viernes, 6 de mayo de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 013

Tecnicismos

Alejandro Bentivoglio

Silvia Scheinkman & Juan José Colella


Colgaron a Urso para beneplácito de todo el pueblo, pero la soga se cortó y él cayó al suelo, apenas con unas marcas en el cuello. Inmediatamente la turba exigió que se cambiara la soga pero el verdugo dijo que la ley afirmaba que si la soga se cortaba, el condenado debería ser dejado libre. El juez se apresuró a subir al patíbulo a confirmar lo que decía el encapuchado ejecutor.

—¡Entonces lo mataremos nosotros! —dijo uno de los presentes.

—Si lo matan ustedes, tendré que colgarlos por homicidas —dijo el juez.

—No si somos todos.

—Condenaré a los principales.

La turba se quedó inmóvil. Dudaban mientras que, en el suelo, Urso comenzaba a desatarse las manos él mismo. El verdugo y el juez tampoco estaban seguros de qué hacer. Podían saltearse las normas, pero seguramente serían condenados por algún nuevo tribunal que se formara fuera del pueblo y que vendría a investigar lo sucedido. En aquel país, la justicia era inflexible y su larga mano se extendía a todas partes para no dejar nada sin castigar.

—¿Por qué no lo juzgamos por otra cosa? —preguntó el panadero del pueblo—. Por ejemplo, por no usar corbata. Es un espectáculo vergonzoso. Un mal ejemplo para los niños.

—¡Los condenados a muerte no usan corbata! —exclamó el verdugo.

—Pero ahora es un hombre libre y no está usando corbata —dijo el sastre.

—Técnicamente estoy usando una soga de corbata —objetó Urso.

Al no llegarse a ningún acuerdo sobre la revocación de la libertad de Urso, decretada por el verdugo y avalada por el juez, la pequeña multitud se dispersó, decepcionada sobre todo por haber sido privada de su espectáculo, y no tanto por considerar que se hubiese faltado a la justicia.

Urso sintió demasiadas miradas fijas en él, la de sus frustrados vecinos, y pensó que desaparecer del pueblo no sería una mala idea. El verdugo y el juez habían sido claros, pero nunca se sabe qué se puede esperar de esos virtuosos que quieren corregir la ley según sus caprichos.

 Urso era el ateo del pueblo. Todo el mundo (ese mundo tan pequeño y mísero que era “el pueblo”) estaba pendiente de su conducta. Hacerse presente en la iglesia hubiese sido para el cura, y para su grey, un triunfo que no estaba dispuesto a concederles. Total, no hubiesen dejado de criticarlo y hostigarlo.

¿Por qué? Si no hay razones se las inventa cuando la mala voluntad manda. Era un hombre solitario, inteligente, de buen aspecto. Había demasiados libros en su casa para que tuviese buena reputación en un pueblo como aquel. Nunca se supo que hubiese tenido conflictos con sus vecinos. La maledicencia pueblerina le atribuía una relación con la mujer del panadero, ese que con tanta insistencia había intentado inventar un delito que justificase colgarlo, pese a la significativa rotura de la soga.

 Urso salió del pueblo antes del amanecer. Antes de tomar el camino, pasó por la plaza donde el día anterior se había erigido el patíbulo. Recogió la soga rota y taloneó a su caballo hasta ponerlo al galope.

Cabalgó y cabalgó en trance. Atravesó bosques, ríos, campos apenas enverdecidos, hasta que el noble bruto se detuvo con los belfos llenos de espuma y el corazón batiente.

Estaban ante las primeras casas de un pueblo para él desconocido. Se apeó del caballo y entró llevándolo de las riendas. Todo lo que llevaba era una alforja casi vacía, con tan solo una muda de ropa y la cuerda rota.

Apenas despertaba la mañana y los primeros transeúntes lo miraron con curiosidad a medida que avanzaba. Un forastero siempre era una atracción en un pueblo en el que nunca pasaba nada.

Dejó el sudoroso caballo atado a la entrada de la taberna y entró, exhausto. Mientras él pedía un desayuno, los curiosos se acercaron a su cabalgadura para tratar de saber quién era y qué lo traía al pueblo. El más audaz abrió la alforja y al ver su contenido, corrió en busca de las autoridades.

¡Una cuerda con un nudo corredizo en una punta y cortada en la otra! ¿Acaso la había usado con alguien? O tal vez había intentado quitarse la vida a sí mismo sin éxito.

En aquel país la justicia era inflexible: nadie podía tomar una vida sin autorización de un tribunal. Y mucho menos la propia, ya que eso dependía sólo de Dios.

Y este hombre se aparecía así, tan tranquilo, llevando la prueba innegable de su delito escondido entre sus cosas…

Cuando el fugitivo salió de la taberna, el juez lo esperaba con el acusador trozo de cuerda en la mano. Y sin palabras, el verdugo se adelantó para arrastrarlo hasta el centro del pueblo, en dirección al patíbulo.

1 comentario:

  1. Semeja una parábola, solo que su moraleja está abierta a un sinfín de interpretaciones. Bello cuento!

    ResponderEliminar