sábado, 20 de noviembre de 2021

ESPECIAL CIEN PALABRAS

 


Identidad soñada - Joyce Barker

 

Decidió que era tiempo de cambiar, de ser normal y vivir como el resto; que debía usar colores y contrarrestar, así, sus sombrías sensaciones de vigilia.

Tiempo atrás, había caído en la cama, pero no por estar enferma o cansada: para dormir y despertar en lugares fascinantes, que no existían, pero que conocía muy bien, y encontrarse con sus amigos de aire, desdoblados o durmientes. Allá, su vida era brillante. Acá, solo un cenicero.

Se animó a salir vestida de rojo, amarillo, verde y rosado, pero cuando se miró al espejo, pensó: “Parezco un payaso”, y se volvió a acostar.

 

 

 

La alternativa Newton - Patricio G. Bazán

 

He tratado de deshacerme del pesado de Carlos por todos los medios posibles. Ya no le amo, y desespero por hacérselo entender. Tenazmente se empeña en ofrendarme flores, costosas alhajas y flamígeras declaraciones de amor, quizás creyendo que la Persistencia, por su propia naturaleza, debe ser recompensada. Necesito hallar una solución definitiva para terminar con este suplicio.

Y allí está, otra vez, entonando una deplorable serenata bajo mi ventana. Compara mi belleza con las exuberantes prímulas que engalanan el alféizar. “Pesadas macetas”, pienso, y lentamente mi dedo comienza a jugar con una de ellas, empujándola poco a poco hacia afuera.

 

 

El Final – Gustavo Bessolo


La noche desaparece, se apagan las estrellas, el cielo se despliega en rojos y rosas. Es el último día de un mundo destinado a perecer. Sabemos que sucederá, que no podemos evitarlo, que es un destino trazado por la mecánica celeste.

Sabemos, también,  que algunos, azar o astucia, permanecerán. En remotas regiones, en refugios, en ese lugar donde el fatídico visitante estelar los encuentre. Puede ser cualquiera de nosotros, puedes ser tú mismo. No importa.

Entonces suspiramos, nos levantamos de la cama y trabajamos. Como otro día cualquiera.

Sí, hoy vamos a morir, pero aún queda mucho por hacer y…

 

 

 

Dos soles - Rodrigo Emanuel Borrul

 

Se levanto y vio que había dos soles. Seguía ebrio todavía. Esto tiene que parar, no hay cerebro que aguante semejante castigo. Pensó. Repto hacía la máquina de café mientras veía el milagro de la multiplicación de los panes por obra de sus ojos cruzados. Hacía varios días que no se bañaba. Y su olfato atrofiado por el cigarrillo lo estaba notando.

—Esto tiene que parar —dijo en voz alta.

Busco el diario y lo dejo en la mesa para otro momento. Tenía que lavarse la cara. Tratar de seguir respirando sin vomitar, ni cagarse encima de la alfombra nueva.

 

 

 

Bajo el nuevo sol – Gastón Caglia

 

Con el lento despuntar del sol las gotas de rocío iluminan el césped que, crecido y poblado ahora en forma natural, domina todos los lugares posibles. Las grietas del asfalto también son carne de la naturaleza y esta hace su ejercicio de dominar lo que en otros tiempos fue territorio humano.

No hay humanos en la zona, sale a la ruta con tranquilidad resignada.

Revisa una trampa y encuentra un conejo muerto. Será una regia comida para Beatriz, piensa mientras camina y el sol abrasador lo acecha, pero lo hace sin cuidado, la capa de ozono ya se ha reparado.

 

 

Paciente – Ana Cherñak

 

Sueño confuso, círculos concéntricos. Unos pasos, picaporte, delantal blanco.

Una mosca en el aire.

Latidos acelerados. Pulgar en la carne y goma en el brazo. Aguja fina en la jeringa, líquido amarillento en la vena.

Los pasos vuelven hacia la puerta. Solo.

La mosca vuela del vaso a la venda, de la venda a una cucharita.

Mira hacia la mesa, un vaso de plástico, una carpeta y agua mineral.

Ojos blandos se dirigen hacia la carpeta azul, en sus páginas, lo que le queda de vida.

Y la mosca de la cucharita a la sangre.

 

 

Pregunta - Rosa Lía Cuello

 

No es fácil quedarse quieta esperando. A una chica como yo, le gustaría salir a pasear, sentarse a tomar sol, correr por el campo. Justo a mí me tocó esta historia. Con el tiempo me acostumbré, me gusta sentir que él llega, se para un momento a mi lado, me acaricia los cabellos y después procede al ritual.

Cada vez que alguien lee sobre nosotros se produce el milagro. Él nunca pasa sin cumplir con lo que ya está escrito. Ahora yo me pregunto:

—¿No hay nadie que le diga, que no coma ajo antes de venir a besarme?

 

 

A dios - Anahi Duzevich Bezoz

 

Pensé hacerlo. Tenía nueve años. Fue cuando mamá supo que su papá no era el Nono Pedro, que en paz descansen. Abandonos...

Intenté a los trece, cuando tío Eustakio me amenazó si contaba lo que él hacía conmigo. Pensé: me evitaría el trabajo.

Busqué en Google: sogas, nudos perfectos, hay que buscar seguridad; parece simple, no lo es.

Avisé a la oficina. No iría. Me bañe, perfumé, me vestí impecable.

Papá entró; mira para arriba y gritó como loco. Leyó la nota. Pidió ayuda.

Esto es maravilloso, pura paz; lo hice. Acabo de atravesar las paredes junto al Nono Pedro.

 

 

La niña que fui – Graciela Enríquez

 

La niña aquella curó mis heridas y tal vez yo las suyas. Todo fue posible en el jardín de la casa de mi abuela. Esa bonita y humilde casa de mi infancia. Logramos juntarnos en un cruce de tiempo, y así hacer posible un diferente futuro ¿incierto?... ¡sí! es posible. Ese futuro estará cargado de titubeos y silencios, pero lleno de esperanzas, y también feliz, porque un nuevo amanecer llega. Nos encontramos a las puertas de otras oportunidades por experimentar.  Así comienza una etapa por andar, llevando en mi interior la niña que fui... y la que siempre me cuidará.

 

 

Ch’in Er Shi - Daniel Frini

 

Er Shi Huang Di, el segundo emperador de China, buscó la isla de Zhifu interesado en la inmortalidad; tal como lo hiciera su padre, el legendario Ch’in Shi Huang Di.

Demostrando, una vez más, que al destino lo hace la suerte; a pesar de ser notablemente menos capaz que su progenitor, Er Shi sí encontró la ansiada vida eterna. Pero no supo qué hacer con ella. Hoy atiende un puesto de comida china en Retiro. Los parroquianos se sonríen y le palmean condescendientemente la espalda cuando cuenta cómo escapó de la rebelión de Liu Bang, en el doscientos siete antes de Cristo.

 

 

Dehors - Sergio Gaut vel Hartman

 

—Me sentí liviano, una pluma —dijo Robustiano tras la primera clase en el estudio de Olga Bolshoikaya Kirova.

—El ballet no está para usted —respondió la profesora con su pedregoso acento de Kazán—, mejor la ópera, Aída…

—¿Aída es su amiga? —dijo Robustiano, ilusionado.

—No. —La rusa giró, y al exponer sus cuartos traseros desencadenó la tragedia.

Al día siguiente, de las gancheras del mercadito “Coppelia”, colgaban unas piezas que Robustiano ofrecía como “delicada carne del Volga”.

—¿Será tierna? —preguntó doña Eulalia.

—Al comerla —contestó el carnicero— le parecerá que una bailarina danza sobre la punta de su lengua.

 

 

El cumpleaños - Claudia Isabel Lonfat

 

Madrugada de sábado, bar La Paz. Cacho, Aníbal, Fatiga, y yo, bebiendo. El calor era tan inhumano como el aburrimiento. Por la ventana asomó Ángelo y nos invitó a su cumpleaños.
—El único problema —dijo—, es que tenemos que viajar hasta Tigre.

El viaje fue largo y el sol nos quemaba la cara. La borrachera pasó, pero los mosquitos nos estaban matando. Teníamos los pies mojados.

El gondolieri dijo “arrivato a destinazione”.

—¡Manga de borrachos! — gritó el gallego del bar mientras baldeaba sobre nuestros zapatos.

—Qué pasó —pregunté sobresaltado.

—Hoy cumpliría años Ángelo —lagrimeó Cacho—. Cuarenta años pasaron.

 

 

El pelotón – Alberto Macadar

 

—¡El siguiente! —gritaron.

Las botas lucieron su metal recién lustrado.

—Dice que tampoco sabe nada, mi Capitán.

—Hijos de puta, están todos mudos. Mátenlo. Destrípenlo. Y dejen alguna parte al exterior para que se la coman los gavilanes, como escarmiento para los otros.

La criatura estaba quieta detrás del cerro. Observaba la planicie. El ojo acompañaba el movimiento de los flancos alados apoyados por la caballería.

Enfrente, el pelotón de fusilamiento del gobierno preparó el ritual.

—¡Preparados! ¡Presenten! ¡Apunten!

En la montaña retumbó un trueno que parecía una voz:

—Bajen y coman hasta hartarse, pero solo a los de uniforme.

 

 

¡Despierta ya! - Luisa Madariaga Young

 

Amaneció, una llovizna fina invitaba a quedarse un poco más, pero tiene dos despertadores para sacudir el sueño, uno, con solo extender la mano, puede cancelarlo.

Ah, pero existe el otro, inteligente, terco e insistente, que con la primera nota ya está tirando de la sábana, pegando su naricita suave y ligeramente fría en su rostro y ¡cómo no!, maullando a todo volumen: ¡Despierta, ya es hora! Necesito mis caricias, mi desayuno y es tiempo de que vayas a trabajar.

Y pensó: puedo cada noche dormir relajado.

 Su fiel despertador deja cualquier asunto gatuno a la hora exacta cada mañana.

 

 

Un día de mala suerte – Debora Mayol Parodi

 

El ascensor se frenó de golpe y en ese preciso instante, comenzó a sonar la chicharra. Odio las putas alarmas porque me ponen nervioso. Me toqué el bolsillo del pantalón para asegurarme de que tenía el dinero encima.

Una vieja metida comenzó hablarme sin parar.

—¿Es usted nuevo en el edificio?

—No, vine de visita —respondí.

 La vieja se quejó del calor, luego se puso pálida y se desplomó en el piso antes de llegar a la planta baja. Cuando las puertas se abrieron, tenía tanto julepe que huí sin darme cuenta que había perdido el fajo de dólares robados.

 

 

Reina y clocharde - Gabriela Vilardo

Se sintió alfombra, se antojó almohadón y estatua. Descansó en el tercer estante sin baldaquino de un ropero francés, de alguna tía Antonia. No dudó ni un segundo por la siesta de tardecita hasta que escuchó la voz del cliente que se despedía. Empezó su tránsito hacia otro estado, desperezándose detrás de las paletas del viejo ventilador.

Entré el cartel de compraventa. Sentí fatiga cuando la vi huir a los tapiales, ahora cornisas para el desafío. Puse el candado y odié su soberbia de reina. Me topé con voces ajenas a mi mundo. Y deseé la libertad de mi gata.


Cien palabras - Adriana Wirth


Un buen día, o quizás un mal día, "ella" comenzó a apagarse; pero los vientos implacables de la vida no pudieron arrasar con la fuerza atómica de una "palabra" que repetía incansablemente como si fuese un mandato divino; como si existiese la urgencia de alfabetizar el espíritu con vertientes de sonidos, de pausas, de sentido, de sentires...

Mañana... mañana... mañana... mañana... mañana…

Y así, una y mil veces con una sola nota del pentagrama, componía un eco eterno, en el universo silencioso de otros mundos.

"Ella" ya no está; hoy es el mañana de ayer... y ella ya no está.

 

 

Sediento – Jorge Zarco

 

El agua se le había acabado y ningún compañero quiso socorrerle. Ni siquiera los monitores. Cayó en coma y tardaron media hora en acudir en su ayuda tras dejarlo atrás. Hizo falta una semana para lograr estabilizarle y su padre no cabía en sí de ira.

—¡Quien lo abandonó a su suerte! —le gritó al comisario.

—¿Y qué hará usted, matar a todos los monitores del campamento tras empezar con sus compañeros?; su hijo no ha muerto todavía. Así que tranquilícese. 

Pasó una semana y uno de los monitores; el más irascible, apareció muerto y a nadie le extrañó. Rutina.

 

 

BONUS HOMENAJE A HÉCTOR RANEA,

QUE NOS DEJÓ DEMASIADO PRONTO

 

 

Fantasmas en el jardín

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman

 

Desde 1714, los alemanes con inquietudes espirituales estudiaban en el seminario Joseph Ratzius Aloisinger de Dresde. Llegó el nazismo y el lugar se transformó en liceo, el sitio ideal para que los jóvenes de la Neue Deutschland se prepararan para perpetuar la raza aria. En nuestros días, convertido en escuela de primeras letras, los maestros evitan que los niños se asomen a las ventanas y vean a los fantasmas de los prisioneros de Auschwitz deambulando por el jardín, enfundados en sus trajes a rayas. Una buena sexualidad en la infancia, asegura el director, Arnold Negger-Schwartz, asegura una vida adulta feliz.


martes, 16 de noviembre de 2021

INFIERNO CHICO

 Sergio Gaut vel Hartman



Tras asesinar de diecinueve puñaladas a su esposo, Victimino Delbalazo, la inefable Incurata Varicela se entregó al comisario de Ornitorrinco Muerto, Justo Relatibo.

—Lo maté porque era mío —dijo la asesina parafraseando en cierto modo el título de una famosa película francesa, aunque eso fue pura casualidad, ya que en el pueblo no hay cine ni conexión a Netflix—. Y el universo conspiró para que el disparo llegara a destino. —No estamos ante un comentario menor, si se tiene en cuenta que Varicela padecía de una retinopatía severa, la amaurosis congénita de Leber, lo que en buen romance significa que no veía un carajo.

—¿Y cuál fue el móvil del crimen, si se puede saber? —dijo Justiciero, que además de comisario estaba a cargo de la fiscalía.

—Victimino me engañaba con mi imagen reflejada en el espejo —aseveró la señora Varicela—. Y como todo el mundo sabe, yo a esa nunca la pude ver.

—Es motivo suficiente; queda absuelta —dijo Justo, que además de comisario y fiscal era juez. Los pueblos chicos tienen esas cosas—. Y perdonada —agregó, porque además de comisario, fiscal y juez también era el cura de Ornitorrinco Muerto—. Vaya a su casa y tómese un comprimido de Hidrocondona forte cada seis horas, así no sufre por la pérdida de su amado marido —concluyó, porque al mismo tiempo que todo lo demás era el único médico de Ornitorrinco Muerto.

—Gracias, Justo. —Varicela se disponía a retirarse la comisaría-fiscalía-juzgado-iglesia-hospital cuando un inesperado y turbio pensamiento la detuvo en seco—. ¿Puedo preparar un buen guiso con el cuerpo del Victimino?

—Después de la autopsia —respondió Justo en su calidad de forense—; y siempre y cuando me invite. —Le guiñó un ojo a la asesina impune, sugiriendo vaya uno a saber qué chanchadas, pero ella no lo vio.

PIEZAS EXTRAVIADAS

 Jorge Zarco


Estalló la guerra. Y para el señor Zulawsky, como para todos los oportunistas, aquello solo significaba la posibilidad de sacar una buena tajada; y él no tenía ningún problema, ya que la actividad de clasificar material ajeno siempre había sido su forma de ganarse la vida. Ordenar, contar, pesar, clasificar, valorar o descubrir un tesoro oculto o insólito, formaba parte de la rutina diaria.

Mientras trabajaba sobre aquel material “clasificado” para el bando ganador de la contienda que se había iniciado un par de años antes y cuyas tropas ahora ocupaban el país, procuraba no hacerse preguntas sobre su procedencia. Un material de toda clase pese a que fuese sustraído a la fuerza. Pero siendo realistas, aquello no le producía problemas de conciencia pues le garantizaba un techo, una comida y una cama caliente en invierno para los suyos.

Aunque tuviera que ser en aquella casa “requisada” a una anciana de la que según decían algunos vecinos, acabó volando como un gorrión por obra y gracia de los soldados que la desalojaron a la fuerza. Eso sí, Zulawsky nunca se hacía preguntas y a cambio no encontraba problemas ni para él ni para su esposa, ni para su hijo mayor e hija pequeña. Era un hombre discreto y callado y lo había sido desde niño. Esa era su principal ventaja.

Tenía varios puntos de trabajo entre fábricas, almacenes y talleres, siendo aquella estación de tren su principal punto de destino. En ocasiones, su tarea podía ser extenuante por las horas incalculables en las que podía durar una jornada; clasificando desde fotografías que posiblemente alimentarían una estufa, a joyas y anillos de boda o trajes de novia dignos del mejor de los sastres que acabarían siendo carne de la especulación. En otras ocasiones no pasaban de ser diarios personales llenos de textos, vivencias o dibujos que sucumbirían al olvido por obra y gracia de las llamas, al igual que cuadernos de deberes con formulas matemáticas, redacciones y confesiones amorosas que en la gran mayoría de los casos ni se molestaba en prestarles atención, ya que su destino sería el fuego inmisericorde.

Aquellos pesos muertos que se llevaban consigo vidas enteras, eran en su mayoría simple trabajo burocrático para matar el tiempo. Literal tiempo vacío que arrastraba horas y cansancio tras de sí, dentro de maletas arrojadas por los celadores, con cientos de equipajes de mano de toda clase, cuyos propietarios iban en los vagones de carga para ganado, y a los que Zulawsky ni vería ni oiría jamás.

Y un día para su alivio le llegó solo la clasificación de las joyas. El padre de Zulawsky había sido joyero, así que no le resultó en absoluto una tarea dificultosa. Se podría decir que había nacido para ejercerla. Tomó un trago de anís y se dispuso a clasificar las joyas en el grado y valor de las más apreciadas: Oro, plata, rodio, cobre, latón, acero y platino sin olvidar el diamante y sus derivados. Sacó una balanza a fin de calcular el peso en quilates de cada pieza a clasificar y una regla de cálculo para medir la pieza.

Pasaron las horas, los días y las semanas y Zulawsky era el mejor y más aplicado en su tarea. Dos compañeros de trabajo desaparecieron, pero Zulawsky no hizo preguntas sobre su destino a los celadores, solo pensó que quizá tuvieron la tentación de robar alguna pieza clasificada. Cosa harto difícil pues los mismos celadores los desnudaban y luego los obligaban a tomar purgantes para obligarlos a defecar y así husmear en sus heces. Así de fanáticos podían llegar a ser en su tarea.

Una tarde le trajeron una pequeña caja de betún que contenía diamantes blancos como si se tratasen de las pequeñas lágrimas de un ángel caído en desgracia. Zulawsky pasó a pesarlas en su volumen, valor y calcular su pureza. La tarea le llevó casi una hora. Se quitó los lentes y restregó sus ojos. Llevaba ya unas ocho horas de trabajo y puede que todavía le quedasen casi dos. Se tomó un pequeño trago de vodka mientras un celador colaboracionista le acercaba un pañuelo negro de lana y lo abría ante su presencia. Tras apurar el licor de un trago y retornar las lentes a su rostro, Zulawsky vio el contenido del pañuelo y pestañeó perplejo.

—¿Qué es eso?

—Dientes con implantes de oro; recién extraídos, todavía apestan a sangre. Clasifíquelos.

El celador se alejó y Zulawsky se quedó unos segundos mirando aquellos dientes. Había incisivos, colmillos, molares, premolares, dientes de adultos, de hombres y mujeres, de niños y ancianos. Zulawsky pasó a limpiarlos con agua y jabón para quitarles el hedor a carroña que desprendían y los puso ante sí para empezar a pesarlos.

No eran dientes infectados de caries, ni dientes rotos por la casualidad o dañados por enfermedades. Habían sido arrancados a la fuerza. Saltaba a la vista.

Empezó a pesarlos, a calcular el oro y su pureza. Y según aquellos dientes fueron pasando por sus manos en el transcurrir de los minutos, no evitó preguntarse en qué condiciones habían sido extraídos.

No hacerse preguntas, ese era su lema sagrado. Pero algo se removió en su conciencia y no pudo evitarlo.

Empezó a oír gritos. Pensó en unos alicates, la herramienta más común y directa. Pero había piezas dentales que delataban haber sido extraídas con un machete militar o con una navaja común, con el riesgo que conlleva para la boca del sujeto. Y eso no era lo más grave; se oían rumores de que había tipos capaces de sacar mediante pura fuerza bruta los dientes con una cuchara o reventar una boca a patadas de tacón, como si se tratase de las coces de un asno. Y no evitó pensar en un clavo, oxidado en el peor de los casos y hundido dolorosamente hasta la raíz del diente.

Terminó su tarea y metió los incisivos en una bolsa nueva con el peso y valor de cada uno, ya clasificados. Arrojó la vieja bolsa a la estufa y tras el forzoso registro se le permitió el regreso a casa, dando por finalizada la jornada. Llegó al hogar y tras besar a Janna, su esposa, y a Janust, su hijo, fue a besar a Anna su hija. La encontró sentada en su cama, husmeando un puñado de fotografías que no eran ni suyas ni de la familia. Zulawsky se las quitó ya que, como sospechaba, pertenecían a la anciana que una vez habitó la casa: fotos de infancia, de adolescencia, de la madurez y de una familia que ya no existía.

—¿Donde las encontraste?

—Ocultas tras un azulejo de la pared.

—Lo siento, Anna, no podemos tenerlas, son peligrosas. —Zulawsky salió de la habitación ante el estupor de su hija y arrojó aquellas fotografías a la estufa, consumiendo los restos de aquella vida en el fuego, como lo había visto miles de veces en su rutina diaria de la clasificación de los objetos de todos aquellos que ocupaban los vagones de ganado. De aquellos que solo eran carne para sacarles los dientes. 



BUSCANDO A MAMÁ

Débora Mayol Parodi


La extraño tanto… Toby me vas a tener que acompañar. Tengo un plan: con la plata que tengo guardada, sí las de la meriendas, figuritas, todas esas tonterías las ahorré y compré un pasaje. Ya soy grande, pero no me gusta viajar solo. Como no debo comer comida chatarra para tener los dientes sanos, guardé algunas frutas en la mochila con una botellita de jugo. Haré caso esta vez: nada de panchos ni porquerías como dice papá. Yo preferiría una gaseosa y esas hamburguesas doble con mucho queso, con papas fritas y helado pero bueno… También ordené mi pieza para que no se queje como lo hace siempre, va… desde que estamos solos vive protestando por todo.

¡Comienza nuestra primera aventura! “Al infinito y más allá”, como dice Buzz Lightyear. No tengas miedo, si llegamos a la estación y nadie nos detuvo seguro todo saldrá bien. Si ya sé, que veo siempre la misma peli y no me canso. Toy Story es mi favorita, aunque también me gusta “Mi villano favorito”. No seas celoso Toby, mejor hagamos silencio. Por ahora pasamos desapercibidos, nadie nos mira salvo el sujeto de la tercera fila. No me gusta cómo nos mira. Igual quizás piense que la señora que sentó al lado es pariente nuestra, le preguntaré la hora.

—Disculpe ¿sabe a qué hora sale este tren?

—En cinco minutos hijo.

 —Siempre acompañaba a mamá. Sabe una cosa, cuando viajaba con ella, al llegar a la última estación nos bajábamos y me compraba una helado de dulce de leche. Uh… ¿por qué bajan todos?

—Hay que cambiar de andén. Pero… ¿y tu madre dónde está?

—Está cuidando a la abuela.

— Comprendo, ¿estás solo?

—No con Toby, vamos a buscar a mamá.

—M… ya veo, espera que voy a preguntarle al oficial, si sabe a qué hora viene el próximo tren.

No pasa nada, la policía nos detuvo culpa de esa vieja metiche que nos delató. Hay que mantener la calma, papá siempre dice: “no pasa nada, los poli son giles”. Tranquilo amigo, yo no tengo miedo así que vos tampoco.

El oficial Castro parece ser buena gente, me trajo una chocolatada y galletitas. Pronto vendrá mami a buscarnos. A la comisaría traen a los delincuentes, pero también a los niños que se escapan de su casa y viajan solos, porque no se puede. Uh, ahí viene de nuevo el oficial…m… me parece que está aburrido por eso viene a charlar a cada rato.

—Señor Castro: mi papá es buena gente, desde que mamá se tuvo que ir, papá trabaja mucho. Ahora se la pasa protestando, yo creo que también la extraña. Pero yo le tengo miedo cuando se enoja, se pone furioso. Él trabaja en una compañía de seguros y su trabajo es muy difícil, además la gente es muy molesta, dice. Siempre está ocupado y piensa mucho. Me gritó cosas feas un par de veces, porque dice que le hago muchas preguntas pero bueno no le hago caso, sé que está nervioso porque no es fácil trabajar y cuidarme. Pero creo que se enojará mucho cuando usted lo llame. Por favor llame mejor a mamá. Este es el teléfono de mi abuela, lo tengo anotado en mi cuaderno y está el de mamá pero no atiende.

Ufa, estoy aburrido… no me gusta esperar. Acá no puedo ver la tele. Pero pronto voy a poder abrazar a mamá y a la abu también. Vale la pena esperar.

Sabes, compañero de aventuras, que no me acuerdo que día se fue mami, había sol cuando llegué del colegio y ella tenía golpes en cara y le dolía todo el cuerpo. Lloró mucho y me contó que se cayó por las escaleras porque no vio un escalón. No creo que sea verdad, pero en las cosas de los grandes no hay que meterse. Eso me dicen siempre que discuten.

Me acuerdo que ese último día me preparó la leche y la torta de naranjas que tanto me gusta. Después jugamos a las adivinanzas, dibujamos y luego dormimos juntos. Papá ese día no vino a casa. Creo que fue al día siguiente no me acuerdo, volví del cole y papá me contó que internaron a la abuela como alguien tenía que cuidarla, mamá tuvo que viajar. A mí me hubiese encantado acompañarla, pero se fue sola. Papá dice que yo iba a molestar en el hospital y que no pregunte más.

 Como nunca más me llamó, me escapé para traerla de nuevo. Además, ese día se ve que se fue muy apurada, tanto que olvidó su cartera con las tarjetas y el documento. Pero como soy un buen hijo, guardé su documento y sus tarjetas en mi mochila.

—Tranquilo pequeño, pronto vienen a buscarte.

 Por fin se acordaron de mí. ¡Qué bueno verte abuela! Me alegra tanto que estés mejor, así mami se vuelve con nosotros. ¿Dónde está mami? ¿Por qué lloras? Quiero verla. ¿Por qué no vino?

Veo a la tía gritar, diciendo cosas raras, cosas que no entiendo. Como quieren que busquen a su hermana, si mamá estaba con ellas. ¿Qué le pasa? Nadie me dice nada, ahora todos se calmaron, se acercan y me abrazan fuerte. La abuela me toma de la mano y nos subimos al auto. Las veo llorar y me pongo mal. Les pregunto y me dicen que mamá no está porque en el cielo necesitaban un ángel. ¡No, quiero escuchar! ¡No quiero! Es mentira, las madres no mueren.

 Les pregunto si papá lo sabe y dicen que no vendrá, que tiene muchas cosas que arreglar y además está muy enfermo.

Toby, amigo mío por favor no me dejes, todo esto es muy feo…

 

miércoles, 10 de noviembre de 2021

LLAVES

 Ana Cherñak


Mauro, comiendo un pan con manteca, la boca abierta, se ajustó los auriculares, cantando descolgó la mochila y gritó:

 —Viejo, llego tarde. —Terminó el café con leche y se metió en el baño. Pensaba una frase ingeniosa para la canción que componía, y sentado en el inodoro marcaba un ritmo repetido con el pie.

La madre llamó al marido que seguía remoloneando en la cama. Miró la cerradura de la puerta de entrada, el reloj rojo de la cocina y el gancho sin las llaves. Se paró y abrió un cajón del aparador. Se tocó el pecho en forma circular por encima de la blusa, miró a los lados.

Untó una tostada con queso para él, recordó las semillas y las pegó por encima, calentó otra vez el café. Le costaba concentrarse en la tarea, el lunes anterior, su médico había revisado los estudios, y aunque no nombró esa palabra, le explicó que buscaría soluciones urgentes para el tumor. Hoy le hablaría de eso.

El hombre sacó al hijo del baño. Ajustó la corbata, asomó a la cocina y vio los ojos desesperados de su mujer hacia la puerta.

—¿Justo hoy tenías que ir a la Clínica? Buscá las malditas llaves ¿querés?

Corrió hasta el placar, revolvió entre la ropa, hurgó los bolsillos de un pantalón. Prendió el velador y buscó con atención bajo la cama.

A las siete y media abrió otro cajón, pero sabía que el único juego de llaves lo usaba su marido y lo había perdido. Ya no la encerraba, sin embargo, debía salir con él y la traía hasta su casa cada vez que hacía una compra o un trámite. O como hoy, para volver a casa, debería esperarlo al salir del médico. Dio vuelta una caja en la mesa; entre papeles viejos buscó las llaves, palpando con los dedos, abolladuras en la madera, provocadas por sucesivos golpes impacientes del marido, casi siempre a la hora de comer. Se fijó en el plato con piedras del Himalaya, en una campera deportiva colgada en el perchero.

—¡Ya sé! —dijo y corrió al lavadero, hurgó en la ropa sucia mientras él se miraba en el espejo.

Sonó un celular y ella abandonó para atender. En voz baja inventó excusas a la secretaria del doctor. Seguro que hoy hubiera empezado con el tratamiento y tendría que contar a la familia lo de su enfermedad. No quería pensar qué diría él cuándo lo supiera, ¿le echaría la culpa? Puso las tazas en la pileta y las lavó, limpió la mesa y siguió pensando en lo que le había dicho el médico: Señora, debe evitar el estrés.

El hombre iba de un lado a otro de la casa pensando qué le diría a Sol, hacía rato que lo esperaba en la Cafetería de la Clínica, siempre la citaba en un lugar distinto, para que no supiera su secretaria. Le gustaba que en la oficina dijeran: ¡qué buen marido, cómo cuida a su familia!

—Movete nene, hacé algo.

Mauro tocó el estante, entre el jabón y la lavandina, protestaba y veía por encima de los muebles. Metió la mano entre los almohadones del sofá. Descolgó la correa, la perra empezó a ladrar; la llevó al patio y la obligó a que husmeara entre las macetas. Por hacer algo, revisó el portafolio del padre, entre las carpetas apareció la foto de una rubia. No le prestó atención. Mientras arrojaba un palito para hacer correr a la perra, contento repetía un estribillo. Por fin había encontrado la frase justa para su canción.



martes, 9 de noviembre de 2021

SERENA EN EL CIELO CON MARGARITAS

 Claudia Isabel Lonfat


Te encontré mientras desenvolvía la verdurita de una hoja de la revista Esto. Algunos pedazos de perejil quedaron pegados en tu cuerpo. Los retiré delicadamente, como si fueras vos, y no tu imagen impresa en una revista amarillista que chorreaba sangre, y que la verdulera había usado para envolver mi compra.

Recuerdo a mi abuela leyéndolas a escondidas. Había algo retorcido en ella, y lo sabía, por eso las revistas venían dentro del diario. Le pedía al diarero que las ocultara de nosotras, y las leía durante la noche, para no ser interrumpida o criticada.

En una oportunidad saqué una debajo de su cama: “La sirena del stud”, tapa a todo color. Una mujer niña con el torso desnudo, pelo largo enmarañado entre la paja, y el pantalón puesto al revés, le daban el aspecto de una sirena pudriéndose fuera de su elemento. Solo una gota de sangre coagulada en la oreja, y el color anormal de la piel, daban cuenta de su estado y del tiempo que llevaba en el lugar.

En esos años estaba muy de moda el relato morboso, cargado de detalles horrendos que atrapaban al lector, y se filtraban fotos que eran tomadas por la policía y que no deberían haber salido jamás de sus expedientes. Era la época de los secuestros a empresarios, que igual terminaban siendo asesinados después de que sus familiares pagaran rescates millonarios. Uno se alimentaba desde la TV de aquellos casos lúgubres, con gente oscura detrás, que nos llevaba a ese tiempo infame de nuestra historia.

 

Primero, tu muerte fue puro asombro. A esa edad, nada de todo lo terrible del mundo podía alcanzarnos. Pero después de la impresión inicial, me interesé por los detalles. Quería saber cómo terminaste en la tapa, donde solo había un título insignificante y una pobre descripción: orificio de bala en la nuca. Y un trapo sucio te tapaba la cara.

Detrás de una historia siempre hay otras historias.  A veces se entrelazan, y otras se pierden, como la tuya: la mudanza, el barrio pobre, la lejanía, el padre ausente, la madre que nunca está, el padrastro, el paisaje despoblado, los pastizales, los arroyos, el largo y solitario camino hacia la escuela.

Lo primero que me pregunté, y que reconozco como un pensamiento extraño, es cómo lo habían titulado tan mal. Yo le hubiese puesto “Serena en el cielo con margaritas”. Ya sé que no eran margaritas, sino manzanillas silvestres, de esas que crecen por todas partes, pero suena más poético, y además no es un título al azar. ¿Te acordás cómo nos gustaba escuchar a los Beatles? Parafrasear sus canciones era una constante, sobre todo “Lucy en el cielo con diamantes” y cómo la cantábamos a viva voz mientras me decías que mi inglés era muy boliviano.

La prensa se olvidó de vos. Una morbosidad tapa otra, y tu crimen quedó impune, el de “La sirena del stud” también.

No puedo quitar tu imagen de mi cabeza. El trozo de perejil, que tenías pegado al cuerpo, parecía un trébol de cuatro hojas.

lunes, 8 de noviembre de 2021

LUCHARON SIN LÍMITE DE TIEMPO

José Luis Velarde



Levanta la mirada.

Es lo único que puede incorporar desde el suelo donde yace. Enfoca los ojos en el rostro de su enemigo hoy victorioso. Lo ve instalarse en la altura del triunfo para celebrar en la media noche extendida sobre la calle desierta. Ambos saben que muchos atestiguaron la lucha desde la sombra. De seguro ya se cobran apuestas, pululan traiciones, renacen odios y se pronostican combates por el arribo del nuevo líder de la pandilla alzado sobre las hojas secas del otoño y los ladridos de los perros omnipresentes. Es claro también que nadie responderá con veracidad cuando lleguen paramédicos, periodistas y policías para investigar el crimen e iniciar los interrogatorios entre todos los habitantes cercanos al enfrentamiento.

Las excusas irán como cada vez que alguien es sorprendido in fraganti del "no conozco a nadie en el barrio" hasta esconderse en el sueño, los niños, el cansancio y el miedo; sin dejar de mencionar la música arraigada en los corazones para enmudecer a los posibles delatores.

Afuera resuenan cumbias y canciones gruperas en profunda reverberancia. Pareciera que todo el vecindario tocara las mismas piezas, pero iniciadas en distintos momentos. Entre los acordes dispares y coincidentes como en una fuga de Bach, el caído se esfuerza en mantener sus ojos en la visión del rival que detiene la danza y los contoneos arrítmicos.

Encandilado sucumbe ante el contacto visual establecido a su pesar.

Titubea cuando pregunta con tonos sincopados.

—¿Qué tanto me miras si ya te moriste?

Sabe que al hablar demerita su victoria, por contradecir sus propias recomendaciones donde siempre manifiesta que el ganador debe tomarlo todo y nunca demostrar clemencia, pues se gana y se pierde en silencio tal como debe ser.

No logra evadirse de los ojos clavados más allá de las propias órbitas oculares. Escupe con desprecio al caído y nota que la saliva no puede ir más allá de los labios. Ve el hilo espeso que regresa pendular hasta estrellársele en la boca. Agita la cabeza con asco para espantar las náuseas que lo invaden. Los efectos del último golpe encajado se manifiestan apenas. Un coágulo desprendido del hígado ya se incrusta en un vaso sanguíneo del lóbulo frontal.

El hombre balbucea palabras ininteligibles, mientras el lado izquierdo del cuerpo se deforma y deteriora. No puede controlar los espasmos que lo deforman como si los huesos hubieran desaparecido.

Babea ante la mano retorcida e inservible.

Enmudece.

El tendido a media calle sonríe antes de morir.

Los espectadores abuchean el colapso del supuesto triunfador. Lo ven derrumbarse junto a quien creía haber derrotado. Antes de perder el conocimiento nota una sonrisa frente a él. Surge debajo de unos ojos que se cierran para  siempre.

El muerto se va en paz tras saber que el otro experimentará una agonía ya manifestada cruel y sin límite de tiempo como en la Arena Coliseo, el embudo de la colonia Lagunilla dónde aprendió el golpe prohibido que ni siquiera el Cavernario Galindo se atrevió a emplear contra El Santo, el Enmascarado de Plata, su detestado rival, en los días en que el atleta más salvaje de la lucha libre mexicana era el ídolo de un niño pequeño y belicoso que con frecuencia se colaba en los vestidores y en los entrenamientos para aprender los secretos del pancracio. Las artimañas prohibidas por los códigos de honor que nunca respetó cuando tuvo la necesidad de combatir una y otra vez en el vecindario.

Las sirenas ululan más allá de los caídos y los aullidos de los perros. Se aproximan hasta confundirse con la música estridente que sólo desaparecerá poco después del amanecer.