Jorge Zarco
Estalló la guerra. Y para el señor
Zulawsky, como para todos los oportunistas, aquello solo significaba la
posibilidad de sacar una buena tajada; y él no tenía ningún problema, ya que la
actividad de clasificar material ajeno siempre había sido su forma de ganarse
la vida. Ordenar, contar, pesar, clasificar, valorar o descubrir un tesoro
oculto o insólito, formaba parte de la rutina diaria.
Mientras
trabajaba sobre aquel material “clasificado” para el bando ganador de la
contienda que se había iniciado un par de años antes y cuyas tropas ahora
ocupaban el país, procuraba no hacerse preguntas sobre su procedencia. Un
material de toda clase pese a que fuese sustraído a la fuerza. Pero siendo
realistas, aquello no le producía problemas de conciencia pues le garantizaba
un techo, una comida y una cama caliente en invierno para los suyos.
Aunque tuviera
que ser en aquella casa “requisada” a una anciana de la que según decían
algunos vecinos, acabó volando como un gorrión por obra y gracia de los
soldados que la desalojaron a la fuerza. Eso sí, Zulawsky nunca se hacía
preguntas y a cambio no encontraba problemas ni para él ni para su esposa, ni
para su hijo mayor e hija pequeña. Era un hombre discreto y callado y lo había
sido desde niño. Esa era su principal ventaja.
Tenía varios
puntos de trabajo entre fábricas, almacenes y talleres, siendo aquella estación
de tren su principal punto de destino. En ocasiones, su tarea podía ser
extenuante por las horas incalculables en las que podía durar una jornada;
clasificando desde fotografías que posiblemente alimentarían una estufa, a joyas
y anillos de boda o trajes de novia dignos del mejor de los sastres que
acabarían siendo carne de la especulación. En otras ocasiones no pasaban de ser
diarios personales llenos de textos, vivencias o dibujos que sucumbirían al
olvido por obra y gracia de las llamas, al igual que cuadernos de deberes con
formulas matemáticas, redacciones y confesiones amorosas que en la gran mayoría
de los casos ni se molestaba en prestarles atención, ya que su destino sería el
fuego inmisericorde.
Aquellos pesos
muertos que se llevaban consigo vidas enteras, eran en su mayoría simple
trabajo burocrático para matar el tiempo. Literal tiempo vacío que arrastraba
horas y cansancio tras de sí, dentro de maletas arrojadas por los celadores, con
cientos de equipajes de mano de toda clase, cuyos propietarios iban en los
vagones de carga para ganado, y a los que Zulawsky ni vería ni oiría jamás.
Y un día para su
alivio le llegó solo la clasificación de las joyas. El padre de Zulawsky había
sido joyero, así que no le resultó en absoluto una tarea dificultosa. Se podría
decir que había nacido para ejercerla. Tomó un trago de anís y se dispuso a
clasificar las joyas en el grado y valor de las más apreciadas: Oro, plata,
rodio, cobre, latón, acero y platino sin olvidar el diamante y sus derivados.
Sacó una balanza a fin de calcular el peso en quilates de cada pieza a
clasificar y una regla de cálculo para medir la pieza.
Pasaron las
horas, los días y las semanas y Zulawsky era el mejor y más aplicado en su
tarea. Dos compañeros de trabajo desaparecieron, pero Zulawsky no hizo
preguntas sobre su destino a los celadores, solo pensó que quizá tuvieron la
tentación de robar alguna pieza clasificada. Cosa harto difícil pues los mismos
celadores los desnudaban y luego los obligaban a tomar purgantes para
obligarlos a defecar y así husmear en sus heces. Así de fanáticos podían llegar
a ser en su tarea.
Una tarde le
trajeron una pequeña caja de betún que contenía diamantes blancos como si se
tratasen de las pequeñas lágrimas de un ángel caído en desgracia. Zulawsky pasó
a pesarlas en su volumen, valor y calcular su pureza. La tarea le llevó casi
una hora. Se quitó los lentes y restregó sus ojos. Llevaba ya unas ocho horas
de trabajo y puede que todavía le quedasen casi dos. Se tomó un pequeño trago
de vodka mientras un celador colaboracionista le acercaba un pañuelo negro de
lana y lo abría ante su presencia. Tras apurar el licor de un trago y retornar
las lentes a su rostro, Zulawsky vio el contenido del pañuelo y pestañeó
perplejo.
—¿Qué es eso?
—Dientes con
implantes de oro; recién extraídos, todavía apestan a sangre. Clasifíquelos.
El celador se
alejó y Zulawsky se quedó unos segundos mirando aquellos dientes. Había
incisivos, colmillos, molares, premolares, dientes de adultos, de hombres y
mujeres, de niños y ancianos. Zulawsky pasó a limpiarlos con agua y jabón para
quitarles el hedor a carroña que desprendían y los puso ante sí para empezar a
pesarlos.
No eran dientes
infectados de caries, ni dientes rotos por la casualidad o dañados por
enfermedades. Habían sido arrancados a la fuerza. Saltaba a la vista.
Empezó a
pesarlos, a calcular el oro y su pureza. Y según aquellos dientes fueron
pasando por sus manos en el transcurrir de los minutos, no evitó preguntarse en
qué condiciones habían sido extraídos.
No hacerse
preguntas, ese era su lema sagrado. Pero algo se removió en su conciencia y no
pudo evitarlo.
Empezó a oír
gritos. Pensó en unos alicates, la herramienta más común y directa. Pero había
piezas dentales que delataban haber sido extraídas con un machete militar o con
una navaja común, con el riesgo que conlleva para la boca del sujeto. Y eso no
era lo más grave; se oían rumores de que había tipos capaces de sacar mediante
pura fuerza bruta los dientes con una cuchara o reventar una boca a patadas de
tacón, como si se tratase de las coces de un asno. Y no evitó pensar en un
clavo, oxidado en el peor de los casos y hundido dolorosamente hasta la raíz
del diente.
Terminó su tarea
y metió los incisivos en una bolsa nueva con el peso y valor de cada uno, ya clasificados.
Arrojó la vieja bolsa a la estufa y tras el forzoso registro se le permitió el
regreso a casa, dando por finalizada la jornada. Llegó al hogar y tras besar a
Janna, su esposa, y a Janust, su hijo, fue a besar a Anna su hija. La encontró
sentada en su cama, husmeando un puñado de fotografías que no eran ni suyas ni
de la familia. Zulawsky se las quitó ya que, como sospechaba, pertenecían a la
anciana que una vez habitó la casa: fotos de infancia, de adolescencia, de la
madurez y de una familia que ya no existía.
—¿Donde las
encontraste?
—Ocultas tras un
azulejo de la pared.
—Lo siento,
Anna, no podemos tenerlas, son peligrosas. —Zulawsky salió de la habitación
ante el estupor de su hija y arrojó aquellas fotografías a la estufa,
consumiendo los restos de aquella vida en el fuego, como lo había visto miles
de veces en su rutina diaria de la clasificación de los objetos de todos
aquellos que ocupaban los vagones de ganado. De aquellos que solo eran carne
para sacarles los dientes.
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