jueves, 27 de enero de 2022

ESPECIAL 150 > 300




La invitación

Joyce Barker


Sísifo subía, sin cesar, una roca hacia la cima de un cerro. Cuando estaba por llegar, la roca caía cuesta abajo, teniendo que subirla de nuevo.

—¡Qué haces! —gritó un enorme pájaro revoloteando sobre su cabeza.

—Qué crees. Subir la piedra hasta la punta del cerro.

—¿Para qué?

—Bueno, es mi deber hacerlo. 

—Parece un castigo más que un deber.

—¿No es lo mismo?

—Claro que no. Me parece que estás perdiendo tu tiempo.

—Mi tiempo es eterno en el infierno.

—¿En el infierno? Esto no es el infierno.

—¿Estás seguro?

—Claro que sí. El infierno queda en otro lugar.

—¿Adónde?

—Abajo, pues. ¿No te lo explicó Zeus?

—Mmm, no; y tampoco me interesa mucho el tema.

—¡Qué arrogante! Te estoy tratando de hacer reflexionar, y parece que no entiendes nada. ¿Estás drogado?

—¡No! ¡Sólo cumplo con mi deber!

—De subir mil veces una roca. ¡Excelente!

—No entiendes nada. 

—Tú tampoco. Bueno, te dejo. Debo quemarme y renacer.

—¿Otra vez?

—Es mi deber —respondió Fénix—.  Ya cumplí 500 años… de nuevo.

—¡Feliz cumpleaños! Pero insisto: No sé para qué haces eso de quemarte. Es ridículo.

—Mira quién habla. En todo caso, venía para invitarte a mi fiesta, pero veo que estarás ocupado. Irán todas las ninfas, por si te animas…

—Qué sádico…


Noticias lejanas

Gastón Caglia


Eran las dos de la madrugada y la voz del locutor se partía en un ronco quejido inentendible. De fondo, como apagando sus alaridos, una marcha militar hacía su entrada con instrumentos de viento altisonantes. 

Augusto ya no podría apartarse del aparato durante el resto de la noche. El amanecer lo encontró con la oreja pegada al parlante de su vieja radio a pilas. Los acordes castrenses sobrevivieron a la luna y luego al Sol que ya se mostraba. 

Los misiles van a caer en breve, sugerimos dirigirse hacia los lugares menos poblados dado que los blancos son las ciudades. Huyan en orden, arenga el locutor. Es una orden con tono de súplica y ambiente de velorio. 

La música se fue apagando poco a poco a las nueve dejando un silencio impropio de aquel invento. Tras media hora de inquieta calma, la quebrada voz del locutor anuncia que dejaran de transmitir pero la frase no pudo ser acabada, una gran descarga de estática fue todo lo que se pudo oír luego. 

Apagó el aparato y se vistió con su overol gris topo de siempre, sonrió y con profunda alegría, se dirigió a su taller a esperar su destino.


Otro final

Guillermo Corte


—¡Tortuga! ¡Ven por favor!  —dijo el escorpión.

—¿Qué quieres? —le preguntó el reptil.

—Necesito cruzar el rio, pero no sé nadar. Si lo hago podre ahogarme. Pronto vendrá la tormenta y estaré seguro del otro lado. Tú puedes nadar, ayúdame a cruzar sobre tu caparazón.

—No creo que sea sensato —le advirtió la tortuga—; eres un escorpión, cuando estés cerca, me picarás y moriré.

Pero el escorpión se defendió diciendo:

—¡De ninguna manera! Necesito cruzar al otro lado. No tengo opción, sé que soy un escorpión, pero no tengo la culpa de lo que me tocó ser.

La tortuga seguía reticente, por lo que el artrópodo le propuso algo:

—Acércate a la orilla y yo en vez de trepar por tus patas, daré un salto y me subiré directamente sobre tu caparazón. Además, no puedo hacerte daño, si te pico, yo también moriré ahogado.

Así fue que la tortuga confió en el escorpión y aceptó trasladarlo. Sin embargo, a mitad del río girando su caparazón lanzó al escorpión al agua.

—¿¡Por qué lo hiciste!?  —preguntó desconcertado el escorpión mientras se hundía.

—Estabas por picarme, me di cuenta —dijo la tortuga— no me culpes, solo me anticipé a los hechos.


Las llaves perdidas

Adriana Pittaro


Se quedó paralizado, no pudo reaccionar por la sorpresa.

Eran SUS llaves y ahora se las habían llevado. Se sintió desolado.

Las había encontrado la tarde de un 3 de agosto, justo frente a la puerta de entrada a su casa. Hacía mucho tiempo. Trece años.

Su primera reacción fue preguntar a los vecinos, luego interpeló a cada transeúnte, hasta que se cansó de las negativas. 

A la tarde siguiente repitió la rutina. Siempre con resultados vanos. Empecinado, continuó haciéndolo cada tarde.

Se acostumbró a llevarlas en el bolsillo y mostrarlas a todas las personas que veía. Pasaron las semanas, los meses, los años y no pudo evitar seguir buscando al propietario. Las yemas de sus dedos conocían de memoria las muescas y protuberancias de cada centímetro de ellas, las acariciaban continuamente dentro de sus bolsillos y se deleitaban con su roce.

Cada aniversario sentía la necesidad de festejarlo. Lo vivía de manera especial, se bañaba y acicalaba y salía a la calle a mostrar las dos llaves, con cuidado porque les tenía cariño. La verdad es que eran preciosas y tenían un brillo seductor. 

Pero ahora ya todo había terminado, nunca más las vería. Se maldijo a sí mismo por haber sido tan tonto. Debería haberse dado cuenta de que ese viejo tenía cara de mentiroso. ¿Cómo después de tantos años va a reconocer unas llaves y aseverar que eran propias? Viejo caradura. Así hubiera sido verdad su pertenencia, a estas alturas ya no le serían útiles porque seguramente tendría unas copias o habría cambiado la cerradura. Evidentemente lo había timado. Estaba indignado y con deseos de llorar.

Cabizbajo regresó a su casa sin poder imaginar en qué ocuparía todas las tardes de los años venideros…


Lisbeth

Iñaki Garzia Furia


Era muy guapa. Y elegante. Una flor tirada en un vertedero, pero su hermana era como una morsa del infierno. Gorda hasta decir basta, mórbida, un ser implacable, verla comer inspiraba terrores infantiles.

Y allí estábamos, mi chica y yo, pasando el domingo.

El marido era aún peor. Un tipo que no se lavaba nunca y que estaba orgulloso de ello.

Pasar un domingo allí era insufrible.

—Steve, ¿cuándo comemos aquíííí? Tengo haaaambreeee.

Era la morsa pidiendo su ración. Y su marido se la servía; nunca entendí la relación que se gastaban esos dos. Un misterio insondable para mí.

Yo me quería ir de allí. Prendí la TV, para distraerme. Estaban las noticias del canal 9. Me gustan las noticias, me tranquiliza saber que hay gente en el mundo pasándolas más putas que yo.

Salí a fumar un cigarro. No estaba con el ánimo para verla comer.

Y entonces la vi. Era una niña de unos cinco o seis años. ¿Qué hacía allí? Me acerqué y vi que estaba atada con una gruesa cadena. Dios mío, pensé, ¿qué grado de degradación era aquello? Lisbeth y Steve tenían allí una niña prisionera. ¿Para qué la querrían? ¿Y qué importaba eso? El caso es que estaba allí.

Pensé en un cuchillo en mis manos degollando a Lisbeth y a Steve y salvando a la niña.


Lo siguiente que recuerdo es un cuarto de interrogatorios de la policía de Los Angeles, con un poli haciéndome preguntas, sobre por qué lo había hecho.

—Mira, niño bonito, la gorda sería asquerosa, pero eso no te da derecho a degollarla como a un cerdo y no me salgas otra vez con lo de la niña, porque allí no había ninguna niña. ¿Estamos?


Sus siete vidas

Sebastián Fontanarrosa


Para mí los mejores templos siempre han sido las plazas. Un día un joven gato negro se sentó a mi lado proponiéndome un trato. "Mis dieciocho años de humano a cambio de sus siete vidas". 

—Cuando cumplí siete años se murió mi padre. —Revelé aquello apenas acepté la propuesta recibiendo un pinchazo de su garra en la yema del dedo. 

—¿Por mala suerte o por mala vida? —preguntó con sarcasmo el felino mientras majestuoso, con la cola bien erguida se retiraba para cruzar la calle. 

—Por mala... —antes de escoger la palabra recordé más cosas que se desbordaron por mis ojos— vida — sentencié destrozado llevándome el dedo sangrante a la boca.

A mitad de calle el felino quedó pasmado. Giró hacia mí con los ojos abiertos de orilla a orilla para después a lomo arqueado resoplarme furioso. 

No podía moverme, solo mi cabeza de derecha a izquierda, siquiera cerré los ojos cuando el camión lo pasó por encima.


Billete de mil

Marina Sosa


Venimos caminando, vemos un billete de mil y lo pisamos. Miramos para un lado y para el otro. El pie atrapa a ese papelito naranjita, finge apagar un cigarrillo, exterminar una hormiga. La cara altiva como para cantar el himno y justo cuando nadie parece ver, nos vamos poniendo en cuclillas, la espalda más derecha que en las clases de yoga, los brazos en posición granadero y el contacto esperado llega: el billete se va acomodando en la palma casi cerrada, los dedos hacen su trabajo y lo van llevando. Allí queda. 

Nos incorporamos, alisamos la ropa, fingimos revisar los bolsillos para dejarlo caer como si nada, rehén absoluto de la situación, para gastarlo seguramente en cualquier nimiedad. Incluso podríamos ser buena gente y comprar facturas de más y repartirlas entre los pobres. Entre los pobres compañeros de oficina, grandes hijos de mil (con perdón del billete) que se quejan de la crisis pero le entran que da miedo al café con leche y a las facturas.

Tengo mil en el bolsillo. 

Yo soy yo y soy vos y soy ellos. 

Entonces somos nosotros los que levantamos ese billete. Yo solo no lo hice, aunque estoy viendo qué comprar. Medialunas de grasa no porque son muy pequeñas y salen lo mismo. Si uno mira bien un buen cañoncito o una berlinesa son más grandes y tienen relleno, pero por qué no preguntar el precio de esa torta que el otro día estaba a doscientos o trescientos cincuenta. 

¡Puta con esto de la inflación, la deuda, el dólar blue, el otro! 

Un gato hay en la panadería, qué asco. 

Aunque viéndolo desde el lado positivo, si hay gato encerrado seguro no habrá ratas, al menos. 

¡Ratas, ratas, ratas! ¡Qué bicho despreciable!



Sin re-medios

Adriana Wirth


—(Con dinamismo). Vamos, vamos, vamos, Mercedes... salimos al aire; ¡ya!

«¡Muy buenos dias! (efusivo); aquí estamos nuevamente para acercarles las noticias más relevantes en… “Afinidad”, la radio que está en sintonía ¡con vos y voz!

«Allá vamos:

«Femis-Oakland: una madre ofrece a su beba en adopción por tener reacciones hiperkinéticas, propinarle golpes con el talón en la boca del estómago cada vez que le cambia el pañal, por emanar olores nauseabundos y por interrumpirle horas de descanso de manera intencional, con llantos y gritos desgarradores entre otras acusaciones. 

«Pupiliuva, Rumania: cuatro pastores de Cárpatos y cuatro de Corb tendrían representación legal para solicitar derechos hereditarios a partir del deceso de su tutor, el conde Barajas Solane, quien habría dejado manifiesta voluntad de lo expresado para que los canes puedan seguir haciendo usufructo del castillo de Zenzieb.

«Con estos ejes de noticias abrimos el debate bajo la consigna: ¿Quién se ocupará del mantenimiento y sustento de los pobres pastores?

«¡Llama ya! ¡Tu opinión nos interesa!

«Radio “Afinidad”... ¡para estar en sintonía!


Diálogo a bordo de un taxi

Sergio Gaut vel Hartman


—Tengo una curiosidad, querido amigo Borges —dijo Franz Kafka—: y ahora que todo ha pasado me permito hacerle la siguiente pregunta, impertinente, y quizá hasta inadecuada. 

—Hágala; soy todo oídos.

—En su fructífera carrera, ¿alguna vez ha incursionado en los procelosos pantanos de la metamicroficción?

—Aunque desconozco por completo el término, sospecho a qué se refiere con ese neologismo —repuso el autor de “El Aleph”—, pero debo responderle que no; para internarse en esos territorios habría que poseer una audacia de la que carezco.

—No obstante, alguien me comentó que en una quimérica velada, a la que asistieron Ana María Matute, Augusto Monterroso, Ambrose Bierce, Ramón Gómez de la Serna y Ernest Hemingway, entre muchos otros grandes, se desarrolló una suerte de competencia en la que usted logró…

—Perdón —interrumpió el taxista—. Estamos frente a Gregor Samsa 1915. ¿Querían llegar a esta dirección o no? —Hizo una pausa que puso incómodos a los escritores y prosiguió—. ¿Pueden pagar, descender de mi vehículo y seguir la charla en la vereda? Yo no tengo la eternidad por delante, como ustedes, y debo seguir trabajando porque aún no he cubierto el alquiler que me cobra el patrón del auto.




 

miércoles, 19 de enero de 2022

ESPECIAL FRÍO Y CALOR - 5

RUPTURA

Marina Sosa

ilustración de Hernán Bortondello

Me senté a escribir hecho un mar de lágrimas. No quiero escuchar a nadie. Mientras nuestros hijos duermen y vos deambulás por ahí derritiéndose en pieles ajenas, resisto a puras comas y puntos.

Éramos tan felices, el termómetro de TN marcaba veinte grados. Nos hicieron una nota. Contamos todo: el día que nos casamos, cómo nos conocimos un día de calor en la marcha, el día que nos decidimos y escribimos nuestra carta a París. (No exactamente, no, fue en un foro sobre vientre subrogado). El día que nacieron nuestros hijos (Edenor, tan enérgico y al mismo tiempo tan volátil. Aysa, tan fresca a veces, tan cálida otras, tan escurridiza. A veces sale y a veces no quiere.) Nuestro amor por ellos, tan grande.

Pero la nota de TN no fue ni por vos, ni por mí, ni por Aysa, ni por Edenor. Ellos querían saber de Olivio.

Le contamos al señor periodista que Olivio era una máquina conservadora de sentimientos, que funciona a frío extremo para producir calor, que mantiene intacto el amor como el primer día y que requiere como una plantita del cuidado diario de sus dueños.

Olivio hace tiempo que no funciona bien. Lo sabíamos. Sabíamos que no resistiría un episodio de calor extremo.

Logramos salir adelante luego de aquel 9 de julio de 2007 en Buenos Aires. Nos arriesgamos: sacamos a nuestros hijos para que hagan su muñeco de nieve sobre el capot del auto y lo guardamos en el freezer porque Edenor no dejaba de llorar. Olivio se confundió, empezó a generar calor y estuvo a punto de explotar. Entre los cuatro lo cuidamos, lo mantuvimos lejos de las estufas y de las ventanas por las que se veían pasar los autos cubriéndose de agua nieve. Su sensor meteorológico no estaba preparado para el episodio.

Pero esta ola de calor fue muy determinante. No estás en casa. No le hacés mantenimiento.

Ay, nuestros niños.

La calle está hecha un volcán incandescente a punto de explotar. Los pies descalzos rozan una baldosa ardiente a fuerza del calor extremo. Aunque lo ocultes, sé que te fuiste con otro y que tal vez hayas logrado un diseño mejorado, otro Olivio.

Te preparé la valija y a Olivio.

Sí, me dirás qué cómo te hago esto, pondrás cara de asombro, tus ojos se agrandarán y tu gesto será de sorpresa y de locura. Te mostrarás ofendido, negarás tu traición.

Olivio ya no funciona. Te lo entrego así, descompuesto para que vos decidas hacerlo estallar en algún lugar lejos de la gente y del ruido. Vos quisiste este amor. Un amor electrónico. Pero las máquinas se descomponen y esta está a punto de explotar.

Tomá la decisión, fijate de qué color es el cable que vas a cortar pero eso sí, hacelo lejos de nosotros.

Aysa y Edenor, duermen plácidamente.

No esperes escándalos, ni elementos arrojados desde los balcones, ni besos y abrazos de despedida.

Ya no somos el sol que te ilumina ni el agua de la que bebes.



ESPECIAL FRÍO Y CALOR - 4

EL VUELO DE LOS DRAGONES

Nora Lucero


El espíritu de los dragones anidaba en la Osa Mayor, aunque la Cruz del Sur intentó guiarlos por el camino correcto, pocas veces lo había logrado.

Así fue como se dirigieron al séptimo portal de Oxama, sin sospechar que un ejército desconocido, había construido un espiral de hielo que atrapara sus llamas, dejándolos indefensos, vaya a saber con qué intención.

Apenas un destello en medio de la oscuridad y el vuelo de los dragones cambió el rumbo, pero uno, el más joven había cruzado el portal. La sensibilidad de sus alas advirtió la trampa, lanzó su llama hacia aquel laberinto de hielo desde donde llovió agua salada sobre los volcanes sagrados. La bruma, cegó a los soldados.

Enterada, Oclus lanzó un grito agudo de desesperación tan intenso, que el animal acudió en su auxilio.        La Diosa de los Volcanes quedó conmovida con la decisión del dragón, sabía que sus lágrimas podían apagar el brillo de las constelaciones, dejando los ejércitos sin Norte. Toda estrategia entonces, sería en vano, corría el riesgo de presenciar el apocalipsis en su reino.

Tiempo atrás, previendo una invasión, Oclus había enviado a colocar venenos, elixires de vida, andróferos y mutóridos en los valles de Oxama. Entrenó sus soldados para correr, saltar, trepar laderas y escarpados, seleccionó cuidadosamente haces de luz rosada para proteger los elixires que debían ganar los soldados con el único objetivo de resucitar de las muertes en la hoguera de los volcanes sagrados.

Oclus tenía su propio Caín, Antáfora, herida por Xaxumacán cuando la doblegó con su sable, en la guerra que Oclus abrió, por el Septimo Portal de Oxama. Donde cerros de cenizas petrificadas, ocultaban de malhechores y hechiceras los volcanes sagrados y sus criaturas benefactoras.

Xaxumacán sintió en su pecho el odio de Antáfora, que desterrada del cuadrante Beta, organizó puebladas, ejércitos y hordas para invadir Oxama. Oculta en un manto de oscuridad llegó al anochecer, escurriéndose entre las sombras logró descubrir las estrategias de Oclus.

Fue en busca de los elixires, derramándoles su conjuro sin piedad, dejando sin vidas a los soldados. Así planeaba capturar a las criaturas benefactora, hacerlas sus esclavas y apagar las llamas de los volcanes con soplos de escarcha y nieve.

Durante la tercera batalla, entre los dos picos más altos, donde el río Saxamara serpenteaba entre la vegetación azul brillante, fertilizando los valles que alimentaban a la población, al ejército, a las criaturas benefactoras, también a selfericios, andróferos y hasta los mismos Dioses. Antáfora se ocultó entre arbustos y hojas, arrastrándose por huellas de animales, llevaba entre sus manos  un cuerno embrujado, cuando apareció la figura de Oclus, se lanzó a su corazón, hiriéndola de muerte.

Rendido el ejército, envenenados los elixires, vencido de dolor Xaxumacán, se vio llegar el apocalipsis a Oxama, como una ausencia negra de la voluntad de vida. Ante el paisaje derretido de tanta pérdida, fue tal la tristeza que se esparció por el espacio de todos los universos, llegando hasta la Osa Mayor, donde moraba el espíritu de los dragones que, al lamento de aquel joven de alas prodigiosas, acudieron en bandadas.

Como todos sabemos las Diosas no mueren. En la cueva de los volcanes sagrados, Oclus recuperó su poder y su espada, juró encontrar a Antáfora, elevó sus brazos, hizo círculos de tempestad, bajó sus manos, las acercó a la cabeza del dragón, hasta entregarle el poder de todos los multiversos, para mantener encendidos los volcanes sagrados, por toda la eternidad.



ESPECIAL FRÍO Y CALOR - 3

EL SUICIDIO NO ES PARA SIEMPRE

Sergio Gaut vel Hartman


No tenía hambre, ni frío, ni calor; funcionaba apenas, al mínimo, como en piloto automático. Oyó una melodía, y hubiera querido responder con otra. Luego comió la bazofia que se había preparado, de pie ante la ventana del balcón, mirando el patio desierto, inundado por la luz del reflector. ¿No podían plantar árboles? ¿Ni siquiera uno? Sus pensamientos avanzaban en un hilo débil; y en verdad no eran pensamientos, apenas trazos, flecos y retazos. Oyó el runrún de una máquina. Quizás estos sean los nuevos métodos de investigación, pensó. Permitió que los tonos se empujaran entre sí como cuerpos de títeres sacudidos por descargas epilépticas. La revolución científica y tecnológica, y todo eso, reflexionó, o le pareció que lo hacía. Una conducta libre y fácil, y un ataque psicológico, directo a la glándula pineal. Pero el coñac, eso no estaba claro para nada. ¿Para qué el coñac? Piloto automático, control automático, sin frío ni calor. Una cerveza te refresca, un coñac te calienta las tripas. ¿Para qué? Ni siquiera el sol parecía capaz de emitir una radiación coherente. ¿Y si realmente fuera una invasión extraterrestre, como cacareaban los delirantes de turno? La máquina, que gracias una súbita e inesperada revelación se había ubicado en una situación vulnerable, lo volvió a castigar con sonidos discordantes, sonidos que se desprendían de otros sonidos como la piel de una víbora. Tomó el micrófono y se puso a dictar a toda velocidad.

—No tengo nada que perder —dijo—. Usaré lo que quede registrado sin pensar que todo es rémora, jirones de sueños, bagatelas. —Se apoyó en una rama, usándola como báculo, salió de la casa, y en el punto de intersección se dejó atropellar por el primer auto que pasó por allí. Los invasores extraterrestres, que habían monitoreado sus pensamientos, congelaron el cuerpo aunque se tomaron una apreciable cantidad de tiempo, veinte años, tal vez cien, antes de revivirlo y sumarlo al pequeño grupo de seres humanos que repoblarían el planeta.

Al despertar, vaciló antes de pedir. ¿Sería verano o invierno? ¿Cerveza o coñac?



ESPECIAL FRÍO Y CALOR - 2

EN LA PIEL DE UN MISIONERO

Sebastián Fontanarrosa

ilustración de Hernán Bortondello

El calor es extremadamente húmedo. Aquí dicen que la brisa es como el aliento de un dragón durmiente que nadie desea despertar. En el centro comercial, desde algunos locales emana olor a cable y aceite quemado que al penetrar en la tela del tapabocas te lo respiras hasta llegar a casa. La ola de calor es histórica, aparejada con la cepa ómicron. Ambos fenómenos con miras a superarse, el uno hasta casi los cuarenta y cinco grados, el otro hasta los seiscientos mil contagios diarios. Muchos de nosotros, alrededor del mundo, están muriéndose por el virus y el progresivo recalentamiento. No en vano cada vez que nos comunicamos coincidimos que nos han condenado no a la exploración, sino a un exilio sin retorno. Resignado observó el cielo, se sabe que la otra faz del desastre, la tempestad, yace enclaustrada bajo un manto de siete días; aovando rayos, tornados y granizadas. En estás pampas diezmadas y divergentes en el desconcierto todo cruje aún más. Escuché decir cien veces que el campo, la usina más viva y sensible de esta nación, agoniza; implora por no necrosarse en el ardoroso cáncer que puede desatar una colilla de cigarrillo arrojada en cualquier banquina.

Llego a casa. Quiero bañarme por cuarta vez pero no sale una gota de agua. Ni bien cierro la canilla todo queda a oscuras lo que para mí representa una doble preocupación. Abro el refrigerador. Bajo la luz de la luna observo el bidón en su interior. Está lleno con mi propia seiktema, lechosa, dorada, con cierta luminiscencia, y diluida por mi exacerbada sudoración. Hace cuatro días que no duermo con normalidad. Ni siquiera recuerdo cómo descubrí el método. Todos los días la bebo y la repongo por completo; son cinco litros de un tirón. Luego me quito toda la ropa, continúo con toda la piel, la seiktema. Me la arremango hasta las clavículas; con las piernas, el proceso comienza desde los tobillos hasta las entrepiernas y finalizo en el torso, tirando delicadamente desde el epicentro que es ombligo. No es doloroso, la sensación de frescura es exquisita y vivificante, superior a las caricias de la brisa sobre la piel alcoholizada. Al fin, desnudo, me acuesto en la pileta de lona a la espera de regenerarme entre el sueño y la vigía para resistir un nuevo e indeseable amanecer terrícola.



ESPECIAL FRÍO Y CALOR - 1

UN BUEN CONSEJO

Joyce Barker



El frío de la noche es abrumador en el desierto de Atacama, y en contraste directo, el calor infernal del día puede vaciar los ánimos de cualquiera que no esté acostumbrado a vivir ahí. Nosotros estábamos de vacaciones, y habíamos decidido ir a perdernos en un pequeño pueblo, lejos del turístico San Pedro. Arrendamos una casa por unas semanas a una señora que pertenecía a las comunidades indígenas nortinas. Nos dijo algo antes de dejarnos las llaves. Algo que ninguno de nosotros dos pudo entender, pero lo dijo sonriendo.

Las semanas pasaron rápidamente, tanto, que nos hizo pensar, entre risas, que la mujer era una bruja o algo así, y que, a modo de juego, nos había metido en una especie de tubo de tiempo que recorrimos en tres días, en vez de tres semanas. Después le echamos la culpa al San Pedrito, un cactus alucinógeno que se utiliza en rituales, igual que el peyote en otros países. "Son lo mismo", me dijo mi amigo, pero no, obvio que no son lo mismo, ¿o sí? Él siempre cree que sabe más que yo, y es posible, pero no siempre. De todos modos, preferí no apostar.

Al cumplirse el último día de nuestra estadía en el pueblito nortino, apareció la señora y nos preguntó si habíamos pasado frío o calor. Le respondimos que ni siquiera nos habíamos percatado, y al decir eso, me di cuenta que andábamos desnudos. "Parece que seguimos en ese estado", me dijo mi amigo, riendo, al oído. La mujer fingió no haber escuchado, pero yo sé que entendió todo, porque continuó con esa risita cómplice del comienzo, pero esta vez nos miró de pies a cabeza. Admito que sentí vergüenza de estar sin ropa frente a una extraña, pero me mantuve impávida. Le dijimos que en media hora estaríamos listos, vestidos, al menos. Ella no tuvo ningún problema en esperarnos, y dijo que volvería en un rato más.

Al regresar, le pasé las llaves, y le di las gracias. Ella nos respondió que la próxima vez que vayamos nos iba a estar esperando, que el tiempo sabrá. Que hacía décadas que no veía a una pareja formada por un humano y un ente, que estaba muy feliz de habernos conocido, y que no le cuente nada a mi mamá. ¡Un ente! Pero qué se cree. Mi amigo no es un ente, pensé. Él, levantando las plumas de su espalda, y abriendo sus estrambóticas alas, me dijo:

—¡Qué insolente la vieja! Me han tratado de criatura, ángel, demonio, ¡pero nunca me habían llamado ente!

La mujer, con la sonrisa pegada, se dio cuenta que mi amigo estaba molesto por el nombre que le había puesto, pero hizo como si no le hubiera importado e insistió en decirme que no le contara nada a mi mamá. Nos despedimos rápidamente y emprendimos el vuelo: en dos horas regresamos a Santiago, casi lo mismo que nos hubiéramos demorado en avión. Mi amigo me dejó, como siempre, en la ventana de mi dormitorio, y se fue.

—¡Gracias por el viaje, amigo! —grité por la ventana.

Mi mamá, al escucharme, entró al dormitorio, temblorosa, y con el teléfono en la oreja. Me dijo que el doctor venía de inmediato. Que no me preocupara, y que estaba feliz de que yo haya despertado. Al decirme eso, me acordé del consejo de la mujer y no le comenté lo del viaje: no estaba dispuesta a permitir que me internara de nuevo. 


 

sábado, 8 de enero de 2022

ESPECIAL FIN DE AÑO - VARIOS AUTORES

ilustración de Hernán Bortondello

Como Boris Vian tuvo la idea para un cuento

João Ventura

 

El pastor se asombró cuando vio la oveja azul. Se tomó su tiempo para volver con el rebaño para que nadie más se diera cuenta. Fue al huerto a buscar zanahorias y una col para hacer la cena, pero la oveja azul no se le iba de la cabeza.

Cuando volvió a la zona de pastoreo ya tenía tres ovejas azules y dos rojas. Se preocupó. ¿Podría ser que estuvieran comiendo algo extraño? Examinó cuidadosamente la hierba que los animales masticaban lentamente y no notó ninguna diferencia. Durante el día, ya tenía cinco azules y siete rojas. Al menos no aparecieron otros colores, pensó el pastor.

Esa noche fue a buscar al veterinario, que examinó las ovejas, pero no encontró nada extraño en ellas, aparte de su color. Al final de la consulta, aceptó una copa de brandy y aconsejó al pastor que no se preocupara demasiado, porque "eso" podría desaparecer.

Un día, con todo el rebaño ya coloreado, un viajero pasó por la pradera. Caminaba muy atento a todo lo que le rodeaba, deteniéndose a menudo para escribir en un pequeño cuaderno que llevaba. Quedó fascinado cuando vio el rebaño.

—Buenas, me llamo Boris Vian y soy escritor. —Comenzó a hablar con el pastor y rápidamente llegaran a los colores de las ovejas. Inquirido al respecto, dijo—: Si le preguntaras a Edwin Hubble, te diría que los rojos se alejan cada vez más rápido y los azules se acercan, pero los astrónomos están muy lejos de la realidad. En mi opinión, olvídate del "cómo" o "por qué" y busca cómo aprovechar este hecho. ¿Se te ocurrió que puedes vender lana más cara de estas ovejas? Después de todo, ¡ya está teñida! —Y al despedirse, dijo—: Además, esto me da una idea interesante para un cuento.

 

El vicio de la lástima

Joyce Barker

 

“No es lo mismo tomar una taza de café al día, que cuarenta. La dosis hace al veneno”—pensaba Joaquín, acordándose de Paracelso—. Tomó otro sorbo, sentado en su Mini Cooper, en el estacionamiento de su ahora ex oficina de arquitectura. “No te preocupes, no necesitaré venderte”. Acarició el volante de su auto color acelga. Lo habían despedido. “Es mejor así: fueron muchos años diseñando para estas ratas”.

Al volver a su casa vio que su vecino —parado en la reja— sollozaba; y a pesar de no haberle hablado antes, lo invitó a tomar un café a su casa: sintió un placer incómodo al pensar que otros estaban peor que él. El vecino habló sin parar de su separación; Joaquín sólo escuchó, y no le dijo nada acerca de su despido. “Ven cuando quieras”, fue la frase culpable que propició las siguientes y reiteradas visitas del vecino. Cuando sonaba el timbre, sentía que su ánimo descendía, pero escuchar historias tristes le provocaba placer y un extraño bienestar, a pesar de su ya extendida cesantía.

Un día, agotado de recibirlo casi a diario, le pidió que no fuera tanto o, por último, avisara antes; pero el vecino reaccionó como si lo hubieran traicionado nuevamente. “Superó la dosis de mi empatía”, pensó Joaquín, cada día más débil; “es como el parásito del almohadón de Horacio Quiroga: está drenándome”. Pero sentía lástima recordando las historias que le contaba, que ya no eran de su separación sino tragedias de otros; esa lástima que lo reconfortaba, haciéndolo sentir afortunado, a pesar de ya estar sin un peso, en los huesos, ojeroso y con la piel amarilla. A veces, hasta babeaba. “Le diré que estoy ocupado, que no puedo recibirlo…”, balbuceó intoxicado, mientras ponía dos tazas en la mesa, ansioso de su dosis diaria.

 

Por Mary-Claire

Hernán Bortondello

 

Conejo capitaneaba la Ray Bradbury, nave orbital insignia de búsqueda y aniquilación. Lucía el uniforme rojo de las tropas espaciales y sus peludas manos operaban la pantalla de control holográfica con velocidad asombrosa. No podía olvidar a Mary dándole el último y cariñoso saludo por el monitor, quedando luego de pie, estoica, consciente de su suerte.

—¡Malditas chatarras asesinas y cobardes! —gritó con odio mostrando sus poderosos colmillos.

Tiempo atrás, la población androide se había rebelado aprovechando la espantosa pandemia que diezmó a sus creadores. Antes del año habían acabado con los debilitados supervivientes y con la especie.

Sin embargo, anticipando su fin, los humanos dejaron su semilla en una especie inmune a la plaga y que, según estudios de la genetista Mary-Claire King, se les parecía genéticamente en un 99%.

Ella ordenó extraernos de la jungla, rememoró el almirante. Rompiendo reglas éticas y con presurosa alquimia, introdujo genes de los padrinos en nosotros. Contra reloj, milagrosamente, logró humanizarnos. Afortunadamente, la suma de las especies fue superior a la suma de las partes y nuestro coeficiente intelectual evolucionó al de súper genios.

La gran madrina capitalizó el imponderable ofreciéndonos la posibilidad de defendernos ante la amenaza que mas temprano que tarde caería sobre todos los primates. Los quince mil panhumanos, como nos denominaron, nos pusimos al servicio del Comando Estratégico Central. Nos entrenaron en navegación aeroespacial y operación de armamento secreto. Sólo tres meses después despegaba una flota punitiva de mil quinientas naves rumbo a la órbita terrestre. Abajo, la especie humana sobreviviría apenas ciento veinte días más.

Hoy es el gran día, sentenció. Después de dos años de quemar la Tierra con nuestros láseres, yo, el ex chimpancé que Mary-Claire King apodara Conejo, por su afición a las zanahorias, comandaré el ataque definitivo al último reducto de los robots.

 

Sobre el amor

Claudia Isabel Lonfat

 

Etelvina me abandonó. Dejó una tarta de brócoli quemada, como un regalo, y a sabiendas de que no solo odio las tartas, sino el brócoli. Me pregunto quién, en su sano juicio, puede comer algo que huele a peste.

Confieso que siempre fui, y soy, un abogado conservador, por el contrario, Etelvina, una artista excéntrica, de esas que te llevan puesto ante la mínima duda. Una gata, nocturna, teatral y repleta de sorpresas; de misterios también.

Le gustaba decir que no era una “Dalton” más, sino que descendía de John Dalton, y yo aportaba la ironía de que era una pena, que ella era un derroche de colores: ojos verdes, pelo rojizo, piel de durazno. En general se enojaba porque pensaba que no la tomaba en serio. Yo creo que es bastante mitómana, pero eso nunca fue un problema para mí; estar con ella era como viajar en avión, puro vértigo, miedo, y placer.

Me doy cuenta que no puedo hablar de Etelvina sin lograr ubicarla linealmente en un tiempo verbal, que la nombro en presente y también en pasado, y tampoco puedo procesar su abandono. Si ahora mismo atravesara esa puerta, yo le preguntaría por el tiempo, si hay papas o espaguetis, si pagó la factura del teléfono, pero jamás un reproche, porque no se puede elegir en el amor, define Cortázar, en el capítulo noventa y tres de su novela “Rayuela”: “como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.”

Y yo me sentía –me siento–, exactamente así; atravesado, roto, estaqueado, y con ese olor a brócoli inundándolo todo.

 

Sin rumbo ni futuro

Sergio Santa Cruz

 

El cielo plomizo, aburrido como en todos los inviernos que no se juega un mundial de futbol, del cual podamos tener esperanzas de tener una alegría de por vida. Una tarde gris, fría de zapatillas de lona gastada, sueños postergados, futuro congelado entre la ilusión y la ignorancia.

Un perro me mira con lastima, hurga en la basura buscando un hueso, solo encuentra papeles, botellas y una zanahoria; la muerde sin opción, pero la abandona con fe canina, sigue su camino. Me comparo y hasta él tiene mas posibilidades de seguir buscando algo…

Los albañiles con sus manos ajadas, pantalones polvorientos, su caminar cabizbajo se suben sin apuro, ni pretensiones a la descolorida pickup; uno grita, esperen, falta el gaucho, falta el José Hernández; el resto sigue fumando en silencio opaco y cansino.

Sin mundial, sin trabajo, sin amor, ni futuro, se hace larga la vida en la recóndita y muda esquina de Salk y Chaco, en un rincón de otro barrio a punto de ser invadido por el abandono y el falso progreso de las drogas, la quimera de creerse que un tatuaje te da estatus de rockstar y que con unos pesos te podés comprar una sidra y así conquistar a esa minita con ínfulas de vedete de barrio.


El intruso

Gabriela Vilardo

 

Y si usted supiera… justo ahí –donde ahora está el portón gris– vivía la “vieja Pastu”, que escupía al hablar y nos regalaba una calabaza de su quinta todos los viernes. La aceptábamos porque se podía lavar.  En donde estoy parada, Víctor sacaba su Fiat 1500 y a su madre a las nueve de la mañana y los entraba a las tres de la tarde, a la vuelta del trabajo; y a doña Vicenta, los vecinos le llevábamos comida y esperábamos que terminara su almuerzo para que el perro no se lo arrebatara. Usted es incrédulo, pero a ellos los veo cada noche, y desde que llegó el intruso la vida de este barrio ha cambiado. Sin embargo, el rancho del tanguero de la esquina parece resurgir y el abogado que construyó ahí dice que Manzi pasa de vez en cuando. ¡No me mire así! Y le agrego que ya cayó, señor, en la lengua filosa de Adelaida, capaz de construir historias siniestras tales como que usted es un sospechoso del asesinato del hombre del 4 C. ¿Dice que El 4 C está desocupado? Le pido que me entienda. ¿O usted cree que Einstein y Freud sólo se carteaban para hablar de la guerra? Además, discutían acerca de las energías de los muertos y de la sugestión de los vivos. Pemítame esta preocupación… el intruso, soberbio y glamoroso, se ha instalado y atropella con historias nuevas. Usted me tranquiliza ahora que va hospedar a todos en el 4 C.  ¿Me dice que a la “Pastu” también? ¿Aunque escupa?

Agradezco que este edificio insolente tenga un portero que permita juntar las historias. 


 

Dos famosos y un gato no

Sergio Gaut vel Hartman

 

Erwin Schrödinger, furioso, aporreó la puerta de la casa de Philip Dick. El escritor tardó tres minutos en abrirla, y cuando lo hizo resultó evidente que estaba hasta las orejas de LSD y anfetaminas.

—No le voy a preguntar qué se le ofrece —dijo Dick en perfecto castellano para que todos los lectores de este cuento puedan comprenderlo— porque en el caso de que pida algo que no tengo quedaré en ridículo.

—¡Mire! —exclamó Schrödinger en el mismo idioma, para mantener la coherencia. Alzó un artefacto registrador de la actividad cuántica. El chirimbolo tenía un cuadrante dividido en campos de colores simétricos y tres agujas de diferente tamaño. Casi de inmediato, la aguja más larga se desplazó al rojo y la más corta al verde, con violencia. La aguja mediana permaneció inmóvil—. ¿Se da cuenta? El RAC indica que usted se robó mi gato.

—Yo solo tengo gatos eléctricos —se defendió el escritor—. Y ovejas, iguanas y canarios eléctricos. No tengo su apestoso gato ragdoll en mi casa. Entre y revise.

—¿Y cómo sabe que mi gato es un ragdoll? —El científico alzó los puños remedando la postura de un boxeador; Dick no se inmutó.

—Usted dejó su gato en la parte posterior del camión de mudanzas, en una caja plástica. Es probable que se lo haya robado el camionero que trajo sus porquerías desde Viena. ¿Consideró esa alternativa?

—No, en absoluto —dijo Schrödinger—. No suelo decir la primera palabra, sino la última, puesto que mi motivación es habitualmente un deseo de protestar o arreglar los problemas...

—Pero no hay gato —replicó Dick encogiéndose de hombros. Y sin hacer más comentarios levantó una tabla del piso del porche y sacó una bolsa—. Como soy vegetariano, tendrá que reformular su famosa teoría con berenjenas, remolachas y zanahorias.

 

 

 

 


 

viernes, 7 de enero de 2022

ESPECIAL 100 > 200 - VARIOS AUTORES

 


La perla en el desierto

Jorge Baudés

 

Bajó el sol tras de las dunas y en tenue cono de sombras me sorprendí caminando. Sin rumbo, extenuado. Sofocado por el calor, perdí el sentido. Un ruido ensordecedor logró sobresaltarme. El viento serpenteaba dejando surcos en la fina arena creando ilusiones de montes desmoronándose y otros nuevos naciendo a su paso, de la nada.

Una enigmática cueva quedó al descubierto. Sobre las únicas rocas que tapizaban el desolado paisaje, urgido de sed, me abalance a su interior en procura de un manantial que la saciara.

Entre polvorientas huellas, eternizadas en su interior, entremezcladas con restos de furtivos viajeros que, como yo, desafiaron al desierto, encontré una bolsa de cuero roída por las alimañas y el tiempo.

La curiosidad me hizo olvidar por un momento la sequedad de mis entrañas. De su interior cayeron, al volcarla, unas relucientes perlas que parecían sonreír, burlonas, por una nueva frustración ante la codicia de los hombres la que una vez más, cobraría su lección.

 

Barbie

Nélida Fernández

 

La niña estaba asombrada mientras miraba la gran cantidad de hermosos juguetes que llenaban los estantes del negocio.

—Llevaremos esta —dijo el padre mostrándole una Barbie mientras recorría las sinuosidades de la muñeca con un dedo no tan inocente.

—No me gusta, no la quiero —protestó la hija.

—No me importa. Cuando crezcas, te parecerás a ella —dijo él con la mano ya desbocada envolviendo todo el cuerpo de la Barbie.

Afuera, otra niña apoyaba su carita sucia en la vidriera envidiando la escena que estaba viendo: un padre amoroso que elegía una muñeca para su hija. No podía saber que a ambas las esperaba el mismo destino; a una la alcanzaría en su casa de barrio rico y a la otra recorriendo las calles.


Queridas moscas

Jorge Zarco

 

Puso en el equipo del reproductor de CD, un tema de aquellos míticos Golpes Bajos,  “Colecciono Moscas”, pues era verano y el sopor de agosto golpeaba todavía con fuerza. Aquel había sido el más popular de los grupos de una efímera “Movida gallega” que no llegó a consolidarse. Gorka era un tipo algo raro como se dice. Prefería ese pop-rock de inicios de los ochenta, al pop insalubre y creativamente muerto de los tiempos actuales. Cortado por el patrón de programas crueles de salseo, llenos a rebosar de juguetes rotos para usar y tirar.

—Mierda corporativa para niñatos adictos a las redes sociales —solía decir. Oyó un zumbido. Era una mosca que tiraba para moscardón. No la ahuyentó ni intentó matarla. Esta correteó por su mano y le picó en el dorso de la misma. A esta se unieron otras que entraban por la ventana, pero Gorka no hizo nada. Cogió de la estantería de libros y novelas, una antología de relatos de horror de Horacio Quiroga y se puso a leer el cuento: “Moscas”. Mientras dejaba a tan adorables insectos picarle. No podía negar que el escozor de las picaduras en sí mismo le excitaba sexualmente. Qué cosas. 

 

 

Los Funes

Érica Echilley

 

El ruido de la cerradura hace eco en la inmensidad de una casona vieja. Sigilosamente, salimos de nuestros escondites y nos miramos incrédulos. Casi sin respirar. Casi sin pronunciar palabra. Ella observa por la ventana y ve como el mayor arroja la llave. Suspiran aliviados.

De pronto, un rugir colérico inunda la casa. Viene de arriba. Ella corre por las escaleras y cierra la puerta que da al pasillo. Nos encerramos en la cocina. Los estrépitos guturales se oyen cercanos.

Miramos la ventana con cierta esperanza, mientras recuerdo al mayor tirando la llave y escucho al tigre rasguñar la puerta.

 

Asimetría lunar

Mario A. Grasso

 

Mi escéptica mente cartesiana me impedía dimensionar, a cabalidad, la vital trascendencia del paso que, juntos, nos aprestábamos a dar…

Durante varios días alimentaríamos las voraces comidillas de nuestras esperpénticas colegas de la Sala de Profesores. “Septuagenario Doctor en Astrofísica roba módulo lunar y escapa con discípula veinteañera” titularían los amarillistas pasquines espaciales.

No entendía qué me ocurrió. No alcanzaba a discernir qué asincrónico impulso bioeléctrico había disparado la alocada sinapsis que hizo tambalear mi habitual académica postura.

Fue en aquella soporífera siesta de abril… Tratábamos de descifrar la alotrópica estructura cristalográfica de esa roca que, dura e imperturbable cual mi abatanado corazón, esperaba pacientemente el dictamen categórico del aparatejo electrónico que sellaría su nuevo destino: envidiada joya engarzada en dúctiles hebras de terrenal platino u oro blanco, o el acostumbrado de seguir acompañando a sus desdeñadas camaradas allá, en lo más oscuro del socavón; en el oscuro cráter de la cara oscura de la Luna.

Con la fugacidad de un rayo y la sutileza de una mariposa, lo entendí: la distancia asimétrica de su mirada conturbó mi silencio selenita.


El enemigo implacable

Cristian Mitelman

 

¿Crees que los muros de esta celda son lo suficientemente poderosos como para ocultarme? ¿Crees que los tormentos que me imponen tus carceleros sin rostro pueden vejarme? ¿Crees que con el terror lograrás perpetuar tu imperio?

Hoy has cometido un error fatal, porque en la estatua que te has erigido, en el interior de esa estatua de un blanco atroz como el de miles de cráneos pulidos, vive un pequeño gusano que sabe horadar pequeñas galerías en el mármol que parece invencible. Es tan ínfimo, que bien podría caber bajo cualquier uña, pero desparrama cientos de nuevas larvas que también ramificarán nuevos caminos.

Y con el tiempo (créeme, tengo una paciencia de ojos quemados) todo el mármol se desplomará, vencido por una infinidad de resquicios.

Aquí, hundido en la celda de los ratones, me consolaré noche a noche sintiendo los hondos crujidos de la estatua y el temblor de tu espíritu.

China (VI d.C.)

 

Casi

Guillermo Corte

 

Ya sintiendo la muerte muy próxima, Kira repasó mentalmente los acontecimientos más importantes de su existencia. Tomó lápiz y papel, trazó tres columnas y listó parsimoniosamente sus logros, fracasos y oportunidades perdidas. Sentía un profundo orgullo por los primeros. Sonrío al releer los segundos. Sin embargo, la tercera columna le causaba una profunda melancolía.

—No se puede tener todo, mi querido Kira —se dijo a sí mismo cariñosamente, mientras encendía un cigarro.

Ya casi sin lucidez, le pareció ver a la vida consolándolo desde el borde de su lecho. Quiso decirle algo trascendente, pero, su mente, cansada, carecía del poder de la elocuencia. Solo pudo hilar sus sentimientos con algunas imágenes, reproduciendo, curiosamente, el dialogo de una vieja película absurda:

—Casi te gano —exclamó con tono burlón mientras miraba al cuaderno.

—Eso no existe —habría respondido ella, tajante, recordándole el límite entre lo divino y lo humano—; ganar es ganar.


De cerca

Ana Chernak

 

Creamé oficial, esa cartera no la robó, la encontró en la calle. Yo no lo dejo meterse en problemas a mi hermano, pasa que le gusta una minita. Antes de perder la pierna, culpa del puto tren, esa le daba bola, era fachero, el loco. Si pudiera correr como antes, no lo enganchaba oliendo pegamento. No quiero gatillarla ¿sabe?, pero si me quedo escondido, seguro que usted le rompe las costillas ¡Con el envión que trae y las ganas que le tiene! Cuando mi vieja lo vio salir me dijo: Corré Walter, seguilo de cerca al Lucho que anda medio perdido, pobrecito. Si me enganchaba a mí, me la comía, pero al Lucho no me lo va a tocar.

 

Embrujo fatal

Ada Inés Lerner


Entre las paredes de barro, los búfalos y el polvo de los establos vive la mosca de la arena, mi niña. Cederás a un sueño. Descubrirás el descenso de la sombra sobre tus células agonizantes. Sucumbirás y te llamaré por tu nombre, mi niña, como predijo el espíritu.

Oiré tu grito en las sombras y los ecos de tu dolor se grabaran en mí. La enfermera iluminará la cueva en la espesura de tu mal y te veré perderte por un sendero que no alcanzaré a vislumbrar. No podré seguirte, mi niña, me lo impedirá una hechicera que me auguró tu dolencia siniestra. Entonces la reconocí, se escondió entre nosotros y la insulté. Desapareció como una sombra y su imagen invertida huyó, fue detrás de ti. Angustiado, corrí a ciegas para encontrarla, no fue sencillo quise volar y fracasé, se desprendió de mis dedos, lanzó una carcajada al aire y siguió la frenética huida hasta que se desvaneció al embrujo del alba, en la selva virgen, y no pude envolverte en el abrazo, ya no eras libre.



La hipnosis, una metáfora de la vida humana

João Ventura

 

Comenzó la ceremonia promovida por la SIME —Sociedad Internacional de Medicina Esotérica— para otorgar el Bisturí de Oro al doctor Guillermo Gómez. El estatus de la asistencia era evidente por las marcas de los coches estacionados en el parque.

Lo que había hecho famoso al homenajeado era el uso de la hipnosis para curar diversas dolencias, desde las puramente físicas hasta las mentales.

El doctor Gómez subió al estrado y comenzó a describir con voz pausada en qué consistía su trabajo. Las luminarias daban al recinto el aspecto de una acuarela de un pintor expresionista. La voz del médico era como un arpegio en tono bajo, ondulando en el silencio que envolvía el espacio.

El primero en sucumbir al efecto de la voz del orador fue un abogado en la primera fila. Se quedó rígido, con los ojos bien abiertos enfocados en el infinito. Luego otros miembros del público lo siguieron, cayendo en trance.

Un efecto inesperado ocurrió cuando el orador, influenciado por la respiración tranquila y rítmica del público, entró él mismo en trance, quedando suspendido a mitad de una frase.

Desde hace quince días, hay unos doscientos cuerpos rígidos en el auditorio de la SIME. Algunos ya apestan.

 

La peste

Iñaki Garzia Furia


Y huyeron todos con sus vehículos de propulsión, inundaron las carreteras, desoyendo los consejos de las autoridades.

Huían despavoridos de la peste del siglo XXI, el COVID, que al principio no asustaba, pero que tras veinte oleadas se volvió virulento y todos morían... ¿Adónde iba toda esa gente? No lo sabían, sencillamente se alejaban de las ciudades, hacia el campo, igual que lo habían hecho sus antepasados del siglo XIV.

Huían y lo colapsaban todo a su paso; era como un enjambre atascado en mitad de la nada.

La peste del siglo XXI había comenzado como un juego de niños ricos, pero sin duda habían despertado a las Erinias que ahora venían a vengarse de todos los pecados de la Humanidad.

Sin duda, aquello no auguraba nada bueno...

 

Narciso Gómez

Rosa Lía Cuello

“…Si abres los ojos

se abre la noche de puertas de musgo”

Octavio Paz

 

El hombre se miró al espejo como cada mañana, admiró su cabello y se enamoró otra vez de sus ojos de agua que creía poseedores de secretos. Oyó esa voz de mujer, que provenía de un sitio que nunca lograba precisar, llamándolo. Continuó viendo su imagen mientras la escuchaba. Le trajo recuerdos lejanos, una brisa perfumada se coló por la ventana, sintió ruido de follaje, olió a musgo en primavera, a flores recién nacidas. El ruido del agua que susurraba desde un arroyo fue una música de azogue fundiéndose en su piel. Y la mujer repetía su nombre como una letanía absurda, como un eco.

Intentó pensar quién era él, dónde estaba, ese lugar le era familiar. No podía apartar su mirada del agua, no podía dejar de reflejarse. El bosque, la voz…

Recordó que era Narciso Gómez y se estaba peinando para ir a trabajar. Un destello de sol le hirió la mirada, quiso volver a su habitación, pero el espejo no se lo permitió.

  

¿Estoy vivo?

Patricio G. Bazán

 

Recuerdo el camino de vuelta, mis pies desnudos sobre el frío pavimento de hormigón y contemplando cada luminaria de la calle como si fuera un milagro. El zaguán de mi propia casa se me revelaba irreal, una acuarela antigua surgida del sueño.

Me sentía cada vez más débil. ¿Adónde había estado? Me hallaba ataviado solamente con mi camisa de dormir. Temblando como una hoja llamé a la puerta, y grande fue mi sorpresa al reconocer a un viejo amigo —ferviente practicante de una fantochada llamada “mesmerismo”— haciendo de portero. Sus ojos, de por sí expresivos, casi parecieron destellar de la emoción.

¡Ha dado resultado! —exclamó. Tomándome por los hombros, me condujo con infinitos cuidados hasta mi sillón favorito, frente al hogar—. ¿Cómo te encuentras?

—Exhausto —grazné. Me dolía la garganta por la tos. La tisis me estaba destruyendo, y los galenos calculaban mi deceso en días o semanas—. A propósito, ¿qué demonios haces aquí?

Se atusó el bigote antes de responderme, eligiendo las palabras con delicadeza.

—No lo recuerdas, ¿verdad? Estábamos en tu dormitorio realizando una sesión de hipnosis. Te dejamos descansar un rato, pero luego descubrimos que huiste en plena noche. Tengo una mala noticia, querido Valdemar…

 

Boom bang zen

Alejandro Bentivoglio

 

El maestro Weng Tchi, sabio monje de los suburbios más duros de la ciudad, entró al banco y sacó de sus humildes ropajes un revólver, plateado, perfectamente balanceado en su forma y su realidad. Dijo, entonces, que no podíamos comprender la naturaleza de tal objeto hasta no haberlo accionado. Porque la pólvora es apenas una promesa que espera ser completada. Existe solo en virtud de un futuro. Luego gritó que era un asalto y que todos levantaran las manos y disparó dos veces al techo.

La iluminación llegó con las sirenas de policía, los medios de televisión, la posterior fuga, el reparto del botín del robo, el recuento de víctimas que el maestro envío al nirvana sin escalas.

 

 

El tiempo justo

Sergio Gaut vel Hartman

 

No dudó: era la paciente fugada del psiquiátrico. La reconoció porque estaba desnuda, por la salvaje cabellera rojiza y la joya que le colgaba sobre el pecho. No era peligrosa, decían los medios. ¿Qué hacer? La deseó de inmediato, intensamente; debía hacerla suya. Recordó una situación análoga, ocurrida en el pasado mes de marzo. Se acababa de fugar del psiquiátrico oculto en el camión de la lavandería, entre sábanas y toallas. Tras degollarlo, se hizo pasar por el conductor del vehículo, pero los de la lavandería lo descubrieron, y solo pudo salvarse porque Milagros López, empleada de la empresa, mujer de pocas luces, mintió al decir que lo conocía y era un buen hombre. Una semana después estaban unidos en santo matrimonio. Pero a las dos semanas, extinguido el deseo, asesinó a Milagros, la troceó y la comió en guisos finamente elaborados. Se había prometido no volver a hacerlo, aunque al ver a la fugada del manicomio, sintió que renacía el deseo. Se acercó la mujer.

—La amo intensamente —susurró para no asustarla—. Cásese conmigo. Le prometo diez días de completa felicidad. —Aleccionado por la experiencia anterior supo que dos semanas serían demasiado.