miércoles, 19 de enero de 2022

ESPECIAL FRÍO Y CALOR - 1

UN BUEN CONSEJO

Joyce Barker



El frío de la noche es abrumador en el desierto de Atacama, y en contraste directo, el calor infernal del día puede vaciar los ánimos de cualquiera que no esté acostumbrado a vivir ahí. Nosotros estábamos de vacaciones, y habíamos decidido ir a perdernos en un pequeño pueblo, lejos del turístico San Pedro. Arrendamos una casa por unas semanas a una señora que pertenecía a las comunidades indígenas nortinas. Nos dijo algo antes de dejarnos las llaves. Algo que ninguno de nosotros dos pudo entender, pero lo dijo sonriendo.

Las semanas pasaron rápidamente, tanto, que nos hizo pensar, entre risas, que la mujer era una bruja o algo así, y que, a modo de juego, nos había metido en una especie de tubo de tiempo que recorrimos en tres días, en vez de tres semanas. Después le echamos la culpa al San Pedrito, un cactus alucinógeno que se utiliza en rituales, igual que el peyote en otros países. "Son lo mismo", me dijo mi amigo, pero no, obvio que no son lo mismo, ¿o sí? Él siempre cree que sabe más que yo, y es posible, pero no siempre. De todos modos, preferí no apostar.

Al cumplirse el último día de nuestra estadía en el pueblito nortino, apareció la señora y nos preguntó si habíamos pasado frío o calor. Le respondimos que ni siquiera nos habíamos percatado, y al decir eso, me di cuenta que andábamos desnudos. "Parece que seguimos en ese estado", me dijo mi amigo, riendo, al oído. La mujer fingió no haber escuchado, pero yo sé que entendió todo, porque continuó con esa risita cómplice del comienzo, pero esta vez nos miró de pies a cabeza. Admito que sentí vergüenza de estar sin ropa frente a una extraña, pero me mantuve impávida. Le dijimos que en media hora estaríamos listos, vestidos, al menos. Ella no tuvo ningún problema en esperarnos, y dijo que volvería en un rato más.

Al regresar, le pasé las llaves, y le di las gracias. Ella nos respondió que la próxima vez que vayamos nos iba a estar esperando, que el tiempo sabrá. Que hacía décadas que no veía a una pareja formada por un humano y un ente, que estaba muy feliz de habernos conocido, y que no le cuente nada a mi mamá. ¡Un ente! Pero qué se cree. Mi amigo no es un ente, pensé. Él, levantando las plumas de su espalda, y abriendo sus estrambóticas alas, me dijo:

—¡Qué insolente la vieja! Me han tratado de criatura, ángel, demonio, ¡pero nunca me habían llamado ente!

La mujer, con la sonrisa pegada, se dio cuenta que mi amigo estaba molesto por el nombre que le había puesto, pero hizo como si no le hubiera importado e insistió en decirme que no le contara nada a mi mamá. Nos despedimos rápidamente y emprendimos el vuelo: en dos horas regresamos a Santiago, casi lo mismo que nos hubiéramos demorado en avión. Mi amigo me dejó, como siempre, en la ventana de mi dormitorio, y se fue.

—¡Gracias por el viaje, amigo! —grité por la ventana.

Mi mamá, al escucharme, entró al dormitorio, temblorosa, y con el teléfono en la oreja. Me dijo que el doctor venía de inmediato. Que no me preocupara, y que estaba feliz de que yo haya despertado. Al decirme eso, me acordé del consejo de la mujer y no le comenté lo del viaje: no estaba dispuesta a permitir que me internara de nuevo. 


 

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