martes, 31 de mayo de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 019

Arquitectos 

Laura Irene Ludueña

Mia Cara & Alejandro Bentivoglio

 


El crepúsculo parecía alargarse demasiado, así que fuimos a caminar sin un rumbo fijo. Nos sorprendió encontrar una cabina de teléfonos. Parecía raro que en la época de los dispositivos móviles aún quedase algo que pertenecía a un pasado casi prehistórico. Pero allí estaba la cabina con su gran teléfono con ranura para colocar monedas y la guía telefónica sobre una pequeña repisa de vidrio. Federico dijo que quería saber si tenía tono. Así que se acercó y levantó el tubo. Dijo que sí. Lo miré sorprendido. ¿Alguien todavía llevaba monedas encima?

Federico colgó y me dijo que podríamos ir a algún bar a conversar un rato. Pero en ese momento el teléfono comenzó a sonar. Nos miramos como dos astronautas que se dan cuenta que están en el espacio y que allí todo es infinitamente descabellado.

Mi amigo se volvió a acercar al teléfono. Le dije que lo dejara, pero tampoco yo estaba muy convencido. Levantó de nuevo el tubo y dijo un tímido “hola”.

—Buenas noches —dijo una voz. El sonido era tan fuerte que yo podía escucharlo. Federico alejó un poco el tubo de su oreja y los dos permanecimos en silencio—. ¿No pueden responder a mi saludo? —agregó la voz—. Eso es una verdadera descortesía. Más tomando en cuenta todas las molestias que me he tomado para llamarlos a un lugar tan alejado y midiendo las probabilidades de que aceptaran contestar.

—¿Quién es usted? —preguntó Federico.

—Aquí yo hago las preguntas —contestó la voz al otro lado del teléfono y continuó—: ustedes no saben quién soy yo, pero yo si sé quiénes son ustedes. —Federico y yo nos miramos sin pronunciar palabra—. ¿Hacia dónde van? —preguntó luego. El tono de voz cambió; ahora se oía diferente, no podíamos distinguir si la voz era masculina o femenina.

Federico se toco la cara como si estuviera buscando una respuesta.

—Estamos dando un paseo —contesto débilmente.

—¿Salen a caminar a medianoche? —dijo la voz, que ahora sonaba decididamente femenina.

—¿Medianoche? —exclamamos asombrados al mismo tiempo, ya que aún había luz. Como si nos estuviera viendo, además de oyendo, dijo:

—Esa luz que ven no es la realidad.

Ahora sí que estábamos confundidos y nos preguntamos quién estaba del otro lado del auricular. Como por arte de magia la oscuridad cubrió el día y se hizo de noche, como si las palabras de la mujer en el auricular fueran una orden. Federico lanzó el teléfono con furia, mientras yo me preguntaba cómo era posible que de pronto hubiéramos pasado del atardecer a la medianoche. Sin pronunciar palabra y sin pensarlo dos veces nos abrazamos; un temblor recorrió nuestros cuerpos.

Para no ser escuchado, Federico acercó sus labios a mi oído y balbuceo algunas palabras. Pero ¿por qué tal acción? Si estábamos solos… ¿solos? me pregunté.

—¿De quién es esa voz? ¿Nos están siguiendo?

La voz, que volvía a ser masculina, pronunció tres palabras.

—Soy el Arquitecto. —Y luego de una larga pausa, agregó—: preparo a la especie humana para transportar a sus mejores ejemplares a otro planeta donde “vivirían felices para siempre”.

A continuación, para demostrar su poder, provocó insólitos efectos lumínicos en el cielo que semejaban auroras boreales. Cosa imposible porque en esta parte del planeta no ocurría jamás esa clase de fenómenos.

Como estudiantes de ciencia, debíamos revertir la idea de que alguien tendría poder para hacer algo semejante. Sin embargo, ya habíamos sido testigos de una situación increíble, como la aparición de una anacrónica cabina telefónica y un llamado desde… ninguna parte, o por lo menso desde ningún lugar que pudiéramos localizar.

—La gente quiere ser feliz —señaló Federico—. Eso es cierto. Por eso creerá cualquier cosa que se lo asegure

—¡La felicidad no tiene que depender de un agente externo! —alegué—. Entiendo que lo creerán, si somos convincentes y categóricos, pero no podemos permitir que los engañen, nadie puede hacer milagros ni asegurar la felicidad. No existe una vida llana. Estamos aquí para aprender, evolucionar, transformarnos, y los procesos negativos son las herramientas que nos permiten crecer. Los problemas de los humanos debemos resolverlos los humanos.

En esa discusión estábamos cuando de pronto el cielo se tiñó de ondas rosas, verdes y púrpuras. La belleza del espectáculo era tal, que sentimos que el corazón latía más rápido. Nos miramos y entendimos que, si una promesa era precedida por semejante visión, lo siguiente, no podía ser más que maravilloso. Contar con algo que nos deje expectantes genera esperanza. No sé si el Arquitecto lo había entendido, pero nosotros ahora, sí. En ese momento tuvimos la convicción de que la esperanza que podríamos darle a los miembros de nuestra especie, usando la ciencia y la razón, valía más que cualquier explicación fantástica o sobrenatural.

Tomé el tubo y le hablé al Arquitecto.

—No necesitamos tu ayuda ni tu supervisión. Podemos solucionar problemas que nos afligen por nuestros propios medios; nosotros también podemos ser arquitectos. —Y corté la comunicación.

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 018

 

Los cuentos de la vieja Hildy

Alejandro David Castro

Oscar De Los Ríos & Sergio Gaut vel Hartman

 


Atravesamos el arroyo, que no debía tener mucho más de veinte centímetros de profundidad, y tras patinar un poco en la barranca, alcanzamos el terraplén. El sendero corría paralelo al curso de agua y estaba flanqueado por un pastizal. Trepamos la colina y muy pronto estuvo a la vista la casa de Hildy Sturgeon, la vieja escocesa que solía contarnos historias de aparecidos y muertos vivos.

—Ya no somos niños, José —dijo Mirna, que había estado en desacuerdo con mi idea de hacer aquella visita desde un comienzo.

—No está mal recuperar la niñez —repliqué—. Y lo más interesante es que si la casa existe la vieja aún debe estar viva.

—Entonces debe tener más de cien años —acotó Francisco, feliz de habernos acompañado. Siempre fue el más imaginativo del grupo, y según afirmaba, los cuentos de la vieja Hildy lo habían impulsado a convertirse en escritor.

La vieja cabaña de troncos se levantaba solitaria en la cima del cerro donde nacía el arroyo que acabábamos de cruzar, a un centenar de metros del barranco. El viento norte nos dejaba sentir una brisa suave, que traía el olor a la torta horneada por la vieja Hildy.

A pesar de la protesta de Mirna, y más allá de la felicidad de Francisco, yo tenía mi propio motivo para que estuviéramos allí, ese día. Apuré el paso, acelerando hasta derivar en carrera.

—El último en llegar a la puerta llama a la vieja y le pide que narre un cuento —gritó Francisco, pasando como una tromba a mi lado.

Mirna, tras lanzar un alarido, comenzó a correr como si el diablo le pisara los talones.

Francisco y yo frenamos unos metros antes, pero Mirna, sin poder detener la carrera, dio de bruces contra la puerta que cedió ante la embestida, quedando desparramada en el suelo de la cocina. La puerta nunca tuvo tranca ni llave, la fama de bruja protegía a Hildy. Nadie se hubiera atrevido a irrumpir sin permiso.

Nos miramos intercambiando una sonrisa cómplice. Hay cosas que, por más que pasen veinte años, no cambian.

—Despacio muchacha, ya dije que te puedes lastimar.

Fue como si el tiempo no hubiera pasado, volvimos a ser niños otra vez. Aunque la habíamos escuchado mil veces, la voz cascada de la vieja Hildy, nunca dejaba de sorprendernos. Sabíamos que sonaría vibrante y aterradora durante el transcurso de la narración de una historia.

Mientras Mirna se incorporaba, Hildy, golpeando las tablas del piso con su bastón, nos indicó que pasáramos.

—¡Queridos muchachos! Los estaba esperando. —Mirándome de frente continuó—. Veo que cumpliste, José, y estás aquí para escuchar la continuación del cuento que estaba narrando el día en que viniste solo —y sus ojos refulgieron con malicia al decir—: Imagino que ya les habrás contado a tus amigos la primera parte.

Sentí las miradas inquisidoras de Mirna y Francisco como látigos que castigaban mi espalda.

—Sinceramente, no me atreví, y esperaba que te hubieras olvidado de esa historia —atiné a contestar justificando mi cobardía.

—Sin embargo, hoy es el día y tú lo sabes; has venido acompañado, como te lo pedí; hiciste bien, pero deben saber que también puede ser una mala interpretación de una mente vieja y cansada como la mía.

Con un ademán nos invitó a sentarnos mientras se perdía en la habitación contigua.

—¿Qué es esa historia que no nos contaste, José? —susurró Mirna. En la pregunta de se notaba cierto reproche e indignación por mi actitud—. Me da mala espina todo esto.

Tal vez debía haberles contado qué haría, o desistir de la visita, pero el presente era otro y ahora debía sincerarme y decirles la verdad.

—Hace cinco meses atrás, Hildy me contó la triste historia de la pequeña Katy que asesino a su familia luego de volver del colegio, sin que hubiera motivo alguno para semejante atrocidad. —Un silencio perturbador se percibió en el ambiente mientras esperaban expectantes que continuara con mi relato—. Hace ya más de setenta años, en estas mismas colinas sucedió la trágica historia de los O'Donnell a la que Hildy hace referencia, los cuerpos se encontraron en su dormitorio sin señales de haber ofrecido resistencia alguna, con profundos cortes en sus gargantas mientras que Katy, la única hija del matrimonio, fue hallada en estado de shock con una cuchilla ensangrentada en las manos.

—¡Vamos, hombre! —acotó Francisco levantándose de su silla y agregando con cierto tono burlón—: ¿No creerás que las historias macabras de Hildy son verdaderas? Es bien sabido que posee una frondosa imaginación, pero esto lo supera todo.

—Espera, hay más todavía, no termina ahí la historia.

—Vamos, José, ¿qué estamos haciendo acá? y… ¿qué es eso del día? —replicó Mirna.

Con un ademán les indique que hicieran silencio en el preciso momento en que regresaba la anciana.

—¿Los pusiste al corriente de mi relato?

—Sí —balbuceé—. No están demasiado felices de que los haya traído engañados hasta tu casa.

—No es engaño —dijo Hildy moviendo una mano por encima de su cabeza. Fue un gesto enigmático que no pasó inadvertido a Mirna y Francisco—. Y la historia de Katy O’Donell no es ficticia, aunque lo sea el nombre.

Marcia se frotó las manos, muy nerviosa, y Francisco empezó a buscar un punto de fuga. Yo esperé que mis palabras los tranquilizaran.

—Katy es muy hábil con el cuchillo. No les dolerá casi nada.

 

 

 

 

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 017

El mundo de Luisa

Víctor Lowenstein

Gabriela Vilardo & Hernán Bortondello





Aún no clareaba cuando la alarma del celular comenzó a sonar monótona e insidiosa. Luisa, que disfrutaba del sueño de sus sueños, percibió con disgusto la intrusa insistencia. Sabía lo que significaba pero trató de ignorarlo. Por un rato defendió con los dientes apretados la realidad que no quería abandonar. Sin embargo, ese martilleo sonoro cortaba sus amarres y se dio cuenta con que no podría aferrarse por más tiempo al onírico edén. Con forzada resignación comenzó a soltar la mano amada, lentamente, aprovechando hasta el final el contacto con su piel.

Ahora estaba despierta pero no abría los ojos. Sabía que tras las delgadas cortinas de sus párpados se desplegaba otro escenario: el de una vida no querida. ¡Vamos que llegás tarde!, se dijo aferrándose a la tristeza para enfrentar un nuevo y solitario día.

 Había terminado la jornada tras las rutinarias tareas en la fábrica de calzado. Mientras marcaba en su tarjeta la salida y pensaba, abstraída, que solo le restaba el viaje en subte, llegar al departamento, ducharse y cenar. Después, con esperanzas renovadas, apagaría temprano la luz de su dormitorio e intentaría volver a encontrarse con él.

Esta vez, al escuchar el ringtone del despertador, se revolvió rápido apartando la frazada y levantándose en un solo movimiento. Quería olvidar pronto que había dormido inútilmente: toda la noche lo había buscado sin éxito. Caminó descalza hasta el baño y el piso helado bajo sus pies no solo la espabiló sino que le hizo saber contundentemente que ella pertenecía a ese lado de la frontera. Así de simple, aunque quisiera abandonar para siempre la vigilia para ser feliz.

Esa horrenda mañana lloviznosa, mientras descendía las escaleras del subterráneo, resbaló en un escalón mojado y habría tenido una mala caída si aquellos férreos dedos no la hubiesen sostenido.

Miró para abajo en ese intento de parar una contractura de cuello de esas que provocan los intentos de caídas y supo que el mundo en la vigilia no era tan desagradable a pesar de las apariencias. Ese segundo de ignorar cómo y dónde terminaría en el que se pasaron escenas funestas como una película aburrida, fue interrumpido cuando vio un par de zapatos pelados en las puntas. Los zapatos del dueño de su salvador, de no ser ella protagonista de capítulos en ambulancia con ruido ensordecedor, hospital, tal vez una probable operación, con recuperación lenta en soledad y con la ayuda de algún vecino solidario de vez en cuando. Levantó la vista y un anciano le sonreía desde su lugar de estar más allá del bien y del mal. No tuvo más que palabras de agradecimiento para el señor que la invitaba a bajar. Los dos subieron al mismo subte. Luisa todavía temblaba y comprendió que su día había empezado mal, sin embargo, respiró hondo y dijo: “no tan mal, Luisa. Pensá. Se sentó. El hombre, a su lado.

 —Me salvó de un golpazo —dijo el hombre sonriendo. Pasaron varias estaciones. Luisa no bajaba en ninguna. El señor, tampoco.

—¿Hasta dónde va? —preguntó Luisa.

—Hasta donde vaya usted. Sepa que el que camina y anda es el que corre estos riesgos. Si usted estuviera arropada en una cama seguro que no hubiese resbalado de la manera en que lo hizo.

Luisa pensó si había maneras para resbalarse. Incisivo el comentario, reflexionó.

—¿Cree que en cinco segundos pude haber planificado la posición en la que iba a caer?

El hombre rio.

Ella quiso reír a la par del desconocido, pero su boca empezó a llenarse de agua. Despertó a tiempo, antes de ahogarse en su propia bañera. Los ojos –bien abiertos ahora– pugnaban por atrapar cierto instante… volvió a bajar los párpados, y en un último rebozo de sueño en el que su mano creyó aferrar la calidez de la mano soñada, los dedos solo encontraron el frío de la losa. Debía haberse duchado; el baño de inmersión era peligroso por la noche. ¿Qué hora sería? Luisa se obligó a despabilarse y emerger del agua. Experimentó el déjà vu de un piso helado bajo sus pies; se envolvió en una toalla, y aferrada al marco de la puerta atisbó el reloj de pared de su cuarto.

¡Medianoche ya! ¿Cuántas horas pudieron pasar desde lo sucedido en el subterráneo? El hombre amable y misterioso que… ¿habría sido real?

Recordó un resbalón, no mucho más... Su memoria hilaba escenas inconexas entre espacios vacíos…

Aún no clareaba cuando la alarma del celular volvió a sonar, monótona, insidiosa. Luisa debió soltar la mano que aferraba en sueños ante el insistente ringtone. Con resignación se dispuso a enfrentar otro día más.

 

El parpadeo llegó junto al manotazo de su compañera de trabajo frente a la máquina troqueladora de suelas. ¡Luisa, no te duermas! Ella apartó las manos de los peligrosos filos de acero y puso toda su atención en su labor… en tanto su mente confundida se interrogaba acerca de aquellos desajustes constantes en su percepción. Acabada la jornada laboral, Luisa marcó tarjeta pensando en sus riesgosos descuidos. Afuera llovía. Aún debía abordar el subte, caminar hasta su casa, ducharse, comer algo y dormir. Mientras descendía, resbaló en un escalón mojado, luego hubo una mano sosteniéndola…

Luisa alzó la mirada, pero no vio nada. Un supuesto rostro se diluía en un mar de colores… el sueño la llamaba, la mano la soltaba y ella se perdía, se perdía en un vacío hecho de sensaciones extrañas.

martes, 24 de mayo de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 016

La partida

Alejandro Bentivoglio, 

Georgina Montelongo & Dora Gómez Q


El primer misil cayó en el medio del pueblo, pero no explotó. El segundo y el tercero pasaron bastante lejos. Los pobladores se acercaron al enorme armatoste clavado en la casa de uno de los más viejos habitantes que allí vivían y trataron de ver si la familia estaba bien.

—Sí, estamos bien —dijo el anciano Wilson—. Es solo… esta cosa que hundió la casa.

En verdad, el misil era un asunto bastante grande y siempre cabía la posibilidad de que se decidiera a explotar. Pero Wilson no quería llamar al ejército. Estaba a mitad de una partida de ajedrez y aseguraba que tenía todas las de ganar. Y eso no era algo que ocurriera fácilmente cuando se enfrentaba a su archi rival, el anciano Borich, un anarquista que en su juventud había aprendido a jugar al ajedrez y a colocar bombas con la misma fluidez. Wilson dijo que tendrían que esperar. Ninguna protesta tendría efecto. Que esperaran. La partida era esencial. Algunos le dijeron que simplemente se movieran a otro lugar y que siguieran jugando. Pero Wilson se negó. Aseguró que la buena suerte podría abandonarlo si se iban a otro lado.

—Que caiga un misil en medio de la casa creo que no habla de buena suerte —dijo uno de sus vecinos—. Además, la suerte no tiene nada que ver en el ajedrez, es un juego de estrategia.

—¡La estrategia también se ve afectada por la suerte! —exclamó Wilson, dando a entender que nada iba a hacerlo cambiar de opinión.

Aunque sonaban las sirenas anunciando que más misiles caerían en breve, Wilson trataba de no perder la concentración para adelantar en su mente la próxima jugada. Alrededor del misil sin explotar caían pedazos de mampostería, la araña colgaba del techo por un solo cable, producto de la onda expansiva de los misiles que sí habían explotado. Sin luz y ante la proximidad de la noche, se podían oír las voces alteradas de la gente que corría hacia los refugios, mientras Wilson creía aproximarse el final, absorto y ajeno al entorno. Hasta entonces estuvo haciendo movidas de espera sin poder pensar una estrategia efectiva por los gritos de advertencia para que se vaya de allí y continúe la partida en otro sitio. Pero ahora había logrado atraer al rey adversario a una zona del tablero en la que le resultaba muy difícil defenderse. Borich, aunque advertía el peligro no podía salir de esa posición, pensaba Wilson. Y en su imaginación los gritos de la gente que provenían del exterior eran el rumor de exclamación aprobando su jugada, de un público inexistente. Ni la araña a punto de desprenderse sobre su cabeza, ni el silbido de misiles cayendo, ni la probabilidad de que pudiera estallar el que decoraba su casa lo iban a distraer. Se sentía con suerte, este era su día y no se lo podrían arrebatar, aunque veía con extrañeza al viejo Borich que sonreía enigmáticamente.

La mirada de Wilson se clavó en el misil. Cerró los ojos, y al abrirlos, sonrió como no lo había hecho en años. ¡Ahí, en su cabeza, estaba la jugada que necesitaba para derrotar a Borich! El movimiento era arriesgado, tenía que mover con mucho cuidado a su dama, pero si lo hacía a la casilla correcta, el triunfo sería suyo. Una excitación fuera de toda lógica se adueñó en segundos del cuerpo de Wilson y lo hizo dar vueltas en círculo alrededor de la vivienda. Alzaba los brazos y reía al mismo tiempo. Era como si aquellas voces que al principio escuchaba rogándole que se salvara, ahora estuvieran a espaldas suyas alentándolo a que hiciera ya el movimiento.

De pronto y en medio de su delirio, Wilson quedó de frente al misil. ¡Sí, ese armatoste que había llegado a instalarse en su casa sin avisar, era el que le había dado suerte! La estrategia también se ve afectada por la suerte, recordó. Y antes de hacer el movimiento en el tablero, decidió hacer uno más. Se abrazó al misil con tal fuerza y excitación, frotando su cuerpo con frenesí, que hasta una erección le provocó al viejo.

Nadie supo lo que pasó en esos minutos, la gente solo escuchaba los ruidos de la mampostería que seguía cayendo. Seguro la araña también cayó del cable. Dicen los vecinos que después de la explosión, no quedó ni rastro de los cuerpos de los contrincantes, pero alguien, en alguna de esas noches posteriores, creyó ver en la penumbra a un hombre viejo y corpulento, muy parecido al viejo Borich, quien caminaba lento y sonreía enigmáticamente.


miércoles, 18 de mayo de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 015

El carnicero del campo

María Cristina Rolnik

Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman


A Samuel la muerte no solía atormentarlo. Había elaborado con inteligencia la idea de que una vez muerto uno no advierte que lo está, por lo que no hay sufrimiento. Y si no se sufre una vez muerto, ¿por qué sufrir mientras estás vivo? La sensación de que estamos condenados no lo inquietaba. Y fue por eso que, cuando el viejo Igor Chumachenko lo apuntó con su carabina, se limitó a sonreír.

—¿Se propone matarme?

—Sí, te voy a matar —respondió el ucraniano—. Porque si no te mato me vas a entregar, me van a meter preso, y me van a juzgar por cosas… —De pronto Igor advirtió que se estaba yendo de la lengua y no solo se quedó callado sino que, además, apuntó con cuidado para gastar un solo disparo. Pero eso era todo lo que necesitaba Samuel.

—Hay una docena de cazadores de nazis en esas colinas. —Samuel señaló hacia el oeste, donde el sol aportaba un atardecer de ensueño, cayendo sobre las colinas. Colinas doradas, naranjas, finalmente violetas.

Los hombres enfrentados dejaron de mirarse, para mirar el ocaso, pero los cuerpos permanecían en guerra: uno apuntando nervioso y rígido, el otro sin intención de huir, esperando.

Para Samuel mirar el ocaso eran Raquel y Anita agarradas de la mano, la otra manita diciéndole adiós papá, adiós. En los campos de exterminio, al atardecer eran las filas para ducharse. Una fila para mujeres, otra para hombres. Ese día, la ducha de los hombres no funcionó. Por eso él estaba en los bosques de la Patagonia. Ellas no.

Mirar el atardecer para Igor era la nada, escalofríos y ganas de irse de ahí (donde fuere que estuviese). Las sombras, las sombras que lo buscan.

Samuel vio la boca abierta, el sudor sin pausa del ex carnicero del campo, sus temblores. La carabina que descendía lenta, hasta caer al piso.

La oscuridad para ese entonces era total, los enemigos ya no se veían.

Pero Samuel sabía que Igor estaba ahí ovillado, en el suelo, lo escuchaba gemir: luz, dame luz. Por favor no me dejes así. Por favor.

 

Desde que espiaba a Igor, Samuel aprendió que él regresaba a su casa antes del atardecer, se encerraba en el hogar y dormía con todas las luces encendidas, incluso las del patio. Su casa incandescente se veía desde cualquier colina. Nunca salía de noche. La oscuridad. Era eso, entonces.

Samuel se alejó guiándose con la linterna de su celular y cuando se aclaró el bosque, las estrellas también ayudaron. Mientras caminaba escuchó el primer aullido, al que pronto se sumaron otros cantos. Cazadores, murmuró, el carnicero es vuestro.

¿Eso es todo? ¿La historia se cierra con los cazadores cercando al carnicero? ¿Y Samuel?

Samuel volvió sobre sus pasos, porque las historias concluyen cuando deben hacerlo y no cuando quieren. Y ante sí vio lo inexplicable, ¿lo imposible? No había cazadores, no había hombres, no había perros, solo estaba Igor apuntando con su arma sin saber hacia dónde hacerlo. Se sacudía y temblaba convulso. Tenía miedo, pero no era un miedo poético, un miedo surgido de la idea de que algo lo haría pagar por los crímenes que había cometido. No había llegado el tiempo de la reparación, el pasado estaba perdido, el pasado era una construcción que se disolvía a medida que transcurrían implacablemente los días. El miedo que sentía era algo del presente, algo que había descubierto en ese lugar, en ese momento. No había venganzas, ni simetrías. Los horrores son humanos, pero también son de otro orden. De uno secreto y misterioso. Que opera cuando quiere, no cuando debe. Samuel vio unas sombras que se asemejaban vagamente a hombres, que se movían mecánicamente y que aullaban como si no pudiesen tampoco escapar a su destino, a lo que debían hacer. Como si fueran lejanos parientes del Golem. Las figuras rodeaban a Igor y no era sencillo adivinar qué iban a hacer. ¿Matarlo? Samuel se dio cuenta de que las sombras bien podían hacer eso. Que quizás eran animales fantásticos, famélicos, arrojados a un destino prefijado de antemano por una entelequia. Los sucesos no se articulan como en una ficción, pensó. Las cosas solo pasan. Un campo de concentración, un evento fantástico. Un universo indiferente. La muerte. Todo condensado en un paisaje y entre dos hombres que se conocen y que ahora temen esa verdad devastadora. Que justamente no existe verdad, sólo un terrible agujero de absoluta nada que finge encadenar los eventos para luego negar su continuidad.

Pero un mago milagroso puede pergeñar un mural análogo al Guernica, una sinfonía semejante a la Novena, una novela equivalente a Crimen y castigo, sacándolas de un lugar al que Igor jamás podría acceder. La obra maestra de Samuel nació resquebrajada por el dolor y tomó la forma de Raquel y Anita agarradas de la mano, caminando hacia la cámara de gas, una ruta que irreversible antes de que el deseo de Samuel, la avidez, el sueño de Samuel se materializaran a partir de una simple palabra. Todos sabemos que la verdad no existe, pero todos sabemos que nada es más poderoso que nuestra verdad secreta.

—¡Sí! —exclamó Samuel ante el perplejo Igor, y ochenta años se enrollaron sobre el eje de la memoria para compartir el destino de las mujeres amadas.

Ese día, la ducha de los hombres funcionó y tanto Samuel como Igor fueron un agujero de absoluta nada.



LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 014

La isla

Dora Gómez Q., 

Lidia Inés Nicolai & Joyce Barker


Sergio iba entusiasmado y expectante a buscar a Lucy al aeroparque. Meses hablando por el chat, hasta que por fin ella se decidió a venir desde Misiones para conocerse personalmente. Cuando los pasajeros fueron saliendo por la puerta de arribos buscó con ansiedad el rostro de la mujer, que de todos modos hubiera reconocido entre una multitud.

Y ahí estaba ella, con su melena roja y sus ojos azules desmedidamente grandes, como si viviera sorprendida. Llevaba una blusa que dejaba ver sus largos y delicados brazos y un pantalón blanco. Bella. Tal vez un poco delgada para el gusto de Sergio. Arrastraba una maleta pequeña y un abrigo importante colgaba de su brazo. Sus miradas hicieron contacto de inmediato. Se dieron un beso en la mejilla y un aroma muy peculiar impregnó las narinas del hombre, agregando un elemento que, era obvio, jamás existió mientras mantuvieron su relación en el plano virtual.

—Este es la dirección —le dijo ella entregándole un papel—, allí nos esperaba mi familia —agregó. Sergio sonrió. Desde un primer momento le había encantado esa leve dificultad de Lucy para pronunciar algunas palabras en castellano, algo que nunca lo sorprendió, ya que Misiones es un crisol de nacionalidades. Pero se sorprendió al leer las indicaciones; el lugar al que debían ir era una isla en el Delta.

Se sintió avergonzado por tener que llevarla en la lancha colectiva desde la Estación Fluvial de Tigre, y por lugares sin mantenimiento, abandonados y sucios, de constantes conflictos de trabajadores náuticos y protestas de isleños, aunque no era tan grave. Después de todo ella no venía de Holanda.

Lucy habló poco en el viaje. La supuso tímida. Él habló por los dos. Cuando arribaron al muelle los recibieron dos mujeres idénticas a Lucy. Y a poco andar por el sendero que conducía a la parte habitada de la isla, otras mujeres llegaron a recibirlos. Para sorpresa de Sergio, eran todas idénticas. Lucy le presentó a tres de ellas.

—Mi madre —dijo—, y dos de mis hermanas.

Sergio sintió que todos sus músculos se tensaban; se puso en guardia. Pero ¿qué podía temer?

La madre de Lucy             le mostró la isla durante media hora. Además de una profusa vegetación enmarañada y el inconfundible olor a tierra húmeda, no había gran cosa para ver. Finalmente desembocaron en una extraña construcción de forma cúbica de brillante color negro que solo presentaba dos pequeñas ventanas herméticamente cerradas.

La madre de Lucy permanecía en silencio, pero no le quitaba los ojos de encima y cuando llegaron a un conjunto de chalecitos de techos rojos, habló por primera vez:

—Aquí se alojará usted. Una de mis hijas se ocupará de que esté cómodo. —El tono de voz era imperativo y no admitía réplica. En ese momento Sergio tomó conciencia de su intranquilidad. Las preguntas se agolpaban en su cabeza, pero decidió no preguntar nada. Y terminado el recorrido, Sergio cayó en la cuenta de que parecía ser el único hombre en toda la isla.

Comió algo en solitario, servido por Lucy o una de las hermanas, algo que no logró elucidar. Ella misma, siempre en silencio, lo acompañó al chalecito señalado donde pudo ducharse y ponerse un pijama limpio. No estaba seguro de haber vuelto a ver a Lucy desde que habían llegado y eso lo mantenía inquieto. Estaba por meterse en la cama, cuando golpearon la puerta.

—Soy Lucy —se oyó una voz de mujer detrás de la puerta—.Vine a desearte buenas noches.

Sergio abrió y le dio un beso cerca de la oreja y —no supo por qué lo hizo—, la olió: no era su Lucy; el aroma difería. Su olfato era infalible.

—Buenas noches, Lucy…

—Mañana vendré temprano. Buenas noches —dijo sin sonreír, y se retiró.

La había conocido por casualidad, en una plataforma de alquiler de propiedades. Pero simpatizaron de inmediato y siguieron chateando hasta hacerse amigos.

A la mañana siguiente llegó Lucy, Sergio la reconoció al saludarla dándole un beso, pero no pudo evitar preguntarle si había ido a visitarlo la noche anterior.

—Sí —respondió ella sin gesticular. Vestía un holgado mameluco rojo y le entregó otro igual que traía en la mano. Sergio intentó disimular la sorpresa ante su mentira—. Tendremos uno ceremonia de bienvenida en el cubo y todas debemos vestir así. Tonteras familiares… y no preocupes, te quedará bien.

—¿Esto? ¡Es muy chico! —Apenas podía respirar.

Caminaron sobre el barro hasta llegar al cubo. Se pararon sobre una piedra circular: una imperceptible puerta se deslizó hacia un costado y se cerró cuando entraron. Estaba oscuro. Lucy lo llevó algunos metros de la mano. Cuando se detuvo, lo abrazó:

—Agradecemos tu visita y tu vida —le dijo al oído.

Sergio estaba fascinado, pero inmediatamente reflexionó: “¿Mi vida?”, e intentó zafarse de Lucy, pero fue imposible.

El interior del cubo se iluminaba paulatinamente: estaba lleno de mujeres idénticas que lo fueron abrazando también, una a una, con fuerza.

—¡Que la luz entre en ti! —gritaban todas—. ¡Que el círculo sea cuadrado y este, una cara del cubo! —Sergio sintió que perdía el sentido. ¿Me dieron algo?, alcanzó a preguntarse. Cayó.

Cuando recuperó la conciencia se puso de pie, se tocó el rostro y agitó los delicados brazos saludando como si estuviera frente a muchos espejos. El mameluco le quedaba perfecto.



viernes, 6 de mayo de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 013

Tecnicismos

Alejandro Bentivoglio

Silvia Scheinkman & Juan José Colella


Colgaron a Urso para beneplácito de todo el pueblo, pero la soga se cortó y él cayó al suelo, apenas con unas marcas en el cuello. Inmediatamente la turba exigió que se cambiara la soga pero el verdugo dijo que la ley afirmaba que si la soga se cortaba, el condenado debería ser dejado libre. El juez se apresuró a subir al patíbulo a confirmar lo que decía el encapuchado ejecutor.

—¡Entonces lo mataremos nosotros! —dijo uno de los presentes.

—Si lo matan ustedes, tendré que colgarlos por homicidas —dijo el juez.

—No si somos todos.

—Condenaré a los principales.

La turba se quedó inmóvil. Dudaban mientras que, en el suelo, Urso comenzaba a desatarse las manos él mismo. El verdugo y el juez tampoco estaban seguros de qué hacer. Podían saltearse las normas, pero seguramente serían condenados por algún nuevo tribunal que se formara fuera del pueblo y que vendría a investigar lo sucedido. En aquel país, la justicia era inflexible y su larga mano se extendía a todas partes para no dejar nada sin castigar.

—¿Por qué no lo juzgamos por otra cosa? —preguntó el panadero del pueblo—. Por ejemplo, por no usar corbata. Es un espectáculo vergonzoso. Un mal ejemplo para los niños.

—¡Los condenados a muerte no usan corbata! —exclamó el verdugo.

—Pero ahora es un hombre libre y no está usando corbata —dijo el sastre.

—Técnicamente estoy usando una soga de corbata —objetó Urso.

Al no llegarse a ningún acuerdo sobre la revocación de la libertad de Urso, decretada por el verdugo y avalada por el juez, la pequeña multitud se dispersó, decepcionada sobre todo por haber sido privada de su espectáculo, y no tanto por considerar que se hubiese faltado a la justicia.

Urso sintió demasiadas miradas fijas en él, la de sus frustrados vecinos, y pensó que desaparecer del pueblo no sería una mala idea. El verdugo y el juez habían sido claros, pero nunca se sabe qué se puede esperar de esos virtuosos que quieren corregir la ley según sus caprichos.

 Urso era el ateo del pueblo. Todo el mundo (ese mundo tan pequeño y mísero que era “el pueblo”) estaba pendiente de su conducta. Hacerse presente en la iglesia hubiese sido para el cura, y para su grey, un triunfo que no estaba dispuesto a concederles. Total, no hubiesen dejado de criticarlo y hostigarlo.

¿Por qué? Si no hay razones se las inventa cuando la mala voluntad manda. Era un hombre solitario, inteligente, de buen aspecto. Había demasiados libros en su casa para que tuviese buena reputación en un pueblo como aquel. Nunca se supo que hubiese tenido conflictos con sus vecinos. La maledicencia pueblerina le atribuía una relación con la mujer del panadero, ese que con tanta insistencia había intentado inventar un delito que justificase colgarlo, pese a la significativa rotura de la soga.

 Urso salió del pueblo antes del amanecer. Antes de tomar el camino, pasó por la plaza donde el día anterior se había erigido el patíbulo. Recogió la soga rota y taloneó a su caballo hasta ponerlo al galope.

Cabalgó y cabalgó en trance. Atravesó bosques, ríos, campos apenas enverdecidos, hasta que el noble bruto se detuvo con los belfos llenos de espuma y el corazón batiente.

Estaban ante las primeras casas de un pueblo para él desconocido. Se apeó del caballo y entró llevándolo de las riendas. Todo lo que llevaba era una alforja casi vacía, con tan solo una muda de ropa y la cuerda rota.

Apenas despertaba la mañana y los primeros transeúntes lo miraron con curiosidad a medida que avanzaba. Un forastero siempre era una atracción en un pueblo en el que nunca pasaba nada.

Dejó el sudoroso caballo atado a la entrada de la taberna y entró, exhausto. Mientras él pedía un desayuno, los curiosos se acercaron a su cabalgadura para tratar de saber quién era y qué lo traía al pueblo. El más audaz abrió la alforja y al ver su contenido, corrió en busca de las autoridades.

¡Una cuerda con un nudo corredizo en una punta y cortada en la otra! ¿Acaso la había usado con alguien? O tal vez había intentado quitarse la vida a sí mismo sin éxito.

En aquel país la justicia era inflexible: nadie podía tomar una vida sin autorización de un tribunal. Y mucho menos la propia, ya que eso dependía sólo de Dios.

Y este hombre se aparecía así, tan tranquilo, llevando la prueba innegable de su delito escondido entre sus cosas…

Cuando el fugitivo salió de la taberna, el juez lo esperaba con el acusador trozo de cuerda en la mano. Y sin palabras, el verdugo se adelantó para arrastrarlo hasta el centro del pueblo, en dirección al patíbulo.

jueves, 5 de mayo de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 012

El juego invisible

Joyce Barker, Alicia Álvarez 

& Sergio Gaut vel Hartman


Andrés se angustiaba, intentando comprender a qué jugaban, cuáles eran las reglas y cuál el objetivo. Se parecía en cierto modo al ajedrez, pero no había piezas y tampoco un tablero. Por otra parte, no lograba determinar dónde tenía lugar el encuentro. ¿Estaba en su planeta natal, en una nave espacial o había sido trasladado mientras dormía a un mundo distante? Como no veía a su adversario, una pregunta lo punzaba sin cesar: ¿por qué había sido elegido como adversario? Era evidente que del otro lado operaba un gran estratega, y él no era otra cosa que un hombre común, un simple empleado administrativo de una oscura repartición provincial, fiel a convicciones ordinarias y… De pronto, una percepción luminosa detonó en su mente. ¿Y si cada uno de sus congéneres se viera obligado a jugar esa partida con un adversario invisible? No parecía haber limitaciones para que “ellos”, fueran humanos o no, decidieran con quién y cómo jugar.

El lugar era una especie de cancha de piso blando y blanco muy brillante. No se alcanzaba a ver el perímetro debido a una neblina azulada que, al parecer, era mejor no tocar. Arriba, el cielo era celeste, como un típico cielo terrenal, pero titilaba como si tuviera problemas eléctricos.

—¿Primera vez acá? —dijo súbitamente una mujer mayor que apareció a su lado, sin que se diera cuenta.

—Sí, ¿y usted? —respondió Andrés, mirándola de arriba a abajo— ¿Es una jugadora? Yo aparecí acá pero no tengo idea de nada. Me da mucho miedo perder, y ni siquiera sé jugar.

—No te preocupes por saber —respondió la mujer que vestía un traje negro apretado que parecía no molestarle en lo más mínimo, y un enorme turbante dorado—. Yo juego desde hace sesenta años y he ganado y perdido infinitas veces.

—Entonces, ¿me podría explicar en qué consiste?

—No. Eso lo debes descubrir por tu cuenta. Pero sí te puedo decir dónde estamos, porque no lo sabes, ¿cierto?

—No —respondió Andrés, feliz de conversar con alguien después de estar tanto rato parado mirando nada y suponiendo todo.

—Estamos donde debemos estar, y jugando lo que tenemos que jugar.

—No me tome el pelo, señora, sé que estoy acá para jugar algo con alguien, de eso no tengo duda.

—Sabiendo eso, ya sabes todo.

En el cielo sonó un silbato de inicio, al menos, eso supuso Andrés; y la neblina azulada se solidificó componiendo un murete traslúcido. Andrés se acercó a tocarlo.

—¡No lo toques! —gritó la mujer— Usa tu percepción. Debes sacarte de la cabeza todos tus pensamientos mundanos.

—¿De qué habla?

—Cierra los ojos y ábrelos cuando quieras jugar. Te vas a sorprender, Andrés.

—No le he dicho mi nombre…

—Verdad, te dije que llevo una vida jugando este juego y parte de él te enseña a despojarte de las palabras enunciadas...

—Usted habla difícil, señora, si me vieran mis compañeros de oficina me tomarían por loco. Yo trabajo archivando actas de nacimiento en el Registro de las Personas, así de simple: ordeno alfabéticamente las fichas y las saco cuando me las piden para fotocopiar.

—Justamente, Andrés, si supieras el tesoro que hay en tu mente, si fueras consciente de eso y prestaras atención…

—¿Me aclara lo que acaba de decir?

—No. Debo asistir a otros jugadores. Solo te daré un indicio: las actas de nacimiento son un universo en sí mismo. Has deducido que estás aquí para jugar, ahora tendrás que dar un salto en tu discernimiento.

La señora se acomodó el turbante dorado, al tiempo que enfiló hacia la niebla, casi sin tocar el piso.

—Debo estar alucinando —se dijo Andrés. Estaba perplejo, parecía percibir sutiles movimientos en su cerebro al detenerse en la palabra discernimiento. En su mente se movió un recuerdo e hizo foco en él. Era de cuando se había anotado en la facultad de Arte. Un profesor presentaba apasionadamente a un pintor revolucionario: Marcel Duchamp. Autodefinía su práctica como pintura “no retiniana”. Recién comprendió esa expresión cuando el profesor aclaró que pintaba lo invisible, o sea conceptos, ideas y no lo que veía. Esta asociación le dio una chispa de euforia. Y dedujo que era eso a lo que se refería la mujer cuando mencionó las actas de nacimiento. Ese ente abstracto, conceptual, no eran las fichas en papel con las que trabajaba sino una entidad…

Alrededor de Andrés se produjo una revolución de efectos especiales: iluminación, sonidos, proyecciones de figuras en el piso etéreo. Eran un premio psicodélico en el que se resaltaban la frase: start of the game, el inicio del juego. Pero, ¿era eso realmente o solo se trataba de una distracción? El juego había empezado. ¿Qué piezas debía mover? ¿Acaso podía recordar todas las actas de nacimiento que habían pasado por sus ojos? ¡Ojos! ¡Esta es la clave!, exclamó sin pronunciar las palabras. La pintura no retiniana de Duchamp, gran ajedrecista, por otra parte.

Andrés se movió por la cancha sin tratar de definir un itinerario, y si bien en el piso no se habían delimitado casillas o zonas, supo de inmediato que lo único que necesitaba lo obtendría utilizando el concepto de Duchamp. ¡Guerreros!, se dijo y todas las fichas están en mi mente. Solo debía utilizar lo que dijo la señora del turbante: si supieras el tesoro que hay en tu mente. ¡Lo sé! El universo de las actas. Te convoco, Juan Esteban Reggi, Adela Kisster, Albano Funes, Eva García, Jorge Omar Rubin…



LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 011

Pequeñas muertes

María Elena Rodríguez, 

Omar Chapi & Hernán Bortondello


Son las tres de la tarde del veintiocho de marzo del año dos mil veinte. Lo mismo daría que fueran las dieciséis, o las diecisiete de este día o del día de ayer, o del de mañana. Desde que empezó la cuarentena han ocurrido inesperadas pequeñas muertes. La primera fue la muerte de los relojes de pared y los de pulsera y de los calendarios, los de cartón adornando la cocina y los impresos al principio de las agendas, y la doble muerte de los digitales que son ambas cosas a la vez. No le di mucha importancia al principio, al contrario, pensé: mejor, así no me preocupo si es tarde para desayunar, o para almorzar. Sin embargo ahora, veinte días después, los extraño, y ni siquiera estoy segura si son veinte días o diecinueve o ¿dieciocho?

Después, ¿o tal vez antes?, amanecieron muertas las ventanas y las puertas, rígidas en su maderas pintadas para recibir a los inquilinos de la temporada de verano. Desde su muerte súbita, inimaginable un año atrás, (¿o un mes atrás?, ¿o podría decir dos?), desde esa muerte, como sucede desde todas las muertes, no se movieron más. Sí, como estarán imaginando, no pudieron abrirse más. Y los que estaban afuera quedaron afuera por tiempo indefinido y los que estábamos adentro permanecemos adentro por un tiempo aún más indefinido porque, como ya les conté, no funcionan los instrumentos que nos cronometraban.

La tercera muerte, más natural y más explicable si se quiere, fue la de mis plantas de jardín, las que vivían allí, justo al lado de mi puerta de vidrio y, muchas veces, durante este incomprensible tiempo de pequeños duelos, he intentado consolarme pensando en esa frase tonta que repite como cacatúa todo el mundo: “Al final todos tenemos que morir” y, aunque tiene mucho de cierto, no es justo que a uno se le mueran las cosas antes de tiempo; miro todo a mi alrededor y pienso que pude haber hecho algo por evitar algunas muertes, como la de mi jardín, por ejemplo. No sé quién ordenó este encierro ni por cuánto tiempo más tendremos que aceptar ser prisioneros en nuestras propias residencias. Sé que pude haber evitado la muerte de las ventanas, sus cortinas de encaje blanco se veían hermosas agitadas por la brisa que llegaba del jardín, mientras las ardillas recogían alguna piña que corrían a esconder en sus madrigueras y los pájaros cantaban revoloteando en el agua de la pileta, otrora viva y ahora, muerta.

Desde que empezó todo esto, no he podido retirar siquiera el cadáver de las hojas de pino que caen en las callejuelas del jardín; a veces, me siento a mirar el mundo a través de la ventana sin vida y siento que la casa ha entrado en agonía, lo digo porque en la calle solo miro cadáveres que van o vuelven a largos intervalos, algunos salen a la tienda o van al mercado sin poder respirar el aire que es el único que no huele a muerte. Es increíble cómo las pequeñas muertes hacen una muerte grande, una muerte que se repite en todas partes y no se conforma con los pequeños cadáveres sino que los replica por todo el mundo.

Hoy en la mañana, he sentido un extraño frío en mis piernas, el calambre extenderse hasta la columna vertebral y subir al pecho. Mi gato, que sobrevive todavía, me ha visto con ojos de duelo. A instancias de esa mirada amarilla y desapasionada descubro que la percepción de tanta finitud ajena no hace menos llevadera la mía. Soy aquí mí propio tribunal y el único testigo a quien presentar pruebas de vida. Recorro así las habitaciones aplicándome con empeño a tareas absolutamente triviales y en cuyo transcurso tomo consciencia que mi desaparición decretaría el fallecimiento de un sinnúmero de objetos que sólo tienen significado en tanto y en cuanto yo exista. Repentinamente empiezo a temblar, me invade un agotamiento inesperado y absoluto. Me sobresalto. Pienso que el espectro invisible que nos ha acorralado había decidido finalmente terminar conmigo y sufro un ataque de pánico. La realidad se desdibuja ante mis ojos y parece abandonarme. Alcanzo a apoyar una mano en el borde de la mesa del comedor evitando que un feroz mareo me haga trastabillar. El aire ahora no llega a mis pulmones y agitada me digo que es el fin. ¿Qué pasará con mi gato? Con seguridad morirá de hambre encerrado aquí y con él dejará de latir el último corazón del hogar. ¡No lo permitiría! Al borde de la asfixia, con la vista nublada y a los tropezones, alcanzo el picaporte de la puerta principal y la abro. Sin barbijo, recibo el aire fresco en mi rostro, los trinos chillones de unos gorriones que ignoran el drama humano y el profundo celeste de un cielo esperanzador. Una mezcla indescriptible de alivio, euforia y agradecimiento me normaliza la respiración. Michi pasa entre mis pies atravesando el umbral, salta al cantero de la vereda y comienza a revolcarse lujurioso entre la hierba crecida.


miércoles, 4 de mayo de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 010

 Esa mañana

Alejandro Bentivoglio, 

Silvia Scheinkman & Georgina Montelongo

El preso se despierta. Como todas las mañanas, le cuesta recordar dónde está. Quién es. Pero pronto ve las paredes grises y recobra la conciencia de la prisión. Los muros. Los guardias. Hace diez años que está ahí adentro. Ya ni siquiera importa si cometió el crimen del que se lo acusa o no. No haría la diferencia. Hace rato que despidió su abogado y dejó de apelar. De algún modo, la vida de prisión es ahora su vida. Así que es solo cuestión de repetir los pequeños gestos mecánicos de todos los días.

Lo que hace ahora es, como siempre, levantarse de la litera y lavarse los dientes. Se da vuelta para despertar a Saldosky, quien siempre se queda dormido en la litera de arriba más de lo debido, pero no lo encuentra. Luego mira hacia la reja. Está abierta. No hay ruidos. No se escuchan a otros presos. Él se acerca hasta la entrada a la celda y mira hacia afuera. Los pasillos permanecen completamente vacíos. La prisión parece un lugar abandonado en el tiempo. ¿Es una trampa? ¿Aún está soñando?

Se dice que no está soñando. De eso puede estar seguro, siempre ha sabido diferenciar los sueños de la realidad. Lo cual le ha fastidiado bastante su vida onírica, pero ahora le resulta una ventaja. Entonces, ¿una trampa? ¿Alguien lo está viendo para ver si sale e intenta escapar?

Mientras esta ráfaga de interrogantes cruza por su mente, el hombre sigue con la mirada fija en esa reja abierta. A pesar de que está seguro de no estar soñando decide hacer una prueba más y se pellizca el brazo. Siente dolor y el paisaje no cambia, prueba inequívoca de que no sueña.

Un mundo de posibilidades vuelve a poblarle el pensamiento como si estuviera viendo una película. Imagina que se atreve a salir en el mayor silencio posible, pero aún así lo descubren; y no solo vuelven a encerrarlo, sino que le aumentan la condena. También piensa  en la remota posibilidad de escapar y enfrentar el mundo nuevamente, pero ahora con diez años más, en total estado de desesperanza y debutando como prófugo. Esta última posibilidad le aterra más que la primera.

Los familiares y amigos que al principio le visitaban con frecuencia, fueron espaciando sus visitas hasta reducirlas a cero. “Mejor así”, pensaba. En realidad ese era su deseo desde que lo condenaron. Le desgastaba mucho entrar en comunicación con los demás. El primer día que lo bañaron con agua helada, lo raparon y le pusieron ese uniforme caqui, imaginó su propio sepelio. Ese día había muerto el que era antes y nacía el que estaba ahí a menos de un metro de una reja abierta que, cada segundo, lo inquietaba más que el anterior.

El sonido metálico de otra reja y el de unas pisadas acercándose, detiene de tajo sus cavilaciones y lo pone en alerta.

La figura del guardia uniformado se recorta contra la luz del pasillo.

—¿Qué haces aquí todavía? ¿Por qué no te fuiste con los otros?

—¿Adónde? ¿Qué pasó?

—Se terminó. Ya está, se terminó.

—No entiendo de qué está hablando, no sé qué es lo que se terminó.

—Todo. Se terminó todo. Vamos, hay que irse.   

     La vida cómoda y rutinaria, los juegos de cartas con Saldosky, los paseos en el patio amurallado, las raciones en el comedor, los murmullos de los demás presos en las duchas… Desbaratados de pronto por una reja abierta y la invitación a dejar la celda.

     Da un paso atrás y mira receloso al hombre que lo incita. No, no puede ser, debía ser un sueño, un mal sueño. Pero sabía que no lo era.

—No voy a ir a ninguna parte. Yo me quedo aquí.

—Si te quedas voy a tener que reportarlo.

     Esos guardias eran lo único malo que lo había acompañado en esos diez años. No creían que no había cometido un crimen, se burlaban de su proclamada inocencia. Buscaban pretextos para provocarlo y encerrarlo en la celda de castigo solitario cada vez que podían. Ahora no iba a permitir que le quitaran también esta vida que se había creado. Tanteó a sus espaldas y la mano encontró el banquito de madera que levantó y aplastó con fuerza contra la cabeza del uniformado. Una y otra vez, una y otra vez... hasta que la amenaza desapareció en medio del charco de sangre.

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 009

El incidente

Dolly Lora Arias

Hernán Bortondello & Mirta Leis

 

Noche de primavera, marzo, segunda semana. Temperatura y olores exquisitos. Mis apellidos, revueltos, como mi herencia, ¡claro! Mi bisabuelo materno, de piel morena, ojos turquesa, tenía humor perruno. Mi bisabuelo paterno, español, ojos como día sin nubes, piel blanca, iracundo.

Mientras mi mal humor subía, leí en Messenger un mensaje de un nombre desconocido, anglosajón, en inglés:

—¡Hola, bella dama! Es un placer saludarte.

—No sé quién eres —respondí—. ¿Por qué me escribes? ¿Quién te dio permiso?

—¡Oh...! Tan bonita y tan malas maneras. ¿Por qué tan grosera? Leí tu perfil, soy viudo. Me gustó todo de ti. ¿Podemos ser amigos?

Casi morí de vergüenza, corrí. Tres días después, regresé; estaba en línea.

Escribió:

—¡Buenas noches! ¿Cómo has estado? Si no te incomoda me gustaría saber más de ti.

—Sabes tanto de mí —respondí—; dime tu edad, por favor. Disculpa mi mal humor. Fue un día horrible.

—¿En serio? ¿Seremos amigos? Bueno, tengo cincuenta y ocho años, soy contratista independiente y también trabajo como representante de una compañía de petróleo y gas. Me ocupo de cables subterráneos pesados, de cobre para construcciones y redes de telecomunicaciones, suministro bienes, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos. Vivo en Miami, Florida. Ahí, vivo.

—No creo que podamos ser amigos —le respondí—. Soy ocho años más adulta. Una relación necesita más, no solo el estado civil de dos personas.

— ¿Has venido a los Estados Unidos? —Escribió su número de teléfono—. Escríbeme por WhatsApp. —Fue su último párrafo.

Pasó una semana y no dejé de entrar al Messenger una sola noche. Él estaba en línea pero no se dirigía a mí. Por mi parte no iba a dar un paso más y menos comunicarme a través del número de su celular. ¿Aquél desconocido creía que yo iba a picar su carnada como pez desesperado? Me costaba admitir que aquél hombre de Miami me había intrigado, por no decir interesado. Llegó la octava noche y a las dos de la mañana me di por vencida. Vamos, me dije, que estás vieja para mentirte. Decidí entonces contactarlo por WhatsApp.

—Hola… —alcancé a escribir, petrificándome de repente como una tímida quinceañera.

Con la mirada fija en la pantallita, contuve la respiración.

—Pensé que no volvería a saber nada de ti otra vez… —Al leer sus palabras en el celular, aliviada, exhalé el aire contenido.

—¿Otra vez? Pero si serás exagerado, solo esperaste tres días para nuestra última conversación. ¿No ibas a volver a escribirme si yo no lo hacía? —pregunté algo picada.

—Sinceramente, yo estaba arrepentido de haberte contactado e iba a dejar las cosas como estaban. Pero, como verás, no pude evitar hacerlo. Te dije lo de no volver a saber de ti recordando mil novecientos setenta y siete, cuando desapareciste de nuestras vidas…

—¿Qué me estás diciendo? —Sentí que el piso se esfumaba bajo mis pies.

—¿Podés traducir mi nombre? —preguntó, misterioso.

Aturdida, usé el Google: Bob Blacksmith era Beto Herrera. Sentí una puntada en el pecho. ¡Alberto!

—¡Hermano! —tradujeron mis nerviosos dedos. ¿Cómo pudo encontrarme?, pensé. Siempre creí que mi pasado había quedado enterrado en Argentina, cuando escapé cruzando el río al país vecino y tomé aquél vuelo al otro lado del océano. Mi vida y la de mis compañeros de grupo estaba amenazada por la Junta Militar que gobernaba el país. En el mismo lugar en que yo me escondí estaba Beto, arriesgado, comprometido con la causa revolucionaria, un intelectual sobresaliente y, además, un seductor nato en cuyas redes me vi envuelta sin saber cómo, pero disfrutando los placeres de la pasión.

La única manera de abandonar el país era delatando a esos compañeros de escondite, así me lo hicieron saber mis familiares, entonces, después de mucho pensar decidí jugar en contra de los ideales y escapar para salvar mi vida. Supe que habían allanado esa casa y que fueron detenidos. El posible destino infausto de ellos muchas veces atormentó mi descanso, pero sepulté mis culpas en el oscuro rincón de la negación. Pero ahora él estaba allí, enarbolando el fantasma de un pasado de traiciones que me empeñé por desconocer.

Lo llamé hermano, sin darme cuenta que el nombre se clavaba en mi mente con más fuerza, empujando la piedra que sellaba la tumba de los recuerdos y aquellos fantasmas llevarían para siempre el carro de mi destino.