sábado, 9 de abril de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 001

Baptiste Loch, el cazador de monstruos

Alex Padrón García Hernán Bortondello

Sebastián Fontanarrosa


Baptiste había nacido en las tierras bajas de Turbur Kriptos, característica por su vasta cantidad de lagos, lagunas, esteros y pantanales. El frasco de somníferos que había ingerido para suicidarse actuó como un leve relajante. Eso incrementaba su desconcierto. Recordaba los extraños consejos de su abuelo Baratroksu, insertos en profecías perturbadoras para una mente infante. “Baptiste Loch, vivas como vivas, no debes morir. Tu apellido es breve, pero largo e indispensable tu porvenir. Harás un gran amigo llamado Gustav que terminará partiéndote el corazón de manera horrorosa. Con su llegada, el pueblo se eclipsará por el terror. Desapariciones, sangre, muerte. Ese será el misterio que tendrás que develar. Baptiste Loch, de escoger tu inexistencia, siempre hallarás un nuevo amanecer. Mas fuerte serás, pero el sol se debilitará.”

Después de lo ocurrido estaba seguro que la policía iría a su busca, y en caso de haber fallado con la sangrienta neutralización también se apersonaría su amigo Gustav para devorárselo sin remordimientos.

De pronto, las balizas azulinas iluminaron la enmalezada casona. Escuchó un par de portazos, escuetos diálogos por handy, cuatro enérgicos golpes a la puerta, y para concluir el anuncio de rigor. ¡Policía! ¡Abra la puerta!

Con ánimos de huir, Baptiste corrió hacia la ventana, pero no logró abrirla por lo que presenció. Un hombre con cabeza de cocodrilo pendía boca abajo con un arpón clavado en el pecho, y los musculosos brazos parduscos, inhumanos, abiertos en señal de macabra bienvenida. No levitaba, se aferraba de las ramas de la sequoia con una poderosa cola prensil. Se miraron a los ojos por varios segundos hasta que la alimaña se precipitó arremetiendo contra los oficiales. El ángulo del ventanal no dejaba ver nada. Se escucharon gritos, dos disparos y un último alarido que desgarró los umbrales del dolor físico y emocional más profundos.

 

Gustav, había llegado un año atrás a Gorsul para ocupar el puesto de guardaparque en la reserva “Pantanal de Kriptos”, vacante desde que los restos semidevorados de Ánodas Bordacoglu fueran descubiertos por su anciano amigo, el cazador furtivo Girolais Nadusk.  Ambos se conocían desde la infancia y los chismes aseguraban que hasta participaban juntos en cacerías ilegales. Nadusk insistía con que sólo un demonio podría haber tumbado a su compañero del bote.

Gustav Vatsug había caído bien en aquella comunidad. Joven, atlético y de genio alegre, trabajaba de sol a sombra en los solitarios humedales. Vivía en el quinto piso de un modesto apart hotel del que Baptiste era conserje nocturno. Como Gustav era el único huésped permanente pronto los muchachos se hicieron muy amigos. Compartían frecuentemente el café viendo peleas de boxeo en el televisor de la recepción. Incluso Taira, la novia de Baptiste, lo invitaba a cenar con ellos en su casa frente al lago Kiador, pletórico de vida silvestre.

Luego de unos meses, el conserje notó que el guardaparque comenzaba a evitarlo. Volvía muy tarde al hotel, apenas lo saludaba y no bajaba para ver box.  Aquella actitud injustificada hizo que Loch lo llamara una noche al interno de su cuarto y lo invitara a beber el domingo próximo. Llegado el descanso semanal, mientras escanciaban una cerveza helada, Baptiste fue al grano y le preguntó qué ocurría. Su amigo, con expresión triste, le confesó que no soportaba más la vida que llevaba y que el instinto lo había guiado hacia el único que podría ponerle fin a su tormento. Entonces, Vatsug, reveló a un incrédulo Loch el secreto de su propia familia: que por cada generación de la estirpe Baratrosku nacía un cazamonstruos. Baptiste era uno y Gustav deseaba que él lo matara por venganza. Lo obligaría destrozando su corazón.

Gustav trató de marcharse, pero todo alrededor daba vueltas como un tiovivo y terminó derrumbándose sobre la mesa de centro.

—No vas a romper mi corazón —murmuró Baptiste—. Mi abuelo me previno. Aún no te amo, así que lo mejor es saltarnos los tragos amargos.

Baptiste recogió la botella de cerveza volcada y la vació en el fregadero. Luego hizo lo mismo con la suya, de la que no había tomado ni un trago. Gustav boqueaba hecho un ovillo en el suelo, presa del veneno que lo paralizaba. Loch vio el miedo en sus ojos, cuando se acercó con el arpón en la mano.

—Mejor es que rompa yo el tuyo primero —musitó, antes de sostenerlo boca arriba e insertar el acero en el pecho de Gustav, entre la segunda y la tercera costillas. El hombre abrió la boca en un grito silencioso, en tanto sus ojos se vidriaron. Baptiste se apoyó en el mango y lo contempló de cerca mientras moría, respirando cada aliento, hasta el último. Luego, lloró.

Le había mentido. Lo había amado desde que el abuelo anunció su llegada. También había planeado este momento desde la meticulosidad de muchos años. Abrió la trampilla en el suelo y lanzó el cuerpo sin vida de Gustav al pantano, que discurría bajo el apart hotel. Subió a su habitación, atrancó la puerta y engulló el frasco de somníferos. Pero todo salió mal.

Luego de que el reptiliano se precipitase sobre los oficiales e imperara el silencio por casi media hora, Baptiste encontró el valor para descender a la planta baja. Allí, Gustav se había arrancado a dentelladas la piel llena de escamas. En su pecho desnudo había una cicatriz reciente.

—No al pantano, amor mío. Nunca me regreses ahí —dijo, con su sonrisa de caimán.


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