Arquitectos
Laura Irene Ludueña
Mia Cara & Alejandro Bentivoglio
Federico colgó y me dijo que podríamos ir a algún bar a conversar un rato. Pero en ese momento el teléfono comenzó a sonar. Nos miramos como dos astronautas que se dan cuenta que están en el espacio y que allí todo es infinitamente descabellado.
Mi amigo se volvió a acercar al teléfono. Le dije que lo dejara, pero tampoco yo estaba muy convencido. Levantó de nuevo el tubo y dijo un tímido “hola”.
—Buenas noches —dijo una voz. El sonido era tan fuerte que yo podía escucharlo. Federico alejó un poco el tubo de su oreja y los dos permanecimos en silencio—. ¿No pueden responder a mi saludo? —agregó la voz—. Eso es una verdadera descortesía. Más tomando en cuenta todas las molestias que me he tomado para llamarlos a un lugar tan alejado y midiendo las probabilidades de que aceptaran contestar.
—¿Quién es usted? —preguntó Federico.
—Aquí yo hago las preguntas —contestó la voz al otro lado del teléfono y continuó—: ustedes no saben quién soy yo, pero yo si sé quiénes son ustedes. —Federico y yo nos miramos sin pronunciar palabra—. ¿Hacia dónde van? —preguntó luego. El tono de voz cambió; ahora se oía diferente, no podíamos distinguir si la voz era masculina o femenina.
Federico se toco la cara como si estuviera buscando una respuesta.
—Estamos dando un paseo —contesto débilmente.
—¿Salen a caminar a medianoche? —dijo la voz, que ahora sonaba decididamente femenina.
—¿Medianoche? —exclamamos asombrados al mismo tiempo, ya que aún había luz. Como si nos estuviera viendo, además de oyendo, dijo:
—Esa luz que ven no es la realidad.
Ahora sí que estábamos confundidos y nos preguntamos quién estaba del otro lado del auricular. Como por arte de magia la oscuridad cubrió el día y se hizo de noche, como si las palabras de la mujer en el auricular fueran una orden. Federico lanzó el teléfono con furia, mientras yo me preguntaba cómo era posible que de pronto hubiéramos pasado del atardecer a la medianoche. Sin pronunciar palabra y sin pensarlo dos veces nos abrazamos; un temblor recorrió nuestros cuerpos.
Para no ser escuchado, Federico acercó sus labios a mi oído y balbuceo algunas palabras. Pero ¿por qué tal acción? Si estábamos solos… ¿solos? me pregunté.
—¿De quién es esa voz? ¿Nos están siguiendo?
La voz, que volvía a ser masculina, pronunció tres palabras.
—Soy el Arquitecto. —Y luego de una larga pausa, agregó—: preparo a la especie humana para transportar a sus mejores ejemplares a otro planeta donde “vivirían felices para siempre”.
A continuación, para demostrar su poder, provocó insólitos efectos lumínicos en el cielo que semejaban auroras boreales. Cosa imposible porque en esta parte del planeta no ocurría jamás esa clase de fenómenos.
Como estudiantes de ciencia, debíamos revertir la idea de que alguien tendría poder para hacer algo semejante. Sin embargo, ya habíamos sido testigos de una situación increíble, como la aparición de una anacrónica cabina telefónica y un llamado desde… ninguna parte, o por lo menso desde ningún lugar que pudiéramos localizar.
—La gente quiere ser feliz —señaló Federico—. Eso es cierto. Por eso creerá cualquier cosa que se lo asegure
—¡La felicidad no tiene que depender de un agente externo! —alegué—. Entiendo que lo creerán, si somos convincentes y categóricos, pero no podemos permitir que los engañen, nadie puede hacer milagros ni asegurar la felicidad. No existe una vida llana. Estamos aquí para aprender, evolucionar, transformarnos, y los procesos negativos son las herramientas que nos permiten crecer. Los problemas de los humanos debemos resolverlos los humanos.
En esa discusión estábamos cuando de pronto el cielo se tiñó de ondas rosas, verdes y púrpuras. La belleza del espectáculo era tal, que sentimos que el corazón latía más rápido. Nos miramos y entendimos que, si una promesa era precedida por semejante visión, lo siguiente, no podía ser más que maravilloso. Contar con algo que nos deje expectantes genera esperanza. No sé si el Arquitecto lo había entendido, pero nosotros ahora, sí. En ese momento tuvimos la convicción de que la esperanza que podríamos darle a los miembros de nuestra especie, usando la ciencia y la razón, valía más que cualquier explicación fantástica o sobrenatural.
Tomé el tubo y le hablé al Arquitecto.
—No necesitamos tu ayuda ni tu supervisión. Podemos solucionar problemas que nos afligen por nuestros propios medios; nosotros también podemos ser arquitectos. —Y corté la comunicación.
Un cuento utópico en el más esperanzador sentido del término.
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