Érica Echilley
Desde que te fuiste, los sábados y los domingos son
los días más tristes de la semana. La soledad me saluda desde el silencio de
una casa que supo ser hogar, pero ahora es Comala. Esto es lo que tiene la
muerte, unas vez que llega, se lleva todo sin pedir permiso, como un nenito
maleducado y descortés que te arranca las cosas de la mano.
Doña Elvira ya no me visita, la vieja está cansada de
que la piropee el Alzheimer. Ayer me dijo “Juan", hoy me llamó desde la
pared y me dijo “María”. Se acordó. Don Pedro asoma la nariz solo para poner la
basura en mi cesto o, a lo sumo, para putear al aire porque los remiseros le ponen las “alpargatas"
en la puerta de su garaje. Todo muy normal en este arrabal de soledades.
Tengo las mañas de un viejo, pero soy joven. Tan joven
como el jazmín del jardín que ya no da flores. Soy parte del paisaje urbano que
va muriendo como muere el arrabal. Yo solo espero verte llegar y que me cuentes
que en la fábrica ya pudiste armar el sindicato. Quiero que me hables sobre ese
libro que estabas escribiendo, ese que duerme en el cajón oscuro de tu escritorio.
La vida pasa rápido, no sé en qué momento te convertiste en un suspiro del
tiempo.
Escucho un pitido en mis oídos, junto con un zumbido
insolente que se bambolea entre los extremos de mi cabeza. Hace ruido, hace
frío. Salgo hasta el patio a tomar aire y las hojas de otoño acumuladas besan
la tierra que un día supo ser césped. La hamaca se mueve, como si aún
estuvieras acá y tus manos se apoyaran risueñas sobre mi espalda. La inercia de
la abulia es un poco traicionera. Ese vaivén espectral se convierte en un
boleto de ida hacia el estrépito de tu risa.
Mientras sonrío, Doña Elvira me llama desde la
medianera. Otra vez tuvo un visitante inesperado que le robó el pescado de la
mesa. Voy a verla, aunque sé qué no existe ese pescado y mucho menos el bribón
que fue capaz de tal osadía. Por un rato, buscamos pistas o indicios del
supuesto hurto, mientras Perséfone me mira desde el techo y me maúlla. Sabe que
su madre quizás le echará la culpa, cuando vuelva a recordarla. No hay rastros
del pescado, pero, ella y yo, nos miramos con cierta desconfianza. Elvira me
toma desprevenido. De repente, vuelve a estar tan lúcida como cuando la conocí.
Vivaz, jodona, enérgica.
―Tu mamá era tan buena, pero si se enojaba… agarrate.
Cuando éramos chicas, íbamos al colegio de las monjas, el que está cerca de Larrazábal.
Un día, se enojó con la monja porque no la dejaba jugar al fútbol. “Las nenas
no tienen que jugar a cosas de hombres. No tenés que ser machona", le dijo
la monja. Tu mamá le dio vuelta el escritorio sin chistar ―me dijo, riendo.
Hace rato que no la escuchaba reírse, en su risa,
también estás vos.
Siempre fuiste de armas tomar, pero esta anécdota no
la conocía. El único momento en el que Elvira le gana por goleada al Alzheimer es
cuando habla de vos.
Vuelvo a casa, sin resolver el enigma del pescado. Parodi
y Holmes estarían muy decepcionados de mí.
De pronto, siento ese zumbido incesante. Me cansa. Me
sorprende cada vez más seguido. Hace ruido, hace olvido.
La vida muere después de las siete de la tarde. Las
calles huérfanas de humanidad descansan. En el barrio nunca pasa nada, pero el
tiempo va desgastando el pelo, las articulaciones, la memoria, las entrañas de
una vida de antaño. Y yo, acá. La soledad es la herencia del hijo único. O un
castigo del Tártaro. Estoy en él.
Me voy a la cocina y observo y me pierdo. Las paredes
descascaradas se han robado mi infancia. La humedad del techo se ha convertido
en la Capilla Sixtina. Se me hace ver tu cara en el moho del cielo raso. La
tierra de los muebles parece la arena de una playa a la que ya nadie va. Hasta mi respiración se convierte en un eco
insoslayable, pienso, mientras se me agitan los pulmones. La casa me parece tan
inmensa como cuando tenía seis años. Esto es lo que tiene la muerte, convierte
todo en la zona cero, agranda las habitaciones, el patio, la cocina, pero
achica la esperanza.
De golpe, siento frío. Crash. Un ruido ensordecedor. Vidrios rotos apuñalan mis pies. Las
ollas de la cocina cantan estridentes, mientras quiero sujetarme de ellas. Mis
manos tiemblan al compás de la incertidumbre. El corazón empieza a golpearme el
pecho como queriendo salir. Otra vez el zumbido insolente. Otra vez el ruido.
Viene de afuera, me digo. Viene desde dentro de mi pecho, me corrijo. Mi
respiración. Vos, doña Elvira. Papá. Perséfone mirándome. El maullido colérico
de unos pequeños pulmones. El giro inesperado de una vida en pausa. Estoy solo,
pienso. Pero te veo, sonreís. Tenés el pelo negro, finito, al viento. Vamos que
tenés que llegar temprano al colegio, me decís. Vamos, dale. Apurate. Te quiero
alcanzar, extiendo mis brazos. Veo el guardapolvo. Se me hace tarde. Me
sonreís. Te extrañé tanto, te murmuro.
Sus ojos abiertos. Un gesto amable abarcaba su cara pálida. Cierta solemnidad le inundaba la expresión. El barrio no escuchó nada, solo Perséfone, que descansaba tranquila a su lado, siendo lo cariñosa que no había sido nunca. Se durmió junto a él, pegadita a su pecho.
Excelente!!!!
ResponderEliminarMe encantó Eri. Las imágenes son terriblemente hermosas, y el relato es muy bueno
ResponderEliminarSaludos