lunes, 8 de noviembre de 2021

LUCHARON SIN LÍMITE DE TIEMPO

José Luis Velarde



Levanta la mirada.

Es lo único que puede incorporar desde el suelo donde yace. Enfoca los ojos en el rostro de su enemigo hoy victorioso. Lo ve instalarse en la altura del triunfo para celebrar en la media noche extendida sobre la calle desierta. Ambos saben que muchos atestiguaron la lucha desde la sombra. De seguro ya se cobran apuestas, pululan traiciones, renacen odios y se pronostican combates por el arribo del nuevo líder de la pandilla alzado sobre las hojas secas del otoño y los ladridos de los perros omnipresentes. Es claro también que nadie responderá con veracidad cuando lleguen paramédicos, periodistas y policías para investigar el crimen e iniciar los interrogatorios entre todos los habitantes cercanos al enfrentamiento.

Las excusas irán como cada vez que alguien es sorprendido in fraganti del "no conozco a nadie en el barrio" hasta esconderse en el sueño, los niños, el cansancio y el miedo; sin dejar de mencionar la música arraigada en los corazones para enmudecer a los posibles delatores.

Afuera resuenan cumbias y canciones gruperas en profunda reverberancia. Pareciera que todo el vecindario tocara las mismas piezas, pero iniciadas en distintos momentos. Entre los acordes dispares y coincidentes como en una fuga de Bach, el caído se esfuerza en mantener sus ojos en la visión del rival que detiene la danza y los contoneos arrítmicos.

Encandilado sucumbe ante el contacto visual establecido a su pesar.

Titubea cuando pregunta con tonos sincopados.

—¿Qué tanto me miras si ya te moriste?

Sabe que al hablar demerita su victoria, por contradecir sus propias recomendaciones donde siempre manifiesta que el ganador debe tomarlo todo y nunca demostrar clemencia, pues se gana y se pierde en silencio tal como debe ser.

No logra evadirse de los ojos clavados más allá de las propias órbitas oculares. Escupe con desprecio al caído y nota que la saliva no puede ir más allá de los labios. Ve el hilo espeso que regresa pendular hasta estrellársele en la boca. Agita la cabeza con asco para espantar las náuseas que lo invaden. Los efectos del último golpe encajado se manifiestan apenas. Un coágulo desprendido del hígado ya se incrusta en un vaso sanguíneo del lóbulo frontal.

El hombre balbucea palabras ininteligibles, mientras el lado izquierdo del cuerpo se deforma y deteriora. No puede controlar los espasmos que lo deforman como si los huesos hubieran desaparecido.

Babea ante la mano retorcida e inservible.

Enmudece.

El tendido a media calle sonríe antes de morir.

Los espectadores abuchean el colapso del supuesto triunfador. Lo ven derrumbarse junto a quien creía haber derrotado. Antes de perder el conocimiento nota una sonrisa frente a él. Surge debajo de unos ojos que se cierran para  siempre.

El muerto se va en paz tras saber que el otro experimentará una agonía ya manifestada cruel y sin límite de tiempo como en la Arena Coliseo, el embudo de la colonia Lagunilla dónde aprendió el golpe prohibido que ni siquiera el Cavernario Galindo se atrevió a emplear contra El Santo, el Enmascarado de Plata, su detestado rival, en los días en que el atleta más salvaje de la lucha libre mexicana era el ídolo de un niño pequeño y belicoso que con frecuencia se colaba en los vestidores y en los entrenamientos para aprender los secretos del pancracio. Las artimañas prohibidas por los códigos de honor que nunca respetó cuando tuvo la necesidad de combatir una y otra vez en el vecindario.

Las sirenas ululan más allá de los caídos y los aullidos de los perros. Se aproximan hasta confundirse con la música estridente que sólo desaparecerá poco después del amanecer.

 

 

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