Como Boris Vian tuvo la idea para un cuento
João
Ventura
El pastor se
asombró cuando vio la oveja azul. Se tomó su tiempo para volver con el rebaño
para que nadie más se diera cuenta. Fue al huerto a buscar zanahorias y una col
para hacer la cena, pero la oveja azul no se le iba de la cabeza.
Cuando
volvió a la zona de pastoreo ya tenía tres ovejas azules y dos rojas. Se
preocupó. ¿Podría ser que estuvieran comiendo algo extraño? Examinó
cuidadosamente la hierba que los animales masticaban lentamente y no notó
ninguna diferencia. Durante el día, ya tenía cinco azules y siete rojas. Al
menos no aparecieron otros colores, pensó el pastor.
Esa
noche fue a buscar al veterinario, que examinó las ovejas, pero no encontró
nada extraño en ellas, aparte de su color. Al final de la consulta, aceptó una
copa de brandy y aconsejó al pastor que no se preocupara demasiado, porque
"eso" podría desaparecer.
Un
día, con todo el rebaño ya coloreado, un viajero pasó por la pradera. Caminaba
muy atento a todo lo que le rodeaba, deteniéndose a menudo para escribir en un
pequeño cuaderno que llevaba. Quedó fascinado cuando vio el rebaño.
—Buenas,
me llamo Boris Vian y soy escritor. —Comenzó a hablar con el pastor y
rápidamente llegaran a los colores de las ovejas. Inquirido al respecto, dijo—:
Si le preguntaras a Edwin Hubble, te diría que los rojos se alejan cada vez más
rápido y los azules se acercan, pero los astrónomos están muy lejos de la
realidad. En mi opinión, olvídate del "cómo" o "por qué" y busca
cómo aprovechar este hecho. ¿Se te ocurrió que puedes vender lana más cara de
estas ovejas? Después de todo, ¡ya está teñida! —Y al despedirse, dijo—: Además,
esto me da una idea interesante para un cuento.
El
vicio de la lástima
Joyce Barker
“No es lo mismo tomar una taza de
café al día, que cuarenta. La dosis hace al veneno”—pensaba Joaquín,
acordándose de Paracelso—. Tomó otro sorbo, sentado en su Mini Cooper, en el
estacionamiento de su ahora ex oficina de arquitectura. “No te preocupes, no
necesitaré venderte”. Acarició el volante de su auto color acelga. Lo habían despedido.
“Es mejor así: fueron muchos años diseñando para estas ratas”.
Al volver a su
casa vio que su vecino —parado en la reja— sollozaba; y a pesar de no haberle
hablado antes, lo invitó a tomar un café a su casa: sintió un placer incómodo al
pensar que otros estaban peor que él. El vecino habló sin parar de su
separación; Joaquín sólo escuchó, y no le dijo nada acerca de su despido. “Ven
cuando quieras”, fue la frase culpable que propició las siguientes y reiteradas
visitas del vecino. Cuando sonaba el timbre, sentía que su ánimo descendía, pero
escuchar historias tristes le provocaba placer y un extraño bienestar, a pesar
de su ya extendida cesantía.
Un día, agotado
de recibirlo casi a diario, le pidió que no fuera tanto o, por último, avisara antes;
pero el vecino reaccionó como si lo hubieran traicionado nuevamente. “Superó la
dosis de mi empatía”, pensó Joaquín, cada día más débil; “es como el parásito del
almohadón de Horacio Quiroga: está drenándome”. Pero sentía lástima recordando
las historias que le contaba, que ya no eran de su separación sino tragedias de
otros; esa lástima que lo reconfortaba, haciéndolo sentir afortunado, a pesar de
ya estar sin un peso, en los huesos, ojeroso y con la piel amarilla. A veces,
hasta babeaba. “Le diré que estoy ocupado, que no puedo recibirlo…”, balbuceó intoxicado,
mientras ponía dos tazas en la mesa, ansioso de su dosis diaria.
Por
Mary-Claire
Hernán Bortondello
Conejo capitaneaba la Ray Bradbury,
nave orbital insignia de búsqueda y aniquilación. Lucía el uniforme rojo de las
tropas espaciales y sus peludas manos operaban la pantalla de control holográfica
con velocidad asombrosa. No podía olvidar a Mary dándole el último y cariñoso
saludo por el monitor, quedando luego de pie, estoica, consciente de su suerte.
—¡Malditas
chatarras asesinas y cobardes! —gritó con odio mostrando sus poderosos
colmillos.
Tiempo atrás, la
población androide se había rebelado aprovechando la espantosa pandemia que
diezmó a sus creadores. Antes del año habían acabado con los debilitados
supervivientes y con la especie.
Sin embargo, anticipando
su fin, los humanos dejaron su semilla en una especie inmune a la plaga y que,
según estudios de la genetista Mary-Claire King, se les parecía genéticamente en
un 99%.
Ella ordenó
extraernos de la jungla, rememoró el almirante. Rompiendo reglas éticas y con
presurosa alquimia, introdujo genes de los padrinos en nosotros. Contra reloj, milagrosamente,
logró humanizarnos. Afortunadamente, la suma de las especies fue superior a la
suma de las partes y nuestro coeficiente intelectual evolucionó al de súper
genios.
La gran madrina
capitalizó el imponderable ofreciéndonos la posibilidad de defendernos ante la
amenaza que mas temprano que tarde caería sobre todos los primates. Los quince
mil panhumanos, como nos denominaron, nos pusimos al servicio del Comando
Estratégico Central. Nos entrenaron en navegación aeroespacial y operación de armamento
secreto. Sólo tres meses después despegaba una flota punitiva de mil quinientas
naves rumbo a la órbita terrestre. Abajo, la especie humana sobreviviría apenas
ciento veinte días más.
Hoy es el gran
día, sentenció. Después de dos años de quemar la Tierra con nuestros láseres, yo,
el ex chimpancé que Mary-Claire King apodara Conejo, por su afición a las
zanahorias, comandaré el ataque definitivo al último reducto de los robots.
Sobre
el amor
Claudia Isabel Lonfat
Etelvina me abandonó. Dejó una
tarta de brócoli quemada, como un regalo, y a sabiendas de que no solo odio las
tartas, sino el brócoli. Me pregunto quién, en su sano juicio, puede comer algo
que huele a peste.
Confieso que
siempre fui, y soy, un abogado conservador, por el contrario, Etelvina, una
artista excéntrica, de esas que te llevan puesto ante la mínima duda. Una gata,
nocturna, teatral y repleta de sorpresas; de misterios también.
Le gustaba decir
que no era una “Dalton” más, sino que descendía de John Dalton, y yo aportaba
la ironía de que era una pena, que ella era un derroche de colores: ojos
verdes, pelo rojizo, piel de durazno. En general se enojaba porque pensaba que
no la tomaba en serio. Yo creo que es bastante mitómana, pero eso nunca fue un
problema para mí; estar con ella era como viajar en avión, puro vértigo, miedo,
y placer.
Me doy cuenta
que no puedo hablar de Etelvina sin lograr ubicarla linealmente en un tiempo
verbal, que la nombro en presente y también en pasado, y tampoco puedo procesar
su abandono. Si ahora mismo atravesara esa puerta, yo le preguntaría por el
tiempo, si hay papas o espaguetis, si pagó la factura del teléfono, pero jamás
un reproche, porque no se puede elegir en el amor, define Cortázar, en el
capítulo noventa y tres de su novela “Rayuela”: “como si no fuera un rayo que
te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.”
Y yo me sentía
–me siento–, exactamente así; atravesado, roto, estaqueado, y con ese olor a
brócoli inundándolo todo.
Sin rumbo ni futuro
Sergio
Santa Cruz
El cielo
plomizo, aburrido como en todos los inviernos que no se juega un mundial de
futbol, del cual podamos tener esperanzas de tener una alegría de por vida. Una
tarde gris, fría de zapatillas de lona gastada, sueños postergados, futuro
congelado entre la ilusión y la ignorancia.
Un
perro me mira con lastima, hurga en la basura buscando un hueso, solo encuentra
papeles, botellas y una zanahoria; la muerde sin opción, pero la abandona con
fe canina, sigue su camino. Me comparo y hasta él tiene mas posibilidades de
seguir buscando algo…
Los
albañiles con sus manos ajadas, pantalones polvorientos, su caminar cabizbajo
se suben sin apuro, ni pretensiones a la descolorida pickup; uno grita, esperen, falta el gaucho, falta el José
Hernández; el resto sigue fumando en silencio opaco y cansino.
Sin
mundial, sin trabajo, sin amor, ni futuro, se hace larga la vida en la
recóndita y muda esquina de Salk y Chaco, en un rincón de otro barrio a punto
de ser invadido por el abandono y el falso progreso de las drogas, la quimera
de creerse que un tatuaje te da estatus de rockstar
y que con unos pesos te podés comprar una sidra y así conquistar a esa minita
con ínfulas de vedete de barrio.
El intruso
Gabriela Vilardo
Y
si usted supiera… justo ahí –donde ahora está el portón gris– vivía la “vieja
Pastu”, que escupía al hablar y nos regalaba una calabaza de su quinta todos
los viernes. La aceptábamos porque se podía lavar. En donde estoy parada, Víctor sacaba su Fiat
1500 y a su madre a las nueve de la mañana y los entraba a las tres de la tarde,
a la vuelta del trabajo; y a doña Vicenta, los vecinos le llevábamos comida y
esperábamos que terminara su almuerzo para que el perro no se lo arrebatara.
Usted es incrédulo, pero a ellos los veo cada noche, y desde que llegó el
intruso la vida de este barrio ha cambiado. Sin embargo, el rancho del tanguero
de la esquina parece resurgir y el abogado que construyó ahí dice que Manzi pasa de vez en cuando. ¡No me mire así! Y le agrego
que ya cayó, señor, en la lengua filosa de Adelaida, capaz de construir
historias siniestras tales como que usted es un sospechoso del asesinato del
hombre del 4 C. ¿Dice que El 4 C está desocupado? Le pido que me entienda. ¿O
usted cree que Einstein y Freud sólo se carteaban para hablar de la guerra?
Además, discutían acerca de las energías de los muertos y de la sugestión de
los vivos. Pemítame esta preocupación… el intruso, soberbio y glamoroso, se ha
instalado y atropella con historias nuevas. Usted me tranquiliza ahora que va
hospedar a todos en el 4 C. ¿Me dice que
a la “Pastu” también? ¿Aunque escupa?
Agradezco que este edificio insolente
tenga un portero que permita juntar las historias.
Dos
famosos y un gato no
Sergio Gaut vel Hartman
Erwin Schrödinger, furioso, aporreó
la puerta de la casa de Philip Dick. El escritor tardó tres minutos en abrirla,
y cuando lo hizo resultó evidente que estaba hasta las orejas de LSD y
anfetaminas.
—No le voy a
preguntar qué se le ofrece —dijo Dick en perfecto castellano para que todos los
lectores de este cuento puedan comprenderlo— porque en el caso de que pida algo
que no tengo quedaré en ridículo.
—¡Mire! —exclamó
Schrödinger en el mismo idioma, para mantener la coherencia. Alzó un artefacto registrador
de la actividad cuántica. El chirimbolo tenía un cuadrante dividido en campos
de colores simétricos y tres agujas de diferente tamaño. Casi de inmediato, la
aguja más larga se desplazó al rojo y la más corta al verde, con violencia. La
aguja mediana permaneció inmóvil—. ¿Se da cuenta? El RAC indica que usted se
robó mi gato.
—Yo solo tengo
gatos eléctricos —se defendió el escritor—. Y ovejas, iguanas y canarios
eléctricos. No tengo su apestoso gato ragdoll en mi casa. Entre y revise.
—¿Y cómo sabe
que mi gato es un ragdoll? —El científico alzó los puños remedando la postura
de un boxeador; Dick no se inmutó.
—Usted dejó su
gato en la parte posterior del camión de mudanzas, en una caja plástica. Es probable
que se lo haya robado el camionero que trajo sus porquerías desde Viena.
¿Consideró esa alternativa?
—No, en absoluto
—dijo Schrödinger—. No suelo decir la primera palabra, sino la última, puesto
que mi motivación es habitualmente un deseo de protestar o arreglar los
problemas...
—Pero no hay
gato —replicó Dick encogiéndose de hombros. Y sin hacer más comentarios levantó
una tabla del piso del porche y sacó una bolsa—. Como soy vegetariano, tendrá
que reformular su famosa teoría con berenjenas, remolachas y zanahorias.
Muy interesantes los cuentos y el ejercicio.
ResponderEliminarSaludos para todos