jueves, 5 de mayo de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 011

Pequeñas muertes

María Elena Rodríguez, 

Omar Chapi & Hernán Bortondello


Son las tres de la tarde del veintiocho de marzo del año dos mil veinte. Lo mismo daría que fueran las dieciséis, o las diecisiete de este día o del día de ayer, o del de mañana. Desde que empezó la cuarentena han ocurrido inesperadas pequeñas muertes. La primera fue la muerte de los relojes de pared y los de pulsera y de los calendarios, los de cartón adornando la cocina y los impresos al principio de las agendas, y la doble muerte de los digitales que son ambas cosas a la vez. No le di mucha importancia al principio, al contrario, pensé: mejor, así no me preocupo si es tarde para desayunar, o para almorzar. Sin embargo ahora, veinte días después, los extraño, y ni siquiera estoy segura si son veinte días o diecinueve o ¿dieciocho?

Después, ¿o tal vez antes?, amanecieron muertas las ventanas y las puertas, rígidas en su maderas pintadas para recibir a los inquilinos de la temporada de verano. Desde su muerte súbita, inimaginable un año atrás, (¿o un mes atrás?, ¿o podría decir dos?), desde esa muerte, como sucede desde todas las muertes, no se movieron más. Sí, como estarán imaginando, no pudieron abrirse más. Y los que estaban afuera quedaron afuera por tiempo indefinido y los que estábamos adentro permanecemos adentro por un tiempo aún más indefinido porque, como ya les conté, no funcionan los instrumentos que nos cronometraban.

La tercera muerte, más natural y más explicable si se quiere, fue la de mis plantas de jardín, las que vivían allí, justo al lado de mi puerta de vidrio y, muchas veces, durante este incomprensible tiempo de pequeños duelos, he intentado consolarme pensando en esa frase tonta que repite como cacatúa todo el mundo: “Al final todos tenemos que morir” y, aunque tiene mucho de cierto, no es justo que a uno se le mueran las cosas antes de tiempo; miro todo a mi alrededor y pienso que pude haber hecho algo por evitar algunas muertes, como la de mi jardín, por ejemplo. No sé quién ordenó este encierro ni por cuánto tiempo más tendremos que aceptar ser prisioneros en nuestras propias residencias. Sé que pude haber evitado la muerte de las ventanas, sus cortinas de encaje blanco se veían hermosas agitadas por la brisa que llegaba del jardín, mientras las ardillas recogían alguna piña que corrían a esconder en sus madrigueras y los pájaros cantaban revoloteando en el agua de la pileta, otrora viva y ahora, muerta.

Desde que empezó todo esto, no he podido retirar siquiera el cadáver de las hojas de pino que caen en las callejuelas del jardín; a veces, me siento a mirar el mundo a través de la ventana sin vida y siento que la casa ha entrado en agonía, lo digo porque en la calle solo miro cadáveres que van o vuelven a largos intervalos, algunos salen a la tienda o van al mercado sin poder respirar el aire que es el único que no huele a muerte. Es increíble cómo las pequeñas muertes hacen una muerte grande, una muerte que se repite en todas partes y no se conforma con los pequeños cadáveres sino que los replica por todo el mundo.

Hoy en la mañana, he sentido un extraño frío en mis piernas, el calambre extenderse hasta la columna vertebral y subir al pecho. Mi gato, que sobrevive todavía, me ha visto con ojos de duelo. A instancias de esa mirada amarilla y desapasionada descubro que la percepción de tanta finitud ajena no hace menos llevadera la mía. Soy aquí mí propio tribunal y el único testigo a quien presentar pruebas de vida. Recorro así las habitaciones aplicándome con empeño a tareas absolutamente triviales y en cuyo transcurso tomo consciencia que mi desaparición decretaría el fallecimiento de un sinnúmero de objetos que sólo tienen significado en tanto y en cuanto yo exista. Repentinamente empiezo a temblar, me invade un agotamiento inesperado y absoluto. Me sobresalto. Pienso que el espectro invisible que nos ha acorralado había decidido finalmente terminar conmigo y sufro un ataque de pánico. La realidad se desdibuja ante mis ojos y parece abandonarme. Alcanzo a apoyar una mano en el borde de la mesa del comedor evitando que un feroz mareo me haga trastabillar. El aire ahora no llega a mis pulmones y agitada me digo que es el fin. ¿Qué pasará con mi gato? Con seguridad morirá de hambre encerrado aquí y con él dejará de latir el último corazón del hogar. ¡No lo permitiría! Al borde de la asfixia, con la vista nublada y a los tropezones, alcanzo el picaporte de la puerta principal y la abro. Sin barbijo, recibo el aire fresco en mi rostro, los trinos chillones de unos gorriones que ignoran el drama humano y el profundo celeste de un cielo esperanzador. Una mezcla indescriptible de alivio, euforia y agradecimiento me normaliza la respiración. Michi pasa entre mis pies atravesando el umbral, salta al cantero de la vereda y comienza a revolcarse lujurioso entre la hierba crecida.


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