Esa mañana
Alejandro Bentivoglio,
Silvia Scheinkman & Georgina Montelongo
El preso se despierta. Como todas las mañanas, le cuesta recordar dónde está. Quién es. Pero pronto ve las paredes grises y recobra la conciencia de la prisión. Los muros. Los guardias. Hace diez años que está ahí adentro. Ya ni siquiera importa si cometió el crimen del que se lo acusa o no. No haría la diferencia. Hace rato que despidió su abogado y dejó de apelar. De algún modo, la vida de prisión es ahora su vida. Así que es solo cuestión de repetir los pequeños gestos mecánicos de todos los días.
Lo que hace ahora es, como siempre, levantarse de la litera y lavarse los dientes. Se da vuelta para despertar a Saldosky, quien siempre se queda dormido en la litera de arriba más de lo debido, pero no lo encuentra. Luego mira hacia la reja. Está abierta. No hay ruidos. No se escuchan a otros presos. Él se acerca hasta la entrada a la celda y mira hacia afuera. Los pasillos permanecen completamente vacíos. La prisión parece un lugar abandonado en el tiempo. ¿Es una trampa? ¿Aún está soñando?
Se dice que no está soñando. De eso puede estar seguro, siempre ha sabido diferenciar los sueños de la realidad. Lo cual le ha fastidiado bastante su vida onírica, pero ahora le resulta una ventaja. Entonces, ¿una trampa? ¿Alguien lo está viendo para ver si sale e intenta escapar?
Mientras esta ráfaga de interrogantes cruza por su mente, el hombre sigue con la mirada fija en esa reja abierta. A pesar de que está seguro de no estar soñando decide hacer una prueba más y se pellizca el brazo. Siente dolor y el paisaje no cambia, prueba inequívoca de que no sueña.
Un mundo de posibilidades vuelve a poblarle el pensamiento como si estuviera viendo una película. Imagina que se atreve a salir en el mayor silencio posible, pero aún así lo descubren; y no solo vuelven a encerrarlo, sino que le aumentan la condena. También piensa en la remota posibilidad de escapar y enfrentar el mundo nuevamente, pero ahora con diez años más, en total estado de desesperanza y debutando como prófugo. Esta última posibilidad le aterra más que la primera.
Los familiares y amigos que al principio le visitaban con frecuencia, fueron espaciando sus visitas hasta reducirlas a cero. “Mejor así”, pensaba. En realidad ese era su deseo desde que lo condenaron. Le desgastaba mucho entrar en comunicación con los demás. El primer día que lo bañaron con agua helada, lo raparon y le pusieron ese uniforme caqui, imaginó su propio sepelio. Ese día había muerto el que era antes y nacía el que estaba ahí a menos de un metro de una reja abierta que, cada segundo, lo inquietaba más que el anterior.
El sonido metálico de otra reja y el de unas pisadas acercándose, detiene de tajo sus cavilaciones y lo pone en alerta.
La figura del guardia uniformado se recorta contra la luz del pasillo.
—¿Qué haces aquí todavía? ¿Por qué no te fuiste con los otros?
—¿Adónde? ¿Qué pasó?
—Se terminó. Ya está, se terminó.
—No entiendo de qué está hablando, no sé qué es lo que se terminó.
—Todo. Se terminó todo. Vamos, hay que irse.
La vida cómoda y rutinaria, los juegos de cartas con Saldosky, los paseos en el patio amurallado, las raciones en el comedor, los murmullos de los demás presos en las duchas… Desbaratados de pronto por una reja abierta y la invitación a dejar la celda.
Da un paso atrás y mira receloso al hombre que lo incita. No, no puede ser, debía ser un sueño, un mal sueño. Pero sabía que no lo era.
—No voy a ir a ninguna parte. Yo me quedo aquí.
—Si te quedas voy a tener que reportarlo.
Esos guardias eran lo único malo que lo había acompañado en esos diez años. No creían que no había cometido un crimen, se burlaban de su proclamada inocencia. Buscaban pretextos para provocarlo y encerrarlo en la celda de castigo solitario cada vez que podían. Ahora no iba a permitir que le quitaran también esta vida que se había creado. Tanteó a sus espaldas y la mano encontró el banquito de madera que levantó y aplastó con fuerza contra la cabeza del uniformado. Una y otra vez, una y otra vez... hasta que la amenaza desapareció en medio del charco de sangre.
Muy buenas descripciones y el clima agobiante de la reclusion. Final bien contundente.
ResponderEliminarEl sueño de todo preso es la fuga, poder escapar. Sin embargo la rutina lo absorbe, y el preso teme el mundo exterior, las exigencias.
ResponderEliminarEs un cuento muy bien narrado, con final sorpresivo como tienen que ser los cuentos. Muy bien logrado
Muy bueno
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