jueves, 27 de enero de 2022

ESPECIAL 150 > 300




La invitación

Joyce Barker


Sísifo subía, sin cesar, una roca hacia la cima de un cerro. Cuando estaba por llegar, la roca caía cuesta abajo, teniendo que subirla de nuevo.

—¡Qué haces! —gritó un enorme pájaro revoloteando sobre su cabeza.

—Qué crees. Subir la piedra hasta la punta del cerro.

—¿Para qué?

—Bueno, es mi deber hacerlo. 

—Parece un castigo más que un deber.

—¿No es lo mismo?

—Claro que no. Me parece que estás perdiendo tu tiempo.

—Mi tiempo es eterno en el infierno.

—¿En el infierno? Esto no es el infierno.

—¿Estás seguro?

—Claro que sí. El infierno queda en otro lugar.

—¿Adónde?

—Abajo, pues. ¿No te lo explicó Zeus?

—Mmm, no; y tampoco me interesa mucho el tema.

—¡Qué arrogante! Te estoy tratando de hacer reflexionar, y parece que no entiendes nada. ¿Estás drogado?

—¡No! ¡Sólo cumplo con mi deber!

—De subir mil veces una roca. ¡Excelente!

—No entiendes nada. 

—Tú tampoco. Bueno, te dejo. Debo quemarme y renacer.

—¿Otra vez?

—Es mi deber —respondió Fénix—.  Ya cumplí 500 años… de nuevo.

—¡Feliz cumpleaños! Pero insisto: No sé para qué haces eso de quemarte. Es ridículo.

—Mira quién habla. En todo caso, venía para invitarte a mi fiesta, pero veo que estarás ocupado. Irán todas las ninfas, por si te animas…

—Qué sádico…


Noticias lejanas

Gastón Caglia


Eran las dos de la madrugada y la voz del locutor se partía en un ronco quejido inentendible. De fondo, como apagando sus alaridos, una marcha militar hacía su entrada con instrumentos de viento altisonantes. 

Augusto ya no podría apartarse del aparato durante el resto de la noche. El amanecer lo encontró con la oreja pegada al parlante de su vieja radio a pilas. Los acordes castrenses sobrevivieron a la luna y luego al Sol que ya se mostraba. 

Los misiles van a caer en breve, sugerimos dirigirse hacia los lugares menos poblados dado que los blancos son las ciudades. Huyan en orden, arenga el locutor. Es una orden con tono de súplica y ambiente de velorio. 

La música se fue apagando poco a poco a las nueve dejando un silencio impropio de aquel invento. Tras media hora de inquieta calma, la quebrada voz del locutor anuncia que dejaran de transmitir pero la frase no pudo ser acabada, una gran descarga de estática fue todo lo que se pudo oír luego. 

Apagó el aparato y se vistió con su overol gris topo de siempre, sonrió y con profunda alegría, se dirigió a su taller a esperar su destino.


Otro final

Guillermo Corte


—¡Tortuga! ¡Ven por favor!  —dijo el escorpión.

—¿Qué quieres? —le preguntó el reptil.

—Necesito cruzar el rio, pero no sé nadar. Si lo hago podre ahogarme. Pronto vendrá la tormenta y estaré seguro del otro lado. Tú puedes nadar, ayúdame a cruzar sobre tu caparazón.

—No creo que sea sensato —le advirtió la tortuga—; eres un escorpión, cuando estés cerca, me picarás y moriré.

Pero el escorpión se defendió diciendo:

—¡De ninguna manera! Necesito cruzar al otro lado. No tengo opción, sé que soy un escorpión, pero no tengo la culpa de lo que me tocó ser.

La tortuga seguía reticente, por lo que el artrópodo le propuso algo:

—Acércate a la orilla y yo en vez de trepar por tus patas, daré un salto y me subiré directamente sobre tu caparazón. Además, no puedo hacerte daño, si te pico, yo también moriré ahogado.

Así fue que la tortuga confió en el escorpión y aceptó trasladarlo. Sin embargo, a mitad del río girando su caparazón lanzó al escorpión al agua.

—¿¡Por qué lo hiciste!?  —preguntó desconcertado el escorpión mientras se hundía.

—Estabas por picarme, me di cuenta —dijo la tortuga— no me culpes, solo me anticipé a los hechos.


Las llaves perdidas

Adriana Pittaro


Se quedó paralizado, no pudo reaccionar por la sorpresa.

Eran SUS llaves y ahora se las habían llevado. Se sintió desolado.

Las había encontrado la tarde de un 3 de agosto, justo frente a la puerta de entrada a su casa. Hacía mucho tiempo. Trece años.

Su primera reacción fue preguntar a los vecinos, luego interpeló a cada transeúnte, hasta que se cansó de las negativas. 

A la tarde siguiente repitió la rutina. Siempre con resultados vanos. Empecinado, continuó haciéndolo cada tarde.

Se acostumbró a llevarlas en el bolsillo y mostrarlas a todas las personas que veía. Pasaron las semanas, los meses, los años y no pudo evitar seguir buscando al propietario. Las yemas de sus dedos conocían de memoria las muescas y protuberancias de cada centímetro de ellas, las acariciaban continuamente dentro de sus bolsillos y se deleitaban con su roce.

Cada aniversario sentía la necesidad de festejarlo. Lo vivía de manera especial, se bañaba y acicalaba y salía a la calle a mostrar las dos llaves, con cuidado porque les tenía cariño. La verdad es que eran preciosas y tenían un brillo seductor. 

Pero ahora ya todo había terminado, nunca más las vería. Se maldijo a sí mismo por haber sido tan tonto. Debería haberse dado cuenta de que ese viejo tenía cara de mentiroso. ¿Cómo después de tantos años va a reconocer unas llaves y aseverar que eran propias? Viejo caradura. Así hubiera sido verdad su pertenencia, a estas alturas ya no le serían útiles porque seguramente tendría unas copias o habría cambiado la cerradura. Evidentemente lo había timado. Estaba indignado y con deseos de llorar.

Cabizbajo regresó a su casa sin poder imaginar en qué ocuparía todas las tardes de los años venideros…


Lisbeth

Iñaki Garzia Furia


Era muy guapa. Y elegante. Una flor tirada en un vertedero, pero su hermana era como una morsa del infierno. Gorda hasta decir basta, mórbida, un ser implacable, verla comer inspiraba terrores infantiles.

Y allí estábamos, mi chica y yo, pasando el domingo.

El marido era aún peor. Un tipo que no se lavaba nunca y que estaba orgulloso de ello.

Pasar un domingo allí era insufrible.

—Steve, ¿cuándo comemos aquíííí? Tengo haaaambreeee.

Era la morsa pidiendo su ración. Y su marido se la servía; nunca entendí la relación que se gastaban esos dos. Un misterio insondable para mí.

Yo me quería ir de allí. Prendí la TV, para distraerme. Estaban las noticias del canal 9. Me gustan las noticias, me tranquiliza saber que hay gente en el mundo pasándolas más putas que yo.

Salí a fumar un cigarro. No estaba con el ánimo para verla comer.

Y entonces la vi. Era una niña de unos cinco o seis años. ¿Qué hacía allí? Me acerqué y vi que estaba atada con una gruesa cadena. Dios mío, pensé, ¿qué grado de degradación era aquello? Lisbeth y Steve tenían allí una niña prisionera. ¿Para qué la querrían? ¿Y qué importaba eso? El caso es que estaba allí.

Pensé en un cuchillo en mis manos degollando a Lisbeth y a Steve y salvando a la niña.


Lo siguiente que recuerdo es un cuarto de interrogatorios de la policía de Los Angeles, con un poli haciéndome preguntas, sobre por qué lo había hecho.

—Mira, niño bonito, la gorda sería asquerosa, pero eso no te da derecho a degollarla como a un cerdo y no me salgas otra vez con lo de la niña, porque allí no había ninguna niña. ¿Estamos?


Sus siete vidas

Sebastián Fontanarrosa


Para mí los mejores templos siempre han sido las plazas. Un día un joven gato negro se sentó a mi lado proponiéndome un trato. "Mis dieciocho años de humano a cambio de sus siete vidas". 

—Cuando cumplí siete años se murió mi padre. —Revelé aquello apenas acepté la propuesta recibiendo un pinchazo de su garra en la yema del dedo. 

—¿Por mala suerte o por mala vida? —preguntó con sarcasmo el felino mientras majestuoso, con la cola bien erguida se retiraba para cruzar la calle. 

—Por mala... —antes de escoger la palabra recordé más cosas que se desbordaron por mis ojos— vida — sentencié destrozado llevándome el dedo sangrante a la boca.

A mitad de calle el felino quedó pasmado. Giró hacia mí con los ojos abiertos de orilla a orilla para después a lomo arqueado resoplarme furioso. 

No podía moverme, solo mi cabeza de derecha a izquierda, siquiera cerré los ojos cuando el camión lo pasó por encima.


Billete de mil

Marina Sosa


Venimos caminando, vemos un billete de mil y lo pisamos. Miramos para un lado y para el otro. El pie atrapa a ese papelito naranjita, finge apagar un cigarrillo, exterminar una hormiga. La cara altiva como para cantar el himno y justo cuando nadie parece ver, nos vamos poniendo en cuclillas, la espalda más derecha que en las clases de yoga, los brazos en posición granadero y el contacto esperado llega: el billete se va acomodando en la palma casi cerrada, los dedos hacen su trabajo y lo van llevando. Allí queda. 

Nos incorporamos, alisamos la ropa, fingimos revisar los bolsillos para dejarlo caer como si nada, rehén absoluto de la situación, para gastarlo seguramente en cualquier nimiedad. Incluso podríamos ser buena gente y comprar facturas de más y repartirlas entre los pobres. Entre los pobres compañeros de oficina, grandes hijos de mil (con perdón del billete) que se quejan de la crisis pero le entran que da miedo al café con leche y a las facturas.

Tengo mil en el bolsillo. 

Yo soy yo y soy vos y soy ellos. 

Entonces somos nosotros los que levantamos ese billete. Yo solo no lo hice, aunque estoy viendo qué comprar. Medialunas de grasa no porque son muy pequeñas y salen lo mismo. Si uno mira bien un buen cañoncito o una berlinesa son más grandes y tienen relleno, pero por qué no preguntar el precio de esa torta que el otro día estaba a doscientos o trescientos cincuenta. 

¡Puta con esto de la inflación, la deuda, el dólar blue, el otro! 

Un gato hay en la panadería, qué asco. 

Aunque viéndolo desde el lado positivo, si hay gato encerrado seguro no habrá ratas, al menos. 

¡Ratas, ratas, ratas! ¡Qué bicho despreciable!



Sin re-medios

Adriana Wirth


—(Con dinamismo). Vamos, vamos, vamos, Mercedes... salimos al aire; ¡ya!

«¡Muy buenos dias! (efusivo); aquí estamos nuevamente para acercarles las noticias más relevantes en… “Afinidad”, la radio que está en sintonía ¡con vos y voz!

«Allá vamos:

«Femis-Oakland: una madre ofrece a su beba en adopción por tener reacciones hiperkinéticas, propinarle golpes con el talón en la boca del estómago cada vez que le cambia el pañal, por emanar olores nauseabundos y por interrumpirle horas de descanso de manera intencional, con llantos y gritos desgarradores entre otras acusaciones. 

«Pupiliuva, Rumania: cuatro pastores de Cárpatos y cuatro de Corb tendrían representación legal para solicitar derechos hereditarios a partir del deceso de su tutor, el conde Barajas Solane, quien habría dejado manifiesta voluntad de lo expresado para que los canes puedan seguir haciendo usufructo del castillo de Zenzieb.

«Con estos ejes de noticias abrimos el debate bajo la consigna: ¿Quién se ocupará del mantenimiento y sustento de los pobres pastores?

«¡Llama ya! ¡Tu opinión nos interesa!

«Radio “Afinidad”... ¡para estar en sintonía!


Diálogo a bordo de un taxi

Sergio Gaut vel Hartman


—Tengo una curiosidad, querido amigo Borges —dijo Franz Kafka—: y ahora que todo ha pasado me permito hacerle la siguiente pregunta, impertinente, y quizá hasta inadecuada. 

—Hágala; soy todo oídos.

—En su fructífera carrera, ¿alguna vez ha incursionado en los procelosos pantanos de la metamicroficción?

—Aunque desconozco por completo el término, sospecho a qué se refiere con ese neologismo —repuso el autor de “El Aleph”—, pero debo responderle que no; para internarse en esos territorios habría que poseer una audacia de la que carezco.

—No obstante, alguien me comentó que en una quimérica velada, a la que asistieron Ana María Matute, Augusto Monterroso, Ambrose Bierce, Ramón Gómez de la Serna y Ernest Hemingway, entre muchos otros grandes, se desarrolló una suerte de competencia en la que usted logró…

—Perdón —interrumpió el taxista—. Estamos frente a Gregor Samsa 1915. ¿Querían llegar a esta dirección o no? —Hizo una pausa que puso incómodos a los escritores y prosiguió—. ¿Pueden pagar, descender de mi vehículo y seguir la charla en la vereda? Yo no tengo la eternidad por delante, como ustedes, y debo seguir trabajando porque aún no he cubierto el alquiler que me cobra el patrón del auto.




 

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