miércoles, 18 de mayo de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 014

La isla

Dora Gómez Q., 

Lidia Inés Nicolai & Joyce Barker


Sergio iba entusiasmado y expectante a buscar a Lucy al aeroparque. Meses hablando por el chat, hasta que por fin ella se decidió a venir desde Misiones para conocerse personalmente. Cuando los pasajeros fueron saliendo por la puerta de arribos buscó con ansiedad el rostro de la mujer, que de todos modos hubiera reconocido entre una multitud.

Y ahí estaba ella, con su melena roja y sus ojos azules desmedidamente grandes, como si viviera sorprendida. Llevaba una blusa que dejaba ver sus largos y delicados brazos y un pantalón blanco. Bella. Tal vez un poco delgada para el gusto de Sergio. Arrastraba una maleta pequeña y un abrigo importante colgaba de su brazo. Sus miradas hicieron contacto de inmediato. Se dieron un beso en la mejilla y un aroma muy peculiar impregnó las narinas del hombre, agregando un elemento que, era obvio, jamás existió mientras mantuvieron su relación en el plano virtual.

—Este es la dirección —le dijo ella entregándole un papel—, allí nos esperaba mi familia —agregó. Sergio sonrió. Desde un primer momento le había encantado esa leve dificultad de Lucy para pronunciar algunas palabras en castellano, algo que nunca lo sorprendió, ya que Misiones es un crisol de nacionalidades. Pero se sorprendió al leer las indicaciones; el lugar al que debían ir era una isla en el Delta.

Se sintió avergonzado por tener que llevarla en la lancha colectiva desde la Estación Fluvial de Tigre, y por lugares sin mantenimiento, abandonados y sucios, de constantes conflictos de trabajadores náuticos y protestas de isleños, aunque no era tan grave. Después de todo ella no venía de Holanda.

Lucy habló poco en el viaje. La supuso tímida. Él habló por los dos. Cuando arribaron al muelle los recibieron dos mujeres idénticas a Lucy. Y a poco andar por el sendero que conducía a la parte habitada de la isla, otras mujeres llegaron a recibirlos. Para sorpresa de Sergio, eran todas idénticas. Lucy le presentó a tres de ellas.

—Mi madre —dijo—, y dos de mis hermanas.

Sergio sintió que todos sus músculos se tensaban; se puso en guardia. Pero ¿qué podía temer?

La madre de Lucy             le mostró la isla durante media hora. Además de una profusa vegetación enmarañada y el inconfundible olor a tierra húmeda, no había gran cosa para ver. Finalmente desembocaron en una extraña construcción de forma cúbica de brillante color negro que solo presentaba dos pequeñas ventanas herméticamente cerradas.

La madre de Lucy permanecía en silencio, pero no le quitaba los ojos de encima y cuando llegaron a un conjunto de chalecitos de techos rojos, habló por primera vez:

—Aquí se alojará usted. Una de mis hijas se ocupará de que esté cómodo. —El tono de voz era imperativo y no admitía réplica. En ese momento Sergio tomó conciencia de su intranquilidad. Las preguntas se agolpaban en su cabeza, pero decidió no preguntar nada. Y terminado el recorrido, Sergio cayó en la cuenta de que parecía ser el único hombre en toda la isla.

Comió algo en solitario, servido por Lucy o una de las hermanas, algo que no logró elucidar. Ella misma, siempre en silencio, lo acompañó al chalecito señalado donde pudo ducharse y ponerse un pijama limpio. No estaba seguro de haber vuelto a ver a Lucy desde que habían llegado y eso lo mantenía inquieto. Estaba por meterse en la cama, cuando golpearon la puerta.

—Soy Lucy —se oyó una voz de mujer detrás de la puerta—.Vine a desearte buenas noches.

Sergio abrió y le dio un beso cerca de la oreja y —no supo por qué lo hizo—, la olió: no era su Lucy; el aroma difería. Su olfato era infalible.

—Buenas noches, Lucy…

—Mañana vendré temprano. Buenas noches —dijo sin sonreír, y se retiró.

La había conocido por casualidad, en una plataforma de alquiler de propiedades. Pero simpatizaron de inmediato y siguieron chateando hasta hacerse amigos.

A la mañana siguiente llegó Lucy, Sergio la reconoció al saludarla dándole un beso, pero no pudo evitar preguntarle si había ido a visitarlo la noche anterior.

—Sí —respondió ella sin gesticular. Vestía un holgado mameluco rojo y le entregó otro igual que traía en la mano. Sergio intentó disimular la sorpresa ante su mentira—. Tendremos uno ceremonia de bienvenida en el cubo y todas debemos vestir así. Tonteras familiares… y no preocupes, te quedará bien.

—¿Esto? ¡Es muy chico! —Apenas podía respirar.

Caminaron sobre el barro hasta llegar al cubo. Se pararon sobre una piedra circular: una imperceptible puerta se deslizó hacia un costado y se cerró cuando entraron. Estaba oscuro. Lucy lo llevó algunos metros de la mano. Cuando se detuvo, lo abrazó:

—Agradecemos tu visita y tu vida —le dijo al oído.

Sergio estaba fascinado, pero inmediatamente reflexionó: “¿Mi vida?”, e intentó zafarse de Lucy, pero fue imposible.

El interior del cubo se iluminaba paulatinamente: estaba lleno de mujeres idénticas que lo fueron abrazando también, una a una, con fuerza.

—¡Que la luz entre en ti! —gritaban todas—. ¡Que el círculo sea cuadrado y este, una cara del cubo! —Sergio sintió que perdía el sentido. ¿Me dieron algo?, alcanzó a preguntarse. Cayó.

Cuando recuperó la conciencia se puso de pie, se tocó el rostro y agitó los delicados brazos saludando como si estuviera frente a muchos espejos. El mameluco le quedaba perfecto.



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