UN BUEN CONSEJO
Joyce Barker
El frío de la noche es abrumador en
el desierto de Atacama, y en contraste directo, el calor infernal del día puede
vaciar los ánimos de cualquiera que no esté acostumbrado a vivir ahí. Nosotros
estábamos de vacaciones, y habíamos decidido ir a perdernos en un pequeño
pueblo, lejos del turístico San Pedro. Arrendamos una casa por unas semanas a
una señora que pertenecía a las comunidades indígenas nortinas. Nos dijo algo
antes de dejarnos las llaves. Algo que ninguno de nosotros dos pudo entender,
pero lo dijo sonriendo.
Las semanas
pasaron rápidamente, tanto, que nos hizo pensar, entre risas, que la mujer era
una bruja o algo así, y que, a modo de juego, nos había metido en una especie
de tubo de tiempo que recorrimos en tres días, en vez de tres semanas. Después
le echamos la culpa al San Pedrito, un cactus alucinógeno que se utiliza en
rituales, igual que el peyote en otros países. "Son lo mismo", me
dijo mi amigo, pero no, obvio que no son lo mismo, ¿o sí? Él siempre cree que
sabe más que yo, y es posible, pero no siempre. De todos modos, preferí no
apostar.
Al cumplirse el
último día de nuestra estadía en el pueblito nortino, apareció la señora y nos
preguntó si habíamos pasado frío o calor. Le respondimos que ni siquiera nos
habíamos percatado, y al decir eso, me di cuenta que andábamos desnudos.
"Parece que seguimos en ese estado", me dijo mi amigo, riendo, al
oído. La mujer fingió no haber escuchado, pero yo sé que entendió todo, porque
continuó con esa risita cómplice del comienzo, pero esta vez nos miró de pies a
cabeza. Admito que sentí vergüenza de estar sin ropa frente a una extraña, pero
me mantuve impávida. Le dijimos que en media hora estaríamos listos, vestidos,
al menos. Ella no tuvo ningún problema en esperarnos, y dijo que volvería en un
rato más.
Al regresar, le
pasé las llaves, y le di las gracias. Ella nos respondió que la próxima vez que
vayamos nos iba a estar esperando, que el tiempo sabrá. Que hacía décadas que
no veía a una pareja formada por un humano y un ente, que estaba muy feliz de
habernos conocido, y que no le cuente nada a mi mamá. ¡Un ente! Pero qué se
cree. Mi amigo no es un ente, pensé. Él, levantando las plumas de su espalda, y
abriendo sus estrambóticas alas, me dijo:
—¡Qué insolente
la vieja! Me han tratado de criatura, ángel, demonio, ¡pero nunca me habían
llamado ente!
La mujer, con la
sonrisa pegada, se dio cuenta que mi amigo estaba molesto por el nombre que le
había puesto, pero hizo como si no le hubiera importado e insistió en decirme
que no le contara nada a mi mamá. Nos despedimos rápidamente y emprendimos el
vuelo: en dos horas regresamos a Santiago, casi lo mismo que nos hubiéramos
demorado en avión. Mi amigo me dejó, como siempre, en la ventana de mi
dormitorio, y se fue.
—¡Gracias por el
viaje, amigo! —grité por la ventana.
Mi mamá, al
escucharme, entró al dormitorio, temblorosa, y con el teléfono en la oreja. Me
dijo que el doctor venía de inmediato. Que no me preocupara, y que estaba feliz
de que yo haya despertado. Al decirme eso, me acordé del consejo de la mujer y
no le comenté lo del viaje: no estaba dispuesta a permitir que me internara de
nuevo.
¡Buenísimo! Ja ja ja. Un lujo leerte
ResponderEliminarGracias, Adriana.
EliminarMuy bueno. Felicitaciones.
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