José Luis Velarde
Levanta la mirada.
Es lo único que
puede incorporar desde el suelo donde yace. Enfoca los ojos en el rostro de su
enemigo hoy victorioso. Lo ve instalarse en la altura del triunfo para celebrar
en la media noche extendida sobre la calle desierta. Ambos saben que muchos
atestiguaron la lucha desde la sombra. De seguro ya se cobran apuestas, pululan
traiciones, renacen odios y se pronostican combates por el arribo del nuevo
líder de la pandilla alzado sobre las hojas secas del otoño y los ladridos de
los perros omnipresentes. Es claro también que nadie responderá con veracidad
cuando lleguen paramédicos, periodistas y policías para investigar el crimen e
iniciar los interrogatorios entre todos los habitantes cercanos al
enfrentamiento.
Las excusas irán
como cada vez que alguien es sorprendido in
fraganti del "no conozco a nadie en el barrio" hasta esconderse
en el sueño, los niños, el cansancio y el miedo; sin dejar de mencionar la
música arraigada en los corazones para enmudecer a los posibles delatores.
Afuera resuenan
cumbias y canciones gruperas en profunda reverberancia. Pareciera que todo el
vecindario tocara las mismas piezas, pero iniciadas en distintos momentos.
Entre los acordes dispares y coincidentes como en una fuga de Bach, el caído se
esfuerza en mantener sus ojos en la visión del rival que detiene la danza y los
contoneos arrítmicos.
Encandilado
sucumbe ante el contacto visual establecido a su pesar.
Titubea cuando
pregunta con tonos sincopados.
—¿Qué tanto me
miras si ya te moriste?
Sabe que al
hablar demerita su victoria, por contradecir sus propias recomendaciones donde
siempre manifiesta que el ganador debe tomarlo todo y nunca demostrar clemencia,
pues se gana y se pierde en silencio tal como debe ser.
No logra
evadirse de los ojos clavados más allá de las propias órbitas oculares. Escupe
con desprecio al caído y nota que la saliva no puede ir más allá de los labios.
Ve el hilo espeso que regresa pendular hasta estrellársele en la boca. Agita la
cabeza con asco para espantar las náuseas que lo invaden. Los efectos del
último golpe encajado se manifiestan apenas. Un coágulo desprendido del hígado ya
se incrusta en un vaso sanguíneo del lóbulo frontal.
El hombre
balbucea palabras ininteligibles, mientras el lado izquierdo del cuerpo se
deforma y deteriora. No puede controlar los espasmos que lo deforman como si
los huesos hubieran desaparecido.
Babea ante la
mano retorcida e inservible.
Enmudece.
El tendido a
media calle sonríe antes de morir.
Los espectadores
abuchean el colapso del supuesto triunfador. Lo ven derrumbarse junto a quien
creía haber derrotado. Antes de perder el conocimiento nota una sonrisa frente
a él. Surge debajo de unos ojos que se cierran para siempre.
El muerto se va
en paz tras saber que el otro experimentará una agonía ya manifestada cruel y
sin límite de tiempo como en la Arena Coliseo, el embudo de la colonia
Lagunilla dónde aprendió el golpe prohibido que ni siquiera el Cavernario
Galindo se atrevió a emplear contra El Santo, el Enmascarado de Plata, su
detestado rival, en los días en que el atleta más salvaje de la lucha libre
mexicana era el ídolo de un niño pequeño y belicoso que con frecuencia se
colaba en los vestidores y en los entrenamientos para aprender los secretos del
pancracio. Las artimañas prohibidas por los códigos de honor que nunca respetó
cuando tuvo la necesidad de combatir una y otra vez en el vecindario.
Las sirenas
ululan más allá de los caídos y los aullidos de los perros. Se aproximan hasta
confundirse con la música estridente que sólo desaparecerá poco después del
amanecer.
La violencia en su máxima expresión. Un cuento muy interesante.
ResponderEliminarSaludos