Álex Padrón
Ya puedo decir
que lo he visto todo. Para verlo, he tenido que morir y rasgar el velo de la
realidad con mis ojos de fantasma, pero he perdido mi apuesta. Ganas, Diablo:
reconozco que no eres tú el malvado. Somos nosotros.
Tenía la esperanza que esta vez sería diferente. De mis anteriores seis
esposas, Ana parecía ser la única a la que el color de mi barba y mi aspecto no
le parecía repulsivo, y había una buena razón para ello. Me di cuenta de su
condición al principio de cortejarla, aunque lo había sospechado, primero por
las raras combinaciones de sus vestidos que eran la burla y risa de toda la
ciudad. Luego, porque fue la única que no retrocedió de terror cuando le exigí
a su padre que pagase sus deudas dándome a una de sus hijas por esposa.
Mientras las mayores miraban atónitas y con cara de asco el color de mi
barba, de un azul profundo como el océano, Ana se encogió de hombros y dio un
paso adelante. Pero la prueba definitiva que ella podía ser la que rompiese tu
pacto fue cuando le di a escoger entre dos monedas relucientes, una de oro y
otra de cobre, la de más valor para que comprase su vestido de bodas. Ella tomó
la de cobre, y no es que fuese humilde o tonta. Ana, simplemente, no podía
distinguir los colores, por lo que no había en ella una onza de avaricia.
Pobre chiquilla. Siempre había sido el objeto de las burlas: sus hermanas
elegían las vestiduras por ella desde pequeña y toda la ciudad era cómplice y
feliz de tener un hazmerreír a mano. Su padre y sus hermanos, viciosos y
desvergonzados, tampoco hacían nada para reparar la humillación de aquella
muchacha buena que veía la vida en blanco y negro. Pero tal error terminó
conmigo. ¡Ay de aquel que osase ofender a mi prometida!
Hice venir a los mejores sastres y la vestí tal como debe vestir una reina…
o la mujer de Barba Azul, el marcado por el diablo. Vi la hiel de la envidia en
los ojos de sus hermanas cuando vieron semejante opulencia y la avaricia en el
semblante de los hermanos y el padre. Así que reí de gozo en público, mientras
llevaba mi futura esposa del brazo, ya limpia de burlas ante los ojos atónitos
de la ciudad. Luego, en privado y a puertas cerradas, juré a todos y cada uno
de ellos que borraría del libro de Dios sus nombres si osaban siquiera tocar un
alfiler del corsé de mi Ana, o verter una chanza en sus oídos.
Tú sabes muy bien, diablo, por qué mi juramento era terrible. Por culpa de
mi apuesta contigo, Barba Azul no puede morir por mano de hombre y mantienes mi
cuarto de oro repleto de riquezas. En cambio, yo tuve que sufrir tu marca y la
aversión de mis semejantes, pero Ana podía romper nuestro
contrato solo con amarme un año, y tú no podías intervenir si eso sucedía.
Por un tiempo todo estuvo bien, pero cuando mi señor Sforza llamó a las armas
para rechazar a los incursores franceses, con el corazón en un puño le di las
llaves del palazzo… incluida, tal
como estaba en mi contrato contigo, la del cuarto de oro. ¡Ah, Diablo, cuanto sufrí
durante aquel mes! ¡Cuánta fue mi alegría cuando, a mi regreso, vi que mi Ana
había sido fiel y no abrió la puerta que le había prohibido! Nadie tenía que
decírmelo: la llave pequeña estaba limpia por completo. Si la hubiera usado,
estaría llena de la negra brea escondida en la cerradura, tal como la copia que
llevo cerca de mi corazón.
Mi amada esposa había sido obediente y ocupado su tiempo en la caridad y la
limosna, esparciendo buenas palabras y acciones en nombre de Barba Azul. Está
claro que yo estaba exultante y presto para hacer las paces con el mundo, y ese
fue el siguiente de mis errores. Pese a los agravios, mi Ana era pronta a
olvidar y más a perdonar. Así que quise complacerla y le abrí las puertas de mi
casa al canasto de víboras de su familia.
Primero fueron mansos cual ovejas, haciéndome creer que la redención es
posible también en la tierra. Solitario siempre, quise engañarme que casi al
final del año de la apuesta iba a emerger con mi alma limpia, con un hogar a mí
alrededor y con parentesco reconocible. Así que me dejé endulzar por las mieles
cargadas de veneno de suegros, cuñados y cuñadas, a las que mi fortuna y
prestigio buscó esposas y esposos acordes con mi realeza.
Por meses dejé de inquietarme cuando mi mano de soldado debía sostener la
égida de los Sforza en provincia, pues sabía que mi Ana guardaba celosa mi
casa. No obstante, poco a poco mi familia política se percató que gozarían
mejor de mi fortuna y mi abolengo si yo no estaba. Al fin y al cabo, ¿quién
necesita a un mecenas marcado por el Diablo? Volvieron poco a poco los ardides
y a verter gotas de láudano y hiel en el oído de mi esposa, pero ella desoía la
voz de la ambición. Por desgracia, un corazón puro que no conoce el oro no
tiene que ser invulnerable al miedo.
Ellos le decían, “¿Dónde están sus esposas, Ana? ¿Qué fue de ellas?”. Mi
pobre esposa no sabía que contestar. “¿Por qué las mató, Ana? ¿No hará lo mismo
contigo?”. Ana no sabía, porque yo nada le había dicho. “¿Dónde están sus
tumbas, hermanita?”. Nunca le hablé de ello, porque tú no me dejabas. “¿Hay
algún lugar del palazzo que te está prohibido, hija mía? ¡Seguro que ahí guarda
sus cadáveres!”.
No pude decirle que no había cadáveres, sino mujeres que habían sucumbido a
la codicia y por nuestro pacto hube de desahuciar y exiliar. Que tú confundiste
sus caminos para que nunca volviesen y regaste la voz de sus muertes,
esparciendo mi leyenda cuando desaparecieron en la noche sin dejar rastros. Mi
pobre Ana no lo sabía, y como no veía el color no pudo adivinar la negra
perfidia de sus hermanos, hermanas y su padre. En silencio anduvo por los
corredores, y con mano temblorosa tomó la llave pequeña. Abrió la cerradura y
perdí la apuesta una vez más.
“No hay nada” —suspiró aliviada mi cándida esposa—. “Solo cofres llenos de
monedas. No hay cadáveres”.
“Pero, ¿estás segura? ¿Revisaste la estancia hasta la saciedad?”
“Sí. No. Solo eché un vistazo rápido. Mi esposo me lo prohíbe”.
“¿No viste acaso los cuerpos podridos colgando en ganchos? ¿La sangre
goteando? ¿Los espectros atormentados de las mujeres que tu esposo asesinó?”
“No, no vi nada”.
“Pero, ¿te fijaste bien? Sus venas abiertas, sus lenguas azuladas asomando
por las comisuras de los labios podridos, la daga de Barba Azul clavada en sus
costillares…”
“No sé…”.
“¿No sentiste acaso un extraño frío en la estancia?”.
“Tal vez…”
“¿No estaba acaso pegajoso el suelo? ¿No había olor a hierro en el aire?”.
“No podría saberlo… sí. Había aroma a metal”.
“¡He ahí la prueba! Ese es el olor a sangre coagulada. ¿No ves acaso la
llave, que está manchada de rojos?”
Ana miró la llave pequeña,
completamente negra de brea.
“¿Es esto sangre?”
“¿No ves, hija mía, los rojos que corrían por las arterias de las mujeres
de Barba Azul? Ese demonio solo espera que salgas de nuestra protección para
hacer lo mismo contigo, para colgarte en uno de esos ganchos y abrirte en canal
con su espada”.
“Ay de mí”.
“Debemos matarlo primero. Barba Azul debe morir, y le heredarás como su
legítima esposa”.
“No puedo hacer eso.”
“Nosotros sí”.
Mi pena fue profunda cuando al volver vi la llave pequeña más negra que la
noche, pero aquella tarde se cumplía un año y un día de nuestra boda. Al ver mi
decepción y el desaliento en mis ojos, Ana se lanzó en mis brazos pidiendo
clemencia. Por desgracia, ella no pudo contemplar cómo se rompía el contrato y
mi barba dejaba de ser azul para regresar a ser roja.
Es cierto que cumpliste tu parte del trato, Diablo, y quitaste tu marca de
mi cuerpo, pero justo a tiempo para que su padre y sus hermanos, agazapados
tras las cortinas, vinieran a por mí cuchillos por delante. Gané tu apuesta,
pues vi que Ana me amaba después de un año y un día. Supe mientras moría que no
era parte de mi asesinato y se horrorizaba por ello, pero era demasiado tarde.
Sé que no lo has hecho por maldad, sino para escarmentarme de mi soberbia y
mi orgullo. Me has dejado vagar por los corredores, viendo como mis asesinos
gozan de riquezas y comportan como nobles y se mofan de Barba Azul. En tanto, a
mi bella e ingenua Ana la han vuelto a vestir de colorines y se burlan de su
candidez y su ceguera a los colores, que la hizo confundir el negro de la brea
con el rojo de la sangre.
Ella llora por la perfidia de los suyos, y el dolor de haberme perdido.
Pero nada de eso importa. Ni siquiera nuestra apuesta.
Porque yo juré que borraría sus nombres del libro de Dios si algún mal
amenazaba a mi esposa. Mis condotieros, alertados de mi asesinato, marchan
sobre la ciudad prestos a vengar mi muerte y restaurar a mi Ana como
representante genuina de los Sforza.
En sus estandartes y sus corazones, yo siempre seré… Barba Azul.
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