lunes, 4 de octubre de 2021

UN AÑO Y UN DÍA

Álex Padrón

 


Ya puedo decir que lo he visto todo. Para verlo, he tenido que morir y rasgar el velo de la realidad con mis ojos de fantasma, pero he perdido mi apuesta. Ganas, Diablo: reconozco que no eres tú el malvado. Somos nosotros.

Tenía la esperanza que esta vez sería diferente. De mis anteriores seis esposas, Ana parecía ser la única a la que el color de mi barba y mi aspecto no le parecía repulsivo, y había una buena razón para ello. Me di cuenta de su condición al principio de cortejarla, aunque lo había sospechado, primero por las raras combinaciones de sus vestidos que eran la burla y risa de toda la ciudad. Luego, porque fue la única que no retrocedió de terror cuando le exigí a su padre que pagase sus deudas dándome a una de sus hijas por esposa.

Mientras las mayores miraban atónitas y con cara de asco el color de mi barba, de un azul profundo como el océano, Ana se encogió de hombros y dio un paso adelante. Pero la prueba definitiva que ella podía ser la que rompiese tu pacto fue cuando le di a escoger entre dos monedas relucientes, una de oro y otra de cobre, la de más valor para que comprase su vestido de bodas. Ella tomó la de cobre, y no es que fuese humilde o tonta. Ana, simplemente, no podía distinguir los colores, por lo que no había en ella una onza de avaricia.

Pobre chiquilla. Siempre había sido el objeto de las burlas: sus hermanas elegían las vestiduras por ella desde pequeña y toda la ciudad era cómplice y feliz de tener un hazmerreír a mano. Su padre y sus hermanos, viciosos y desvergonzados, tampoco hacían nada para reparar la humillación de aquella muchacha buena que veía la vida en blanco y negro. Pero tal error terminó conmigo. ¡Ay de aquel que osase ofender a mi prometida!

Hice venir a los mejores sastres y la vestí tal como debe vestir una reina… o la mujer de Barba Azul, el marcado por el diablo. Vi la hiel de la envidia en los ojos de sus hermanas cuando vieron semejante opulencia y la avaricia en el semblante de los hermanos y el padre. Así que reí de gozo en público, mientras llevaba mi futura esposa del brazo, ya limpia de burlas ante los ojos atónitos de la ciudad. Luego, en privado y a puertas cerradas, juré a todos y cada uno de ellos que borraría del libro de Dios sus nombres si osaban siquiera tocar un alfiler del corsé de mi Ana, o verter una chanza en sus oídos.

Tú sabes muy bien, diablo, por qué mi juramento era terrible. Por culpa de mi apuesta contigo, Barba Azul no puede morir por mano de hombre y mantienes mi cuarto de oro repleto de riquezas. En cambio, yo tuve que sufrir tu marca y la aversión de mis semejantes, pero Ana podía romper nuestro contrato solo con amarme un año, y tú no podías intervenir si eso sucedía.

Por un tiempo todo estuvo bien, pero cuando mi señor Sforza llamó a las armas para rechazar a los incursores franceses, con el corazón en un puño le di las llaves del palazzo… incluida, tal como estaba en mi contrato contigo, la del cuarto de oro. ¡Ah, Diablo, cuanto sufrí durante aquel mes! ¡Cuánta fue mi alegría cuando, a mi regreso, vi que mi Ana había sido fiel y no abrió la puerta que le había prohibido! Nadie tenía que decírmelo: la llave pequeña estaba limpia por completo. Si la hubiera usado, estaría llena de la negra brea escondida en la cerradura, tal como la copia que llevo cerca de mi corazón.

Mi amada esposa había sido obediente y ocupado su tiempo en la caridad y la limosna, esparciendo buenas palabras y acciones en nombre de Barba Azul. Está claro que yo estaba exultante y presto para hacer las paces con el mundo, y ese fue el siguiente de mis errores. Pese a los agravios, mi Ana era pronta a olvidar y más a perdonar. Así que quise complacerla y le abrí las puertas de mi casa al canasto de víboras de su familia.

Primero fueron mansos cual ovejas, haciéndome creer que la redención es posible también en la tierra. Solitario siempre, quise engañarme que casi al final del año de la apuesta iba a emerger con mi alma limpia, con un hogar a mí alrededor y con parentesco reconocible. Así que me dejé endulzar por las mieles cargadas de veneno de suegros, cuñados y cuñadas, a las que mi fortuna y prestigio buscó esposas y esposos acordes con mi realeza.

Por meses dejé de inquietarme cuando mi mano de soldado debía sostener la égida de los Sforza en provincia, pues sabía que mi Ana guardaba celosa mi casa. No obstante, poco a poco mi familia política se percató que gozarían mejor de mi fortuna y mi abolengo si yo no estaba. Al fin y al cabo, ¿quién necesita a un mecenas marcado por el Diablo? Volvieron poco a poco los ardides y a verter gotas de láudano y hiel en el oído de mi esposa, pero ella desoía la voz de la ambición. Por desgracia, un corazón puro que no conoce el oro no tiene que ser invulnerable al miedo.

Ellos le decían, “¿Dónde están sus esposas, Ana? ¿Qué fue de ellas?”. Mi pobre esposa no sabía que contestar. “¿Por qué las mató, Ana? ¿No hará lo mismo contigo?”. Ana no sabía, porque yo nada le había dicho. “¿Dónde están sus tumbas, hermanita?”. Nunca le hablé de ello, porque tú no me dejabas. “¿Hay algún lugar del palazzo que te está prohibido, hija mía? ¡Seguro que ahí guarda sus cadáveres!”.

No pude decirle que no había cadáveres, sino mujeres que habían sucumbido a la codicia y por nuestro pacto hube de desahuciar y exiliar. Que tú confundiste sus caminos para que nunca volviesen y regaste la voz de sus muertes, esparciendo mi leyenda cuando desaparecieron en la noche sin dejar rastros. Mi pobre Ana no lo sabía, y como no veía el color no pudo adivinar la negra perfidia de sus hermanos, hermanas y su padre. En silencio anduvo por los corredores, y con mano temblorosa tomó la llave pequeña. Abrió la cerradura y perdí la apuesta una vez más.

“No hay nada” —suspiró aliviada mi cándida esposa—. “Solo cofres llenos de monedas. No hay cadáveres”.

“Pero, ¿estás segura? ¿Revisaste la estancia hasta la saciedad?”

“Sí. No. Solo eché un vistazo rápido. Mi esposo me lo prohíbe”.

“¿No viste acaso los cuerpos podridos colgando en ganchos? ¿La sangre goteando? ¿Los espectros atormentados de las mujeres que tu esposo asesinó?”

“No, no vi nada”.

“Pero, ¿te fijaste bien? Sus venas abiertas, sus lenguas azuladas asomando por las comisuras de los labios podridos, la daga de Barba Azul clavada en sus costillares…”

“No sé…”.

“¿No sentiste acaso un extraño frío en la estancia?”.

“Tal vez…”

“¿No estaba acaso pegajoso el suelo? ¿No había olor a hierro en el aire?”.

“No podría saberlo… sí. Había aroma a metal”.

“¡He ahí la prueba! Ese es el olor a sangre coagulada. ¿No ves acaso la llave, que está manchada de rojos?”

 Ana miró la llave pequeña, completamente negra de brea.

“¿Es esto sangre?”

“¿No ves, hija mía, los rojos que corrían por las arterias de las mujeres de Barba Azul? Ese demonio solo espera que salgas de nuestra protección para hacer lo mismo contigo, para colgarte en uno de esos ganchos y abrirte en canal con su espada”.

“Ay de mí”.

“Debemos matarlo primero. Barba Azul debe morir, y le heredarás como su legítima esposa”.

“No puedo hacer eso.”

“Nosotros sí”.

Mi pena fue profunda cuando al volver vi la llave pequeña más negra que la noche, pero aquella tarde se cumplía un año y un día de nuestra boda. Al ver mi decepción y el desaliento en mis ojos, Ana se lanzó en mis brazos pidiendo clemencia. Por desgracia, ella no pudo contemplar cómo se rompía el contrato y mi barba dejaba de ser azul para regresar a ser roja.

Es cierto que cumpliste tu parte del trato, Diablo, y quitaste tu marca de mi cuerpo, pero justo a tiempo para que su padre y sus hermanos, agazapados tras las cortinas, vinieran a por mí cuchillos por delante. Gané tu apuesta, pues vi que Ana me amaba después de un año y un día. Supe mientras moría que no era parte de mi asesinato y se horrorizaba por ello, pero era demasiado tarde.

Sé que no lo has hecho por maldad, sino para escarmentarme de mi soberbia y mi orgullo. Me has dejado vagar por los corredores, viendo como mis asesinos gozan de riquezas y comportan como nobles y se mofan de Barba Azul. En tanto, a mi bella e ingenua Ana la han vuelto a vestir de colorines y se burlan de su candidez y su ceguera a los colores, que la hizo confundir el negro de la brea con el rojo de la sangre.

Ella llora por la perfidia de los suyos, y el dolor de haberme perdido.

Pero nada de eso importa. Ni siquiera nuestra apuesta.

Porque yo juré que borraría sus nombres del libro de Dios si algún mal amenazaba a mi esposa. Mis condotieros, alertados de mi asesinato, marchan sobre la ciudad prestos a vengar mi muerte y restaurar a mi Ana como representante genuina de los Sforza.

En sus estandartes y sus corazones, yo siempre seré… Barba Azul.

EL RUIDO DEL SILENCIO

 Érica Echilley




Desde que te fuiste, los sábados y los domingos son los días más tristes de la semana. La soledad me saluda desde el silencio de una casa que supo ser hogar, pero ahora es Comala. Esto es lo que tiene la muerte, unas vez que llega, se lleva todo sin pedir permiso, como un nenito maleducado y descortés que te arranca las cosas de la mano.

Doña Elvira ya no me visita, la vieja está cansada de que la piropee el Alzheimer. Ayer me dijo “Juan", hoy me llamó desde la pared y me dijo “María”. Se acordó. Don Pedro asoma la nariz solo para poner la basura en mi cesto o, a lo sumo, para putear al aire porque los remiseros le ponen las “alpargatas" en la puerta de su garaje. Todo muy normal en este arrabal de soledades.

Tengo las mañas de un viejo, pero soy joven. Tan joven como el jazmín del jardín que ya no da flores. Soy parte del paisaje urbano que va muriendo como muere el arrabal. Yo solo espero verte llegar y que me cuentes que en la fábrica ya pudiste armar el sindicato. Quiero que me hables sobre ese libro que estabas escribiendo, ese que duerme en el cajón oscuro de tu escritorio. La vida pasa rápido, no sé en qué momento te convertiste en un suspiro del tiempo.

Escucho un pitido en mis oídos, junto con un zumbido insolente que se bambolea entre los extremos de mi cabeza. Hace ruido, hace frío. Salgo hasta el patio a tomar aire y las hojas de otoño acumuladas besan la tierra que un día supo ser césped. La hamaca se mueve, como si aún estuvieras acá y tus manos se apoyaran risueñas sobre mi espalda. La inercia de la abulia es un poco traicionera. Ese vaivén espectral se convierte en un boleto de ida hacia el estrépito de tu risa.

Mientras sonrío, Doña Elvira me llama desde la medianera. Otra vez tuvo un visitante inesperado que le robó el pescado de la mesa. Voy a verla, aunque sé qué no existe ese pescado y mucho menos el bribón que fue capaz de tal osadía. Por un rato, buscamos pistas o indicios del supuesto hurto, mientras Perséfone me mira desde el techo y me maúlla. Sabe que su madre quizás le echará la culpa, cuando vuelva a recordarla. No hay rastros del pescado, pero, ella y yo, nos miramos con cierta desconfianza. Elvira me toma desprevenido. De repente, vuelve a estar tan lúcida como cuando la conocí. Vivaz, jodona, enérgica.

―Tu mamá era tan buena, pero si se enojaba… agarrate. Cuando éramos chicas, íbamos al colegio de las monjas, el que está cerca de Larrazábal. Un día, se enojó con la monja porque no la dejaba jugar al fútbol. “Las nenas no tienen que jugar a cosas de hombres. No tenés que ser machona", le dijo la monja. Tu mamá le dio vuelta el escritorio sin chistar ―me dijo, riendo.

Hace rato que no la escuchaba reírse, en su risa, también estás vos.

Siempre fuiste de armas tomar, pero esta anécdota no la conocía. El único momento en el que Elvira le gana por goleada al Alzheimer es cuando habla de vos.

Vuelvo a casa, sin resolver el enigma del pescado. Parodi y Holmes estarían muy decepcionados de mí.

De pronto, siento ese zumbido incesante. Me cansa. Me sorprende cada vez más seguido. Hace ruido, hace olvido.

La vida muere después de las siete de la tarde. Las calles huérfanas de humanidad descansan. En el barrio nunca pasa nada, pero el tiempo va desgastando el pelo, las articulaciones, la memoria, las entrañas de una vida de antaño. Y yo, acá. La soledad es la herencia del hijo único. O un castigo del Tártaro. Estoy en él.

Me voy a la cocina y observo y me pierdo. Las paredes descascaradas se han robado mi infancia. La humedad del techo se ha convertido en la Capilla Sixtina. Se me hace ver tu cara en el moho del cielo raso. La tierra de los muebles parece la arena de una playa a la que ya nadie va.  Hasta mi respiración se convierte en un eco insoslayable, pienso, mientras se me agitan los pulmones. La casa me parece tan inmensa como cuando tenía seis años. Esto es lo que tiene la muerte, convierte todo en la zona cero, agranda las habitaciones, el patio, la cocina, pero achica la esperanza.

De golpe, siento frío. Crash. Un ruido ensordecedor. Vidrios rotos apuñalan mis pies. Las ollas de la cocina cantan estridentes, mientras quiero sujetarme de ellas. Mis manos tiemblan al compás de la incertidumbre. El corazón empieza a golpearme el pecho como queriendo salir. Otra vez el zumbido insolente. Otra vez el ruido. Viene de afuera, me digo. Viene desde dentro de mi pecho, me corrijo. Mi respiración. Vos, doña Elvira. Papá. Perséfone mirándome. El maullido colérico de unos pequeños pulmones. El giro inesperado de una vida en pausa. Estoy solo, pienso. Pero te veo, sonreís. Tenés el pelo negro, finito, al viento. Vamos que tenés que llegar temprano al colegio, me decís. Vamos, dale. Apurate. Te quiero alcanzar, extiendo mis brazos. Veo el guardapolvo. Se me hace tarde. Me sonreís. Te extrañé tanto, te murmuro.

Sus ojos abiertos. Un gesto amable abarcaba su cara pálida. Cierta solemnidad le inundaba la expresión. El barrio no escuchó nada, solo Perséfone, que descansaba tranquila a su lado, siendo lo cariñosa que no había sido nunca. Se durmió junto a él,  pegadita a su pecho.

domingo, 3 de octubre de 2021

MIENTRAS JOHN COLTRANE HACÍA SONAR SU SAXO

 Jorge Zarco



 El local estaba atestado de clientes mientras, al fondo, el hilo musical se dejaba seducir por una melodía que sonaba como un perenne murmullo de fondo a lo largo de toda aquella cafetería. Solo unos pocos, como Pete, sabían apreciar la magia evocadora del saxo tenor de John Coltrane. El que muchos aficionados al jazz consideraban uno de los más grandes creadores de todos los tiempos, dejaba viajar las notas por el aire, haciendo partícipe de la emoción a todo aquel que supiese apreciarlo. Era como la guitarra flamenca de Paco de Lucía, el banjo zíngaro en los dedos mutilados de Django Reinhart, el piano de Thelonius Monk, la voz de aires celtas de Loreena Mckenitt o los sintetizadores de Depeche Mode.

Pete se dirigió a la camarera y, tras efectuar un pedido tan simple como un café con leche, algo que rozaba la banalidad absoluta —si a eso se le sumaban dos sobres de sacarina en polvo—, pagó la cuenta y permaneció esperando la entrega del pedido. La muchacha, apenas una adolescente, tenía rasgos caribeños y confeccionó el café con corrección impoluta. Tras coger la taza por el plato, e iniciar la aventura de buscar un sitio donde sentarse, Pete no evitó fijarse en el aparente atractivo de un estudiante de corto pelo rubio y perilla que oía música por un mp4, mientras tecleaba un portátil. Intentó por unos segundos imaginar el tipo de música que oiría, pero tiró la toalla y se dio por vencido antes de volver a la búsqueda de un lugar de reposo para su bebida. Peculiaridades de ser un tipo aburrido y bisexual.

Aquella situación le resultaba ridícula para su autoestima, mientras hacía equilibrios para evitar derramar el café lacteado a la vez que buscaba un asiento libre en medio de la pequeña multitud. Su esfuerzo tuvo recompensa al toparse con una mesa solitaria con dos sillas talladas en lo que parecía roble, aunque aquello podría ser una ilusión óptica y tratarse de resina concentrada, digna de estos tiempos de reciclaje. El solo de saxo Coltrane estaba en su apogeo y Pete le echó un sorbo al café.

No miraba un punto concreto, solo al vacío, cuando, ante su sorpresa, un hombre con traje y chaqueta de color negro, visiblemente en la tercera edad, se sentó junto a él, en su misma mesa. Era delgado, usaba una blanca barba corta y escaso pelo sobre las sienes. Tras su apariencia serena, había una sombra de picardía en los ojos castaño oscuro, como la de un niño curioso que no ha perdido el deseo de aprender cada día algo nuevo. Traía consigo un maletín de portafolios oscuro y de aspecto ligero. Pete le miró arqueando una ceja.

—¿Está desesperado por encontrar compañía? —preguntó.

—Disculpe mi precipitada irrupción en su mesa —respondió el hombre—, no es mi propósito molestarlo, solo deseo hacerle… una discreta proposición.

A partir de ese instante, Pete esperó cualquier cosa. Aquello se parecía demasiado a una declaración de intenciones, y no era la primera vez que le habían hecho alguna.

—¿Podría saber en qué consiste esa proposición? —disparó Pete que por evidentes razones no se fiaba del extraño.

El hombre abrió el maletín y sacó un manuscrito redactado a máquina tradicional con impecable pulcritud.

—Si a usted no le molesta mi sugerencia, necesito que un “lector cero” valore este manuscrito. He trabajado en él casi cinco años, y creí, por una corazonada, que usted es poseedor de inquietudes literarias; me lo dicen las entrañas. Le vi una tarde en este café haciendo anotaciones a lápiz, en un bloc, cuando podría haberlo hecho en un móvil o en un pc-tablet. Eso significa que posee un alma intelectual.

Pete pareció darse por vencido ante lo evidente. Sonrió y bajó la vista antes de volver a enfocarla en el sujeto, ya en las puertas de la ancianidad, aunque provisto de un brillo juvenil en la mirada.

—¿Cómo sabe que trabajo como lector editorial?

El hombre volvió a sonreír.

—El otro día usted leía lo que ustedes llaman una “galerada” o copia máster impresa. No parecía muy contento, por la expresión de su cara. Pensará que cometí una perversidad sobre su persona al espiarle desde lejos. Le ruego que me disculpe.

Pete apretó la boca aguantándose lo que podría haberle soltado a gritos. Pero se contuvo solo para comprobar por qué cauce se encaminaba la conversación.

—La autora del “engendro” que examinaba era una chiquilla de quince años. Había en aquel texto mucha voluntad por su parte, pero el texto en sí era… siendo generoso, impresentable.

—Lo lamento por ella.

—¿Puedo preguntarle algo? ¿Cuánto tiempo me ha estado observado?

Pete miró al sujeto, entre escéptico e irritado, esperado una bomba de mano arrojada por sorpresa, cuya metralla lo dejaría para el arrastre.

—Unos cuatro días, en este mismo café. Quería dar con la persona adecuada.

 Pete casi se desplomó allí mismo, dudando seriamente si se encontraba ante un brillante escritor en busca de un desesperado recurso tras demasiadas negativas editoriales, y que recurría a un ataque suicida. O ante un patético demente solitario en una obsesiva busca de compañía.

—Le doy diez segundos para que justifique su presencia. Pasado ese tiempo llamaré a una ambulancia, y hablo en serio.

El anciano le extendió la primera página de su manuscrito.

—Lea la mitad de la primera página. Si la considera insultante, no le volveré a molestar.

Pete respiró para serenarse y agarró el primer folio, observó un texto gramaticalmente impecable y empezó a leer:

“Pauline, con su piel sonrosada, caminó sin prisas por la húmeda orilla de una playa de octubre bajo un cielo nublado mientras la brisa de sabor salado jugaba con su rizado cabello rojizo y el viento ondeaba su blusa azul. Mientras, a lo lejos, se veían infantes jugando y adultos gozando de la marea en calma, y los pies de Pauline dejaban sus huellas sobre la arena mojada”.

—¡Vaya, no está mal! —Pete levantó la vista y advirtió que el hombre había desaparecido, dejando el manuscrito y su delgado maletín tras de sí. El lector editorial se levantó y lo buscó con la vista entre la clientela. Una camarera pasó de largo y Pete la llamó:

—Perdóneme, señorita, ¿a dónde ha ido el hombre que había sentado conmigo?

La camarera lo miró casi alarmada.

—¡Hombre, usted ha estado completamente solo todo el tiempo de su estancia, desde que cogió su café!

Pete se fijó en que la camarera era pelirroja con un cabello rizado recogido en una coleta y tenía en la solapa de su camisa un pin con un nombre grabado: Pauline.

—Olvídelo, estaba un poco… se me ha ido la cabeza, perdone.

Volvió a la mesa y observó el manuscrito. 160 páginas. Impecable acabado. Autor: Pete Doyle…

—Pero… —Cogió el maletín y, evidentemente, había un nombre grabado en él: el suyo—. Yo soy Pete Doyle, soy el autor del manuscrito. Entonces, si no hay ningún anciano… el anciano debo ser… —Pete ya no podía negar lo evidente.

Algunos clientes del café miraron al anciano hablando consigo mismo mientras hojeaba un manuscrito. Era una presencia ya rutinaria, de casi todos los días.

Al fondo, aún se oía el solo de saxo de Coltrane.