Pequeñas muertes
María Elena Rodríguez,
Omar Chapi & Hernán Bortondello
Son
las tres de la tarde del veintiocho de marzo del año dos mil veinte. Lo mismo
daría que fueran las dieciséis, o las diecisiete de este día o del día de ayer,
o del de mañana. Desde que empezó la cuarentena han ocurrido inesperadas
pequeñas muertes. La primera fue la muerte de los relojes de pared y los de
pulsera y de los calendarios, los de cartón adornando la cocina y los impresos
al principio de las agendas, y la doble muerte de los digitales que son ambas
cosas a la vez. No le di mucha importancia al principio, al contrario, pensé:
mejor, así no me preocupo si es tarde para desayunar, o para almorzar. Sin
embargo ahora, veinte días después, los extraño, y ni siquiera estoy segura si
son veinte días o diecinueve o ¿dieciocho?
Después,
¿o tal vez antes?, amanecieron muertas las ventanas y las puertas, rígidas en
su maderas pintadas para recibir a los inquilinos de la temporada de verano.
Desde su muerte súbita, inimaginable un año atrás, (¿o un mes atrás?, ¿o podría
decir dos?), desde esa muerte, como sucede desde todas las muertes, no se
movieron más. Sí, como estarán imaginando, no pudieron abrirse más. Y los que
estaban afuera quedaron afuera por tiempo indefinido y los que estábamos
adentro permanecemos adentro por un tiempo aún más indefinido porque, como ya
les conté, no funcionan los instrumentos que nos cronometraban.
La
tercera muerte, más natural y más explicable si se quiere, fue la de mis
plantas de jardín, las que vivían allí, justo al lado de mi puerta de vidrio y,
muchas veces, durante este incomprensible tiempo de
pequeños duelos, he intentado consolarme pensando en esa frase tonta que repite
como cacatúa todo el mundo: “Al final todos tenemos que morir” y, aunque tiene
mucho de cierto, no es justo que a uno se le mueran las cosas antes de tiempo;
miro todo a mi alrededor y pienso que pude haber hecho algo por evitar algunas
muertes, como la de mi jardín, por ejemplo. No sé quién ordenó este encierro ni
por cuánto tiempo más tendremos que aceptar ser prisioneros en nuestras propias
residencias. Sé que pude haber evitado la muerte de las ventanas, sus cortinas
de encaje blanco se veían hermosas agitadas por la brisa que llegaba del
jardín, mientras las ardillas recogían alguna piña que corrían a esconder en
sus madrigueras y los pájaros cantaban revoloteando en el agua de la pileta,
otrora viva y ahora, muerta.
Desde
que empezó todo esto, no he podido retirar siquiera el cadáver de las hojas de
pino que caen en las callejuelas del jardín; a veces, me siento a mirar el
mundo a través de la ventana sin vida y siento que la casa ha entrado en
agonía, lo digo porque en la calle solo miro cadáveres que van o vuelven a
largos intervalos, algunos salen a la tienda o van al mercado sin poder
respirar el aire que es el único que no huele a muerte. Es increíble cómo las
pequeñas muertes hacen una muerte grande, una muerte que se repite en todas
partes y no se conforma con los pequeños cadáveres sino que los replica por
todo el mundo.
Hoy
en la mañana, he sentido un extraño frío en mis piernas, el calambre extenderse
hasta la columna vertebral y subir al pecho. Mi gato, que sobrevive todavía, me
ha visto con ojos de duelo. A instancias de esa mirada amarilla y desapasionada
descubro que la percepción de tanta finitud ajena no hace menos llevadera la
mía. Soy aquí mí propio tribunal y el único testigo a quien presentar pruebas
de vida. Recorro así las habitaciones aplicándome con empeño a tareas
absolutamente triviales y en cuyo transcurso tomo consciencia que mi
desaparición decretaría el fallecimiento de un sinnúmero de objetos que sólo
tienen significado en tanto y en cuanto yo exista. Repentinamente empiezo a
temblar, me invade un agotamiento inesperado y absoluto. Me sobresalto. Pienso
que el espectro invisible que nos ha acorralado había decidido finalmente
terminar conmigo y sufro un ataque de pánico. La realidad se desdibuja ante mis
ojos y parece abandonarme. Alcanzo a apoyar una mano en el borde de la mesa del
comedor evitando que un feroz mareo me haga trastabillar. El aire ahora no
llega a mis pulmones y agitada me digo que es el fin. ¿Qué pasará con mi gato?
Con seguridad morirá de hambre encerrado aquí y con él dejará de latir el
último corazón del hogar. ¡No lo permitiría! Al borde de la asfixia, con la
vista nublada y a los tropezones, alcanzo el picaporte de la puerta principal y
la abro. Sin barbijo, recibo el aire fresco en mi rostro, los trinos chillones
de unos gorriones que ignoran el drama humano y el profundo celeste de un cielo
esperanzador. Una mezcla indescriptible de alivio, euforia y agradecimiento me
normaliza la respiración. Michi pasa entre mis pies atravesando el umbral,
salta al cantero de la vereda y comienza a revolcarse lujurioso entre la hierba
crecida.
Me encantó!!!! Buenisimo!!!!!
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