María Elena Camba
El portero eléctrico sonó en casa
insistentemente. Mamá fue a la cocina y lo atendió.
—Chicos, dejen lo que
están haciendo y vengan, papá quiere mostrarnos algo.
Nos lanzamos siete
pisos por la escalera. Mamá fue con Laurita por el ascensor. Pablo llegó
primero pero tuvo que esperar a que abrieran la puerta de calle.
Nunca me voy a olvidar
de la cara de mi viejo, siempre fue un tipo muy serio pero esa vez estaba
ancho, con su sonrisa de fiesta, mostrando la sorpresa que nos tenía preparada.
Y allí en la vereda, con las puertas abiertas, nuestro futuro compañero de
viajes. Parecía un bote, tan largo y amplio. Entramos los cinco, si hasta
sobraba un espacio para alguien más.
Dicen que los autos se
parecen a los dueños, o los dueños eligen el auto que más se identifica con
ellos. Y así era el Valiant 3, su primer auto cero kilómetro, de líneas
elegantes, color beige, sobrio, con ventanas grandes. Igual a mi viejo, siempre
de traje, a lo sumo los domingos un pantalón de vestir y una camisa. Discreto y
clásico.
Partimos a dar una
vuelta por el viejo Palermo con sus calles empedradas que se resistían al andar
tan descansado de esas ruedas recién estrenadas. El ronroneo del motor era
suave, casi imperceptible.
Mi añorado barrio de
casas bajas, con algunos pocos edificios que comenzaban a quebrar la fisonomía
de ese Palermo que se resistía a cambiar su identidad. Con sus calles tamizadas
por el violáceo de los jacarandás, que cubrían no sólo las copas de los árboles
sino también las veredas con una alfombra aterciopelada. A partir de ese día,
todos los domingos papá nos llevaba a dar una vuelta a toda la familia.
Ese primer paseo fue el
comienzo de un sinfín de aventuras. Viajes a la costa, cuando la ruta 2 todavía
no era autopista y los autos venían de contramano y había que esquivarlos e
irse a la banquina para no morir arrollados. Cuando no había aire acondicionado
y el calor subía por los pies y penetraba todo el cuerpo. Cuando poníamos
parasoles en las ventanillas y los que no las tenían se conformaban con algún
toallón o remera trabados en la ventana para amortiguar el sofocón de la ruta.
No usábamos cinturón de
seguridad y nos trepábamos a la luneta como si fuera un asiento más. Jugábamos
al truco, a la generala y al tutti frutti. La imaginación corría inventando
historias. Las horas se alargaban, parábamos para almorzar en alguna estación
de servicio y mi padre se echaba una siesta bajo un árbol.
El viaje a la costa era
largo. Pero para nosotros era una fiesta. Vacaciones en familia, arena y mar.
Nos esperaban las olas para saltarlas de la mano o barrenarlas en tablas de
madera.
Carpa o sombrilla, de
acuerdo a los vaivenes de la economía familiar, pero siempre juntos en la
playa. Tejo, pelota paleta, unos sándwiches de almuerzo y a la tarde
regresábamos en el auto al hotel. La batalla naval, el ahorcado o el tinenti
nos arrancaban risas y peleas a la hora de la siesta.
Después el Valiant
comenzó a hacer recorridos más extensos. Las sierras asomaban en el horizonte
cuando llegábamos a la ciudad de Córdoba. Siempre nos perdíamos en la famosa
cañada y mi padre detenía el auto para preguntar cómo seguir. Porque no había
GPS ni celulares que nos indicaran el camino.
En las sierras comencé
mis aventuras sobre ruedas. Papá nos llevaba a un camino de tierra y me cedía
el asiento del conductor. Apenas llegaba a ver por el parabrisas y el volante
se resistía a mis pequeñas manos. Tenía catorce años y mi hermano diecinueve.
El auto rugía mientras apretábamos el acelerador e intentábamos pelear con la
palanca de cambios para meter la primera. El viejo contenía sus nervios y
arrancábamos hacia la dimensión desconocida. Una o dos horas de piruetas al
volante y el Valiant volvía lleno de tierra a la casa.
En esa época aprendí
también a andar a caballo. Primero con montura y al paso o trote. Las
siguientes vacaciones en pelo y al galope. Mi madre disfrutaba vernos.
Años de tortas fritas,
campeonatos de bochas y truco, jugábamos a las escondidas por la noche en los
jardines del hotel. Años de adolescencia, los primeros asaltos. El famoso pata
pata de Miriam Makiba. Y el primer beso. El novio de vacaciones. La primera
despedida. El primer llanto por amor.
Pablo, mi hermano, ya
manejaba el Valiant 3 y nos llevaba al cine a la noche. Dos pelis con intervalo
en el medio. Y un cine de pueblo donde la película de golpe se cortaba y
comenzaban los silbatos hasta que volvía en medio de risas y aplausos.
Y el Valiant 3 siempre
esperando en la puerta del cine nos llevaba de vuelta a toda la banda. nueve o
diez, metidos en el auto. Y mi viejo durmiendo tranquilo sin sospechar nuestras
andanzas.
Pero un día se anunció
la tormenta. Dejamos el auto estacionado en el medio de otros dos y entramos en
el cine. Cuando salimos ya eran las 12 de la noche. Buscamos el auto pero no lo
encontramos. A unos 50 metros de la puerta del cine había un grupo de gente
amontonada, fuimos a ver qué pasaba y vimos nuestro auto en medio del jardín de
una casa. Nuestras caras de asombro y susto sin explicarnos qué había pasado.
¿Nos habían robado el auto? Hasta que mi hermano gritó:
—¡Me olvidé de poner el
freno de mano!
¿Qué había pasado
entonces? Cuando el auto de adelante se fue, la calle en bajada hizo que el
Valiant se deslizara, tirara la pirca de la casa, aplastara una moto y
terminara su viaje en el parque. Toda la trompa abollada, rayones por todos
lados. El auto fantasma se hizo famoso. Sin conductor había hecho destrozos
que, por suerte, no provocaron daños mayores.
Mi hermano fue hasta
casa y trajo a mi padre. Esa noche no pegamos un ojo. Papá furioso nos retaba,
hasta se le cayeron unas lágrimas de la impotencia.
El auto en el taller
por muchos días y los gastos de reparar todos los daños causados. Pasamos a ser
los dueños del auto fantasma para todo el pueblo.
Mi hermano estuvo
muchos meses sin poder usarlo y las clases de manejo terminaron abruptamente.
Pero las vacaciones
siguientes papá ya se había olvidado el asunto y nos volvió a prestar el auto,
esta vez para excursiones por las sierras. Partíamos en el Valiant un grupete y
otros dos autos, un Mehari y un Peugeot. Todos a la aventura por los caminos
serranos de ripio. Dejábamos los autos y trepábamos como cabritas por las
sierras hasta bajar a un arroyo, o a las playas de arena de algún río. Ya el
auto estaba más baqueteado y la suspensión acusaba tantos kilómetros de
aventuras. Pero nunca fallaba y derrapaba en tercera en las curvas y nuestros
gritos y risas inconscientes festejaban la cercanía al precipicio.
Una tarde, cuando
comenzaba a caer el sol y regresábamos al pueblo, se escuchó un ruido fuerte
debajo del auto. Era el cárter que había raspado contra una piedra. Vimos que
perdía líquido por abajo. No sabíamos qué hacer, hasta que a uno de los chicos
se le ocurrió.
—Masquen chicles,
todos, hagamos una bola y peguémosla como tapón.
Y así fue que logramos
llegar a la puerta de la casa, cuando ya se hacía de noche y las primeras
estrellas comenzaban a asomar.
Tantos recuerdos
imborrables se agolpan en mi mente mientras contemplo la foto desteñida de mi
auto preferido, compañero de adolescencia, el que soportó mis primeros pasos
como conductora. Testigo de un mundo en extinción, cuando los autos no se
cambiaban de modelo como la ropa, cuando las cosas tenían su valor emotivo. Por
eso costó tanto tomar la decisión de desprendernos de él a la muerte de papá.
Quedó arrumbado en el garaje de casa. Hasta que un día decidí que abandonarlo
de ese modo era negar la historia tan linda que tuvimos. Llamé a un mecánico
especialista en autos antiguos. Le pedí que lo arreglara, lo quería impecable.
Se lo llevó a su taller. Todas las semanas pasaba a verlo. En tres meses estuvo
listo. Cuando lo fui a buscar me senté al volante y los recuerdos se agolparon
como un flash mientras lo manejaba.
Ahora lo saco todos los
domingos a dar vueltas por la avenida del Libertador. A veces me gritan desde
algún auto, felicitándome. ¡Qué nave!
Me hice socia de un
Club de autos antiguos. Cada tanto participamos de travesías y hasta nos
vestimos con ropa de época. Sé que es una manera de estar más cerca de mi viejo
y también de esa chica adolescente que esperaba el fin de semana como una fiesta
para salir a pasear y escuchaba a Sui Generis a todo volumen en la radio del
auto con toda la banda de amigos. Me vuelve el olor a espinillo, a lavanda y
retama de las sierras y la voz de mi viejo que dice:
—No vuelvan tarde,
chicos, a las dos a más tardar los espero en casa.
Me gustó mucho, la carga nostálgica del relato hace que el lector se sienta tocado y reviva las propias. Muy bueno María Elena.
ResponderEliminar