Jorge Zarco
Pete se dirigió
a la camarera y, tras efectuar un pedido tan simple como un café con leche, algo
que rozaba la banalidad absoluta —si a eso se le sumaban dos sobres de sacarina
en polvo—, pagó la cuenta y permaneció esperando la entrega del pedido. La
muchacha, apenas una adolescente, tenía rasgos caribeños y confeccionó el café
con corrección impoluta. Tras coger la taza por el plato, e iniciar la aventura
de buscar un sitio donde sentarse, Pete no evitó fijarse en el aparente
atractivo de un estudiante de corto pelo rubio y perilla que oía música por un
mp4, mientras tecleaba un portátil. Intentó por unos segundos imaginar el tipo
de música que oiría, pero tiró la toalla y se dio por vencido antes de volver a
la búsqueda de un lugar de reposo para su bebida. Peculiaridades de ser un tipo
aburrido y bisexual.
Aquella
situación le resultaba ridícula para su autoestima, mientras hacía equilibrios
para evitar derramar el café lacteado a la vez que buscaba un asiento libre en
medio de la pequeña multitud. Su esfuerzo tuvo recompensa al toparse con una
mesa solitaria con dos sillas talladas en lo que parecía roble, aunque aquello podría
ser una ilusión óptica y tratarse de resina concentrada, digna de estos tiempos
de reciclaje. El solo de saxo Coltrane estaba en su apogeo y Pete le echó un
sorbo al café.
No miraba un
punto concreto, solo al vacío, cuando, ante su sorpresa, un hombre con traje y
chaqueta de color negro, visiblemente en la tercera edad, se sentó junto a él,
en su misma mesa. Era delgado, usaba una blanca barba corta y escaso pelo sobre
las sienes. Tras su apariencia serena, había una sombra de picardía en los ojos
castaño oscuro, como la de un niño curioso que no ha perdido el deseo de
aprender cada día algo nuevo. Traía consigo un maletín de portafolios oscuro y
de aspecto ligero. Pete le miró arqueando una ceja.
—¿Está desesperado
por encontrar compañía? —preguntó.
—Disculpe mi
precipitada irrupción en su mesa —respondió el hombre—, no es mi propósito molestarlo,
solo deseo hacerle… una discreta proposición.
A partir de ese
instante, Pete esperó cualquier cosa. Aquello se parecía demasiado a una
declaración de intenciones, y no era la primera vez que le habían hecho alguna.
—¿Podría saber
en qué consiste esa proposición? —disparó Pete que por evidentes razones no se
fiaba del extraño.
El hombre abrió el
maletín y sacó un manuscrito redactado a máquina tradicional con impecable
pulcritud.
—Si a usted no
le molesta mi sugerencia, necesito que un “lector cero” valore este manuscrito.
He trabajado en él casi cinco años, y creí, por una corazonada, que usted es
poseedor de inquietudes literarias; me lo dicen las entrañas. Le vi una tarde
en este café haciendo anotaciones a lápiz, en un bloc, cuando podría haberlo
hecho en un móvil o en un pc-tablet. Eso significa que posee un alma
intelectual.
Pete pareció
darse por vencido ante lo evidente. Sonrió y bajó la vista antes de volver a enfocarla
en el sujeto, ya en las puertas de la ancianidad, aunque provisto de un brillo
juvenil en la mirada.
—¿Cómo sabe que
trabajo como lector editorial?
El hombre volvió
a sonreír.
—El otro día
usted leía lo que ustedes llaman una “galerada” o copia máster impresa. No
parecía muy contento, por la expresión de su cara. Pensará que cometí una
perversidad sobre su persona al espiarle desde lejos. Le ruego que me disculpe.
Pete apretó la
boca aguantándose lo que podría haberle soltado a gritos. Pero se contuvo solo
para comprobar por qué cauce se encaminaba la conversación.
—La autora del “engendro”
que examinaba era una chiquilla de quince años. Había en aquel texto mucha
voluntad por su parte, pero el texto en sí era… siendo generoso, impresentable.
—Lo lamento por
ella.
—¿Puedo
preguntarle algo? ¿Cuánto tiempo me ha estado observado?
Pete miró al
sujeto, entre escéptico e irritado, esperado una bomba de mano arrojada por
sorpresa, cuya metralla lo dejaría para el arrastre.
—Unos cuatro
días, en este mismo café. Quería dar con la persona adecuada.
Pete casi se desplomó allí mismo, dudando
seriamente si se encontraba ante un brillante escritor en busca de un
desesperado recurso tras demasiadas negativas editoriales, y que recurría a un
ataque suicida. O ante un patético demente solitario en una obsesiva busca de
compañía.
—Le doy diez
segundos para que justifique su presencia. Pasado ese tiempo llamaré a una
ambulancia, y hablo en serio.
El anciano le
extendió la primera página de su manuscrito.
—Lea la mitad de
la primera página. Si la considera insultante, no le volveré a molestar.
Pete respiró
para serenarse y agarró el primer folio, observó un texto gramaticalmente
impecable y empezó a leer:
“Pauline, con su
piel sonrosada, caminó sin prisas por la húmeda orilla de una playa de octubre
bajo un cielo nublado mientras la brisa de sabor salado jugaba con su rizado
cabello rojizo y el viento ondeaba su blusa azul. Mientras, a lo lejos, se
veían infantes jugando y adultos gozando de la marea en calma, y los pies de
Pauline dejaban sus huellas sobre la arena mojada”.
—¡Vaya, no está
mal! —Pete levantó la vista y advirtió que el hombre había desaparecido,
dejando el manuscrito y su delgado maletín tras de sí. El lector editorial se
levantó y lo buscó con la vista entre la clientela. Una camarera pasó de largo
y Pete la llamó:
—Perdóneme,
señorita, ¿a dónde ha ido el hombre que había sentado conmigo?
La camarera lo
miró casi alarmada.
—¡Hombre, usted
ha estado completamente solo todo el tiempo de su estancia, desde que cogió su
café!
Pete se fijó en
que la camarera era pelirroja con un cabello rizado recogido en una coleta y
tenía en la solapa de su camisa un pin con un nombre grabado: Pauline.
—Olvídelo,
estaba un poco… se me ha ido la cabeza, perdone.
Volvió a la mesa
y observó el manuscrito. 160 páginas. Impecable acabado. Autor: Pete Doyle…
—Pero… —Cogió el
maletín y, evidentemente, había un nombre grabado en él: el suyo—. Yo soy Pete
Doyle, soy el autor del manuscrito. Entonces, si no hay ningún anciano… el
anciano debo ser… —Pete ya no podía negar lo evidente.
Algunos clientes
del café miraron al anciano hablando consigo mismo mientras hojeaba un
manuscrito. Era una presencia ya rutinaria, de casi todos los días.
Al fondo, aún se
oía el solo de saxo de Coltrane.
¡Grandioso jazzista, sin duda...!
ResponderEliminarMe gustó el texto...
Me gusta la historia (y Coltrane)
ResponderEliminarVi algunas repeticiones. En lugar "...hablando consigo mismo" pondría simplemente "...hablando solo", le sacaría "Era una presencia ya rutinaria, de casi todos los días."
Buen trabajo!