sábado, 8 de enero de 2022

ESPECIAL FIN DE AÑO - VARIOS AUTORES

ilustración de Hernán Bortondello

Como Boris Vian tuvo la idea para un cuento

João Ventura

 

El pastor se asombró cuando vio la oveja azul. Se tomó su tiempo para volver con el rebaño para que nadie más se diera cuenta. Fue al huerto a buscar zanahorias y una col para hacer la cena, pero la oveja azul no se le iba de la cabeza.

Cuando volvió a la zona de pastoreo ya tenía tres ovejas azules y dos rojas. Se preocupó. ¿Podría ser que estuvieran comiendo algo extraño? Examinó cuidadosamente la hierba que los animales masticaban lentamente y no notó ninguna diferencia. Durante el día, ya tenía cinco azules y siete rojas. Al menos no aparecieron otros colores, pensó el pastor.

Esa noche fue a buscar al veterinario, que examinó las ovejas, pero no encontró nada extraño en ellas, aparte de su color. Al final de la consulta, aceptó una copa de brandy y aconsejó al pastor que no se preocupara demasiado, porque "eso" podría desaparecer.

Un día, con todo el rebaño ya coloreado, un viajero pasó por la pradera. Caminaba muy atento a todo lo que le rodeaba, deteniéndose a menudo para escribir en un pequeño cuaderno que llevaba. Quedó fascinado cuando vio el rebaño.

—Buenas, me llamo Boris Vian y soy escritor. —Comenzó a hablar con el pastor y rápidamente llegaran a los colores de las ovejas. Inquirido al respecto, dijo—: Si le preguntaras a Edwin Hubble, te diría que los rojos se alejan cada vez más rápido y los azules se acercan, pero los astrónomos están muy lejos de la realidad. En mi opinión, olvídate del "cómo" o "por qué" y busca cómo aprovechar este hecho. ¿Se te ocurrió que puedes vender lana más cara de estas ovejas? Después de todo, ¡ya está teñida! —Y al despedirse, dijo—: Además, esto me da una idea interesante para un cuento.

 

El vicio de la lástima

Joyce Barker

 

“No es lo mismo tomar una taza de café al día, que cuarenta. La dosis hace al veneno”—pensaba Joaquín, acordándose de Paracelso—. Tomó otro sorbo, sentado en su Mini Cooper, en el estacionamiento de su ahora ex oficina de arquitectura. “No te preocupes, no necesitaré venderte”. Acarició el volante de su auto color acelga. Lo habían despedido. “Es mejor así: fueron muchos años diseñando para estas ratas”.

Al volver a su casa vio que su vecino —parado en la reja— sollozaba; y a pesar de no haberle hablado antes, lo invitó a tomar un café a su casa: sintió un placer incómodo al pensar que otros estaban peor que él. El vecino habló sin parar de su separación; Joaquín sólo escuchó, y no le dijo nada acerca de su despido. “Ven cuando quieras”, fue la frase culpable que propició las siguientes y reiteradas visitas del vecino. Cuando sonaba el timbre, sentía que su ánimo descendía, pero escuchar historias tristes le provocaba placer y un extraño bienestar, a pesar de su ya extendida cesantía.

Un día, agotado de recibirlo casi a diario, le pidió que no fuera tanto o, por último, avisara antes; pero el vecino reaccionó como si lo hubieran traicionado nuevamente. “Superó la dosis de mi empatía”, pensó Joaquín, cada día más débil; “es como el parásito del almohadón de Horacio Quiroga: está drenándome”. Pero sentía lástima recordando las historias que le contaba, que ya no eran de su separación sino tragedias de otros; esa lástima que lo reconfortaba, haciéndolo sentir afortunado, a pesar de ya estar sin un peso, en los huesos, ojeroso y con la piel amarilla. A veces, hasta babeaba. “Le diré que estoy ocupado, que no puedo recibirlo…”, balbuceó intoxicado, mientras ponía dos tazas en la mesa, ansioso de su dosis diaria.

 

Por Mary-Claire

Hernán Bortondello

 

Conejo capitaneaba la Ray Bradbury, nave orbital insignia de búsqueda y aniquilación. Lucía el uniforme rojo de las tropas espaciales y sus peludas manos operaban la pantalla de control holográfica con velocidad asombrosa. No podía olvidar a Mary dándole el último y cariñoso saludo por el monitor, quedando luego de pie, estoica, consciente de su suerte.

—¡Malditas chatarras asesinas y cobardes! —gritó con odio mostrando sus poderosos colmillos.

Tiempo atrás, la población androide se había rebelado aprovechando la espantosa pandemia que diezmó a sus creadores. Antes del año habían acabado con los debilitados supervivientes y con la especie.

Sin embargo, anticipando su fin, los humanos dejaron su semilla en una especie inmune a la plaga y que, según estudios de la genetista Mary-Claire King, se les parecía genéticamente en un 99%.

Ella ordenó extraernos de la jungla, rememoró el almirante. Rompiendo reglas éticas y con presurosa alquimia, introdujo genes de los padrinos en nosotros. Contra reloj, milagrosamente, logró humanizarnos. Afortunadamente, la suma de las especies fue superior a la suma de las partes y nuestro coeficiente intelectual evolucionó al de súper genios.

La gran madrina capitalizó el imponderable ofreciéndonos la posibilidad de defendernos ante la amenaza que mas temprano que tarde caería sobre todos los primates. Los quince mil panhumanos, como nos denominaron, nos pusimos al servicio del Comando Estratégico Central. Nos entrenaron en navegación aeroespacial y operación de armamento secreto. Sólo tres meses después despegaba una flota punitiva de mil quinientas naves rumbo a la órbita terrestre. Abajo, la especie humana sobreviviría apenas ciento veinte días más.

Hoy es el gran día, sentenció. Después de dos años de quemar la Tierra con nuestros láseres, yo, el ex chimpancé que Mary-Claire King apodara Conejo, por su afición a las zanahorias, comandaré el ataque definitivo al último reducto de los robots.

 

Sobre el amor

Claudia Isabel Lonfat

 

Etelvina me abandonó. Dejó una tarta de brócoli quemada, como un regalo, y a sabiendas de que no solo odio las tartas, sino el brócoli. Me pregunto quién, en su sano juicio, puede comer algo que huele a peste.

Confieso que siempre fui, y soy, un abogado conservador, por el contrario, Etelvina, una artista excéntrica, de esas que te llevan puesto ante la mínima duda. Una gata, nocturna, teatral y repleta de sorpresas; de misterios también.

Le gustaba decir que no era una “Dalton” más, sino que descendía de John Dalton, y yo aportaba la ironía de que era una pena, que ella era un derroche de colores: ojos verdes, pelo rojizo, piel de durazno. En general se enojaba porque pensaba que no la tomaba en serio. Yo creo que es bastante mitómana, pero eso nunca fue un problema para mí; estar con ella era como viajar en avión, puro vértigo, miedo, y placer.

Me doy cuenta que no puedo hablar de Etelvina sin lograr ubicarla linealmente en un tiempo verbal, que la nombro en presente y también en pasado, y tampoco puedo procesar su abandono. Si ahora mismo atravesara esa puerta, yo le preguntaría por el tiempo, si hay papas o espaguetis, si pagó la factura del teléfono, pero jamás un reproche, porque no se puede elegir en el amor, define Cortázar, en el capítulo noventa y tres de su novela “Rayuela”: “como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.”

Y yo me sentía –me siento–, exactamente así; atravesado, roto, estaqueado, y con ese olor a brócoli inundándolo todo.

 

Sin rumbo ni futuro

Sergio Santa Cruz

 

El cielo plomizo, aburrido como en todos los inviernos que no se juega un mundial de futbol, del cual podamos tener esperanzas de tener una alegría de por vida. Una tarde gris, fría de zapatillas de lona gastada, sueños postergados, futuro congelado entre la ilusión y la ignorancia.

Un perro me mira con lastima, hurga en la basura buscando un hueso, solo encuentra papeles, botellas y una zanahoria; la muerde sin opción, pero la abandona con fe canina, sigue su camino. Me comparo y hasta él tiene mas posibilidades de seguir buscando algo…

Los albañiles con sus manos ajadas, pantalones polvorientos, su caminar cabizbajo se suben sin apuro, ni pretensiones a la descolorida pickup; uno grita, esperen, falta el gaucho, falta el José Hernández; el resto sigue fumando en silencio opaco y cansino.

Sin mundial, sin trabajo, sin amor, ni futuro, se hace larga la vida en la recóndita y muda esquina de Salk y Chaco, en un rincón de otro barrio a punto de ser invadido por el abandono y el falso progreso de las drogas, la quimera de creerse que un tatuaje te da estatus de rockstar y que con unos pesos te podés comprar una sidra y así conquistar a esa minita con ínfulas de vedete de barrio.


El intruso

Gabriela Vilardo

 

Y si usted supiera… justo ahí –donde ahora está el portón gris– vivía la “vieja Pastu”, que escupía al hablar y nos regalaba una calabaza de su quinta todos los viernes. La aceptábamos porque se podía lavar.  En donde estoy parada, Víctor sacaba su Fiat 1500 y a su madre a las nueve de la mañana y los entraba a las tres de la tarde, a la vuelta del trabajo; y a doña Vicenta, los vecinos le llevábamos comida y esperábamos que terminara su almuerzo para que el perro no se lo arrebatara. Usted es incrédulo, pero a ellos los veo cada noche, y desde que llegó el intruso la vida de este barrio ha cambiado. Sin embargo, el rancho del tanguero de la esquina parece resurgir y el abogado que construyó ahí dice que Manzi pasa de vez en cuando. ¡No me mire así! Y le agrego que ya cayó, señor, en la lengua filosa de Adelaida, capaz de construir historias siniestras tales como que usted es un sospechoso del asesinato del hombre del 4 C. ¿Dice que El 4 C está desocupado? Le pido que me entienda. ¿O usted cree que Einstein y Freud sólo se carteaban para hablar de la guerra? Además, discutían acerca de las energías de los muertos y de la sugestión de los vivos. Pemítame esta preocupación… el intruso, soberbio y glamoroso, se ha instalado y atropella con historias nuevas. Usted me tranquiliza ahora que va hospedar a todos en el 4 C.  ¿Me dice que a la “Pastu” también? ¿Aunque escupa?

Agradezco que este edificio insolente tenga un portero que permita juntar las historias. 


 

Dos famosos y un gato no

Sergio Gaut vel Hartman

 

Erwin Schrödinger, furioso, aporreó la puerta de la casa de Philip Dick. El escritor tardó tres minutos en abrirla, y cuando lo hizo resultó evidente que estaba hasta las orejas de LSD y anfetaminas.

—No le voy a preguntar qué se le ofrece —dijo Dick en perfecto castellano para que todos los lectores de este cuento puedan comprenderlo— porque en el caso de que pida algo que no tengo quedaré en ridículo.

—¡Mire! —exclamó Schrödinger en el mismo idioma, para mantener la coherencia. Alzó un artefacto registrador de la actividad cuántica. El chirimbolo tenía un cuadrante dividido en campos de colores simétricos y tres agujas de diferente tamaño. Casi de inmediato, la aguja más larga se desplazó al rojo y la más corta al verde, con violencia. La aguja mediana permaneció inmóvil—. ¿Se da cuenta? El RAC indica que usted se robó mi gato.

—Yo solo tengo gatos eléctricos —se defendió el escritor—. Y ovejas, iguanas y canarios eléctricos. No tengo su apestoso gato ragdoll en mi casa. Entre y revise.

—¿Y cómo sabe que mi gato es un ragdoll? —El científico alzó los puños remedando la postura de un boxeador; Dick no se inmutó.

—Usted dejó su gato en la parte posterior del camión de mudanzas, en una caja plástica. Es probable que se lo haya robado el camionero que trajo sus porquerías desde Viena. ¿Consideró esa alternativa?

—No, en absoluto —dijo Schrödinger—. No suelo decir la primera palabra, sino la última, puesto que mi motivación es habitualmente un deseo de protestar o arreglar los problemas...

—Pero no hay gato —replicó Dick encogiéndose de hombros. Y sin hacer más comentarios levantó una tabla del piso del porche y sacó una bolsa—. Como soy vegetariano, tendrá que reformular su famosa teoría con berenjenas, remolachas y zanahorias.

 

 

 

 


 

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