Ana Cherñak
Mauro, comiendo un
pan con manteca, la boca abierta, se ajustó los auriculares, cantando descolgó
la mochila y gritó:
—Viejo, llego tarde. —Terminó el café con
leche y se metió en el baño. Pensaba una frase ingeniosa para la canción que
componía, y sentado en el inodoro marcaba un ritmo repetido con el pie.
La
madre llamó al marido que seguía remoloneando en la cama. Miró la cerradura de
la puerta de entrada, el reloj rojo de la cocina y el gancho sin las llaves. Se
paró y abrió un cajón del aparador. Se tocó el pecho en forma circular por
encima de la blusa, miró a los lados.
Untó
una tostada con queso para él, recordó las semillas y las pegó por encima, calentó
otra vez el café. Le costaba concentrarse en la tarea, el lunes anterior, su
médico había revisado los estudios, y aunque no nombró esa palabra, le explicó
que buscaría soluciones urgentes para el tumor. Hoy le hablaría de eso.
El
hombre sacó al hijo del baño. Ajustó la corbata, asomó a la cocina y vio los
ojos desesperados de su mujer hacia la puerta.
—¿Justo
hoy tenías que ir a la Clínica? Buscá las malditas llaves ¿querés?
Corrió
hasta el placar, revolvió entre la ropa, hurgó los bolsillos de un pantalón.
Prendió el velador y buscó con atención bajo la cama.
A
las siete y media abrió otro cajón, pero sabía que el único juego de llaves lo
usaba su marido y lo había perdido. Ya no la encerraba, sin embargo, debía
salir con él y la traía hasta su casa cada vez que hacía una compra o un
trámite. O como hoy, para volver a casa, debería esperarlo al salir del médico.
Dio vuelta una caja en la mesa; entre papeles viejos buscó las llaves, palpando
con los dedos, abolladuras en la madera, provocadas por sucesivos golpes
impacientes del marido, casi siempre a la hora de comer. Se fijó en el plato
con piedras del Himalaya, en una campera deportiva colgada en el perchero.
—¡Ya
sé! —dijo y corrió al lavadero, hurgó en la ropa sucia mientras él se miraba en
el espejo.
Sonó
un celular y ella abandonó para atender. En voz baja inventó excusas a la
secretaria del doctor. Seguro que hoy hubiera empezado con el tratamiento y
tendría que contar a la familia lo de su enfermedad. No quería pensar qué diría
él cuándo lo supiera, ¿le echaría la culpa? Puso las tazas en la pileta y las
lavó, limpió la mesa y siguió pensando en lo que le había dicho el médico: Señora, debe evitar el estrés.
El
hombre iba de un lado a otro de la casa pensando qué le diría a Sol, hacía rato
que lo esperaba en la Cafetería de la Clínica, siempre la citaba en un lugar
distinto, para que no supiera su secretaria. Le gustaba que en la oficina
dijeran: ¡qué buen marido, cómo cuida a
su familia!
—Movete
nene, hacé algo.
Mauro
tocó el estante, entre el jabón y la lavandina, protestaba y veía por encima de
los muebles. Metió la mano entre los almohadones del sofá. Descolgó la correa,
la perra empezó a ladrar; la llevó al patio y la obligó a que husmeara entre
las macetas. Por hacer algo, revisó el portafolio del padre, entre las carpetas
apareció la foto de una rubia. No le prestó atención. Mientras arrojaba un
palito para hacer correr a la perra, contento repetía un estribillo. Por fin había encontrado la frase justa para su canción.
Me gustó.Qué buen final.
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