miércoles, 5 de mayo de 2021

SOBRE RUEDAS

María Elena Camba 


El portero eléctrico sonó en casa insistentemente. Mamá fue a la cocina y lo atendió.

—Chicos, dejen lo que están haciendo y vengan, papá quiere mostrarnos algo.

Nos lanzamos siete pisos por la escalera. Mamá fue con Laurita por el ascensor. Pablo llegó primero pero tuvo que esperar a que abrieran la puerta de calle.

Nunca me voy a olvidar de la cara de mi viejo, siempre fue un tipo muy serio pero esa vez estaba ancho, con su sonrisa de fiesta, mostrando la sorpresa que nos tenía preparada. Y allí en la vereda, con las puertas abiertas, nuestro futuro compañero de viajes. Parecía un bote, tan largo y amplio. Entramos los cinco, si hasta sobraba un espacio para alguien más.

Dicen que los autos se parecen a los dueños, o los dueños eligen el auto que más se identifica con ellos. Y así era el Valiant 3, su primer auto cero kilómetro, de líneas elegantes, color beige, sobrio, con ventanas grandes. Igual a mi viejo, siempre de traje, a lo sumo los domingos un pantalón de vestir y una camisa. Discreto y clásico.

Partimos a dar una vuelta por el viejo Palermo con sus calles empedradas que se resistían al andar tan descansado de esas ruedas recién estrenadas. El ronroneo del motor era suave, casi imperceptible.

Mi añorado barrio de casas bajas, con algunos pocos edificios que comenzaban a quebrar la fisonomía de ese Palermo que se resistía a cambiar su identidad. Con sus calles tamizadas por el violáceo de los jacarandás, que cubrían no sólo las copas de los árboles sino también las veredas con una alfombra aterciopelada. A partir de ese día, todos los domingos papá nos llevaba a dar una vuelta a toda la familia.

Ese primer paseo fue el comienzo de un sinfín de aventuras. Viajes a la costa, cuando la ruta 2 todavía no era autopista y los autos venían de contramano y había que esquivarlos e irse a la banquina para no morir arrollados. Cuando no había aire acondicionado y el calor subía por los pies y penetraba todo el cuerpo. Cuando poníamos parasoles en las ventanillas y los que no las tenían se conformaban con algún toallón o remera trabados en la ventana para amortiguar el sofocón de la ruta.

No usábamos cinturón de seguridad y nos trepábamos a la luneta como si fuera un asiento más. Jugábamos al truco, a la generala y al tutti frutti. La imaginación corría inventando historias. Las horas se alargaban, parábamos para almorzar en alguna estación de servicio y mi padre se echaba una siesta bajo un árbol.

El viaje a la costa era largo. Pero para nosotros era una fiesta. Vacaciones en familia, arena y mar. Nos esperaban las olas para saltarlas de la mano o barrenarlas en tablas de madera.

Carpa o sombrilla, de acuerdo a los vaivenes de la economía familiar, pero siempre juntos en la playa. Tejo, pelota paleta, unos sándwiches de almuerzo y a la tarde regresábamos en el auto al hotel. La batalla naval, el ahorcado o el tinenti nos arrancaban risas y peleas a la hora de la siesta.

Después el Valiant comenzó a hacer recorridos más extensos. Las sierras asomaban en el horizonte cuando llegábamos a la ciudad de Córdoba. Siempre nos perdíamos en la famosa cañada y mi padre detenía el auto para preguntar cómo seguir. Porque no había GPS ni celulares que nos indicaran el camino.

En las sierras comencé mis aventuras sobre ruedas. Papá nos llevaba a un camino de tierra y me cedía el asiento del conductor. Apenas llegaba a ver por el parabrisas y el volante se resistía a mis pequeñas manos. Tenía catorce años y mi hermano diecinueve. El auto rugía mientras apretábamos el acelerador e intentábamos pelear con la palanca de cambios para meter la primera. El viejo contenía sus nervios y arrancábamos hacia la dimensión desconocida. Una o dos horas de piruetas al volante y el Valiant volvía lleno de tierra a la casa.

En esa época aprendí también a andar a caballo. Primero con montura y al paso o trote. Las siguientes vacaciones en pelo y al galope. Mi madre disfrutaba vernos.

Años de tortas fritas, campeonatos de bochas y truco, jugábamos a las escondidas por la noche en los jardines del hotel. Años de adolescencia, los primeros asaltos. El famoso pata pata de Miriam Makiba. Y el primer beso. El novio de vacaciones. La primera despedida. El primer llanto por amor.

Pablo, mi hermano, ya manejaba el Valiant 3 y nos llevaba al cine a la noche. Dos pelis con intervalo en el medio. Y un cine de pueblo donde la película de golpe se cortaba y comenzaban los silbatos hasta que volvía en medio de risas y aplausos.

Y el Valiant 3 siempre esperando en la puerta del cine nos llevaba de vuelta a toda la banda. nueve o diez, metidos en el auto. Y mi viejo durmiendo tranquilo sin sospechar nuestras andanzas.

Pero un día se anunció la tormenta. Dejamos el auto estacionado en el medio de otros dos y entramos en el cine. Cuando salimos ya eran las 12 de la noche. Buscamos el auto pero no lo encontramos. A unos 50 metros de la puerta del cine había un grupo de gente amontonada, fuimos a ver qué pasaba y vimos nuestro auto en medio del jardín de una casa. Nuestras caras de asombro y susto sin explicarnos qué había pasado. ¿Nos habían robado el auto? Hasta que mi hermano gritó:

—¡Me olvidé de poner el freno de mano!

¿Qué había pasado entonces? Cuando el auto de adelante se fue, la calle en bajada hizo que el Valiant se deslizara, tirara la pirca de la casa, aplastara una moto y terminara su viaje en el parque. Toda la trompa abollada, rayones por todos lados. El auto fantasma se hizo famoso. Sin conductor había hecho destrozos que, por suerte, no provocaron daños mayores.

Mi hermano fue hasta casa y trajo a mi padre. Esa noche no pegamos un ojo. Papá furioso nos retaba, hasta se le cayeron unas lágrimas de la impotencia.

El auto en el taller por muchos días y los gastos de reparar todos los daños causados. Pasamos a ser los dueños del auto fantasma para todo el pueblo.

Mi hermano estuvo muchos meses sin poder usarlo y las clases de manejo terminaron abruptamente.

Pero las vacaciones siguientes papá ya se había olvidado el asunto y nos volvió a prestar el auto, esta vez para excursiones por las sierras. Partíamos en el Valiant un grupete y otros dos autos, un Mehari y un Peugeot. Todos a la aventura por los caminos serranos de ripio. Dejábamos los autos y trepábamos como cabritas por las sierras hasta bajar a un arroyo, o a las playas de arena de algún río. Ya el auto estaba más baqueteado y la suspensión acusaba tantos kilómetros de aventuras. Pero nunca fallaba y derrapaba en tercera en las curvas y nuestros gritos y risas inconscientes festejaban la cercanía al precipicio.

Una tarde, cuando comenzaba a caer el sol y regresábamos al pueblo, se escuchó un ruido fuerte debajo del auto. Era el cárter que había raspado contra una piedra. Vimos que perdía líquido por abajo. No sabíamos qué hacer, hasta que a uno de los chicos se le ocurrió.

—Masquen chicles, todos, hagamos una bola y peguémosla como tapón.

Y así fue que logramos llegar a la puerta de la casa, cuando ya se hacía de noche y las primeras estrellas comenzaban a asomar.

Tantos recuerdos imborrables se agolpan en mi mente mientras contemplo la foto desteñida de mi auto preferido, compañero de adolescencia, el que soportó mis primeros pasos como conductora. Testigo de un mundo en extinción, cuando los autos no se cambiaban de modelo como la ropa, cuando las cosas tenían su valor emotivo. Por eso costó tanto tomar la decisión de desprendernos de él a la muerte de papá. Quedó arrumbado en el garaje de casa. Hasta que un día decidí que abandonarlo de ese modo era negar la historia tan linda que tuvimos. Llamé a un mecánico especialista en autos antiguos. Le pedí que lo arreglara, lo quería impecable. Se lo llevó a su taller. Todas las semanas pasaba a verlo. En tres meses estuvo listo. Cuando lo fui a buscar me senté al volante y los recuerdos se agolparon como un flash mientras lo manejaba.

Ahora lo saco todos los domingos a dar vueltas por la avenida del Libertador. A veces me gritan desde algún auto, felicitándome. ¡Qué nave!

Me hice socia de un Club de autos antiguos. Cada tanto participamos de travesías y hasta nos vestimos con ropa de época. Sé que es una manera de estar más cerca de mi viejo y también de esa chica adolescente que esperaba el fin de semana como una fiesta para salir a pasear y escuchaba a Sui Generis a todo volumen en la radio del auto con toda la banda de amigos. Me vuelve el olor a espinillo, a lavanda y retama de las sierras y la voz de mi viejo que dice:

—No vuelvan tarde, chicos, a las dos a más tardar los espero en casa.


1 comentario:

  1. Me gustó mucho, la carga nostálgica del relato hace que el lector se sienta tocado y reviva las propias. Muy bueno María Elena.

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