Detrás de las paredes
Alicia Álvarez Laura Irene Ludueña
& Alejandro Bentivoglio
Graciela observó el empapelado de la casa por segunda vez. La primera había sido por casualidad, porque se había distraído cuando el mayordomo le trajo la taza de té. Pero ahora dirigió sus ojos específicamente hacia allí, donde esos abominables diseños geométricos se reproducían una y otra vez, en un bucle interminable. Sin embargo, eso no era lo que llamaba su atención. La cuestión era que la pared misma parecía palpitar, como si algo latiese debajo del empapelado. Como si algo hubiese sido atrapado allí y ahora estuviese tratando de escapar. Pero no era algo pequeño, como un insecto o una rata. Las paredes respiraban rítmica, desesperadamente, como si una enorme criatura estuviese queriendo abrirse paso. Romper el empapelado, la pared misma como si se trataran de unas costillas molestas. Graciela pensó en preguntarle a la anfitriona, Helena, si ella estaba viendo lo mismo, pero la vio enfrascada en la conversación con el resto de sus amigas. El mayordomo se acercó para preguntarle si quería algo y notó que él también lo había visto.
—¿Es cierto, no? —preguntó Graciela.
El mayordomo asintió. Pero dijo en voz muy baja que no podía hablar al respecto. La señora creía que nada sucedía en la casa y que aquel era el mejor lugar del mundo. De nada hubiese servido decirle algo. Ella lo negaría para salvar su propia cordura.
Alfredo, el mayordomo, retiró delicadamente la bandeja y evitó hacer contacto visual con la invitada Sus mejillas se enrojecieron y al traspasar la puerta de la cocina se desprendió el botón superior de la camisa del uniforme para recuperar el aliento. Estaba perturbado. Nunca antes las paredes “se habían manifestado” a otra persona que no fuese él. No temía por la señora Helena, a ella no le gustaban las complejidades, era superficial y pacata.
Helena y Augusto, su esposo fallecido hacía un par de años, se habían alojado en esa casona hacía dos décadas, al concretar un matrimonio tardío, según los arreglos de la familia de Helena. Pero Augusto y Alfredo se conocían de toda la vida, y el contrato matrimonial contenía la condición de nombrar a Alfredo como mayordomo. Así transcurrió la vida, hasta que Augusto falleció de forma imprevista, dejando a la viuda a merced de quien llevaba las riendas de la casa.
“El corazón delator” es un cuento de terror de Edgar Allan Poe. Imposible no asociarlo con lo acontecido la tarde de las visitas. Provenía de las paredes contiguas a la sala, del lugar en el que funcionaba el estudio de Augusto y donde pasaba sus largas tardes. En el relato de Poe, las palpitaciones eran el testimonio de un asesinato. En este caso era todo lo contrario.
La perturbación de Alfredo lo llevó a repasar el secreto nunca confesado: ese cuarto había sido el recinto donde transcurrían encuentros fogosos y pasionales de Augusto y Alfredo. Un vínculo secreto, prohibido, del cual ahora se reproducían los latidos detrás de las paredes no de uno, sino de dos corazones palpitando de furia y pasión, ecos del amor clandestino.
Graciela no podía quitarse de la cabeza la imagen que había visto en casa de Helena. Hacía años que todos los jueves la visitaba para tomar el té y charlar como cuando eran niñas. Estaba en el extranjero cuando Augusto falleció. Temía que Helena, acostumbrada desde siempre a que otro se haga cargo de las cosas, fuera superada por la situación. Siempre había sido como una figurita decorativa. No hacía nada, ni tenía hijos, ni frecuentaba a la familia. Augusto se encargaba de todo. Desde llevarla al médico hasta comprarle ropa (incluso interior). Sin embargo, Helena actuaba como si nada hubiese pasado. Seguramente, pensó, ahora Alfredo supliría al marido ausente.
Pensando en ello Graciela recordó al querido Augusto. Bueno, generoso, afectuoso hasta con Alfredo. Sabía que eran amigos desde jóvenes a pesar de pertenecer a círculos sociales diferentes. Por eso, no la sorprendió verlo en su rol de mayordomo. Pensó en proponerle un encuentro, necesitaba saber qué pasaba en la casa de su amiga.
Se encontraron en el parque, Graciela lo notó delgado, triste. No alcanzó a preguntarle nada porque Alfredo, empezó a hablar como un dique desbordado. ¿Augusto y él? ¿Que la pared se movía al ritmo de sus corazones demostrando que la muerte no es un final? Alfredo calló mirando a Graciela con lágrimas en los ojos. Ella también lloraba, lo abrazó emocionada y se marchó en silencio. Ahora entendía por qué Augusto siempre había rechazado su amor.
Romántico y muy triste, pero fascinante.
ResponderEliminarMe gusto la historia, es interesante. Como observación: muchas terminaciones iguales y repeticiones, cosas que se pueden resolver
ResponderEliminarBuen trabajo
El empapelado, la metáfora de la "piel de la pasión" o viceversa. La historia está bien construidas, lo que en particular no me gustó fue lo de citar el ejemplo del cuento de Poe. A veces creo yo que con estas citas se corre riesgo de debilitar el universo de la obra. A mí en lo personal en vez de causarme un efecto inmersivo me desapegó. Lo demás me gustó.
ResponderEliminarSaludos al equipo de trabajo.
Coincido con Sebastían, y de hecho pensé desde los primeros párrafos en "Ratas en las paredes" de Lovecraft que en el corazón delator. La referencia a Poe sobra, máxime si tenemos en cuenta que (lamentablemente) no todos los lectores tienen que conocerlo por fuerza. Aun así, es curioso cómo tornaron algo que parecía de terror en su opuesto: es un cuento que merece una reescritura para que quede más redondito.
ResponderEliminarMe gustó. Con respecto a lo de Poe, pienso lo mismo, que no era necesario. Y esto me hace comprender mejor cuando me han hecho críticas, (no acá), con respecto a algunos de mis cuentos en los que meto a otros autores. Ahora entiendo mejor de que el cuento puede tener peso propio y éste lo tiene, aun sin esa refrencia.
ResponderEliminarEdito: referencia.
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