jueves, 20 de octubre de 2022

CUARTETO DE CUERDAS - 004

 

El anciano violinista

Sergio Gaut vel Hartman Laura Irene Ludueña

Antonia Pasqualino & Oscar De Los Ríos




 

Me mudé a este edificio el 24 de marzo de 2025. Mi estado de ánimo no era de lo mejor, ya que las catástrofes a escala planetaria aumentaban en progresión geométrica. No hay vuelta atrás, me dije. Nada ni nadie podrá revertir este proceso. Mientras caminaba por la habitación, analizando si me emborracharía bebiendo completa la botella de ouzo Metaxa que me había regalado Dimitros Titakis o si usaría todos los comprimidos de Seconal que quedaban en el pastillero para pasar del otro lado, oí una música extraña procedente de la buhardilla que tenía justo encima, una melodía arrancada a un violín que poseía todos los atributos de lo mágico. Me dejé caer en mi viejo sillón y permití que la música me arrullara hasta quedar dormido. El ouzo y el Seconal fueron los que pasaron del otro lado.

A la mañana siguiente interrogué a la vieja encargada del edificio, la señora Clementina, acerca de la identidad del intérprete de la música que me había cautivado

—Es un viejo violinista de origen judío —me respondió—. Sobreviviente de Auschwitz. El violín es su única familia.

Moví la cabeza, asintiendo. Y mi pregunta surgió espontánea, casi involuntaria.

—¿Podría conocerlo? Me interesa mucho.

La señora Clementina se encogió de hombros; por lo visto no le importaba demasiado el asunto, sin embargo, su respuesta fue desconcertante.

—No creo que le interese conocerlo a usted. Imagina que todas las personas son nazis que buscan la oportunidad de enviarlo a la cámara de gas.

Debía saber que el poder de su música me había librado de la muerte. Así que a la mañana siguiente volví a la carga.

—Disculpe, señora Clementina, ¿podría decirle al violinista que una persona quiere conocerlo?

—Ya le dije que es inútil; no va recibirlo. Hace años que nadie lo visita. Su única compañía es el violín.

—Dígale que soy el nieto de un sobreviviente del mismo campo donde él estuvo. Mi abuelo me habló de alguien que tocaba el violín en los días de cautiverio.

La mujer parecía no creerme, pero al ver la angustia y la desesperación en mis ojos no tuvo otro remedio que aceptar.

—Está bien, lo intentaré. Pero no le prometo nada.

A la mañana siguiente Clementina golpeó mi puerta y se limitó a decirme que el anciano me esperaba en su buhardilla esa tarde a las cinco. Confieso que la confirmación de la cita me inquietó un poco. Tendría que seguir sosteniendo la mentira, aunque si había aceptado significaba que algo de verdad había en mis inventos para conseguir el encuentro.

Me bañe y me cambié de ropa. Tenía que mostrar un aspecto presentable, además fui a la panadería y compré unas facturas para compartir con el violinista. Toqué la puerta a las cinco en punto; él la abrió sin mediar palabra. Tenía frente a mí a un hombre alto, encorvado por la edad, de cabello y barba blanca que me miraba intrigado.

—¿Quién eres? —inquirió como único saludo.

—Soy Mauricio, vivo en el departamento de abajo, escuché su música y me conmovió tanto que quise conocerlo. —El anciano me miró intensamente por un par de minutos y luego me permitió el paso. Su departamento no era más que la buhardilla del edificio que había sido adaptada como vivienda a fines del siglo pasado, según me contó Clementina. Era un espacio pequeño pero muy bien iluminado, con una terraza llena de plantas y una vista magnífica de la ciudad. Miré todo con disimulo esperando que él comenzara una conversación. Ya había decidido no intensificar la mentira. Aunque como no conocía mi origen porque había crecido en una casa de acogida, quizá sí había tenido un antepasado en algún campo de concentración.

—¿Cómo dices que se llamaba tu abuelo? —preguntó con voz ronca señalando la única silla desocupada que había, mientras él se sentaba en un sillón destartalado.

—No voy a mentirle, desconozco el nombre de mi abuelo, en realidad, desconozco todo sobre mi familia. Crecí en un orfanato, aunque intuyo que mi origen es judío. Me llamo Mauricio Cohen.

—¿Qué quieres de mí? —inquirió asustado el anciano poniéndose de pie como si fuera a despedirme.

—¡Espere! Le diré la verdad. Estaba angustiado, a decir verdad, desesperado, dudando si valía la pena continuar mi vida, pero lo escuché y su música me llegó al alma, fue como si de pronto, todo tuviera sentido.

Los ojos del anciano, antes temerosos y desconfiados, se mostraron dulces y amistosos. El súbito cambio en su conducta actuó en mi ánimo de una manera extraña, que no sabría explicar; sentí que ya nos conocíamos. Sin volver a dirigirme la palabra se encaminó a la cocina, para regresar al rato con el servicio de té que apoyó en una mesa ratona. Volvió a ausentarse por otro momento y regresó con un ajado álbum de fotos. Sirvió el té y me alcanzó la infusión.

—Es más de lo que recibían en Auschwitz, antes de ir a la cámara de gas —me dijo en tono serio. Luego, como una prolongación de sus palabras, me acercó el álbum—. Es uno de los libros de registro, cuando dejé el campo de concentración lo llevé conmigo. Mírelo, tal vez se reconozca en la foto de su abuelo.

Tomé el álbum y el temblor de sus manos pasó a las mías. Las imágenes se sucedieron hasta que una lágrima escapó de mis ojos cayendo sobre una fotografía en sepia.

—Veo que lo encontró. Permítame que toque como homenaje. —Al decir esto el violín ya estaba en sus manos—. Cada vez que un grupo iba a la cámara de gas ejecuté el réquiem de Mozart; esto les servía para enfrentar el horror que les esperaba.

 

—¿Usted nos llamó? —le preguntó el policía a la encargada del edificio.

—Sí. El inquilino del sexto E, está muerto en su departamento.

—¿Vio o escuchó algo extraño?

—No extraño, sino particular. La melodía del violín del anciano suena más hermosa y triste en estas noches.

CUENTO AL CUADRADO - 016

 

No matarás

Irma Elvira Tamez, Eri Echilley, 

Dora Gómez Q & Sergio Gaut vel Hartman




 

Este tipo de cosas se hacen sin pensar o no se hacen; alzó la mano y la dejó caer con toda su ira. Una vez dada la primera cuchillada las demás llegaron solas; mientras lloraba amargamente clavaba el cuchillo una y otra vez, recordándole a gritos cada una de las ofensas y golpes que ella había recibido de él y otras tantas para descargar el resentimiento que sentía contra su abuelo. Luego de contemplarlo azorada en aquel charco amplio de sangre, sus ojos no dejaron de llover; llevaba en sus entrañas un mar de dolor y tristeza que no había podido vaciar.

Se sentó durante un largo rato, se sirvió una copa de vino y brindo con aquel hombre ya sin vida. Habían pasado más de cinco horas cuando recuperó un poco la lucidez; tenía que tomar otras decisiones, como qué haría con el cadáver, por ejemplo. ¿Guardaría el secreto? ¿Por cuánto tiempo podría callar el hecho? En algún momento habría alguien preguntando por él, buscándolo… ¿Cuánto tiempo podría acallar su conciencia sin volverse loca? Repentinamente vino a su cerebro una frase que repitió tantas veces en la iglesia católica a la que asistía: no matarás, la repitió una y mil veces más. Oró de rodillas, pidió perdón a Dios, pero ya era hora de actuar, no podía quedarse así. Tomó su bolso, la biblia y se encaminó hacia la iglesia, donde llevaba una estrecha relación con el padre Carlos, su confesor. Caminó lentamente, pensando, analizando; aún había tiempo de arrepentirse, de huir.

—Padre Carlos; he pecado…

¿Podría decirle eso? ¿Confesar? Confesar es una palabra de múltiples caras, por lo menos dos. Porque no es lo mismo abrirse a Dios, aceptar que se ha pecado, que admitir ante los inclementes policías que finalmente una se ha atrevido a limpiar con sangre los maltratos y abusos del pasado. Dios perdona, la Ley, no. De eso estaba segura. Si huyo finalmente me atraparán y el maltrato seguirá, esta vez por parte de los carceleros. Más abuso, probablemente seré violada por más de uno de esos brutos en una celda maloliente. En cambio el padre Carlos… El me abrirá la puerta del Cielo y me pondrá en contacto con nuestro Señor, el que todo lo perdona. Pero ¿no fue Él quien dio el mandato? No matarás, dijo. No es el primer mandamiento, pero debería serlo. ¿Y no debería ser el segundo “no abusarás de tu nieta”? ¿Y si los mandamientos fueron hechos por los hombres y no por Dios? Parirás con dolor no es un mandamiento, es algo más que eso, es otra violación. Pero no porque no pueda aceptarse una ley biológica, sino porque un hombre lo puso en palabras, condenando a la mujer. Entonces, ¿es Dios un hombre?

Vaciló una vez más, a mitad de camino entre la iglesia y el cuartel de policía. ¿Qué es peor? ¿Los salvajes que me profanarán en la celda o ser profanada por un Dios de los hombres que organizó el mundo de tal modo que las mujeres vivimos para ser mortificadas? 

Finalmente decidió ir a la iglesia.

—Padre Carlos, ¿me puedo confesar ahora?

—Por supuesto —dijo el cura señalando el confesionario.

—He pecado padre, maté a mi abuelo.

—¿Oí bien, mataste a tu abuelo?

—¡Sí, le di muchas puñaladas, porque era un abusador y me tenía harta! —contestó casi gritando.

—¿Y qué hiciste luego?

—Lloré, padre, brindé con el cadáver también, estaba feliz porque ya no me molestaría, y triste porque era mi abuelo. Ahora quiero que Dios me perdone. ¿Lo hará?

—Por supuesto, Dios tira todos tus pecados al fondo del mar, y ya no los recuerda. Pero para eso tienes que arrepentirte, y luego tendrás que perdonar a tu abuelo.

—¡Ni loca, me voy de acá! ¿Y qué va a hacer, denunciarme?

—No, no puedo develar lo que dijiste en confesión.

Salió corriendo hacia la calle, caminó sin rumbo. En el reflejo de una vidriera vio que tenía la cara salpicada de sangre. Se limpió con la manga de la campera.

“Cuántas cosas estúpidas hice. Ni Dios me quiere”, pensó. No sabía por qué había puesto una biblia en el bolso, ni era momento para pensar en los derechos de la mujer; debía resolver la situación.

De repente, con un lúcido instinto humano de supervivencia, volvió a la casa.

Quizá aun podía hacer algo para no ir presa. ¿Quién iba a creer que una samaritana, católica practicante, hubiera asesinado al abuelo? El único que lo sabía era el cura. Pero ya habría tiempo para pensar en eso.

El viejo estaba sentado. Su cara agrietada parecía mirarla con resignación. El olor. Quién podría olvidarse de ese olor. La justicia por mano propia a veces huele como un pedazo de carne cruda al sol, el peor día del verano. Las moscas bailaban alrededor del cuerpo. Los orificios de las cuchilladas eran agujeros de gusanos, portales dimensionales hacia el Averno. En la mesa, el mar rojo dibujó un lamparón. El vino de la última cena.

Lo contempló un buen rato. ¿Yo lo maté? ¿Él se mató?, se preguntaba incesantemente. De golpe, montó en cólera como si le hubiera caído la ficha, empezó a sacudir el saco de carne vieja de acá para allá. ¡Dale, hijo de puta, toca a la nena si podés! ¡Ponele una mano encima ahora!, le gritaba exacerbada.

 El horizonte se deglutía una naranja. La noche lentamente se apoderaba de todo a su paso. La oscuridad y el silencio se harían uno, amenizando la futura cena de las larvas. Lo sabía, iría a la cárcel, pero ya no le importaba tanto, ya no tenía miedo de las vejaciones que podría sufrir allí. Qué le iba a importar si siempre había vivido bajo el cinto del viejo. Ya vivía en una cárcel. Ahora solo podía esperarle la tranquilidad de saber que había librado al mundo de un hijo de puta. Sonrió desencajada, mientras el reflejo azul de las sirenas le dibujaba intermitencias en las pupilas. En estos tiempos, no hay que confiar ni en la sotana, reflexionó.

 

 

domingo, 18 de septiembre de 2022

CUENTO AL CUADRADO - 015

Deus ex machina

Laura Irene Ludueña Irma Elvira Tamez

Guillermo Lamolle & Sergio Gaut vel Hartman

 


A pesar de su deplorable apariencia y de la lastimosa condición psicofísica que exhibía, Enrico se empeñaba en pedirme que le permitiera interpretar personajes poderosos, fuertes, acaudalados y hasta prepotentes. Lo que resultaba completamente claro era que el sujeto no intentaba ocultar su condición de desahuciado sino que la voluntad de no esconder su aspecto implicaba un intento de superación loable. Pero yo, como director teatral, no puedo arriesgar una puesta solo para salvarle el pellejo a un desgraciado. No le gustó que se lo señalara, por cierto.

—Usted no puede guiarse por las apariencias —protestó.

—No me guío por apariencias, mi amigo, pero trato de sacar adelante una versión de Rosencrantz y Guildenstern han muerto, la obra patafísica y surrealista de Tom Stoppard.

—No pido ser uno de los protagonistas —continuó suplicando Enrico—. Ni siquiera Hamlet, que aparece poco. Pero podría hacer de Polonio, de Horacio, de Fortimbrás. Hasta me animo a hacer de Ofelia.

Enrico se mostraba tal como era, sin ninguna pose, ninguna postura heroica. Pero había ido demasiado lejos como para que yo me permitiera jugar con algo que era de demasiada importancia para mí. No deseaba malgastar mis energías discutiendo con el pobre tipo y le di la espalda, señalando con ese gesto que la conversación había terminado. Grave error. No calculé que los desgraciados suelen estar también desesperados. Enrico tomó una roldana que oscilaba colgada de la tramoya y la empujó hacia mi cabeza.

Desperté varias horas después. No estaba en el teatro.

Todo me daba vueltas, toqué mi cabeza y había un vendaje abultado; tenía un catéter en el brazo izquierdo y un frasco de suero colgando del soporte, las gotas caían tan lentas que parecía que el contenido de la bolsa nunca se terminaría, y yo con las ansias de salir de ahí. Recordé con claridad lo que había sucedido.

—¡Malparido! Me voy a encargar de que nadie te dé tan siquiera un papel de extra.

En ese momento entró una enfermera para revisar los signos vitales. Traté de disimular mi ansiedad y solo veía paso a paso lo que la mujer hacía hasta que terminó de registrar algo en las hojas y giró sobre los talones mirando hacia la puerta…

—Enfermera, ¿a qué hora me puedo ir?

—Hay que esperar a que llegue el especialista.

—¿Especialista? Pero si solo fue un golpe; esto sucede siempre en el teatro, no es para tanto.

La mujer sonrió ligeramente mirándome, mientras me tocaba el brazo como queriendo tranquilizarme.

—Entiendo. Sin embargo, hay que esperar al especialista que revisará los estudios que le hicieron y dará un dictamen. No debe de tardar ya en llegar.

—Bien, si no hay otra... ¿Al menos me podría dar un poco de agua? Tengo la boca seca y siento la lengua pegada.

—Lo lamento; no puede beber líquidos, ni comer, hasta que el especialista lo autorice.

—¡Joder! Le digo que no es nada, que esto pasa todo el tiempo; ¿para qué tanto escándalo?

Pero ni me escuchó, solo sonrió y se fue tan silenciosamente como había entrado. Esto me pasaba por ser generoso y aceptar en mis talleres a un petimetre con aspiraciones de actor. Esta obra es innovadora, me juego mucho con ella. Quiero hacer algo diferente, arriesgado, que desafíe mis propios límites. Pretendo posicionarme como el visionario que soy, para lo cual, debo asegurar calidad interpretativa. Pero, todo se complicó desde el principio. Primero la dificultad para conseguir quienes representen a Rosencrantz y a Guildenstern; luego las ridículas pretensiones actorales de Enrico y su reacción ante mi rechazo. ¿Acaso no se daba cuenta que no daba el perfil actoral que me interesa?  Que se trate de una comedia no significa tomarse las cosas a la ligera. La historia que se está contando debe parecer verdadera para que las actuaciones no resulten de escaso vuelo artístico. Esa es la mirada que siempre he tenido y la que ha hecho que sea un director diferente, pero estoy a punto de creer que esta propuesta está maldita. La semana pasada mientras repasaba el texto parado en el proscenio al que el fervor artístico de Rosencrantz me había llevado, caí y perdí el conocimiento. Por suerte, sólo me lastimé una pierna. Eso fue después de quejarme de la iluminación en el escenario que apenas permitía la lectura. Y ahora, esto.

 En resumen, las estrellas parecen alinearse como si se tratase de una verdadera la tragedia shakesperiana.

El “especialista” le dio un poco de largas al asunto, supongo que porque no tenía mucha idea de qué hacer conmigo. Si no, me habría dicho algo más, y no solo ese indeseado “vamos a esperar un poco, quiero analizar bien estos resultados”. No hay cosa más desesperante que una postergación sin límite de tiempo, sobre todo cuando sabemos que será seguida, probablemente, por otra postergación. Con el tiempo, sin embargo, debí admitir que yo no estaba para salir. Jaquecas y mareos persistían sin que su frecuencia e intensidad mostraran signos de disminución. En las primeras visitas me habían informado que el elenco me deseaba una pronta mejoría, que esperarían a mi recuperación para continuar con los ensayos. Pero al alargarse mi internación las visitas se hicieron más espaciadas, hasta virtualmente desaparecer.

Pasaron meses. Mejoré, y me soltaron. Un viejo amigo me llevó a mi casa; cuando le pedí que me acompañara al teatro se excusó, estaba muy ocupado. Raro, un sábado de tarde, pensé. Me vestí, salí y tomé un taxi. Había llamado a varias personas, pero ninguna atendía. Llegué al teatro y había largas filas de gente. ¿Habrá algún estreno?, pensé. Miré la marquesina y un mareo, pero diferente, casi me hace caer al suelo otra vez, y entendí lo que habrían sentido los amigos de Hamlet al descubrir por una carta que estaban sentenciados a muerte. Traición. Confusión. En la marquesina decía: Gran estreno. Rosencrantz y Guildenstern han muerto, de Tom Stoppard. Dirección: Enrico Sapelli.

 

viernes, 16 de septiembre de 2022

CUENTO AL CUADRADO - 014

Últimos instantes

César Del Castillo Itzel Alejandra Flores García

Laura Irene Ludueña & Sergio Gaut vel Hartman





Adrián gritó hasta que la garganta se le convirtió en una llaga, pero solo le respondieron la lluvia y el aullido del viento. El terror atroz de haber perdido a Gemma dio alas a sus pies y lo impulsó hacia adelante, en busca de no sabía qué ni dónde. Pero puso toda su energía, su atención, su voluntad en esa loca carrera, pura velocidad y empuje, aunque velocidad y empuje pésimamente dirigidos, ya que su brújula era la desesperación. Por eso no sintió que una mano gigante lo detenía, ni que un puño mortífero chocaba contra su rostro.

—¡No es cierto! —gritó—. ¡No puede estar muerta! ¡Esto es una pesadilla! —Pero si era una pesadilla aún no había terminado. Y si Gemma estaba o no muerta lo determinaría el siguiente capítulo de aquella pobre y tenebrosa novela. Por las dudas, no se detuvo, sino que siguió corriendo, hasta que no tuvo fuerza siquiera para parpadear. Sin embargo, el amor que alguna vez sintió por Gemma lo abandonó de repente y ya no pensó en salvarla, ni en ponerse a salvo. Le fallaron las rodillas y cayó sobre el adoquinado.

—¡Despierte, Florián! —exclamó una voz ruda y húmeda bullendo en su oído.

—¿Florián? ¡Soy Adrián!

La voz se transformó en carcajada y no tuvo más remedio que abrir los ojos.

—En el sueño puede tener el nombre que quiera. Aquí es Florián, aunque dejará de serlo en cuanto hunda este cuchillo en su pecho. ¡Ahora sí ha despertado! Veo que no le gustan los cuchillos —dijo el extraño personaje blandiendo una rama como si fuera un puñal.

Adrián reaccionó sentándose de golpe y mirando aterrorizado a quien le hablaba. Recordaba estar conversando con Gemma en el parque de la universidad cuando de pronto un gran temblor los impulsó a correr. Luego, la nada. Ahora despertaba en un lugar desconocido junto a un personaje extraño con voz de trueno, mientras por su mente pasaban una serie de clips, imágenes y recuerdos que hubieran enloquecido a cualquiera.

Todo había empezado cuando Adrián trabajaba en un modelo cero dimensional para estimar el impulso en propulsores de plasma, y su ordenador captó un mensaje perdido de un planeta lejano. Entusiasmado, intentó comprobar de dónde venía la señal y descubrió que procedía de un sistema estelar distante cincuenta años luz de la Tierra, con lo cual tardaría cien años en enviar un mensaje y recibir una respuesta. Cuando logró estabilizar la señal, en la pantalla aparecieron unos extraños caracteres. Adrián manejaba algo de astro lingüística, aunque aún era un campo poco desarrollado. Cuál no fue su sorpresa al entender lo que significaba. ¿Acaso se estaba gestando una guerra interplanetaria con alienígenas que poseían una tecnología miles de años más avanzada que la nuestra? Sorprendido por el descubrimiento, se comunicó con su amiga y colega Gemma para contarle lo que había descubierto. Quedaron en encontrarse en el parque de la universidad. Recordaba que hablaban del tema cuando de pronto sintieron el gran temblor y corrieron. Adrián perdió el contacto con Gemma. Gritó.

—¡Gemmaaaa! —No recibió respuesta. Se detuvo. No se veía nada. La intensa lluvia solo permitía divisar las siluetas borrosas de los grandes árboles.

El extraño que escuchaba su desordenado relato y apreciaba la angustia que lo embargaba se sentó junto a él con una mirada comprensiva.

—Es así, Florián.

—Soy Adrián, ¡ya se lo he dicho! —Empleó un modo enérgico y lo miró a los ojos.

—Está bien, no discutamos —dijo el desconocido pasándole el brazo derecho por detrás, sobre los hombros—. Eso no es lo importante ahora. Me llamo Cancuy y puedo explicarle lo que le está pasando. Solo le pido que preste atención y trate de tranquilizarse.

Adrián trató de hacerle caso, visiblemente agobiado, bajó la cabeza y aún confundido se dispuso a oír lo que Cancuy tenía para decirle.

—Lo que ha sucedido, Florián, es que ha viajado en el tiempo. Sé que esto puede perturbarlo. Produce confusión profunda en nuestros cerebros, una confusión generalizada y mucha ansiedad. Al menos por un tiempo.

Adrián se inquietó, frunció el ceño, contrariado, y sintió miedo. A él esa posibilidad no lo sorprendía, la ciencia era su mundo y conocía los avances de la física cuántica, la aceleración de moléculas y su duplicación y también estaba al corriente del tema de la simultaneidad. Pero escuchar que él ya había sido protagonista de un suceso como ese lo sacudió y ciertamente desconfió de que fuese verdad.

Los diálogos entre Cancuy y Adrián se iban haciendo cada vez más complicados; el viaje en el tiempo era inverosímil. Por más que intentaba hallar la coherencia, no lo lograba; Adrián o Florián, ¿quién era de los dos? El temblor en el que había muerto Gemma, después la lluvia. ¿Era amor o amistad lo que lo sentía por Gemma? Quería acceder a ese universo, pero parecía que algo no funcionaba bien. Cancuy había mencionado un sueño y luego amenazó con apuñalarlo y, sin embargo, aquella arma era solo una rama. La atmósfera fue perdiendo tensión en los acontecimientos narrados, pues se estaba usando el recurso en boga de los multiversos sin haber logrado un pacto de lectura. En los últimos instantes, Cancuy habló:

—Florián es su nombre y es mi discípulo en los temas de energía. La ciencia se ha quedado muy corta para explicar fenómenos dimensionales así que lo hipnoticé para comprobar la hipótesis. Hemos encontrado que viajar en el tiempo no es otra cosa más que la transmigración del espíritu y usted ha sido nuestro último eslabón. Desafortunadamente, hubo un traslape entre su vida actual con la pasada. Escenas diversas e inconexas lo confundieron tanto, que olvidó todo lo del experimento, pero más tarde, su mente racional se restablecerá y podrá redactar el informe.

No hubo ni una página más para sostener la trama; se puso de pie y salió del consultorio de Cancuy.

Maldijo el momento en que aceptó ser jurado de ese concurso literario y anotó sobre la primera página, con marcador rojo: rechazado.

domingo, 11 de septiembre de 2022

CUENTO AL CUADRADO - 013

 

El refugio de los sueños

 Itzel Alejandra Flores García 

Luisa Madariaga Young 

Alicia Maffei & Sergio Gaut vel Hartman




 

Traté de sacudir lo que todavía me anegaba la mente e imaginé un despertar positivo, en el que la visión reconfortante del sol sirviera para alejar para siempre las visiones que me atormentaban. No obstante, y en contra de mi voluntad, me encontré pensando en los sueños recurrentes, para nada inofensivos, en los que recorría un bosque con árboles de hojas plateadas y era acosada por salvajes dispuestos a violarme, matarme y devorarme. En otros sueños, aquellos que no transcurrían en mi propio mundo sino en un planeta feraz, bellísimo, con lagos color miel y cinco lunas en el cielo, apenas podía retener la visión en mi memoria durante un momento para luego perderla, siendo reemplazada por una realidad despiadada, en la que el acoso, la maldad y el egoísmo eran el pan cotidiano.

—¡Deborah! Hora de levantarse e ir a trabajar.

La voz de Pamela, una vez más, como siempre, me sacó del estado en el que me encontraba, terrorífico, pero a fin de cuentas ficticio, y me arrojó de cabeza al negro abismo que siempre trataba de evitar.

—¿Y si no voy a trabajar? —Mi desafío era mi manera habitual de enfrentar a mi madre, un sistema infructuoso, por cierto, ya que mi trabajo era el único medio de subsistencia para una alcohólica y un hermano pequeño, fruto de una borrachera menos intensa de lo habitual.

—Simple —replicó Pamela poniendo los brazos en jarras y mirándome con esa expresión tan suya—, no habrá dinero para comprar comida.

No había remedio, sacudí los restos de la niebla somnolienta y aterricé de lleno en la cruda realidad. Me vestí a toda velocidad para no perder el bus que diariamente me lleva al mercado donde trabajo. Ha sido lo más decoroso encontrado para alguien como yo; una joven que apenas sabe escribir su nombre en las nóminas de pago, marcada por el estigma de una madre descuidada que lo único que le importa es el dinero que semanalmente llevo a casa.

Me dediqué a acomodar los estantes con esa precisión automática que da la costumbre y volví a refugiarme en mis sueños, esos que tejo en mi mente cuando estoy despierta; son más hermosos que mis recurrentes pesadillas nocturnas y puedo modificarlos a mi antojo cuando percibo que se están aproximando demasiado a mi escenario actual, porque ¿de qué sirve crear sueños si no los haces bonitos, ya sea aquí en la Tierra o en el más alejado confín del universo?

¡El universo! ¡En algún lugar tienes oculto ese bello planeta con cinco lunas! Trato de sacar a la luz los fragmentos nocturnos; comienzo a darle forma al sueño más increíble que he tenido, regreso a los lagos, la brisa me despeja el rostro, el corazón explota de júbilo y corro descalza por el suave césped. ¡Respiro libertad!

A lo lejos descubro una cabaña, tiene un hermoso jardín rebosante de flores plateadas y entre ellas está Pamela. ¡Sí, es mi madre! ¡Qué joven! ¡Como en los tiempos cuando me amaba!

Qué lejanas quedaron esas tardes, cuando yo todavía sentía la inmortalidad de mi existencia… con todas las ilusiones por delante.

Pasábamos nuestra vida en ese jardín, oliendo tardes de jazmines blancos, dialogando con el brillo de la fronda de la medianera, mirando el cielo, soñando que las canaletas de los canteros eran chapoteados arroyos del Amazonas. Ahí navegaban mis barcas, maderitas perfumadas, siempre a favor de la corriente, impulsada por la manguera, que gorgoteaba en alguna parte del largo césped…

Ahora no sé si estoy despierta o dormida; siento la finitud de mi existencia, y aquello parece haber sido solo un instante. La Pamela del sueño hace tiempo que se fue, en una helada tarde de agosto; ahora permanece esa mujer ruda, generalmente borracha, exigente y agresiva. Y ya ni siquiera puedo soñar a mi madre. ¡Todo fue un momento! Cierro los ojos y estoy en mi jardín; los abro, y estoy en medio de la ciudad profunda, en medio del anonimato, caminando por las calles grises, tratando de olvidar los infinitos caminos prometidos del futuro, que como en un eterno retorno, se juntan con los de más atrás, que quedaron ocultos como las estelas de las olas en el mar. Quiero degustar las delicias, la dicha de nadar en las tibias aguas…

—¡Deborah! ¡Basta de soñar despierta! —grita el dueño del puesto del mercado. Prohibido soñar. Debo filetear merluzas, brótolas y lenguados. La espuma se deshace contra las tablas y no se desliza por la playa como yo hubiera querido.

Los ruidos de las voces en el puesto, los clientes comprando pescado; del otro lado estibadores dejando mercancía; el bullicio de todos los días me sofoca; quiero refugiarme en mi paraíso, pero me lo impide esta realidad avasalladora; volteo y advierto que Pamela viene hacia mí.

—¡Deborah! —grita desde donde está—. ¡Tu hermano!

Apenas entiendo lo que dice porque viene llorando con el bebito en brazos. Va trastabillando porque está alcoholizada; dejo lo que estoy haciendo y me apresuro para ir a su encuentro.

—¿Qué sucede? —Miro al bultito entre pañales y me doy cuenta de que está desvanecido, lo toco, está frío, lívido. Se lo quito a mi madre. Ella nunca lo soltaba, no me lo dejaba cargar jamás. Decía que era su tesoro, el único recuerdo de la mejor noche de su vida. Solamente por él yo había aceptado ponerme a trabajar, porque sabía que la única que podía atenderlo era ella, su madre, nuestra madre. ¿Y ahora?

La dejo ahí en el suelo llorando como loca; yo camino lejos del puesto; el mundo entero se va quedando atrás; ya habrá alguien que se apiade de ella.

Salgo a la calle y el sol se está poniendo.

—Beto —le digo a quien nunca fue consciente de que se llamaba así—. Te llevaré a otro mundo con lagos color miel y cinco lunas en el cielo.

Camino y llego al borde de la carretera; cierro los ojos, avanzo hacia las espumas que nos cubrirán de paz después del vacío.

jueves, 8 de septiembre de 2022

ESPECIAL MICROFICCIONES - 001





Reality war

Alejandro Bentivoglio

 

Estamos empezando una guerra nueva, con todos los adornos y efectos posibles. Gastamos un montón de dinero en ella, así que queremos que nos quede bien. La vamos a transmitir por televisión, en vivo y en directo. Pero esta vez, vamos a habilitar un teléfono para que el público vote quién gana, no es justo que los que viven lejos de la metralla se queden afuera del espectáculo.

 

 

Breve tratado de historia

Daniel Frini

 

—¡No comas las semillas, que te va a salir una planta en la panza! —decía mi madre.

Comí las semillas. Nació una planta. Y dos. Y tres. Y una selva. Vinieron pájaros. Animales. Insectos. Hubo lluvias. Calores. Otra vez lluvias. Noches y días. Nativos. Carabelas. Conquistadores venidos de allende el hígado y el páncreas, que exterminaron a los originarios. Villas que fueron pueblos y, después, ciudades. Caminos, vías férreas, vapor, barcos, carros y fábricas. Progreso, que taló una planta. Y dos. Y tres. Y desforestó la selva. Cambio climático que extinguió a los pájaros, animales e insectos. Ya no hay nativos. Apenas mueran los pocos humanos que malviven, todo habrá vuelto a la normalidad, y podré seguir comiendo estas malditas frutas, haciéndole caso a mamá y sin problemas estomacales ni una historia universal tan compleja.

 

 

Toda ella

Sergio Gaut vel Hartman


 

Hizo girar la tarjeta entre los dedos y se preguntó, una vez más, si obraba correctamente. Todo lo que fue o pudo haber sido vive en esta trama digital, pensó. Los abrazos, los besos, la humedad secreta, las rabietas, los instantes supremos, las mentiras, la historia aquella con su amante, ese tipo de mierda, el maravilloso viaje a París, mil noches de sueños compartidos, ese carácter podrido que tenía, lo que hubiéramos hecho juntos si... Toda ella está aquí, comprimida, codificada, lista para insertarse en un cuerpo nuevo, sano, perfecto, flamante. Vaciló una vez más; la mano sobre el tacho de basura. El universo es binario. Sí. No. Sí. No. Alzó la tarjeta, trató de perforarla con la vista, como si la imagen del rostro de Renata persistiera en un espejo mágico, y con un único movimiento, resuelto, definitivo, la guardó en el bolsillo de la camisa, junto al corazón.   

 

 

Longevidad

Javier López

 

—Hijo, sabes que desde que eras pequeño he intentado inculcarte que no fueras derrochador en la vida y que trataras siempre de guardar algo para garantizar tu futuro. Ahora me dices que estás sin dinero. Y te lo advertí, deberías haber sido más prudente para tener el porvenir asegurado cuando fueras mayor.

—Si madre. Y te hice caso y fui ahorrador. Pero lo que yo nunca esperé es que hoy estaría celebrando mi ciento cuarenta y tres cumpleaños. Por más que hubiera hecho, el dinero nunca me habría llegado para tanto.

—Sea como sea, una madre nunca deja de preocuparse por su hijo. Así que preguntaré a tu abuelo a ver si aún conserva algunos de sus ahorros y puede echarnos una mano.

 

 

Horóscopos

João Ventura

 

La voz de la señora era un poco más aguda de lo que sería deseable. Pero tampoco era para menos.

—Estuve aquí antes de aceptar ser la madrina de la niña, traje su fecha y hora de nacimiento y usted dijo que con la conjunción de Júpiter y Venus podría llegar a ser una top-model o una empresaria de éxito. Me adelanté y gasté mucho dinero en el bautizo, y pagué sus estudios, y ahora...

—¡Y eso es lo que indicaron las estrellas, señora Olimpia! Pero estos equilibrios astrales son muy delicados, sabe... Y nadie pudo adivinar que el cometa Shoemaker-Levy iba a caer sobre Júpiter y alterar el ascendente —dijo el astrólogo, con un aire profundamente convencido.

—Alterarlo un poco, vamos, pero hasta el punto de que a la chica le caigan dos años y medio por tráfico de drogas, me parece demasiado, ¡carajo!

 

 

Compañeros

Alejandro Fabián Alberto Aguirre

 

Unos loquitos salen despavoridos hacia el patio, algunos van con las bocas llenas de golosinas, otros con unos cochecitos en mano y un grupito se divide entre los que van al baño y otros al kiosko para arrasar con algunas comidas. Todo ese instante se acompaña con una fría mañana que, a pesar de que inmoviliza a los mayores a ellos no les afecta en lo absoluto.

Ninguno sospecha lo felices que son porque el lugar, que parece ser sacado de algún cuento mágico, los envuelve y los alimenta de algo indestructible. Lo sabrán décadas después para reunirse y celebrar una y otra vez, para abrazarse todos en el tiempo...

 

 

Libres

Javier López

 

Ese día las puertas de todas las cárceles del mundo se abrieron a la vez. A las 6 de la madrugada, hora UTC, los prisioneros oyeron desbloquearse las cerraduras de sus celdas, mientras anunciaban por megafonía que debían abandonar el presidio en menos de diez minutos. Recogieron sus pertenencias y salieron sin terminar de asimilarlo, buscando incrédulos la mirada de los guardianes, esperando que todo fuera una trampa. Pero nadie les impidió salir. Ya sólo nos quedaba aguardar, dentro de nuestros refugios, la reacción de los cuerpos de los condenados a la nefasta radiación, tras la catástrofe nuclear.

 

 

Mi gemelo

Víctor Lowenstein

 

Lo que siento no puede traducirse en palabras. Las palabras son como la etiqueta pegada al recipiente. Adentro hay algo que trata de respirar todavía, pero es algo que se muere, y si no soy yo, al menos tiene una parte mía en su ser.

  Alguien mira el recipiente. Conversa sobre lo que ve con sus colegas. Se van, y ese doctor echa otra mirada al mío y a otros recipientes, y pasa a otra cosa. La parte mía que no está dentro del recipiente lo sigue por un pasillo, escucha su conversación con una doctora, lo ve bajar por una escalera y encenderse un cigarrillo en el descanso de un entrepiso. Esa parte mía que está fuera se aburre y desencamina sus pasos, sintiendo que la parte mía que está dentro del recipiente lo llama desde su oscura mismidad.

La etiqueta dice: “muerte prematura”.                          

 

 

Sometido

Alejandro Fabian Alberto Aguirre

 

Cuando el profesor Dan Albretch volvió del futuro tuvieron que sedarlo por varias semanas por el estado de locura que tenía. Había visto algo aterrador.

Las mujeres de alguna manera habían logrado dominar al hombre. El cambio más significativo fue uno biológico: las mujeres tenían pene y los hombres poseían vagina con lo que estaban preparados para tener hijos.

En ese mundo las mujeres sometían al hombre.

En esa época las nuevas mujeres cometían abusos de todo tipo con el nuevo hombre.

En ese futuro los hombres sufrían por el feminismo y salían a las calles para luchar por sus derechos.

En el presente, ante tantos cambios increíbles, los científicos decidieron destruir la máquina del tiempo. Lo que les preocupaba era cómo iban a decirle al profesor que estaba embarazado.

 

 

Esencia

Maritza Macías Mosquera

 

Las pulgas saltarinas eran la atracción del circo de Liliput. Su número era el más esperado. Ellas ensayaban durante el día, pero Pulguín, el joven adolescente de la familia, se negaba a realizar el número.

—¿Por qué debo hacer cosas para divertir a otros? Yo quiero saltar y picar como es mi esencia —regañaba .

El día en que debutó el circo, la gente aplaudía y vitoreaba a la familia de las pulgas saltarinas.

Cuando debían presentarse, Pulguín desapareció.

De igual modo se presentaron e hicieron su número, pero el público estaba dedicado a rascarse.

 

 

 

Sobre el puente

Cristian Mitelman

 

Angustiado por un amor esquivo, un hombre decide suicidarse saltando desde el  puente que cruza el río Yuán. Tiene la mala suerte de caer sobre la barca de un humilde pescador que navegaba a altas horas de la noche, cuando reina el silencio y hay mejor pique. Mata al pescador que era  aquél con quien la mujer había decidido quedarse.

Los jueces encuentran culpable al fallido suicida y lo condenan a la horca. Esta vez el hombre logra su cometido y pasa al  trasmundo sin  inconvenientes de importancia.

 

 

La mami

Daniel Frini

 

Nunca sueño con la mami. No sé por qué. Estuve a punto de preguntarle al psicólogo en uno de tantos comienzos de terapia; pero, después, él agarró para otro lado y la explicación se perdió. El cáncer se llevó a la mami hace mucho, pero hoy la vi en la cocina, preparando el mate. Juro que yo estaba despierto y ella no era un fantasma.

—Pero… —quise pedir una explicación.

—Las viejas del cementerio me aburren —dijo, mientras me pasaba un dulce—. Además, tenía frio, y me vine para las casas un rato. Después vuelvo.

 

 

Tiempo de ensayo

Sergio Gaut vel Hartman

 

Diario íntimo de Yeshua Ben Josué. Shevat 5 de 3791.

 

¡Por fin logré transformar el agua en vino! No es un vino tan bueno como el que fabrica Yafet, pero tiene menos olor a pata sucia. En cuanto me salga el truco de los panes estaré listo para salir a escena. Preparo a Lázaro para el número final, pero el muy tonto no logra quedarse rígido durante más de un minuto y se empieza a reír. María duda de mi proyecto, y me regaña todo el día; que me ponga a trabajar como corresponde, dice, y que termine la cama de Elizer, que necesitamos el dinero, pero yo replico diciendo que me deje en paz, que se ocupe de la casa y de los niños y que no me sabotee. Tampoco quiero que hable con las vecinas. Debo mantener un perfil bajo hasta último momento.

 

 

 

 

 

 

miércoles, 7 de septiembre de 2022

CUARTETO DE CUERDAS - 003

Un arduo aprendizaje

Luisa Madariaga Young  Rafael Martínez Liriano 

Gabriela Vilardo & Sergio Gaut vel Hartman




 

La muchacha se acercó al anciano y le tocó el hombro.

—Señor Tchigorin, mi prima Etelia dijo que usted me enseñará a tocar el piano.

El viejo señor Tchigorin se dio vuelta y miró a Odilia de pies a cabeza y viceversa. En su mirada había tanta lascivia como cualquiera pueda imaginar. Odilia era, en efecto, una muchacha muy hermosa, pero todo lo que tenía de bella lo tenía de inocente. Y era absolutamente ignorante en todo lo que se relacionaba con la música.

—¿Tiene usted alguna idea de lo que concierne a este negocio?

Odilia negó con la cabeza, pero reaccionó casi de inmediato.

—¿Es un negocio? Yo quiero aprender a tocar el piano para ejecutar bonitas melodías…

Fue el turno de Tchigorin de mover la cabeza. Pero en este caso el movimiento se parecía bastante al que suele hacer un alpinista cuando alza la vista hacia la cima del monte que se propone escalar.

—A mí me tocan todas —susurró. Y a continuación extrajo una hoja arrugada del bolsillo, la alisó sobre la mesa y se la tendió a la muchacha—. ¿A quién conoce de esta lista?

Odilia leyó los nombres. No tenía la menor idea de que todos ellos eran grandes compositores.

—Conozco al señor Schubert. Él arregla los zapatos de toda mi familia.

Tchigorin bufó.

—¿Está segura de que el señor Schubert no es músico además de zapatero? —preguntó.

Una ancha sonrisa iluminó el hermoso rostro de Odilia.

—¡Sí! Lo he oído cantar mientras trabaja.

El rostro de Tchigorin fue pasando del habitual tono paliducho y apergaminado, a un rojo que amenazaba subir de tono, pero no podía desaprovechar la oportunidad de mantener cerca de él a la hermosa Odilia. Ya se imaginaba sentado junto a ella frente al gran piano, rozando como sin querer a la inocente joven sin que ella se inquietara ante la incipiente lujuria. Tomó aire profundamente. ¡Listo, hagamos un nuevo intento de sacar algo de esta cabecita!, pensó. Le señaló nuevamente la lista, posando el dedo sobre Beethoven:

—¿Y a este? ¿Lo conoce?

—Por supuesto, de niña me divertía viéndolo en la tele.

—¿Eh? —La sorpresa dejó sin palabras al profesor.

—¿Acaso nunca lo vio? ¡Beethoven, el perro San Bernardo de los dibujos animados!

—¡El compositor, me refiero al genio musical, Ludwig van Beethoven! —fue el grito de frustración.

—Ah, no, a ese no lo conozco.

Respira Tchigorin, respira, recuerda que en este caso la ignorancia no es tan importante. Volvió a darse ánimos y una vez más puso la lista ante los ojos de Odilia. Ella la recorrió obedientemente y de pronto se volvió hacia Tchigorin con una sonrisa de triunfo:

—¡Vea usted qué cosas! ¡Qué bueno es saber que además de farmacéutico también es músico!

—¿Qué? ¿Quién?

—Chaikovski, lea usted mismo, dice: Quinta sinfonía de Sostakovich. ¿Quién lo diría? ¡Las veces que mi madre me ha enviado a la farmacia a comprar su Bálsamo!

—Bálsamo de Chostakovsky. —Ahora el rostro de Tchigorin pasó del rojo al púrpura. Pero de todos modos se dio vuelta y miró otra vez a Odilia, de pies a cabeza y viceversa. La joven lo estaba sacando de quicio, pero no quería renunciar. Ya había comprendido que era una ignorante en materia de compositores así que decidió nombrar a un músico que, seguramente, Odilia no podría relacionar con lo cotidiano y así empezar sus clases con autoridad como para deslumbrarla sin interrupciones y con las exigencias pertinentes, para pasar luego a otras cuestiones que tenían que ver con su perversión.

—¿Y a este, lo conoce? —preguntó convencido de que si el conocimiento compartido como motivación no era el camino que él quería recorrer iría por el de la ignorancia.

—¡Schumann! Pero señor  Tchigorin… ¿Quién no lo conoce?

El maestro no sabía si aliviarse o montar en cólera por el fracaso de su nueva opción. Tomó una partitura y se sentó al piano.

—Esta es una de las Escenas infantiles de Robert Schumann y suena así —le dijo.

Se desplazó con el cuerpo hacia atrás y hacia adelante. Por momentos levantaba los talones y cerraba los ojos. Cuando terminó de tocar, miró a Odilia con la esperanza de que algo los uniera sin desestabilizarlo.

—Mi profesora de física nos mandaba a investigar la resonancia de Schumann para encontrar respuestas al acortamiento de los días. ¿Usted no siente que el tiempo pasa muy rápido? ¿Acaso el propio Schumann, que lo explica, tuvo tiempo para inventar esa melodía? ¿Qué es el tiempo, para usted?

—Diría que el tiempo es la magnitud que divide los eventos en pasados y futuros, además del los presentes, pero en mi caso es algo que veo resbalar entre mis manos inútilmente, niña —dijo el anciano con tristeza al ver la imposibilidad de crear algún tipo de vínculo con la bella pero estulta estudiante.

—Pensé que usted estaba enseñándome a tocar el piano —dijo Odilia inconsciente de la carga irónica del comentario.

 El anciano Tchigorin oteó de nuevo a la inocente muchacha para recordar que valía la pena un esfuerzo más por tener cerca aquella voluptuosa figura. Tomó una profunda inspiración tratando de recuperar un poco de la calma perdida y se preparó para el último intento.

Buscó de nuevo en la lista, está vez con más cuidado. Debía haber alguien en la lista que Odilia conociera, no le cabía en la cabeza tal nivel de ignorancia en alguien que decía estar interesada por la música, después de un momento mostró de nuevo la lista a la chica. Señalando el nombre de Johann Strauss.

—¿Conoces este nombre? —Más que preguntar, el anciano casi suplicaba.

—Por supuesto que conozco al señor Strauss—respondió Odilia, feliz de poder responder adecuadamente—. De hecho este vengo vestida con una de sus creaciones —La chica giró para mostrar la etiqueta de su jean, que rezaba “Lévi Strauss”.

La quijada del anciano cayó hasta su pecho, se puso blanco como el fondo de una partitura musical y se desmoronó víctima de las convulsiones propias de un dramático y fatal accidente cardiovascular.