domingo, 3 de octubre de 2021

MIENTRAS JOHN COLTRANE HACÍA SONAR SU SAXO

 Jorge Zarco



 El local estaba atestado de clientes mientras, al fondo, el hilo musical se dejaba seducir por una melodía que sonaba como un perenne murmullo de fondo a lo largo de toda aquella cafetería. Solo unos pocos, como Pete, sabían apreciar la magia evocadora del saxo tenor de John Coltrane. El que muchos aficionados al jazz consideraban uno de los más grandes creadores de todos los tiempos, dejaba viajar las notas por el aire, haciendo partícipe de la emoción a todo aquel que supiese apreciarlo. Era como la guitarra flamenca de Paco de Lucía, el banjo zíngaro en los dedos mutilados de Django Reinhart, el piano de Thelonius Monk, la voz de aires celtas de Loreena Mckenitt o los sintetizadores de Depeche Mode.

Pete se dirigió a la camarera y, tras efectuar un pedido tan simple como un café con leche, algo que rozaba la banalidad absoluta —si a eso se le sumaban dos sobres de sacarina en polvo—, pagó la cuenta y permaneció esperando la entrega del pedido. La muchacha, apenas una adolescente, tenía rasgos caribeños y confeccionó el café con corrección impoluta. Tras coger la taza por el plato, e iniciar la aventura de buscar un sitio donde sentarse, Pete no evitó fijarse en el aparente atractivo de un estudiante de corto pelo rubio y perilla que oía música por un mp4, mientras tecleaba un portátil. Intentó por unos segundos imaginar el tipo de música que oiría, pero tiró la toalla y se dio por vencido antes de volver a la búsqueda de un lugar de reposo para su bebida. Peculiaridades de ser un tipo aburrido y bisexual.

Aquella situación le resultaba ridícula para su autoestima, mientras hacía equilibrios para evitar derramar el café lacteado a la vez que buscaba un asiento libre en medio de la pequeña multitud. Su esfuerzo tuvo recompensa al toparse con una mesa solitaria con dos sillas talladas en lo que parecía roble, aunque aquello podría ser una ilusión óptica y tratarse de resina concentrada, digna de estos tiempos de reciclaje. El solo de saxo Coltrane estaba en su apogeo y Pete le echó un sorbo al café.

No miraba un punto concreto, solo al vacío, cuando, ante su sorpresa, un hombre con traje y chaqueta de color negro, visiblemente en la tercera edad, se sentó junto a él, en su misma mesa. Era delgado, usaba una blanca barba corta y escaso pelo sobre las sienes. Tras su apariencia serena, había una sombra de picardía en los ojos castaño oscuro, como la de un niño curioso que no ha perdido el deseo de aprender cada día algo nuevo. Traía consigo un maletín de portafolios oscuro y de aspecto ligero. Pete le miró arqueando una ceja.

—¿Está desesperado por encontrar compañía? —preguntó.

—Disculpe mi precipitada irrupción en su mesa —respondió el hombre—, no es mi propósito molestarlo, solo deseo hacerle… una discreta proposición.

A partir de ese instante, Pete esperó cualquier cosa. Aquello se parecía demasiado a una declaración de intenciones, y no era la primera vez que le habían hecho alguna.

—¿Podría saber en qué consiste esa proposición? —disparó Pete que por evidentes razones no se fiaba del extraño.

El hombre abrió el maletín y sacó un manuscrito redactado a máquina tradicional con impecable pulcritud.

—Si a usted no le molesta mi sugerencia, necesito que un “lector cero” valore este manuscrito. He trabajado en él casi cinco años, y creí, por una corazonada, que usted es poseedor de inquietudes literarias; me lo dicen las entrañas. Le vi una tarde en este café haciendo anotaciones a lápiz, en un bloc, cuando podría haberlo hecho en un móvil o en un pc-tablet. Eso significa que posee un alma intelectual.

Pete pareció darse por vencido ante lo evidente. Sonrió y bajó la vista antes de volver a enfocarla en el sujeto, ya en las puertas de la ancianidad, aunque provisto de un brillo juvenil en la mirada.

—¿Cómo sabe que trabajo como lector editorial?

El hombre volvió a sonreír.

—El otro día usted leía lo que ustedes llaman una “galerada” o copia máster impresa. No parecía muy contento, por la expresión de su cara. Pensará que cometí una perversidad sobre su persona al espiarle desde lejos. Le ruego que me disculpe.

Pete apretó la boca aguantándose lo que podría haberle soltado a gritos. Pero se contuvo solo para comprobar por qué cauce se encaminaba la conversación.

—La autora del “engendro” que examinaba era una chiquilla de quince años. Había en aquel texto mucha voluntad por su parte, pero el texto en sí era… siendo generoso, impresentable.

—Lo lamento por ella.

—¿Puedo preguntarle algo? ¿Cuánto tiempo me ha estado observado?

Pete miró al sujeto, entre escéptico e irritado, esperado una bomba de mano arrojada por sorpresa, cuya metralla lo dejaría para el arrastre.

—Unos cuatro días, en este mismo café. Quería dar con la persona adecuada.

 Pete casi se desplomó allí mismo, dudando seriamente si se encontraba ante un brillante escritor en busca de un desesperado recurso tras demasiadas negativas editoriales, y que recurría a un ataque suicida. O ante un patético demente solitario en una obsesiva busca de compañía.

—Le doy diez segundos para que justifique su presencia. Pasado ese tiempo llamaré a una ambulancia, y hablo en serio.

El anciano le extendió la primera página de su manuscrito.

—Lea la mitad de la primera página. Si la considera insultante, no le volveré a molestar.

Pete respiró para serenarse y agarró el primer folio, observó un texto gramaticalmente impecable y empezó a leer:

“Pauline, con su piel sonrosada, caminó sin prisas por la húmeda orilla de una playa de octubre bajo un cielo nublado mientras la brisa de sabor salado jugaba con su rizado cabello rojizo y el viento ondeaba su blusa azul. Mientras, a lo lejos, se veían infantes jugando y adultos gozando de la marea en calma, y los pies de Pauline dejaban sus huellas sobre la arena mojada”.

—¡Vaya, no está mal! —Pete levantó la vista y advirtió que el hombre había desaparecido, dejando el manuscrito y su delgado maletín tras de sí. El lector editorial se levantó y lo buscó con la vista entre la clientela. Una camarera pasó de largo y Pete la llamó:

—Perdóneme, señorita, ¿a dónde ha ido el hombre que había sentado conmigo?

La camarera lo miró casi alarmada.

—¡Hombre, usted ha estado completamente solo todo el tiempo de su estancia, desde que cogió su café!

Pete se fijó en que la camarera era pelirroja con un cabello rizado recogido en una coleta y tenía en la solapa de su camisa un pin con un nombre grabado: Pauline.

—Olvídelo, estaba un poco… se me ha ido la cabeza, perdone.

Volvió a la mesa y observó el manuscrito. 160 páginas. Impecable acabado. Autor: Pete Doyle…

—Pero… —Cogió el maletín y, evidentemente, había un nombre grabado en él: el suyo—. Yo soy Pete Doyle, soy el autor del manuscrito. Entonces, si no hay ningún anciano… el anciano debo ser… —Pete ya no podía negar lo evidente.

Algunos clientes del café miraron al anciano hablando consigo mismo mientras hojeaba un manuscrito. Era una presencia ya rutinaria, de casi todos los días.

Al fondo, aún se oía el solo de saxo de Coltrane.

2 comentarios:

  1. ¡Grandioso jazzista, sin duda...!
    Me gustó el texto...

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  2. Me gusta la historia (y Coltrane)
    Vi algunas repeticiones. En lugar "...hablando consigo mismo" pondría simplemente "...hablando solo", le sacaría "Era una presencia ya rutinaria, de casi todos los días."
    Buen trabajo!

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