Uno de matones
Antonia Pasqualino Silvia Scheinkman
& Sergio Gaut vel Hartman
Salí del aeropuerto imaginando que Alcira me esperaba junto a la estatua de la Madre Teresa, como habíamos convenido, pero no estaba; había enviado a Ulf, el hombre de confianza de su padre, a quien siempre imaginé, más que guardaespaldas, como sicario del viejo.
—Jehová corrige al que ama —cité caminando hacia él resueltamente—, como el padre al hijo a quien quiere.
—¿Qué tengo que ver con esa estupidez bíblica? —dijo el matón mientras movía la mano de un modo que me hizo pensar que se estaba burlando de mi erudición—. El viejo me ordenó que lo escoltara hasta su casa, no sea cosa que se pierda.
—¿Su casa de él o su casa la mía? ¿Cómo podría perderme de camino a mi casa?
—No se haga el chistoso. Algunos se han perdido en su propio
dormitorio —respondió enigmáticamente—. Además, me sé toda la Biblia de
memoria.
Me
sentí aliviado con su presencia. El camino hacia el sector europeo de la ciudad
nos obligaba a atravesar zonas abigarradas de gente con sus mercancías en plena
calle y tránsito que podía detenernos por horas. El hacinamiento, la enfermedad
y muerte generados por la cantidad innumerable de indigentes, de leprosos
moviéndose con dificultad entre todos, me aterraba más que la figura del mismo
Ulf.
Que el
padre de Alcira lo hubiera enviado a él para escoltarme, si bien era una
advertencia para que no avanzara más, un sutil mensaje sobre mis intentos de
enfrentarme a sus mandatos, era también una muestra de su intención de
cuidarme. Y esto era lo que más me tranquilizaba: el viejo no sospechaba nada.
― ¿Y
cómo es que conoces tan bien la Biblia? ―pregunté, acomodándome en el asiento
mientras salíamos del estacionamiento.
―No siempre
fui musulmán, mis padres eran católicos.
Un buen
dato a tener en cuenta. Uno nunca sabe dónde puede encontrar aliados.
Las
influencias que el dinero del viejo movía eran más que suficientes para
asegurar el triunfo a los musulmanes en las próximas elecciones, a pesar de ser
minoría. Y yo debía impedirlo.
Lo
lamentaba por Alcira. Era una buena chica, no había tenido más remedio que
seducirla para acercarme a él. Pero uno tiene que hacer lo que tiene que hacer.
Ya estaba cerca el día en que concretaría el plan: terminar con el viejo dejaría
libre el camino para la oposición.
―¿Y
usted? ―preguntó Ulf, mirándome por el espejo con un ojo.
―¿Yo?
Vengo de familia protestante, pero no soy muy religioso.
―No sé
cómo van a aceptar que se case con Alcira. Ellos son musulmanes y aunque la
hayan dejado ir a estudiar al extranjero, eso no significa que le van a dar
tanta libertad.
—No se
preocupe, uno hace por amor cosas que nunca creyó ser capaz de hacer —le contesté
con voz firme.
—¿A qué
se refiere? —me preguntó intrigado.
—Me
convertiré a la religión musulmana. He dedicado todo este tiempo a estudiar el
Corán. Será una sorpresa agradable para toda la familia de Alcira.
—¿Está
seguro? —dijo como quién no puede dar crédito a lo que escucha.
—Pregúntame
lo que quieras, mientras llegamos —le propuse en tono desafiante.
Mientras
conducía, me iba indagando sobre cuestiones puntuales del libro magno de la
religión musulmana y su asombro crecía al recibir las respuestas.
Cuando
llegamos a la casa, el sorprendido era yo. Me encontraba frente a un verdadero
palacio. La reja se abrió de forma automática y Ulf ingresó directamente con el
auto hasta el garage. Una vez que hubo estacionado, me invitó a bajar y me
condujo hacía el hall principal de entrada a la casona. Allí un mayordomo me
abrió la puerta y me indicó que me sentara en uno de los aterciopelados
sillones del living. Deslumbrado por el lujo que me rodeaba
atiné a decirle:
—Vengo
a visitar a la señorita Alcira. ¿Podrá recibirme?
—Ya lo
anuncio, señor, la señorita lo está esperando junto a su padre —me contestó muy
amablemente y se retiró de mi vista.
En unos
instantes, estaban frente a mí. Enseguida capté la mirada inquisidora del
viejo, pero traté de hacerme el distraído y le dije:
—Es un
placer para mí conocerlo personalmente. ¿Cómo se encuentra su señora esposa?
—Muy
bien, está con los preparativos para la cena... porque me imagino que nos hará
el honor de cenar con nosotros.
—Sí por
supuesto, el honor es mío. —Esta invitación podría acelerar mis planes. De
repente vino a mi mente el frasquito con gotero que guardaba en el bolsillo
interior del saco. ¿Tendría oportunidad de verter el contenido en la copa del
anciano? No logré progresar demasiado en la elaboración de la estrategia porque
Alcira, contemplándome con una dulzura incomparable, me invitó a sentarme a su
lado. No dijo nada, solo desvió la mirada hacia el costado y obedecí sin
chistar.
—Me
dice mi hija —largó sin anestesia Amin Ben-Azar ibn Shaprut— que usted está a
punto de ingresar en la única religión verdadera.
—En
efecto, señor —respondí—. Por fin he comprendido el sentido de las enseñanzas
del Profeta.
—¿Y
sabe usted cómo hemos podido mantener nuestra fe a lo largo de catorce siglos?
—El gesto del anciano se endureció en inversa proporción a la sonrisa de
Alcira.
—No
—respondí sin saber hacia dónde apuntaba.
—Eliminando
a los enemigos del Islam.
Y con
el mayor desparpajo, Ulf tomó el frasquito de mi saco y lo vertió en mi copa.
Muy bueno, disfruto los desenlaces inesperados.
ResponderEliminarMuy bueno.
ResponderEliminarMuy bueno. Muy bien escrito. Atrapante desde el principio.
ResponderEliminarFelicitaciones.
Excelente!
ResponderEliminar¡Bravo! Los cuentos cortos merecen finales sorpresas. En lo personal, hubiese hecho que Alcira lo estrangulase con una cuerda.. Aunque, de hecho, ni siquiera hubiese podido estar presente: en las casas musulmanas las mujeres están recluidas en el harem mientras los hombres hablan y más si van a hacer una propuesta de matrimonio. En mitad del cuento pudiera señalarse que iba a estar presente como algo extraordinario, en aras de la coherencia.
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