Baptiste Loch, el cazador de monstruos
Alex Padrón García Hernán Bortondello
& Sebastián Fontanarrosa
Baptiste
había nacido en las tierras bajas de Turbur Kriptos, característica por su
vasta cantidad de lagos, lagunas, esteros y pantanales. El frasco de somníferos
que había ingerido para suicidarse actuó como un leve relajante. Eso incrementaba
su desconcierto. Recordaba los extraños consejos de su abuelo Baratroksu,
insertos en profecías perturbadoras para una mente infante. “Baptiste Loch, vivas como vivas, no debes
morir. Tu apellido es breve, pero largo e indispensable tu porvenir. Harás un
gran amigo llamado Gustav que terminará partiéndote el corazón de manera
horrorosa. Con su llegada, el pueblo se eclipsará por el terror.
Desapariciones, sangre, muerte. Ese será el misterio que tendrás que develar. Baptiste
Loch, de escoger tu inexistencia, siempre hallarás un nuevo amanecer. Mas
fuerte serás, pero el sol se debilitará.”
Después
de lo ocurrido estaba seguro que la policía iría a su busca, y en caso de haber
fallado con la sangrienta neutralización también se apersonaría su amigo Gustav
para devorárselo sin remordimientos.
De
pronto, las balizas azulinas iluminaron la enmalezada casona. Escuchó un par de
portazos, escuetos diálogos por handy, cuatro enérgicos golpes a la puerta, y
para concluir el anuncio de rigor. ¡Policía! ¡Abra la puerta!
Con
ánimos de huir, Baptiste corrió hacia la ventana, pero no logró abrirla por lo
que presenció. Un hombre con cabeza de cocodrilo pendía boca abajo con un arpón
clavado en el pecho, y los musculosos brazos parduscos, inhumanos, abiertos en
señal de macabra bienvenida. No levitaba, se aferraba de las ramas de la sequoia
con una poderosa cola prensil. Se miraron a los ojos por varios segundos hasta
que la alimaña se precipitó arremetiendo contra los oficiales. El ángulo del
ventanal no dejaba ver nada. Se escucharon gritos, dos disparos y un último alarido
que desgarró los umbrales del dolor físico y emocional más profundos.
Gustav,
había llegado un año atrás a Gorsul para ocupar el puesto de guardaparque en la
reserva “Pantanal de Kriptos”, vacante desde que los restos semidevorados de
Ánodas Bordacoglu fueran descubiertos por su anciano amigo, el cazador furtivo
Girolais Nadusk. Ambos se conocían desde
la infancia y los chismes aseguraban que hasta participaban juntos en cacerías
ilegales. Nadusk insistía con que sólo un demonio podría haber tumbado a su
compañero del bote.
Gustav
Vatsug había caído bien en aquella comunidad. Joven, atlético y de genio
alegre, trabajaba de sol a sombra en los solitarios humedales. Vivía en el
quinto piso de un modesto apart hotel
del que Baptiste era conserje nocturno. Como Gustav era el único huésped
permanente pronto los muchachos se hicieron muy amigos. Compartían
frecuentemente el café viendo peleas de boxeo en el televisor de la recepción.
Incluso Taira, la novia de Baptiste, lo invitaba a cenar con ellos en su casa
frente al lago Kiador, pletórico de vida silvestre.
Luego
de unos meses, el conserje notó que el guardaparque comenzaba a evitarlo.
Volvía muy tarde al hotel, apenas lo saludaba y no bajaba para ver box. Aquella actitud injustificada hizo que Loch
lo llamara una noche al interno de su cuarto y lo invitara a beber el domingo próximo.
Llegado el descanso semanal, mientras escanciaban una cerveza helada, Baptiste
fue al grano y le preguntó qué ocurría. Su amigo, con expresión triste, le
confesó que no soportaba más la vida que llevaba y que el instinto lo había
guiado hacia el único que podría ponerle fin a su tormento. Entonces, Vatsug,
reveló a un incrédulo Loch el secreto de su propia familia: que por cada
generación de la estirpe Baratrosku nacía un cazamonstruos. Baptiste era uno y
Gustav deseaba que él lo matara por venganza. Lo obligaría destrozando su
corazón.
Gustav
trató de marcharse, pero todo alrededor daba vueltas como un tiovivo y terminó
derrumbándose sobre la mesa de centro.
—No
vas a romper mi corazón —murmuró Baptiste—. Mi abuelo me previno. Aún no te
amo, así que lo mejor es saltarnos los tragos amargos.
Baptiste
recogió la botella de cerveza volcada y la vació en el fregadero. Luego hizo lo
mismo con la suya, de la que no había tomado ni un trago. Gustav boqueaba hecho
un ovillo en el suelo, presa del veneno que lo paralizaba. Loch vio el miedo en
sus ojos, cuando se acercó con el arpón en la mano.
—Mejor
es que rompa yo el tuyo primero —musitó, antes de sostenerlo boca arriba e
insertar el acero en el pecho de Gustav, entre la segunda y la tercera
costillas. El hombre abrió la boca en un grito silencioso, en tanto sus ojos se
vidriaron. Baptiste se apoyó en el mango y lo contempló de cerca mientras
moría, respirando cada aliento, hasta el último. Luego, lloró.
Le
había mentido. Lo había amado desde que el abuelo anunció su llegada. También
había planeado este momento desde la meticulosidad de muchos años. Abrió la
trampilla en el suelo y lanzó el cuerpo sin vida de Gustav al pantano, que
discurría bajo el apart hotel. Subió
a su habitación, atrancó la puerta y engulló el frasco de somníferos. Pero todo
salió mal.
Luego
de que el reptiliano se precipitase sobre los oficiales e
imperara el silencio por casi media hora, Baptiste encontró el valor para
descender a la planta baja. Allí, Gustav se había arrancado a dentelladas la
piel llena de escamas. En su pecho desnudo había una cicatriz reciente.
—No
al pantano, amor mío. Nunca me regreses ahí —dijo, con su sonrisa de caimán.
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