adónde te metiste que sólo dejaste el camino abierto a postales de vulgar confección?

 

La noche se llena de botellas de cerveza, de pequeñas mesas blancas de plástico con charlas y risas, mientras yo flirteo otra vez con el suicidio del amor. Lunáticos que se pasean hablando de los viejos tiempos. De cuando la televisión no era este constante repetir de mensajes de paz y amor, este decirnos que esta vez sí seremos un mundo perfecto. Porque eso es lo que enseña el fin del mundo, ¿no? Hacen falta unas cuántas bombas atómicas para que cantemos juntos, para que nos demos besos en las mejillas. Sí, hace falta cobijarse bajo un hongo negro para acercarnos a este tedio, a este aire de insatisfacción. Pero luego, está esa marea de cínicos que miran hacia el horizonte, preguntándose cuándo volverá a empezar todo de nuevo. Cuándo volverán las explosiones, cuando los palos y las piedras. Cuándo el amor luchará contra el amor. Cuándo seremos los que siempre fuimos, cuándo volveremos a cantar canciones que asustan. Cuándo seremos señuelos, cuándo seremos presas. O cazadores.

 

Oriana me dijo que amarla nunca sería suficiente porque en el proceso se pierde más de lo que se puede generar. Oriana es la teoría del caos, es toda mariposa y todo terremoto. Ella me dijo que no le pertenece a nadie, que tampoco me pertenece a mí. Que su cuerpo puede saciar mis penas, pero sólo por lo que dure un sueño, por los extremos que tengamos el valor de enfrentar. Luego, tendremos nuestro propio fin del mundo. Luego cruzaremos el espejo, luego seremos una dulce Alicia, una Alicia hecha de cuchillos y pequeñas gotas de sangre en su edénico vestidito blanco.

 

Suena el teléfono pero nadie sabe donde estamos y no atiendo. Temo a los desconocidos y su capacidad de destruir lo conocido. Últimamente es común que suceda esto. Los teléfonos suenan, pero cuando uno atiende no se escucha nada del otro lado. O se escucha interferencia, o un llanto muy pequeño, como la mano de un chico.

 

La soledad son esas nenas con traje de baño que saltan a la pileta de natación del hotel sin que yo sepa de qué se ríen.

 

Oriana me dijo que cuando se fuera ya nunca la buscara porque no podría encontrarla. Le respondí que le escribiría un mensaje con los dedos en los vidrios empañados por el vapor del baño. Algo como huesos rascando un muro ajeno. Le dije que el amor es un naufragio donde nunca hay suficientes botes salvavidas, pero ella se rió y me dio un beso, casi como mirando a otro y supe que abrazarla tan fuerte como fuera posible, era la única manera de ausentarse del tiempo con aviso.

 

La televisión queda muda, observo la ropa colgada de los muebles. El amor es inservible en el recuerdo. El amor en tiempos de holocausto planetario es una de las tantas excentricidades humanas. Quizás efectos de la radiación. Como tumores invisibles que aparecen. Malformaciones que alguien después de nosotros estudiará. Cosas que ninguna droga podrá quitar.

 

Por la mañana no hablamos nunca. Oriana va a la pileta de natación del hotel y yo me quedo durmiendo, soñándola. Después me despierto y voy a buscarla. Es como si ella nunca durmiera. Como si las bombas no la hubiesen afectado y la muerte y la desolación y esta vida de prestado que vivimos ahora no significaran la gran cosa para ella. Quizás porque Oriana sabe mirar a su alrededor y sabe que el aliento que agita la suavidad de su cuerpo, es el único eje digno de ser tomado en cuenta.

 

El tráfico de gente me desconcierta, sonrientes, con sus bultos a cuestas. Pagan las cuentas y se van. Las habitaciones se llenan y se vacían, como extraños aviones sin pasajeros.

 

Cuando Oriana se fue dije que no lloraría por ella, mientras tanteaba el lado vacío de la cama tan infinitamente grande, tan desiertamente limpia.

 

No escribí nada por ella, todos los trazos estaban ahí, antes de conocerla. Pero simplemente no sabía qué hacer con ellos. Cómo justificar esas palabras que sonaban tan grandes para un blanco de hoja tan pequeño.

¿Si acaso volviera, le rogaría por un minuto? Seguramente que sí, porque nunca fui un tipo que se acostumbrara a que las decisiones de otro aniquilaran mis propios ejércitos de humillación.

 

En el cemento fresco dejo mis huellas, pero parecen las de cualquier otro. No me atrevo a dejar mi nombre para que no parezca que he dejado mi epitafio a la vista de los curiosos de vacaciones.

 

Oriana es el valle por el que todo profeta vaga alguna vez. Cediendo, sólo cediendo a las tentaciones

 

Desde la ventana, la tarde parece más calma, el agua parece más azul, los murmullos parecen más lejanos, mi reflejo se parece más a mí.

 

Recuerdo calles vacías, cielos vacíos, plazas vacías, árboles sin frutos. Recuerdo un océano hundiéndose bajo el peso de un humo lisérgico de muerte. Recuerdo peces. Recuerdo días que solo están ahí. Recuerdo hongos creciendo hasta el cielo, como escaleras negras. La belleza del silencio antes de los gritos. El saber que, de sobrevivir, sería como un astronauta dando pequeños saltos en una Luna imposible.

 

Arranco la línea del teléfono. Oriana me dice que ahora no podremos pedir servicio a la habitación, le digo que nunca deberíamos salir de la habitación. Ella se ríe, me besa, me dice que no saldremos.

Le pregunto, ¿qué pasará si el mundo termina otra vez mientras estamos acá?

No pasará nada, me dice ella. Absolutamente nada.

 

Ella bebe su té de jazmín. Yo pienso cómo no aburrirla, cómo dejar escapar la tristeza, cómo evitar ese constante gotear de los días. Sus zapatos están alineados en la alfombra. Sobre la cama está su bombacha negra. Oriana es todos los detalles pero también lo que no veo. Lo que no percibo. Partículas de piel fusionándose. ¿Cuánta energía, cuánta materia duerme entre sus pechos? ¿Cuántos mundos evaporaría la húmeda certeza de su sexo?

 

Los contornos de su cuerpo son mis pupilas y tal vez, porque Oriana lo sabe, ya nunca me dejará ir, aún cuando ella ya se haya ido. Y su radiación seguirá en mi cuerpo y no podrá ser medida por ningún instrumento. Y me seguiré quemando, y seguiré retando explosión tras explosión, hasta el fin.

 

Cuando ella se vaya no amaré a ninguna otra mujer y a todas las que vengan después le diré lo mismo que a ella y de todas pensaré lo mismo y nunca ninguna podrá decir que miento porque al final de una pileta de natación de un hotel abandonado siempre nada el mismo cuerpo tostado por el sol.

Y sé que podría buscar metáforas o romperlas, pero por qué habría de prostituir su recuerdo haciéndola literatura, ¿acaso para satisfacer a esos ciegos voyeurs de almas ajenas?

 

Pienso que podría ser un hombre común y corriente con esposa e hijos y con amigos pero sé que jamás podría sacarme esa sensación de lo que se avecina, oscuro e impreciso como un tipo arriba de un trapecio imaginario. Y sé que podríamos hablar el resto de nuestras vidas de cómo sobrevivimos al fin del mundo, pero ¿de qué nos serviría eso, ahora que Oriana se ha ido sin dejar más huella que mi cuerpo hundido en su recuerdo?

 

Oriana dijo que quería hablar de nosotros le dije que no había mucho que decir. Ella se enojó pero luego hicimos el amor y pensé que ya estaba todo dicho.

Oriana habla del pasado como diapositivas. Me habla de otros hombres o de fiestas de cocaína. Me dice que no me tome las cosas en serio. Salgo a caminar luego y veo mujeres saliendo de un supermercado y un hombre que pasea un perro pequeño y estúpido. El perro me ladra sin que yo sepa por qué.

 

Escuché del pintor que quemó su obra poco antes de morir, pensé que la eutanasia del anonimato es el mejor final que puede tener un hombre honrado.

 

Oriana guarda mis cartas y se las muestra a sus amigas y ellas piensan que soy romántico pero ninguna de ellas se acostaría conmigo.

 

Mientras acariciaba sus muslos ella me dijo que mis dedos eran monotemáticos.

 

Ahora la vida se parece más a esas diapositivas que mirábamos antes del fin. El tiempo es relativo y quizás siempre lo fue, pero no sabíamos apreciarlo en su total magnitud. Y escribir sobre el fin del mundo es también escribir sobre el tiempo y sobre nosotros. Porque, todos lo saben, cada muerte es un fin del mundo y todo pasa ahora y el después es algo que inventamos los vivos para sentirnos menos solos.

Y un día despertamos y otra vez hay edificios y tiendas de ropa y gente que comenta cuánto hemos engordado o si estamos más flacos o lo bien que nos quedan esas zapatillas que compramos antes del Apocalipsis.

 

Recuerdo a Oriana con sus pies desnudos y su vestido negro de fiesta, ese que le dejaba la mitad de sus pequeños pechos al descubierto. Las fiestas tienen ahora ese constante pender de un hilo que las hace más artificiales de lo que siempre fueron. Nunca falta alguien que llore cuando una puerta se cierra. Nunca falta el que pregunte qué vamos a hacer ahora. Nunca falta el que asegure que al final de la noche va a tirarse por la ventana. Y sí faltan los que quieran detenerlo.

 

Hay un tipo que lleva el equipaje de todo el mundo por una escalera de madera que cruje a cada paso. No sé por qué no usa el ascensor. No le dije nada, quizás a él no le importe y todo sea algo que esté en mi cabeza.

 

Duermo mientras ella está sobre mí y siento su cuerpo temblando no sé por qué, nunca la he visto tan frágil y sentí miedo como nunca antes.

 

El cemento se seca como los dinosaurios muertos y me pregunto ¿Qué será de sus huesos empetrolados? ¿Cómo soñaron el futuro? ¿Acaso esparcieron sus restos queriéndonos decir algo? Ellos supieron disfrutar de su fin del mundo. Los sobrevivientes se aprovecharon. Como siempre. En cualquier incertidumbre, solo los que empuñan certezas como lanzas pueden correr esa maldita cortina de tinieblas que envuelve todo fin.

 

Al cortarme, mientras me afeito, apenas siento un poco de frío, como si mi sangre ya no fuese más que la presión de ser alguien incapaz de disculparse por no decir lo siento a cada minuto que desperdicio.

 

La tristeza es escuchar sonar el teléfono de la habitación de al lado una y otra vez y que nadie, absolutamente nadie atienda.

 

La espera es parte de todo, como la ultima cena de un condenado que luego no es llevado al patíbulo y tiene otra vez una ultima cena que sigue y sigue siendo la última

La espera, cuando no hay tiempo, es lo único que nos queda. Aquí, más allá de la locura, no se distinguen grandes formas. No se puede saber qué es lo mío, qué es lo tuyo. Los sobrevivientes tendemos a la impostura. A fingir que no paso nada. A veces a caminar lento, como si estuviésemos bien seguros de todo, como si no existiesen dudas. Como si hubiese adónde ir.

 

Cuando volví al cuarto Oriana se había ido, dejó una carta que no quise abrir; temí que estuviese en blanco. O peor aún, cubierta de escombros.

 

Pagué las cuentas, miré por última vez esa pileta de natación, el hombre del equipaje, los sobrevivientes, las nenas sonrientes. Enchufé el teléfono, saqué la basura del cuarto salí a la calle y subí a un micro que me trajo de vuelta. Pero no sé de dónde.

 

En el fin del mundo todos los actos son actos mínimos. El silencio, el amor, la espera. Una luz ámbar iluminando un cuarto vacío, un hombre que mira su sombra como si buscara reconocerse.

 

Más te vale saberlo.

 

Hay tantas formas de arder,

como maneras de estallar.

Sucesos que no nos dejan de

salpicar.

Hay tantas formas de hacer,

de este mundo algo demencial,

que a veces me asusta.

 

Skizoo, Nada es imposible.

 

Y recordad que es mejor quemarse que apagarse lentamente.

Kurt Cobain.

 


lunes, 10 de mayo de 2021

HABLAME, RODOLFO

 Marcelo Medone


Yo siempre te decía Rodolfo tenés que cuidarte no fumes tanto que un día de estos vas a estirar la pata como un chancho y no me quiero quedar viuda joven y vos me respondías bueno tampoco tan joven Susana no te la tires de pendeja que ya te están empezando a aparecer canas mirá que sos malo Rodolfo podrías ser un poco más caballeroso con la mujer que te ama y te amó toda la vida porque yo siempre dije haz el amor sin mirar a quién no me confundí como una tonta seguro que ese era un lema de los jipis de hace tiempo que usaban flores en el pelo y fumaban marihuana y estaban a favor de la paz y el amor libre y en contra de la guerra de Vietnam que ahora deben de estar más viejos que nosotros si no se fueron al más allá al otro mundo o adonde cada uno piensa que se tiene que ir porque a lo mejor estos jipis eran budistas o seguían a un gurú de la India o a un monje tibetano como el Dalai Baba o a un loco de una de esas sectas suicidas del fin del mundo o de esas bandas satánicas de metal pesado que escupen sangre y pisan pollitos con sus botas y no se entiende lo que cantan que mejor no nombrarlas por las dudas porque al que te dije mejor no invocarlo ni siquiera en broma pero lo que quise decir era haz el bien sin mirar a quién porque a mí se me confunden los proverbios que creo que se llaman así vos igual me entendiste Rodolfo porque sos muy inteligente y yo no soy tan vieja porque al final soy más joven que vos por dos años así que siempre vas a ser más viejo que yo jajá es un chiste que hacíamos con mi hermana menor Betty que se enojaba porque nunca me podía alcanzar ni siquiera en el día de su cumpleaños la pobre Betty que nunca tuvo novio y le decían ya de mayor que se parecía a Betty la fea aunque nada que ver porque tampoco era tan fea aunque la verdad la verdad verdadera no era demasiado linda que digamos y encima nunca se arreglaba por eso no tuvo novio aunque para mí que tuvo algún muchacho para pasar el rato pero no era una descocada y guardaba las apariencias pero Betty era más buena que Lasi mirá qué antigüedad lo de más buena que Lasi ahora los jóvenes ni siquiera saben quién es Lasi que era una perra que actuaba en la televisión de cuando la televisión era en blanco y negro y daban Bonanza que a vos no te gustaba porque eran todos estancieros con vacas de cuernos largos y tenían una estancia a la que le decían rancho que se llamaba la ponderosa que no sé qué quiere decir pero siempre me sonó a la poderosa porque eran yanquis poderosos que mataban a los indios de los pueblos originarios que eran los dueños ancestrales de esas tierras que no tenían vacas originarias pero tenían bisontes o búfalos americanos pero nunca se los veía en Bonanza y como decía Yupanqui las penas son de nosotros y las vaquitas son ajenas y también veíamos a Kung Fu que el maestro Po lo llamaba pequeño saltamontes cuando era chico y bastante tiempo después vino el Karate Kid con el señor Miyagi que le hacía hacer la grulla parado descalzo en un poste al pobre Daniel pero en aquellos tiempos de la televisión en blanco y negro veíamos a Kung Fu que no hacía la grulla pero caminaba todo el tiempo descalzo y al Súper Agente 86 con su zapatófono y su cono de silencio siempre con la 99 siguiéndolo a todos lados y el que más me gustaba de todos era el Zorro que empezaba en su corcel cuando sale la luna aparece el bravo zorro que a vos sí te gustaba Rodolfo porque luchaba a favor de los pobres y andaba enmascarado parecido a cómo andan todos por la calle ahora que solamente se les ven los ojos viste Rodolfo que ahora tenés que identificar a la gente por la mirada y hay algunos que quedan mejor con la cara tapada porque tienen lindos ojos y lindas pestañas y de repente el resto de la cara es fea pero no se ve y parecemos todos mujeres musulmanas yo no sé cómo van a hacer los sordomudos para leer los labios con la boca tapada y te decía Rodolfo que el Zorro andaba por ahí enmascarado montado en su caballo negro Tornado con el mudo que cómo se llamaba ah sí se llamaba Bernardo que era mudo pero no sordo que es raro porque la mayoría de los mudos que conozco son sordomudos mirá vos qué justo que te estaba contando de los sordomudos de ahora capaz que a Bernardo le pasó algo en las cuerdas vocales cuando era chico o le cortaron la lengua y no pudo hablar más pero Bernardo no era ningún tonto y era el mejor amigo del Zorro y lo vivían embromando al sargento García qué gordo que era el sargento García que era muy gracioso y tenía pinta de bueno y ese sí que era un poco tonto por no decir otra cosa y era raro ver a un milico divertido te acordás Rodolfo que el actor que hacía del Zorro se había venido a vivir a Buenos Aires y los chicos lo querían porque al Zorro lo siguieron pasando en la televisión durante muchos años y acá era más famoso que en Hollywood como te decía primero lo pasaban en blanco y negro y después le pusieron color o de repente tenía color de entrada en los Estados Unidos pero nosotros lo veíamos en blanco y negro porque era lo único que había igual nos encantaba verlo igual que a Batman y Robin que se vivían peleando a las trompadas con el Pingüino y todos los otros malos como el Guasón de aquella época no te metía miedo como los Guasones de ahora y cuando Batman y Robin se agarraban a las piñas les ponían cartelitos de pum pam toc y trak o cosas así y Robin decía santos frijoles saltarines y santos caracoles y santos rayos y centellas Batman y andaban con el bueno de Alfred que era un lord inglés aunque no sé si la ciudad gótica quedaba en Inglaterra o en los Estados Unidos porque no me suenan que sean latinoamericanos aunque nunca se sabe a lo mejor eran de Ecuador o de Guatemala o de alguna isla del Caribe pero no se veían playas con palmeras en la famosa ciudad gótica de Batman y Robin que seguro que no eran mexicanos ni cubanos porque no tenían acento ni de México ni de Cuba y yo tengo buen oído para los acentos y a los mexicanos y a los cubanos los conozco bien porque siempre veíamos al Chavo del Ocho con la Chilindrina y el Quico pero el Chapulín Colorado no me hacía tanta gracia y nos gustaban Fidel Castro y el Che Guevara que acá estaba prohibido decir que te gustaban porque Fidel era cubano y comunista aunque el Che era argentino pero se había ido a Cuba y vos y yo Rodolfo no nos hicimos jipis pero casi nos hicimos comunistas como los cubanos y nos pasábamos horas escuchándolo a Silvio Rodríguez que tampoco podías decir muy alto que te gustaba porque estaba prohibido también como tantas otras cosas y te acordás que Silvio cantaba compañeros poetas tomando en cuenta los últimos sucesos en la poesía quisiera preguntar me urge qué tipo de adjetivos se deben usar en la canción Playa Girón mirá que me la acuerdo toda toda de memoria y no te la digo ahora toda la letra para no aburrirte porque no es el momento pero cuando quieras podemos ponernos a cantar canciones porque con esto de la cuarentena no hay mucho para hacer y en ese tiempo todos queríamos ser poetas y cantantes como Silvio Rodríguez y como Pablo Milanés con su Yolanda y te recuerdo Amanda que me enseñaste que era de Víctor Jara y escuchábamos a Daniel Viglietti con su a desalambrar y a Chico Buarque y a Mercedes Sosa que no era casualidad que estaban todos prohibidos en la Argentina y en todos los lugares donde había dictaduras que eran un montón casi que había más dictaduras que democracias en América Latina será por eso que esas canciones nos gustaban además de las cosas que decían que eran de sentido común para el pueblo laburante como nosotros porque al final siempre dos más dos son cuatro y que no te quieran convencer de otra cosa pero vos Rodolfo me decías que eras troskista y no comunista porque decías que la revolución era permanente y que el comunismo se había estancado y nos leímos todos los libros de Eduardo Galeano que además tenía una muy buena voz de locutor y decía cosas muy interesantes y de sentido común como te decía antes porque la gente que sabe en serio te dice las verdades más importantes de manera fácil y lo leíamos a Mario Benedetti que decía si te quiero es porque sos mi amor mi cómplice y todo y en la calle codo a codo somos mucho más que dos y a León Felipe con no sé muchas cosas es verdad pero me han dormido con todos los cuentos y sé todos los cuentos y los poemas de Juan Gelman con el Tata Cedrón y a Cortázar de arriba abajo incluyendo rayuela y los cronopios y los famas que vos me contaste que eran masculinos y te acordás Rodolfo cómo nos gustaban los cuadros de Frida Kahlo que era mexicana y vos te pusiste a pintar todas las paredes que encontrabas con murales a favor de la revolución y en contra de la explotación de los obreros como hacía Diego Rivera que también era mexicano y era el marido de Frida y por eso te metieron preso un par de veces menos mal que no vieron las pintadas que hacías en los muros frente a los cuarteles cuando salías a la noche con tus amigos te acordás Rodolfo que íbamos a todas esas marchas de estudiantes y los milicos nos tiraban los caballos encima y vos me defendías para que no me pegaran bastonazos porque a los milicos no les importaba si eras mujer para pegarte y te pegaban aunque estuvieras embarazada y eso que yo nunca me embaracé pero me iba con vos a todos lados a gritarles hijos de puta hijos de puta en cantito a los milicos y se va a acabar se va a acabar la dictadura militar y en eso siempre me cuidaste Rodolfo eras medio loco pero me cuidabas y volviendo a Batman y Robin pensándolo bien para mí que capaz que sí eran de algún país americano pero no americanos yanquis porque Batman se llamaba Bruno Díaz y el policía se llamaba el comisionado Fierro como Martín Fierro aunque no tenía pinta de gaucho y Robin se llamaba Ricardo Tapia mirá vos de lo que me vengo a acordar siempre me quedó lo de tapia patente patente porque vos me decías que te hacía acordar al dicho de sordo como una tapia entonces si Batman y Robin al final no eran latinoamericanos porque no me termina de convencer la idea de que eran argentinos o colombianos o peruanos entonces de repente eran europeos pero no franceses porque no se veía nunca a la torre de París ni alemanes ni italianos para mí que eran ingleses como James Bond que ese sí que era inglés y no me importaba porque a los ingleses no los odio tanto como a los yanquis que siempre hicieron lo que quisieron con todo el mundo como Regan y Bush y ahora Tramp y no sé si Wáshington era igual que ellos porque seguro que hicieron lo que se les cantaba toda la vida porque tenían dólares que tenían la cara de Wáshington y ellos sí que hacían el mal sin mirar a quien aunque a veces los ingleses tampoco se portaron muy bien como cuando la víbora malnacida de la Tácher que esa sí que la odié desde el fondo de mi corazón casi tanto como al borracho de Galtieri que era el peor de todos aunque no sé cuál de todos los milicos era el peor porque cómo se mide el grado de maldad de alguien que es capaz de los peores crímenes contra la humanidad por eso prefiero no nombrarlos a los demás dictadores porque traen mala suerte sobre todo al primero flacucho y narigón de bigotito que andaba sacándose fotos con los jugadores de fútbol del mundial 78 de Argentina que hasta le dejaron entregar la copa a los campeones que eran de Argentina y dicen que no fue de casualidad que saliéramos campeones y que estaba todo arreglado pero igual a mí me gustaba Kempes que era alto y flaco con su pelo largo de jipi te acordás Rodolfo de la canción del extraño de pelo largo que decía vagando por la calle mirando la gente pasar la gente pasar el extraño de pelo largo sin preocupaciones va que también hicieron la película con Lito Nebbia que era el mismo de la balsa que cantaba con mi balsa yo me iré a naufragar parecido a lo que decía el genio del flaco Spinetta en su cantata de puentes amarillos cuando cantaba y en el mar naufragó una balsa que nunca zarpó y estábamos todos orgullosos de que Spinetta fuera argentino para mí que era un ser de luz de otro planeta que bajó a la tierra en la nave del capitán Beto hecha en Haedo y nos iluminó a todos con su poesía y su sonrisa eterna que era más linda que la de Gardel y te juro que no me voy a olvidar más de ese mundial por la bronca que me dio que usaran al fútbol para tapar todo lo que hacían con el pueblo porque decían que los argentinos éramos derechos y humanos pero los milicos se cagaban en los derechos humanos hablando mal y pronto aunque a mí no me guste putear pero a veces no hay más remedio como decía el negro Fontanarrosa que en paz descanse cuando salió a defender a las malas palabras en aquel congreso que vinieron de la real academia de España y él decía que pelotudo era una palabra que estaba bien usarla cuando hacía falta y para mí la copa del 78 quedó manchada con sangre viste que Maradona decía que la pelota no se mancha pero aquella copa dorada quedó manchada de sangre para siempre y no sé a quién odiaba más después si a los milicos o a los ingleses te decía que la odié a la bruja de la Tácher que mandó a sus soldados y a los gurcas a las islas Malvinas y hundió al Belgrano que estaba lleno de soldados argentinos jóvenes y yo siempre decía que de todos los James Bonds que hubo el que más me gustaba era John Coneri que nunca supe bien cómo se escribía el nombre pero siempre me pareció muy pintón con su sonrisa perfecta y el pelo negro engominado a lo Gardel aunque a mí me gustaba más cómo cantaba el uruguayo Julio Sosa que lo llamaban el varón del tango y al final tampoco vamos a saber si Gardel era argentino francés o uruguayo y James Bond tenía una labia impresionante que siempre decía mi nombre es Bond James Bond y tenía un levante que te voglio dire con las minas porque siempre había mujeres muy lindas en las películas de James Bond vos sabés de lo que te hablo Rodolfo porque te hacías el distraído pero te gustaban las minas que aparecían pero me fui por las ramas como siempre porque te decía que me gustaba más John Coneri que los otros James Bonds que vinieron después aunque hay uno rubio de los últimos o de repente es el último último que se llama Daniel igual que el Karate Kid que también me parece buen mozo no el Daniel del Karate Kid el otro Daniel el de James Bond es el que quiero decir y es muy buen actor y ahora me acuerdo de que Batman y Robin tenían su guarida en la baticueva que estaba repleta de computadoras de esas viejas llenas de lucecitas y con carretes de cinta que parecían de las películas del espacio y andaban en el batimóvil que era un auto deportivo con forma de alas de murciélago mucho más futurista y espectacular que el que apareció después en la película volver al futuro verdad que te acordás no Rodolfo te acordás de aquellos tiempos éramos tan jóvenes y tan felices y vivíamos con dos pesos y eso que no éramos jubilados y no teníamos problemas de salud y no había tantos virus raros dando vueltas y podíamos irnos de mochileros a recorrer por todos lados te acordás cuando hicimos el camino del inca por la ruta 40 y nos fuimos hasta Machu Picchu en el Perú y nos quedamos a acampar en Aguas Calientes y me regalaste ese collar tan lindo de semillas rojas y negras brillantes que se llaman huayruros que nunca más me lo saqué y todavía lo tengo puesto y me lo voy a llevar a la tumba y fuimos a la fiesta de la Pachamama en Cusco y éramos libres y nos conectábamos con la Madre Tierra y ahora no te dejan salir ni a la esquina sin permiso eso que estamos en democracia pero tampoco es que vamos a salir de mochileros a esta edad pero una cosa es no querer salir y otra distinta es que no te dejen y te decía que Lasi era de una raza que creo que se llamaba Coli que tampoco no sé bien cómo se escribe porque yo de inglés no sé nada al revés que vos Rodolfo que sí sabés algo de inglés porque tenés más facilidad para los idiomas y yo lo único que me aprendí es yanquis gou joum y ai lav iu que vos me decías cuando te ponías mimoso y querías guerra que mejor lo dejamos ahí porque no aclaremos porque oscurece viste que se me terminó pegando uno de tus dichos será que una con los años se copia del otro hasta las mañas pero la cuestión es que Lasi era muy buena y no como vos Rodolfo que me peleabas en venganza porque yo siempre te insistía andá a verlo al doctor Garmendia para que te revise porque seguro que tenés la presión alta que nunca te la controlás y a tu edad tenés que cuidarte creo que ya lo dije lo de que tenías que cuidarte a veces puedo ser bastante hinchapelotas y vos me decías Susana me tenés con los huevos al plato que vendría ser lo mismo que hinchapelotas pero si yo no te decía vos nunca te cuidabas pero no importa igual se entiende pero vos Rodolfo siempre tan testarudo hacías lo que querías y te ibas de casa enojado dando un portazo como un chico malcriado y volvías después con la cola entre las patas y me pedías perdón quién sabe adónde te ibas mejor no saberlo porque menos averigua Dios y perdona como decía mi santa madre que en paz descanse y que Dios la tenga en la gloria y que nunca te quiso y que me decía ay Susana ese muchacho no es para vos pero igual nos casamos viste Rodolfo vos siempre te salías con la tuya porque me insististe me insististe hasta que te dije que sí pero vos Rodolfo igual nunca me hiciste caso y seguías fumando y tomando whisky cuando podías comprar cerveza y vino tinto barato cuando no tenías plata y vos me decías que el alcohol lo usan los médicos para matar gérmenes me acuerdo de que me contabas y que los gérmenes son virus y bacterias invisibles y yo te decía que no sé si mata a todos los virus porque puede ser que mate a los virus más tontos y a otros no porque estos últimos virus que hacen pandemias como le dicen ahora en vez de epidemias son virus inteligentes como los misiles inteligentes que se usan en las guerras modernas que disparan desde un escritorio en Wáshington a miles de kilómetros pero cuando digo que son virus inteligentes quiero decir inteligentes malvados y no inteligentes nada más y yo te decía que aunque te salves de todos los virus y las bacterias del mundo te vas a morir de cirrosis en el hígado de tanto tomar o te va a venir un cáncer de esos fulminantes que no te dan tiempo a nada que los doctores te abren y te cierran y te dicen que no había nada que hacer que mejor que se muera en su casa en familia rodeado por sus seres queridos y no lleno de tubos en un hospital y me decías no digas pavadas Susana nadie se muere en la víspera tenemos el día marcado por más que queramos no vamos a poder cambiar la fecha en que nos tenemos que morir porque la suerte es loca y a cualquiera le toca a la muerte ni temerla ni buscarla hay que esperarla y en la vida todo tiene remedio menos la muerte siempre respondiéndome con dichos y con proverbios estúpidos vos Rodolfo y no la llames a la huesuda de la guadaña porque trae mala suerte más mala suerte que cruzarse con un gato negro o romper un espejo por eso siempre me levanto con el pie derecho y nunca paso por debajo de una escalera y no nos casamos un martes trece que nos venía cómodo y nos casamos el viernes nueve y tampoco nos subimos al crucero de nuestra luna de miel el martes por lo de no te cases ni te embarques y fuimos muy felices tantos años Rodolfo a pesar de que no tuvimos hijos quién sabe por qué Dios no lo quiso así aunque una vez por semana yo me entregaba carnalmente a vos Rodolfo como manda la Biblia y eso que yo siempre fui a la iglesia todos los domingos no como vos que no pisabas adentro de una iglesia ni por casualidad porque me repetías que la religión es el opio del pueblo y que apenas sí entraste a la iglesia el día en que nos casamos porque si no a mi madre le daba un infarto en el corazón y yo sé que lo hiciste por mí porque no eras mala persona y yo iba a la iglesia y les pedía a San Ramón y a Santa Rita para quedar embarazada y me confesaba con el cura Franceschini que era muy buen mozo y a vos te ponía celoso aunque para mí que era maricón porque nunca me miraba el escote cuando yo me arrodillaba para confesarme en la sacristía porque yo tengo lo mío en la zona del frente digo las dos hermanas como vos les decías que a vos bien que te gustaban aunque no te gustaba que anduviera mostrando el escote como cuando iba a confesarme con el cura Franceschini que hablaba delicado o capaz que era muy educado porque los curas estudian mucho para ser curas en el seminario y aprenden mucha cultura y a hablar despacito como cuando dan un sermón parecido a como hablan los psicólogos y las psicólogas que te envuelven con palabras y te hablan con esa tranquilidad que te hipnotiza aunque a mí nunca me hipnotizaron que yo sepa y capaz que me estoy confundiendo pobre y lo trato al cura de raro porque no todos los curas son raros y degenerados porque hay algunos buenos como él que me decía que todo es por algo en esta vida y que los caminos del Señor son inexcusables o algo así vos me entendés Rodolfo porque ya te lo conté antes aunque seguro que te entraba por una oreja y te salía por la otra como lo que siempre te decía yo de que tenías que cuidarte y vos me decías sí Susana sí Susana a todo pero al final no me hacías caso y el pobre doctor Garmendia se terminó muriendo de cáncer de pulmón y eso que nunca fumó ni un cigarrillo y vos me decías ves Susana como no sirve de nada cuidarse porque hasta a los médicos les llega la hora cuando tiene que llegarles en eso tenías razón Rodolfo pero igual nunca te cuidaste con el doctor Garmendia ni con ningún otro doctor y me decías que no hacía falta usar barbijo total ya estamos amortizados y de algo tenemos que morirnos algún día y el que se vaya último que apague la luz vos siempre tan gracioso pero a mí no me hacía ninguna gracia y te decía que por nuestra edad ya somos población de riesgo de riesgo de qué me decías Rodolfo de riesgo de morirnos de aburrimiento en casa viendo televisión que lo único que hacen es pasar números de enfermos y de muertos de todos los países como si fuera una competencia y no hay ninguno que se salve porque los ricos y los pobres los poderosos y los de abajo parece que al final sí estamos todos igualados como decía Discépolo en el tango cambalache en un mismo lodo todos manoseados y eso que ya no estamos más en el siglo veinte porque parece mentira que estamos en pleno siglo veintiuno y viste las cosas que pasan en el mundo es de no creer con tantos adelantos científicos y dicen que en cualquier momento vamos a llegar a Marte si sobrevivimos a las pestes digo yo y tantos celulares inteligentes que te sacan fotos y féisbuc y videollamadas que parece que es la moda porque todos te piden que les hagas una videollamada que no sé si voy a aprender a hacerla algún día porque hace una semana que empecé con tos y fiebre y me siento muy mal eso que siempre me cuidé la salud no como vos Rodolfo que siempre hiciste lo que quisiste y nunca te cuidaste como yo te decía y ahora Rodolfo estamos de velorio por culpa del virus chino que más vale no nombrarlo cruz diablo porque trae mala suerte y yo acá encerrada sin aire y a oscuras y no sé dónde estás Rodolfo hablame Rodolfo y no me hablás por qué no me hablás Rodolfo por qué no me hablás hablame Rodolfo que me siento sola.

 

(Publicado en el número 29 de la revista Nocturnario de México D.F., en junio de 2020)