miércoles, 7 de septiembre de 2022

CUARTETO DE CUERDAS - 003

Un arduo aprendizaje

Luisa Madariaga Young  Rafael Martínez Liriano 

Gabriela Vilardo & Sergio Gaut vel Hartman




 

La muchacha se acercó al anciano y le tocó el hombro.

—Señor Tchigorin, mi prima Etelia dijo que usted me enseñará a tocar el piano.

El viejo señor Tchigorin se dio vuelta y miró a Odilia de pies a cabeza y viceversa. En su mirada había tanta lascivia como cualquiera pueda imaginar. Odilia era, en efecto, una muchacha muy hermosa, pero todo lo que tenía de bella lo tenía de inocente. Y era absolutamente ignorante en todo lo que se relacionaba con la música.

—¿Tiene usted alguna idea de lo que concierne a este negocio?

Odilia negó con la cabeza, pero reaccionó casi de inmediato.

—¿Es un negocio? Yo quiero aprender a tocar el piano para ejecutar bonitas melodías…

Fue el turno de Tchigorin de mover la cabeza. Pero en este caso el movimiento se parecía bastante al que suele hacer un alpinista cuando alza la vista hacia la cima del monte que se propone escalar.

—A mí me tocan todas —susurró. Y a continuación extrajo una hoja arrugada del bolsillo, la alisó sobre la mesa y se la tendió a la muchacha—. ¿A quién conoce de esta lista?

Odilia leyó los nombres. No tenía la menor idea de que todos ellos eran grandes compositores.

—Conozco al señor Schubert. Él arregla los zapatos de toda mi familia.

Tchigorin bufó.

—¿Está segura de que el señor Schubert no es músico además de zapatero? —preguntó.

Una ancha sonrisa iluminó el hermoso rostro de Odilia.

—¡Sí! Lo he oído cantar mientras trabaja.

El rostro de Tchigorin fue pasando del habitual tono paliducho y apergaminado, a un rojo que amenazaba subir de tono, pero no podía desaprovechar la oportunidad de mantener cerca de él a la hermosa Odilia. Ya se imaginaba sentado junto a ella frente al gran piano, rozando como sin querer a la inocente joven sin que ella se inquietara ante la incipiente lujuria. Tomó aire profundamente. ¡Listo, hagamos un nuevo intento de sacar algo de esta cabecita!, pensó. Le señaló nuevamente la lista, posando el dedo sobre Beethoven:

—¿Y a este? ¿Lo conoce?

—Por supuesto, de niña me divertía viéndolo en la tele.

—¿Eh? —La sorpresa dejó sin palabras al profesor.

—¿Acaso nunca lo vio? ¡Beethoven, el perro San Bernardo de los dibujos animados!

—¡El compositor, me refiero al genio musical, Ludwig van Beethoven! —fue el grito de frustración.

—Ah, no, a ese no lo conozco.

Respira Tchigorin, respira, recuerda que en este caso la ignorancia no es tan importante. Volvió a darse ánimos y una vez más puso la lista ante los ojos de Odilia. Ella la recorrió obedientemente y de pronto se volvió hacia Tchigorin con una sonrisa de triunfo:

—¡Vea usted qué cosas! ¡Qué bueno es saber que además de farmacéutico también es músico!

—¿Qué? ¿Quién?

—Chaikovski, lea usted mismo, dice: Quinta sinfonía de Sostakovich. ¿Quién lo diría? ¡Las veces que mi madre me ha enviado a la farmacia a comprar su Bálsamo!

—Bálsamo de Chostakovsky. —Ahora el rostro de Tchigorin pasó del rojo al púrpura. Pero de todos modos se dio vuelta y miró otra vez a Odilia, de pies a cabeza y viceversa. La joven lo estaba sacando de quicio, pero no quería renunciar. Ya había comprendido que era una ignorante en materia de compositores así que decidió nombrar a un músico que, seguramente, Odilia no podría relacionar con lo cotidiano y así empezar sus clases con autoridad como para deslumbrarla sin interrupciones y con las exigencias pertinentes, para pasar luego a otras cuestiones que tenían que ver con su perversión.

—¿Y a este, lo conoce? —preguntó convencido de que si el conocimiento compartido como motivación no era el camino que él quería recorrer iría por el de la ignorancia.

—¡Schumann! Pero señor  Tchigorin… ¿Quién no lo conoce?

El maestro no sabía si aliviarse o montar en cólera por el fracaso de su nueva opción. Tomó una partitura y se sentó al piano.

—Esta es una de las Escenas infantiles de Robert Schumann y suena así —le dijo.

Se desplazó con el cuerpo hacia atrás y hacia adelante. Por momentos levantaba los talones y cerraba los ojos. Cuando terminó de tocar, miró a Odilia con la esperanza de que algo los uniera sin desestabilizarlo.

—Mi profesora de física nos mandaba a investigar la resonancia de Schumann para encontrar respuestas al acortamiento de los días. ¿Usted no siente que el tiempo pasa muy rápido? ¿Acaso el propio Schumann, que lo explica, tuvo tiempo para inventar esa melodía? ¿Qué es el tiempo, para usted?

—Diría que el tiempo es la magnitud que divide los eventos en pasados y futuros, además del los presentes, pero en mi caso es algo que veo resbalar entre mis manos inútilmente, niña —dijo el anciano con tristeza al ver la imposibilidad de crear algún tipo de vínculo con la bella pero estulta estudiante.

—Pensé que usted estaba enseñándome a tocar el piano —dijo Odilia inconsciente de la carga irónica del comentario.

 El anciano Tchigorin oteó de nuevo a la inocente muchacha para recordar que valía la pena un esfuerzo más por tener cerca aquella voluptuosa figura. Tomó una profunda inspiración tratando de recuperar un poco de la calma perdida y se preparó para el último intento.

Buscó de nuevo en la lista, está vez con más cuidado. Debía haber alguien en la lista que Odilia conociera, no le cabía en la cabeza tal nivel de ignorancia en alguien que decía estar interesada por la música, después de un momento mostró de nuevo la lista a la chica. Señalando el nombre de Johann Strauss.

—¿Conoces este nombre? —Más que preguntar, el anciano casi suplicaba.

—Por supuesto que conozco al señor Strauss—respondió Odilia, feliz de poder responder adecuadamente—. De hecho este vengo vestida con una de sus creaciones —La chica giró para mostrar la etiqueta de su jean, que rezaba “Lévi Strauss”.

La quijada del anciano cayó hasta su pecho, se puso blanco como el fondo de una partitura musical y se desmoronó víctima de las convulsiones propias de un dramático y fatal accidente cardiovascular.

 

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