Deus ex machina
Laura Irene Ludueña Irma Elvira Tamez
Guillermo Lamolle & Sergio Gaut vel Hartman
A pesar de su deplorable apariencia y de la lastimosa condición
psicofísica que exhibía, Enrico se empeñaba en pedirme que le permitiera
interpretar personajes poderosos, fuertes, acaudalados y hasta prepotentes. Lo
que resultaba completamente claro era que el sujeto no intentaba ocultar su condición
de desahuciado sino que la voluntad de no esconder su aspecto implicaba un intento
de superación loable. Pero yo, como director teatral, no puedo arriesgar una
puesta solo para salvarle el pellejo a un desgraciado. No le gustó que se lo
señalara, por cierto.
—Usted
no puede guiarse por las apariencias —protestó.
—No me
guío por apariencias, mi amigo, pero trato de sacar adelante una versión de Rosencrantz y Guildenstern han muerto,
la obra patafísica y
surrealista de Tom Stoppard.
—No
pido ser uno de los protagonistas —continuó suplicando Enrico—. Ni siquiera Hamlet,
que aparece poco. Pero podría hacer de Polonio, de Horacio, de Fortimbrás.
Hasta me animo a hacer de Ofelia.
Enrico se
mostraba tal como era, sin ninguna pose, ninguna postura heroica. Pero había
ido demasiado lejos como para que yo me permitiera jugar con algo que era de demasiada
importancia para mí. No deseaba malgastar mis energías discutiendo con el pobre
tipo y le di la espalda, señalando con ese gesto que la conversación había
terminado. Grave error. No calculé que los desgraciados suelen estar también desesperados.
Enrico tomó una roldana que oscilaba colgada de la tramoya y la empujó hacia mi
cabeza.
Desperté
varias horas después. No estaba en el teatro.
Todo me
daba vueltas, toqué mi cabeza y había un vendaje abultado; tenía un catéter en el
brazo izquierdo y un frasco de suero colgando del soporte, las gotas caían tan
lentas que parecía que el contenido de la bolsa nunca se terminaría, y yo con
las ansias de salir de ahí. Recordé con claridad lo que había sucedido.
—¡Malparido!
Me voy a encargar de que nadie te dé tan siquiera un papel de extra.
En ese
momento entró una enfermera para revisar los signos vitales. Traté de disimular
mi ansiedad y solo veía paso a paso lo que la mujer hacía hasta que terminó de
registrar algo en las hojas y giró sobre los talones mirando hacia la puerta…
—Enfermera,
¿a qué hora me puedo ir?
—Hay
que esperar a que llegue el especialista.
—¿Especialista?
Pero si solo fue un golpe; esto sucede siempre en el teatro, no es para tanto.
La mujer
sonrió ligeramente mirándome, mientras me tocaba el brazo como queriendo
tranquilizarme.
—Entiendo.
Sin embargo, hay que esperar al especialista que revisará los estudios que le
hicieron y dará un dictamen. No debe de tardar ya en llegar.
—Bien,
si no hay otra... ¿Al menos me podría dar un poco de agua? Tengo la boca seca y
siento la lengua pegada.
—Lo
lamento; no puede beber líquidos, ni comer, hasta que el especialista lo
autorice.
—¡Joder!
Le digo que no es nada, que esto pasa todo el tiempo; ¿para qué tanto escándalo?
Pero ni me
escuchó, solo sonrió y se fue tan silenciosamente como había entrado. Esto me
pasaba por ser generoso y aceptar en mis talleres a un petimetre con aspiraciones de actor. Esta obra es innovadora,
me juego mucho con ella. Quiero hacer algo diferente, arriesgado, que desafíe
mis propios límites. Pretendo posicionarme como el visionario que soy, para lo
cual, debo asegurar calidad interpretativa. Pero, todo se complicó
desde el principio. Primero la dificultad para conseguir quienes representen a Rosencrantz
y a Guildenstern; luego las ridículas pretensiones actorales de Enrico y su
reacción ante mi rechazo. ¿Acaso no se daba cuenta que no daba el perfil
actoral que me interesa? Que se trate de
una comedia no significa tomarse las cosas a la ligera. La historia que se está
contando debe parecer verdadera para que las actuaciones no resulten de escaso
vuelo artístico. Esa es la mirada que siempre he tenido y la que ha hecho que
sea un director diferente, pero estoy a punto de creer que esta propuesta está
maldita. La semana pasada mientras repasaba el texto parado en el proscenio al
que el fervor artístico de Rosencrantz
me había llevado, caí y perdí el conocimiento. Por suerte, sólo me lastimé una
pierna. Eso fue después de quejarme de la iluminación en el escenario que
apenas permitía la lectura. Y ahora, esto.
En resumen, las
estrellas parecen alinearse como si se tratase de una verdadera la tragedia
shakesperiana.
El “especialista” le dio un poco de largas al asunto, supongo que porque no tenía mucha idea de qué hacer conmigo. Si no, me habría dicho algo más, y no solo ese indeseado “vamos a esperar un poco, quiero analizar bien estos resultados”. No hay cosa más desesperante que una postergación sin límite de tiempo, sobre todo cuando sabemos que será seguida, probablemente, por otra postergación. Con el tiempo, sin embargo, debí admitir que yo no estaba para salir. Jaquecas y mareos persistían sin que su frecuencia e intensidad mostraran signos de disminución. En las primeras visitas me habían informado que el elenco me deseaba una pronta mejoría, que esperarían a mi recuperación para continuar con los ensayos. Pero al alargarse mi internación las visitas se hicieron más espaciadas, hasta virtualmente desaparecer.
Pasaron meses. Mejoré, y me soltaron. Un viejo amigo me llevó a mi casa; cuando le pedí que me acompañara al teatro se excusó, estaba muy ocupado. Raro, un sábado de tarde, pensé. Me vestí, salí y tomé un taxi. Había llamado a varias personas, pero ninguna atendía. Llegué al teatro y había largas filas de gente. ¿Habrá algún estreno?, pensé. Miré la marquesina y un mareo, pero diferente, casi me hace caer al suelo otra vez, y entendí lo que habrían sentido los amigos de Hamlet al descubrir por una carta que estaban sentenciados a muerte. Traición. Confusión. En la marquesina decía: Gran estreno. Rosencrantz y Guildenstern han muerto, de Tom Stoppard. Dirección: Enrico Sapelli.