miércoles, 10 de noviembre de 2021

LLAVES

 Ana Cherñak


Mauro, comiendo un pan con manteca, la boca abierta, se ajustó los auriculares, cantando descolgó la mochila y gritó:

 —Viejo, llego tarde. —Terminó el café con leche y se metió en el baño. Pensaba una frase ingeniosa para la canción que componía, y sentado en el inodoro marcaba un ritmo repetido con el pie.

La madre llamó al marido que seguía remoloneando en la cama. Miró la cerradura de la puerta de entrada, el reloj rojo de la cocina y el gancho sin las llaves. Se paró y abrió un cajón del aparador. Se tocó el pecho en forma circular por encima de la blusa, miró a los lados.

Untó una tostada con queso para él, recordó las semillas y las pegó por encima, calentó otra vez el café. Le costaba concentrarse en la tarea, el lunes anterior, su médico había revisado los estudios, y aunque no nombró esa palabra, le explicó que buscaría soluciones urgentes para el tumor. Hoy le hablaría de eso.

El hombre sacó al hijo del baño. Ajustó la corbata, asomó a la cocina y vio los ojos desesperados de su mujer hacia la puerta.

—¿Justo hoy tenías que ir a la Clínica? Buscá las malditas llaves ¿querés?

Corrió hasta el placar, revolvió entre la ropa, hurgó los bolsillos de un pantalón. Prendió el velador y buscó con atención bajo la cama.

A las siete y media abrió otro cajón, pero sabía que el único juego de llaves lo usaba su marido y lo había perdido. Ya no la encerraba, sin embargo, debía salir con él y la traía hasta su casa cada vez que hacía una compra o un trámite. O como hoy, para volver a casa, debería esperarlo al salir del médico. Dio vuelta una caja en la mesa; entre papeles viejos buscó las llaves, palpando con los dedos, abolladuras en la madera, provocadas por sucesivos golpes impacientes del marido, casi siempre a la hora de comer. Se fijó en el plato con piedras del Himalaya, en una campera deportiva colgada en el perchero.

—¡Ya sé! —dijo y corrió al lavadero, hurgó en la ropa sucia mientras él se miraba en el espejo.

Sonó un celular y ella abandonó para atender. En voz baja inventó excusas a la secretaria del doctor. Seguro que hoy hubiera empezado con el tratamiento y tendría que contar a la familia lo de su enfermedad. No quería pensar qué diría él cuándo lo supiera, ¿le echaría la culpa? Puso las tazas en la pileta y las lavó, limpió la mesa y siguió pensando en lo que le había dicho el médico: Señora, debe evitar el estrés.

El hombre iba de un lado a otro de la casa pensando qué le diría a Sol, hacía rato que lo esperaba en la Cafetería de la Clínica, siempre la citaba en un lugar distinto, para que no supiera su secretaria. Le gustaba que en la oficina dijeran: ¡qué buen marido, cómo cuida a su familia!

—Movete nene, hacé algo.

Mauro tocó el estante, entre el jabón y la lavandina, protestaba y veía por encima de los muebles. Metió la mano entre los almohadones del sofá. Descolgó la correa, la perra empezó a ladrar; la llevó al patio y la obligó a que husmeara entre las macetas. Por hacer algo, revisó el portafolio del padre, entre las carpetas apareció la foto de una rubia. No le prestó atención. Mientras arrojaba un palito para hacer correr a la perra, contento repetía un estribillo. Por fin había encontrado la frase justa para su canción.



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