martes, 18 de mayo de 2021

CALIFORNIA 35 KILÓMETROS

 Alejandro Bentivoglio

  


The world was on fire

and no one can´t save me but you

Wicked Games, Chris Isaak.

 

 

-Sí, ¿qué es la vida?

-Es una cosa que hay que llenar bien, sin pérdida de tiempo. Aunque al llenarla bien, se rompa.

-¿Y cuando se ha roto?

-Ya no sirve para nada. Nada, y así sea.

Nada y Así Sea, Oriana Fallaci.

 


Imaginé una postal para nosotros: desaparecer en una muda habitación de hotel. Lejos de ciudades gastadas bajo el peso de estos cielos de extraños colores. El fin del mundo es lento, es apenas otro capítulo en la letanía de los estertores de la historia. Y ¿pronunciar tu nombre, Oriana, no es rebelarme contra el futuro? Combatirlo.

Pero pronunciarlo en susurros, como palabras de piel dichas en otro idioma. La historia propia transmutada en lejanía. Los cuerpos no conocen de Apocalipsis, solo de caricias.

Hace años, no me importa recordar cuántos, el mundo terminó. Al menos el mundo que conocíamos. Unas cuantas explosiones, anónimos millones de muertos. Sobrevivientes. Tierra y ausencias. Explicaciones, dudas. Efectos. Causas. Jugar a Dios, a los dados, a los dardos, a la gallina ciega.

Entre las ruinas conocí a Oriana. Ella era el principio y el fin de toda hecatombe. Era esa mujer que es toda mujer y a la vez ninguna. Porque jamás se hubiese sentido más especial de lo que era y me habría dicho: todos los hombres construyen pedestales para diosas que después no tienen el valor de adorar como se debe.

Pero, le habría dicho, ¿qué tributo quieren las diosas? Ninguno, habría dicho ella.

Entonces, ¿qué es lo que quieren?

Ser mujeres.

 

Le dije a Oriana que nos vayamos a cualquier parte, cualquier parte que no sea acá. Ella me dijo que sí y buscamos un hotel cualquiera. Uno de esos donde puede terminar cualquier historia de amor. Porque el amor se termina como una bomba de neutrones, dejando las estructuras de pie, pero matando todo lo que hay adentro. Y eso siempre termina pasando, porque el amor es una guerra que libramos a diario, contando nuestras bajas y reforzando nuestros ejércitos, sabiendo que la victoria es el recuerdo y la derrota es ser tan vulgar como para decir un adiós que todos puedan escuchar.

      

Oriana asalta el minibar y luego hablamos hasta tarde. Me habla de su infancia antes del fin del mundo, de su padre ausente, de muertos esparcidos en el campo, de noches de velocidades imprecisas cuando todo parecía estar coronado por el color sepia, no como ahora que todo parece esfumarse, fundirse a negro, arrastrarse en la lentitud de la ausencia de un tiempo real. Luego se duerme, se acurruca temblando ligeramente. Hay sombras en la pared, murmullos. Desde afuera llega el rumor de automóviles (los pocos que quedan) apagándose. Enciendo un cigarrillo y miro por la ventana. Ser un superviviente es la forma más extraña de morir que uno puede elegir. Pensar que con reconstruir edificios, costumbres, rituales, basta para volver a ser lo que éramos es tan ingenuo.

 

Pero supongo que se puede disculpar, ¿cuántos fines del mundo vimos hasta ahora?

 

Oriana se quita las botas negras y las medias siguen un trazo circular, proyectándose desde sus muslos, delineando la perfección de sus pies. No hay ecos de zapatos en la triste alfombra verde. Luego del fin del mundo todo pareció ser silencio, pero después volvió el ruido. Un ruido enorme, insoportable. Ahora tenemos el mismo ruido de siempre. Ese ruido de ser ajeno en medio de formas que no parecen pertenecer a nada reconocible.

 

Oriana lee desnuda a Emily Dickinson, como si quisiera que yo la recordara por siempre así.

 

Hago de este momento un recuerdo futuro. Y es en verdad extraño pensar en el futuro, ahora que todo es este presente continuo de no tener nada que esperar. Porque ya pasó todo y lo que queda se asemeja a una caricatura de lo que alguna vez fue. Una caricatura que nos esforzamos por mantener pegada a una pared hecha de escombros.

 

No hay tiempo. El espacio parece burlarse de nosotros. Las teorías se escriben con cenizas para luego ser olvidadas. Pusimos todo a funcionar de vuelta porque no quedaba otra. Porque era terrible tener que decirnos: bueno, llegamos hasta acá, esto es todo lo que la humanidad tenía para dar.

 

¿Cómo aceptar que ya terminó la función, que estamos en el estacionamiento buscando nuestro auto, listo para seguir el camino derecho a ninguna parte?

 

La habitación duerme. Hay luces doradas. California. Dicen que la primera bomba estalló a 35 kilómetros de California, vaya uno a saber por qué. Apuntaron hacia ahí como podrían haber apuntado a cualquier lado. No hubo estrategia, ni se pensó demasiado las cosas. Se prefirió hacer el trámite rápido. Fin del mundo y a otra cosa. Luego hubo otras explosiones, noticias, muertos, esa ridícula cosa llamada civilización hecha muchos pedazos irreconocibles. Y la reconstrucción, el volver empezar. El pensar que estamos solos, haciendo cosas que no entendemos, preguntándonos, ¿dónde tenemos nuestra propia frontera?

 

Hay una pileta de natación en la planta baja del hotel iluminada por luces de neón humano. Gente que no conozco, otros sobrevivientes. Personas con las que no sabría de qué hablar si nos quedáramos encerrados en un ascensor. Y me pregunto, Oriana, ¿adónde te metiste que sólo dejaste el camino abierto a postales de vulgar confección?

 

La noche se llena de botellas de cerveza, de pequeñas mesas blancas de plástico con charlas y risas, mientras yo flirteo otra vez con el suicidio del amor. Lunáticos que se pasean hablando de los viejos tiempos. De cuando la televisión no era este constante repetir de mensajes de paz y amor, este decirnos que esta vez sí seremos un mundo perfecto. Porque eso es lo que enseña el fin del mundo, ¿no? Hacen falta unas cuántas bombas atómicas para que cantemos juntos, para que nos demos besos en las mejillas. Sí, hace falta cobijarse bajo un hongo negro para acercarnos a este tedio, a este aire de insatisfacción. Pero luego, está esa marea de cínicos que miran hacia el horizonte, preguntándose cuándo volverá a empezar todo de nuevo. Cuándo volverán las explosiones, cuando los palos y las piedras. Cuándo el amor luchará contra el amor. Cuándo seremos los que siempre fuimos, cuándo volveremos a cantar canciones que asustan. Cuándo seremos señuelos, cuándo seremos presas. O cazadores.

 

Oriana me dijo que amarla nunca sería suficiente porque en el proceso se pierde más de lo que se puede generar. Oriana es la teoría del caos, es toda mariposa y todo terremoto. Ella me dijo que no le pertenece a nadie, que tampoco me pertenece a mí. Que su cuerpo puede saciar mis penas, pero sólo por lo que dure un sueño, por los extremos que tengamos el valor de enfrentar. Luego, tendremos nuestro propio fin del mundo. Luego cruzaremos el espejo, luego seremos una dulce Alicia, una Alicia hecha de cuchillos y pequeñas gotas de sangre en su edénico vestidito blanco.

 

Suena el teléfono pero nadie sabe donde estamos y no atiendo. Temo a los desconocidos y su capacidad de destruir lo conocido. Últimamente es común que suceda esto. Los teléfonos suenan, pero cuando uno atiende no se escucha nada del otro lado. O se escucha interferencia, o un llanto muy pequeño, como la mano de un chico.

 

La soledad son esas nenas con traje de baño que saltan a la pileta de natación del hotel sin que yo sepa de qué se ríen.

 

Oriana me dijo que cuando se fuera ya nunca la buscara porque no podría encontrarla. Le respondí que le escribiría un mensaje con los dedos en los vidrios empañados por el vapor del baño. Algo como huesos rascando un muro ajeno. Le dije que el amor es un naufragio donde nunca hay suficientes botes salvavidas, pero ella se rió y me dio un beso, casi como mirando a otro y supe que abrazarla tan fuerte como fuera posible, era la única manera de ausentarse del tiempo con aviso.

 

La televisión queda muda, observo la ropa colgada de los muebles. El amor es inservible en el recuerdo. El amor en tiempos de holocausto planetario es una de las tantas excentricidades humanas. Quizás efectos de la radiación. Como tumores invisibles que aparecen. Malformaciones que alguien después de nosotros estudiará. Cosas que ninguna droga podrá quitar.

 

Por la mañana no hablamos nunca. Oriana va a la pileta de natación del hotel y yo me quedo durmiendo, soñándola. Después me despierto y voy a buscarla. Es como si ella nunca durmiera. Como si las bombas no la hubiesen afectado y la muerte y la desolación y esta vida de prestado que vivimos ahora no significaran la gran cosa para ella. Quizás porque Oriana sabe mirar a su alrededor y sabe que el aliento que agita la suavidad de su cuerpo, es el único eje digno de ser tomado en cuenta.

 

El tráfico de gente me desconcierta, sonrientes, con sus bultos a cuestas. Pagan las cuentas y se van. Las habitaciones se llenan y se vacían, como extraños aviones sin pasajeros.

 

Cuando Oriana se fue dije que no lloraría por ella, mientras tanteaba el lado vacío de la cama tan infinitamente grande, tan desiertamente limpia.

 

No escribí nada por ella, todos los trazos estaban ahí, antes de conocerla. Pero simplemente no sabía qué hacer con ellos. Cómo justificar esas palabras que sonaban tan grandes para un blanco de hoja tan pequeño.

¿Si acaso volviera, le rogaría por un minuto? Seguramente que sí, porque nunca fui un tipo que se acostumbrara a que las decisiones de otro aniquilaran mis propios ejércitos de humillación.

 

En el cemento fresco dejo mis huellas, pero parecen las de cualquier otro. No me atrevo a dejar mi nombre para que no parezca que he dejado mi epitafio a la vista de los curiosos de vacaciones.

 

Oriana es el valle por el que todo profeta vaga alguna vez. Cediendo, sólo cediendo a las tentaciones

 

Desde la ventana, la tarde parece más calma, el agua parece más azul, los murmullos parecen más lejanos, mi reflejo se parece más a mí.

 

Recuerdo calles vacías, cielos vacíos, plazas vacías, árboles sin frutos. Recuerdo un océano hundiéndose bajo el peso de un humo lisérgico de muerte. Recuerdo peces. Recuerdo días que solo están ahí. Recuerdo hongos creciendo hasta el cielo, como escaleras negras. La belleza del silencio antes de los gritos. El saber que, de sobrevivir, sería como un astronauta dando pequeños saltos en una Luna imposible.

 

Arranco la línea del teléfono. Oriana me dice que ahora no podremos pedir servicio a la habitación, le digo que nunca deberíamos salir de la habitación. Ella se ríe, me besa, me dice que no saldremos.

Le pregunto, ¿qué pasará si el mundo termina otra vez mientras estamos acá?

No pasará nada, me dice ella. Absolutamente nada.

 

Ella bebe su té de jazmín. Yo pienso cómo no aburrirla, cómo dejar escapar la tristeza, cómo evitar ese constante gotear de los días. Sus zapatos están alineados en la alfombra. Sobre la cama está su bombacha negra. Oriana es todos los detalles pero también lo que no veo. Lo que no percibo. Partículas de piel fusionándose. ¿Cuánta energía, cuánta materia duerme entre sus pechos? ¿Cuántos mundos evaporaría la húmeda certeza de su sexo?

 

Los contornos de su cuerpo son mis pupilas y tal vez, porque Oriana lo sabe, ya nunca me dejará ir, aún cuando ella ya se haya ido. Y su radiación seguirá en mi cuerpo y no podrá ser medida por ningún instrumento. Y me seguiré quemando, y seguiré retando explosión tras explosión, hasta el fin.

 

Cuando ella se vaya no amaré a ninguna otra mujer y a todas las que vengan después le diré lo mismo que a ella y de todas pensaré lo mismo y nunca ninguna podrá decir que miento porque al final de una pileta de natación de un hotel abandonado siempre nada el mismo cuerpo tostado por el sol.

Y sé que podría buscar metáforas o romperlas, pero por qué habría de prostituir su recuerdo haciéndola literatura, ¿acaso para satisfacer a esos ciegos voyeurs de almas ajenas?

 

Pienso que podría ser un hombre común y corriente con esposa e hijos y con amigos pero sé que jamás podría sacarme esa sensación de lo que se avecina, oscuro e impreciso como un tipo arriba de un trapecio imaginario. Y sé que podríamos hablar el resto de nuestras vidas de cómo sobrevivimos al fin del mundo, pero ¿de qué nos serviría eso, ahora que Oriana se ha ido sin dejar más huella que mi cuerpo hundido en su recuerdo?

 

Oriana dijo que quería hablar de nosotros le dije que no había mucho que decir. Ella se enojó pero luego hicimos el amor y pensé que ya estaba todo dicho.

Oriana habla del pasado como diapositivas. Me habla de otros hombres o de fiestas de cocaína. Me dice que no me tome las cosas en serio. Salgo a caminar luego y veo mujeres saliendo de un supermercado y un hombre que pasea un perro pequeño y estúpido. El perro me ladra sin que yo sepa por qué.

 

Escuché del pintor que quemó su obra poco antes de morir, pensé que la eutanasia del anonimato es el mejor final que puede tener un hombre honrado.

 

Oriana guarda mis cartas y se las muestra a sus amigas y ellas piensan que soy romántico pero ninguna de ellas se acostaría conmigo.

 

Mientras acariciaba sus muslos ella me dijo que mis dedos eran monotemáticos.

 

Ahora la vida se parece más a esas diapositivas que mirábamos antes del fin. El tiempo es relativo y quizás siempre lo fue, pero no sabíamos apreciarlo en su total magnitud. Y escribir sobre el fin del mundo es también escribir sobre el tiempo y sobre nosotros. Porque, todos lo saben, cada muerte es un fin del mundo y todo pasa ahora y el después es algo que inventamos los vivos para sentirnos menos solos.

Y un día despertamos y otra vez hay edificios y tiendas de ropa y gente que comenta cuánto hemos engordado o si estamos más flacos o lo bien que nos quedan esas zapatillas que compramos antes del Apocalipsis.

 

Recuerdo a Oriana con sus pies desnudos y su vestido negro de fiesta, ese que le dejaba la mitad de sus pequeños pechos al descubierto. Las fiestas tienen ahora ese constante pender de un hilo que las hace más artificiales de lo que siempre fueron. Nunca falta alguien que llore cuando una puerta se cierra. Nunca falta el que pregunte qué vamos a hacer ahora. Nunca falta el que asegure que al final de la noche va a tirarse por la ventana. Y sí faltan los que quieran detenerlo.

 

Hay un tipo que lleva el equipaje de todo el mundo por una escalera de madera que cruje a cada paso. No sé por qué no usa el ascensor. No le dije nada, quizás a él no le importe y todo sea algo que esté en mi cabeza.

 

Duermo mientras ella está sobre mí y siento su cuerpo temblando no sé por qué, nunca la he visto tan frágil y sentí miedo como nunca antes.

 

El cemento se seca como los dinosaurios muertos y me pregunto ¿Qué será de sus huesos empetrolados? ¿Cómo soñaron el futuro? ¿Acaso esparcieron sus restos queriéndonos decir algo? Ellos supieron disfrutar de su fin del mundo. Los sobrevivientes se aprovecharon. Como siempre. En cualquier incertidumbre, solo los que empuñan certezas como lanzas pueden correr esa maldita cortina de tinieblas que envuelve todo fin.

 

Al cortarme, mientras me afeito, apenas siento un poco de frío, como si mi sangre ya no fuese más que la presión de ser alguien incapaz de disculparse por no decir lo siento a cada minuto que desperdicio.

 

La tristeza es escuchar sonar el teléfono de la habitación de al lado una y otra vez y que nadie, absolutamente nadie atienda.

 

La espera es parte de todo, como la ultima cena de un condenado que luego no es llevado al patíbulo y tiene otra vez una ultima cena que sigue y sigue siendo la última

La espera, cuando no hay tiempo, es lo único que nos queda. Aquí, más allá de la locura, no se distinguen grandes formas. No se puede saber qué es lo mío, qué es lo tuyo. Los sobrevivientes tendemos a la impostura. A fingir que no paso nada. A veces a caminar lento, como si estuviésemos bien seguros de todo, como si no existiesen dudas. Como si hubiese adónde ir.

 

Cuando volví al cuarto Oriana se había ido, dejó una carta que no quise abrir; temí que estuviese en blanco. O peor aún, cubierta de escombros.

 

Pagué las cuentas, miré por última vez esa pileta de natación, el hombre del equipaje, los sobrevivientes, las nenas sonrientes. Enchufé el teléfono, saqué la basura del cuarto salí a la calle y subí a un micro que me trajo de vuelta. Pero no sé de dónde.

 

En el fin del mundo todos los actos son actos mínimos. El silencio, el amor, la espera. Una luz ámbar iluminando un cuarto vacío, un hombre que mira su sombra como si buscara reconocerse.

 

Más te vale saberlo.

 

Hay tantas formas de arder,

como maneras de estallar.

Sucesos que no nos dejan de

salpicar.

Hay tantas formas de hacer,

de este mundo algo demencial,

que a veces me asusta.

 

Skizoo, Nada es imposible.

 

Y recordad que es mejor quemarse que apagarse lentamente.

Kurt Cobain.

 


2 comentarios:

  1. Muy bien logrado el clima relajado, a pesar de ser una historia postapocalíptica. Me hizo acordar a Carver. ¡Felicitaciones!

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