miércoles, 30 de junio de 2021

FOTOGRAFÍAS

 Joyce Barker Bucat

—María, las tuyas no están saliendo; esta es la tercera, y mira. Debe ser mi teléfono, que ya está viejo —reclamó Ana, mirando su costoso celular comprado hacía menos de un año.

—¿A ver? —dijo María, mirando las fotos. —Qué extraño ¿y solo las mías salen desenfocadas? Prueba con mi teléfono —insistió.

Ana sacó una foto nueva con el otro teléfono, pero el intento tuvo el mismo resultado: una foto borrosa, con la cara distorsionada, como si fuese un dibujo de carboncillo que alguien intentó borrar con la mano. Tras el rostro desfigurado de su amiga, el paisaje parecía no prestar atención a lo que sucedía, y se mantenía incólume.

—No, mejor no sigamos con esto —dijo Ana, devolviéndole el teléfono—. Al menos, las que saqué el fin de semana en la casa de Jorge, salieron bien. ¡Mira! —Ana mostró las fotos que se sacaron después de meterse un papelito cuadrado bajo la lengua—. ¡Qué grandes se ven tus pupilas! Bueno, las de todos. Pero mira esta: ¡Tus ojos claros se ven negros! ¡Qué rara te ves!

—Baja un poco, parece que no te he mostrado las fotos que yo te he sacado. A ver si te sigues riendo —dijo María.

—Sí, sí. ¡Qué seria! Relájate. Son bromas —Ana prosiguió—. ¡Mira esta! Jajaja. —Le mostró un close up de su cara.

—En realidad parezco un bodrio —dijo María, riendo; y siguió viendo las fotos que Ana había sacado—. ¿Viste esta? —le preguntó, mientras miraba una en la que aparecían siete personas—. ¿Cuántos éramos?

—Seis. ¿Por? —respondió Ana, mirando de reojo la foto que estaba viendo María.

—Y este, ¿quién es? —dijo María, mostrando a un hombre que se asomaba por detrás del grupo de amigos—. Mmm. Debe ser Tomás, el vecino de Jorge. Siempre me cuenta que va a su casa.

—No me fijé, en realidad —murmuró Ana.

—Bueno, a quién le importa, ¿seguimos? —dijo María, como si se hubiera olvidado de todas las fotos borrosas que Ana ya le había sacado ese día—. Sácame una así —dijo, mientras se acomodaba el pelo hacia un lado y miraba al vacío, fingiendo una pose casual.

—No, no hay caso. Mira…

—Bueno, no importa. Llamemos a Jorge. Quiero saber si es Tomás el de la foto.

 

—¡Hola Jorge! Estuvo entretenido el fin de semana en tu casa. ¿Tomás también se tomó un ácido?

—Hola María. ¿Tomás? No lo he vuelto a ver desde que estoy medicado.

—¿Cómo es eso?

—Tomás no existe. El psiquiatra me lo explicó bien. Por eso no quise darme el sábado —dijo tranquilamente, mientras miraba las pastillas sobre el velador—. Me acuerdo que en esa época alucinaba con que no podía sacarme fotos porque salían borrosas, y era Tomás que no quería que yo saliera en las fotos. Me decía que después se lo iba a agradecer. Era rarito el tipo, pero buena onda —dijo observando el retrato en carboncillo que había hecho de él. Ya hacía un mes desde que se había ido; o más bien, desaparecido de la vida de Jorge—. ¿Me dices que salió en la foto? ¡Si nunca lo conociste!

—Pero debe ser él ¿no? ¿No es el que sale en el cuadro de tu pieza? Bueno... no importa. Estoy con Ana; nos estábamos acordando del fin de semana en tu casa. Nosotros seis más tu amigo imaginario, Tomás —concluyó riendo—. Qué manera de cagarme las neuronas; la próxima vez, bajaré la dosis: fue excesivo. ¿Se quedaron en tu casa las gemelas con el primo?

—María… estábamos nosotros dos solamente. ¡Qué volada te pegaste! —terminó diciendo entre risas, y continuó—. ¿Con quién dijiste que estás?



sábado, 26 de junio de 2021

ESPECIALISTA EN FRACASOS

 Claudia Isabel Lonfat, Patricio Bazán, 

Oscar De Los Ríos & Sergio Gaut vel Hartman


Una gota solitaria se estremecía sobre la superficie del marbete plástico prendido en la solapa de su traje. La limpió, distraído. "Dr. Fernando Villegas - Area de Psiquiatría", rezaba la inscripción, y él la repetía en susurros una y otra vez, como si debiera aprendérsela de memoria para no olvidar quién era hasta ese instante. Mientras conducía de regreso al hospital en un auto alquilado, pensó en lo que le esperaba allí. Había sido despedido por la directora, una mujer fría e insensible que invariablemente privilegiaba su carrera, lo que ella consideraba el éxito en su carrera, antes que cualquier otra cosa. Y a pesar de que estaba al corriente de esos rasgos nefastos, de todos modos se sentía humillado, vacío, inservible, por lo que no tardó en derramar grandes y aceitosas lágrimas que resbalaron por sus mejillas y le mojaron la camisa y los brazos. No conocía a nadie como él, capaz de llorar hasta la deshidratación. Pensó en toda la situación y en lo fácil que le hubiera resultado ser actor dramático de novelas de TV, de esas que se perpetúan en el tiempo, eternas, de muchas temporadas, que mantenían atrapados a los televidentes a pesar de lo ridículo de la trama, y donde la vida de los protagonistas sucedía, casi en su totalidad, en ese hospital donde trabajaban, como si no tuvieran nada que hacer fuera de él. ¿Acaso no era así? En ese momento deseó tener una familia. Qué irónico podía ser hasta con sus propios pensamientos, cuando deseaba cosas que en realidad no quería. Justo él que jamás respetó a ninguna mujer, ya sea porque le parecían tontas, superficiales o porque querían estar por encima de él y ser más exitosas en sus carreras; odiaba a las mujeres competitivas que se apoyaban en su supuesto feminismo y poderío sexual para aplastar hombres, pero también odiaba a las sumisas geishas que solo buscaban complacerlos, y escondían un rosario de quejas y odio hacia el macho, al que no dudarían en matar si tuvieran las agallas para hacerlo. Miró por el espejo retrovisor y vio que dos caritas risueñas se asomaron como títeres en un teatrillo de plaza, y le hicieron morisquetas desde el asiento trasero. Imbuido por esta imagen feliz giró la cabeza hacia el asiento del acompañante buscando la presencia que completara la escena; pero solo encontró una boca negra, de esas que todo lo devoran. Espantado, volvió la vista a la vía con el tiempo justo para acelerar y cruzar la bocacalle sin ser embestido por el vehículo que había acelerado para pasar antes que él. La puteada le llegó nítida.

—¡Mirá por dónde vas, la puta que te parió!

Otra muestra de que su futuro se escurría como agua servida por un sumidero.

Por desgracia, todo lo que había sucedido parecía aún más inverosímil que una ficción: era su vida, una contundente realidad transmitida en directo, sin posibilidad de reescrituras ni un director que grite “¡Corten!”.

Cuando no tuvo más remedio que detenerse por culpa de un semáforo en rojo, aprovechó para extraer un pañuelo de papel y secarse el rostro, el cuello y las manos. Odiaba toda aquella situación infernal. Llevaba apenas tres meses de casado, cuando descubrió que vivía una farsa. Su esposa lo engañaba con el dueño de la tienda de licores, y estaba seguro de eso porque lo había visto con sus propios ojos. Si tan solo esa noche, luego de la guardia de veinticuatro por veinticuatro, hubiera vuelto a su casa... Pero no, tuvo que hacerle caso al enfermero Rodríguez y seguirlo hasta ese antro. En la puerta tuvo un mal presentimiento, que se confirmó adentro. Los pecadores estaban enroscados como serpientes en ese bar mugriento, de esos con prostitutas menores de edad, juego clandestino y otras perversiones. ¡Un melodrama del carajo! Pero cuando vio que Arnoldo Regalbuto introducía su lengua horrenda y anormal, sin frenillo, en la boquita de Yoko, enloqueció; fue como ver al diablo, al mismísimo Gene Simmons aplastando tiernos pollitos con sus pies, mientras una multitud frentica saltaba y se sacudía pidiendo más… más… más. Ebrio de alcohol y locura dio unos cuantos pasos tambaleantes. Tomó lo primero que encontró a mano y allí terminaban sus recuerdos, como si una fuerza desconocida lo dominara. Su vida siempre fue eso: ¡Un maldito puzzle al que le faltan piezas!

Pero ese no fue el único episodio tenebroso de las últimas horas. No solo había matado a Arnoldo y a Yoko. El negro al que había golpeado con una barra de hierro, según le contó el policía que no lo dejaba solo ni por un momento, luchaba para no dejar este mundo y antes o después tendría que enfrentar la realidad más dura de todas: lo habían despedido del empleo en un momento en que la desocupación alcanzaba cifras alarmantes.

—¿Se da cuenta? —le dijo, mirando la lluvia que se escurría lentamente por la ventanilla del vehículo—. Quien sea que haya escrito el guión de mi vida debería haberla titulado “Especialista en fracasos” en mayúsculas, en la portada del libreto, de modo que no hubiera confusiones. —Giró la cabeza para mirar directamente a los ojos de su guardián—. Y no, no se trata de una comedia —remarcó—. Es una puta tragedia, ¿sabe?

El suboficial Ramírez carraspeó antes de preguntar. Estaba acostumbrado a ver cuerpos mutilados, destruidos o descompuestos, y si bien la escena del crimen era bastante corriente, incluso para esos tugurios del bajo de la ciudad, le llamaba poderosamente la atención la tremenda cara de boludo del asesino. Parecía un chiste.

—¿No se acuerda de nada por la borrachera? No me joda, doctor…

Ramírez visualizó en su mente los tres cuerpos; el hombre y la mujer muertos al instante, y el otro, el cuerpo del negro aún palpitante en el suelo. El rostro de la mujer, Yoko, le había recordado a la protagonista de un viejo crimen, un clásico en sus tiempos de estudiante y del cual habían hecho una película, y hasta una remake. Yoko tenía tajeados ambos extremos de su boca, dándole un aspecto de risa siniestra, como “La dalia negra”

Fernando sonrió, y lo sacó de sus pensamientos, pero no podía dejar de tararear “All my love” de Led Zeppelin, la canción que sonaba una y otra vez en el bar, hasta que alguien apagó el sonido.

—Quizá aquello ocurrió fuera de cuadro, por eso no me enteré. Deberíamos consultarlo con el guionista para ver qué nos revela de la trama.

―¡Jajaja! Perdón, doctor, pero esa sí que es buena ―disparó Ramírez sin poder contenerse―. ¡Somos personajes en un guión escrito por Dios, jajajajajaja!

Fernando se paralizó, aterrado. Contempló al otro con mirada de loco, incapaz de seguir razonando con claridad. No le gustaba que lo llamara doctor, y mucho menos con ese tono de burla exagerada y gesticulando tanto. Hasta podría jurar que sus ojos brillaban de una manera inusual o eran demasiado oscuros, como cuando la luna se refleja en aguas empetroladas, mostrando un abismo oscuro de muerte.

—¡Espere! ¿Qué hace acá, en el asiento del acompañante? ¡Usted no existe, Ramírez, mi culpa lo materializa, solo eso!

La risa murió tan abruptamente como había surgido.

—¿Dice que yo no existo? ¿Qué necesita para que le demuestre lo contrario?

Fernando se revolvió nervioso en el asiento hasta que surgió una idea.

—De acuerdo. Convénzame. Dígame qué soy. Le doy tres alternativas. Un médico que mata más pacientes de los que salva. Un actor que interpreta a un médico en una serie de TV. Un demente que acaba de cometer su noveno asesinato e imagina que es médico o actor de TV y está siendo conducido a la comisaría por un suboficial apellidado Ramírez. Elija y demuestre su existencia. —Se produjo un lento y largo silencio, roto únicamente por los sonidos de la calle―. ¿Qué le pasa Ramírez, lo dejé mudo?

Ramírez ni siquiera escuchó la pregunta, estaba perdido en un laberinto de especulaciones. A punto de decirle que le importaba un carajo toda esa mierda, esa argumentación dialéctica de que hacía gala el doctor, logró comprender que sin importar que eligiera, siempre podía estar llevándolo detenido tras cometer su último crimen.

En el rostro del policía floreció una media sonrisa que de pronto se marchitó. 

No sé la iba a poner tan fácil, además faltaba una media hora larga hasta llegar a la comisaría.

—Tengo una cuarta opción,  doc. ¿Y si fuera yo quien cometió esos crímenes, y usted no es más que una alucinación mía? ¿Es usted real, Fernando Villegas, "Especialista en Fracasos"?

—No es nada malo elucubrando disparates —dijo Fernando luego de tomar unos segundos para masticar, tragar y digerir la respuesta del policía—. Pero su razonamiento tiene una falla garrafal. Yo puedo pergeñar mi subjetividad, pero no podría hacer lo mismo con la suya.

—¿Qué significa pergeñar? —dijo Ramírez.

—Utilizaré el término para hacer efectivo mi décimo crimen. —Y sin solución de continuidad extrajo una Glock de la sobaquera y disparó tres veces.



jueves, 24 de junio de 2021

TURISMO

Joyce Barker Bucat


—Bonito edificio. ¿Ahí vivías? —señaló el hombre más joven, mientras flotaban, despojados de sus cuerpos.

—Sí, un piso más abajo que el letrero con el número trece, y no indica el número de piso; sé lo que estás pensando —continuó con el entusiasmo de un guía turístico—. Era un tipo de comunicación interespecie, decimotercera generación: CI-G13. Bueno, y el que está puesto en mi edificio no es más que un pedazo recortado del letrero original que se cayó con el Remezón.

—A nosotros no nos quedó nada. Bueno, obviamente quedaron los edificios antisísmicos con fundaciones magnéticas, pero con la gran inundación vieron su final de igual manera que los de estructura antisísmica simple. Algunos tuvieron más suerte y lograron hacer funcionar los flotadores —exhaló nostálgico— pero en el caso de ustedes... No entiendo por qué no cambiaron la ciudad cuando supieron que se venía el Remezón. Que no hayan podido crear una ciudad mejor para resistir cataclismos, pudiendo hacerlo fácilmente. ¿Por qué no imaginaron una ciudad flotante o incluso, desmaterializada? Sé que lo último no está permitido, pero para casos así, hay que violar la ley de vez en cuando; se hubieran ahorrado bastantes malos ratos.

—¿Tú te refieres a nuestra mal llamada “desidia comunitaria”, por no habernos preparado mejor?

—Claro. Pudiendo desvanecer la materia…

—Desmaterializar, transmutar…

—Sí. ¿Por qué no lo hicieron?

—No te apresures —dijo el más viejo señalando las dos torres del fondo, sin tomar en cuenta la pregunta que cada cierto tiempo le hacían las criaturas de otras especies—. Ahí están los centros generadores: los que organizan las imaginaciones colectivas y coordinan las materializaciones.

—Esta ciudad se parece a las de mi planeta —dijo, desconcentrado de lo que acababa de decir el hombre mayor.

—Sí —sonrió el anciano, resignado—; es que estaban de moda ese tipo de lugares terrestres. Con los viajes baratos, todo el mundo, bueno, los habitantes del mío, fueron a la Tierra; y les encantó. Por eso diseñamos mentalmente esto; los generadores, más bien. Cuando vibró el planeta, estábamos todos imaginando una ciudad más ad-hoc a lo que se venía, pero no alcanzamos a terminarla. Se nota ¿no? Arriba está, a medio construir.

—Qué lástima que no la hayan podido terminar. Pero deberían agradecer que las estructuras resistieron.

—¿Te parece que esas losas oblicuas dan crédito a lo que dices? No. Este planeta ya perdió esa organización magnánima de visualización urbana colectiva. Ahora cuesta un mundo terminar el trabajo.

—Y esos colores de atardeceres desaforados…

—Exactamente eso hizo que la gente se ensimismara y dejara de visualizar colectivamente: ¡Los colores! Un atardecer desaforado... algo pasó con la psichocromía, que dejaron de conectarse unos con otros. Eso desorganizó todo. Basta con mirar… Los generadores están tratando de solucionar eso, pero yo no quise esperar más, y me fui.

—Sí, me acuerdo de esa historia. —No estaba dispuesto a escucharla de nuevo y rápidamente preguntó—: ¿tenían animales y plantas? Porque sé que no son naturales de este planeta.

—Bueno eso se hacía de la misma manera que todo el resto: visualizar, materializar. Aunque solo lo podía hacer el generador de seres vivos no humanos —dijo, indicando la torre izquierda—. Ahora sería imposible, porque ya ha pasado mucho tiempo; y ya sabes lo que pasa cuando se deja de imaginar colectivamente.

—No, no lo sé.

—Tienes razón, por un momento pensé que eras de los nuestros, pequeñito —dijo, chasconeándolo con su enorme mano—. Mañana te seguiré mostrando mis antiguas moradas. Iremos al año ochocientos antes de que naciera Jesús. Te lo digo así, para que lo entiendas mejor.

—¡Oh! ¡Hace tiempo que no escuchaba de esa época! ¿Lo conociste también?

—¡Claro que sí! ¿Con quién crees que estás hablando?

—¡Lo siento!, por un minuto lo olvidé. ¡Mil disculpas! — se arrodilló y comenzó a darse latigazos.

—¡No, no hagas eso!, a mí no me gustan esas cosas —dijo, arreglándose el cinto dorado—; deja eso para mañana; ahí sí que tenían esas costumbres, y a veces funcionaban. ¡Pero tú no, por favor, qué old fashion!



lunes, 21 de junio de 2021

ESPECIAL NOVENTA Y NUEVE PALABRAS

 



¡Cobardes!

Alex Padrón

 

Preparamos la invasión durante muchas décadas, siglos incluso. Los mejores guerreros, las naves mejor artilladas, los estrategas más valiosos. Teníamos que conquistar y vencer.

Las previsiones de los augures se cumplieron: hubo resistencia, pero desorganizada y patética. Era lógico porque la naturaleza de los humanos es traicionera y primitiva. Nunca tendrían la disciplina de nuestra raza colmena.

No obstante, usaron la traición como su fuerza: reinamos ahora sobre una Tierra en cenizas. Mientras, ellos marchan en nuestra flota robada a un planeta que ya no tiene sus mejores guerreros, ni sus naves mejor artilladas, ni sus estrategas más valiosos.


 

Amigos interplanetarios

Alejandra Iglesias

 

—Licenciado, esta criatura tiene un ojo que efectúa un movimiento perfecto, pero en sentido contrario al humano.

Después de haber recorrido virtualmente ochenta planetas y visitado otros doce, Darío Shwxeh no recordaba haber visto algo igual. Le producía asco.

Recostaron el cuerpo en el tomógrafo. No tenía órganos, sino una forma viscosa, dorada. Hicieron una pequeña incisión y fue como pinchar un globo. El líquido en cuestión de segundos invadió el lugar multiplicándose mientras un tic tac tic tac sonaba cada vez más fuerte hasta que, de pronto, todo explotó, llenándose de millones de seres dorados que caminaban frenéticos.


 

Citas

Joyce Barker Bucat

 

La tomó en brazos y la saboreó como si fuera un helado.

—¿Qué hace, doctor? —gritó el guardia desde el exterior derecho de la celda acristalada.

El doctor, rápidamente, soltó a la criatura. Se apresuró en salir.

—Nada, estaba investigando un poco más. Estos extraterrestres...

—Se supone que nadie debe estar después de las 7:00. Me obliga a registrar el hecho.

—No hagas eso, espera… Podrías tener uno igual —dijo, mostrándole las llaves del auto.

—Pero prométame que...

—Es tarde, hasta mañana.

—Estamos solos, soy el siguiente —dijo el guardia.

La criatura se tornó roja y naranja.

—Sí —respondió.

 

  

Contacto inesperado

Jairo Alfonso Ramos Jiménez

 

El movimiento fue perfecto en medio de aquella multitud. Casi nadie lo notó, solo dos personas lo percibieron. Ella y él, los antiguos amantes que alguna vez se despidieron sin palabras y que hoy volvieron a verse cuando la tarde caía para dar paso a la oscuridad de la noche. Ella sintió el contacto inesperado y frio de la hoja de metal que desgarró cada órgano interno de su cuerpo. Él, hundía su arma sin sospechar que con cada empuje también cercenaba la vida de un hijo que nunca imaginó que existía y que su venganza le impidió conocer.


 

El anuncio

Débora Mayol Parodi

 

Me dirigí al nuevo trabajo, ofrecían una excelente remuneración. El colectivo demoró más de la cuenta pero llegué a la dirección señalada en el diario.

—¡Hola! Buscamos jóvenes talentos para el nuevo canal, ¿trajo el CV impreso?

—Aquí tiene.

—¡Perfecto! Pase directo a la oficina del productor —dijo señalando un pasillo, que era una especie de tren fantasma, con diferentes imágenes sangrientas.

—Adelante, preciosa —me dijo el calvo de orejas pronunciadas, con espalda ancha y piernas cortas, una especie de gnomo.

 Mi cuerpo comenzó a temblar. Intuí la trampa.

 La puerta se cerró con un hermetismo cómplice.

 

 

La niña perdida

Raquel Grandoli

 

—¡Helena! ¡Helena! ¿Dónde estás? ¡Helenaaaa!

La madre gritaba y corría haciendo aullar a los perros.

Todos salieron en busca de la niña con linternas, escopetas y palos.

Don Gervasio dijo que la vio ir derecho hacia el bosque hablando sola.

¿Se había vuelto loca? ¡Pobre niña! ¡Será por tanta lectura! Dijo alguien por ahí.

Entretanto, la criatura observaba, acechante, oculta en la oscuridad.  Su movimiento se asemejaba al de una serpiente, zigzagueante, silencioso, siniestro. Invisible, imperceptible al sentido humano.

Solo brillaba en la noche un ojo rojo como luna de sangre

Más tarde, cuando todos durmieran, regresaría por más.


 

Nahiara

Eri Echilley

 

Tus muñecas y tus peluches se acuestan sobre tu pecho.

Noviembre duele, como duele la desidia. Todos te miramos y el mar brota de nuestros ojos acostumbrados a lo desgarrador, pero no a tanto.

Una luz tenue alcanza tu cuerpo, los sollozos  y tu expresión son espinas que se clavan en mi sien.

Tu hermanito corre por el lugar como quien ignora la fugacidad de la vida, mientras vos dormís el sueño eterno.

En la villa aprendí: la muerte no discrimina, pero el Estado sí.

Te doy un beso en la frente. Tapan tu nueva camita, estallan los gritos.

sábado, 19 de junio de 2021

PAISAJE PERDIDO

 Sergio Gaut vel Hartman


Percibió los cambios al despertar. Lo horrorizaban las pesadillas, pero más lo perturbaba despertar dentro de una. En cuanto puso los pies sobre el frío suelo de baldosas unos indicios concretos de ansiedad neurótica parecieron fluir de las paredes y del techo. Un sinuoso trazo de pintura fluorescente marcó el sentido que debía seguir la trama, inexorablemente, si no quería disolverse en la nada.

Daniel detectó un malestar en su pecho, algo malo, preocupante. No tenía nada que ver con lo que había tomado la noche anterior. Hizo una inspiración profunda e irregular y se apartó de la cama. El aire frío y húmedo lo hizo estremecer. Miró a su alrededor. Debía concluir la faena antes de que echaran de menos a Ruslan y lo vinieran a buscar. Lo encontrarían en la bañera, rígido y azul, pero él estaba seguro de que no había sido el causante de su muerte. Recordaba perfectamente la cara de los verdaderos asesinos del agente checheno, aunque solo los había visto entre sueños, drogado hasta las orejas como una interna del Moyano después de la peor crisis psicótica. ¿Cómo se habían enterado esas personas de su existencia, cómo lo habían involucrado en un hecho tan confuso? Él había sido precavido y nadie podría adivinar que el cuerpo de Ruslan yacía en... No. Eso era lo que había soñado. Apenas conocía al checheno y su muerte había sido un accidente desafortunado, no un asesinato. Pero traer el cuerpo a la casa sí que fue un error, definitivamente.

Recorrió todas las habitaciones en busca de la bolsa de amianto en la que había escondido las píldoras que le había dado Lila. No estaba debajo del calefactor, ni en el tarro de café. ¿Existían esas píldoras o también las había soñado? Necesitaba tomar algo que liberara su mente y le permitiera analizar en profundidad los extraños hechos en los que se había visto envuelto. Sabía que sonaba paranoico, pero no lograba determinar con exactitud de qué lado del abismo había quedado. Lo que suponía que eran los hechos que habían concluido con la muerte de Ruslan podían ser un sueño y formar parte, junto con sus movimientos actuales, de una compleja trama que lo mantenía sujeto, señalada por el trazo fluorescente que ondulaba en la pared del dormitorio. En cambio lo que había calificado de pesadilla tal vez fuera solo una alucinación, producto de la ingestión de las píldoras que le había suministrado Lila. Quizá los asesinos profesionales que creía recordar, los que habían golpeado repetidas veces la puerta de su casa tratando de entrar para secuestrar a Ruslan, eran tan reales como usted o yo, auténticos agentes del CST, la agencia rusa dedicada a perseguir a los chechenos y cortar sus redes en el extranjero para sacarlos del juego. Ruslan, en ese caso, no sería una alucinación producida por la reboxina, sino un simple sueño. ¿Muy complicado?

Pero la bolsa de amianto estaba en el fondo del horno, por lo que Daniel supo que solo le quedaban unos pocos minutos más de angustia antes de ingresar al mundo ficcional. Engulló la píldora rosada sin agua y casi de inmediato empezó a percibir el desvanecimiento del mundo real. Los muebles de la cocina, el refrigerador y las paredes se esfumaron, dejó de percibirlos y la raya fluorescente del dormitorio se borró. Se halló, como le ocurría siempre que ingería reboxina, en un páramo de áridas ondulaciones aplastadas por el cielo cubierto de nubes plomizas. Divisó la casa de Lila a medias oculta entre los abetos y descendió la colina pensando que lucía tan real como un paisaje pintado por Alice Kent Stoddard. Desde cierta perspectiva no desconocía que se hallaba en su propia casa, hundido en el sillón de cuero raído, a merced de los tipos del CST, si decidían regresar para terminar la faena, aunque la alucinación proporcionada por la reboxina era tan consistente como cristal de roca. Alcanzó la puerta de la cabaña, pero Lila ya estaba esperándolo en el umbral, aferrada a la hoja y con una expresión de disgusto en el rostro.

—¿Desde cuándo para tener alucinaciones de buena calidad es necesario ingerir reboxina? —preguntó la mujer—. Tu vida ya es una continua alucinación sin tomar porquerías como ésa.

—No puedo evitar que me encuentren los tipos esos del CST —dijo él, eludiendo la pregunta—. Pero puedo hacer que no me importe.

—Encontrarán al checheno en la bañera y te encerrarán en un manicomio. —El gesto de la mujer era de reprobación. Solía comportarse como una madre severa, a pesar de que tenían la misma edad y ella también era adicta a los estimulantes. Lila pintaba obsesivamente el paisaje del páramo sombrío en el que vivía. Construía las imágenes en pequeñas tablas de treinta centímetros de lado, pero solo podía hacerlo cuando diluía anfetaminas en los sienas y tostados de su paleta.

—Durará solo algunos minutos. ¿Por qué no pueden hacer que el efecto dure para siempre? —Daniel empujó suavemente a la mujer y entró en la cabaña. Un farol de queroseno era la única fuente de iluminación. Los muebles lucían tan mustios y apagados como los de él, en la ciudad. ¿Había recorrido toda esa distancia para averiguar si algo dicho o escrito se adecuaba a su visión del mundo? Segundo a segundo, la sensación de vacío que lo separaba de la mujer se iba haciendo mayor. Giró la cabeza para sermonearla, pero en el lugar de la pintora se había materializado Ruslan, el gigantesco checheno que, según todas las presunciones, trabajaba para los iraníes. ¿Cómo se había enredado con ese hombre? Y algo peor: ¿para qué?

Ruslan lanzó una risotada, como si fuese capaz de adivinarle los pensamientos.

—¿Otra vez perdido en la niebla, Daniel? —dijo acentuando su ya marcado acento. Era el estereotipo del borrachín caucásico, sentimental y burlón. Odiaba a los rusos de un modo aberrante.

—Estabas muerto —dijo Daniel—. Te vi en la bañera. Rígido y frío.

—Estar vivo, estar muerto —respondió el checheno moviendo las manos como las aspas de un ventilador—. Eso es tan relativo cuando uno tiene algunos gramos de ribuxina circulando por los canales...

—Reboxina.

—Ribuxina, reboxina. Fenotiacina, estelacina, anfetaminas. Igual, todo lo que hacemos e ingerimos es relativo. —Ruslan cerró la puerta y se movió hacia un rincón de la cabaña. Regresó con un tablero bajo el brazo y una caja de madera entre las manos. —Juguemos una partida mientras esperamos. Es una droga más limpia.

—¿Qué esperamos? —Daniel se sentía aturdido. ¿Eso era todo lo que le iba a obsequiar la droga, una pasiva partida de ajedrez en la que las piezas danzarían por el tablero sin atenerse a las reglas establecidas del juego? ¿Se dejaría cazar pasivamente por los agentes de la CST?

Pero esta vez podría ser distinto. Si el checheno perdía el tiempo con la partida, era posible que hubiera otra salida. Ruslan era un tipo práctico y no haría algo por nada.

—Hay niveles; todo es cuestión de niveles. Si te grabas eso podrás avanzar en alguna dirección. En cambio si no grabas... —Ruslan empezó a acomodar las piezas y lo invitó a hacer lo mismo. Le había asignado las negras, aunque eso a Daniel lo tenía sin cuidado. —Si ponemos dos o más niveles entre nosotros y los que nos persiguen hasta es posible que logremos burlarlos.

—Nadie me persigue —dijo Daniel—. O eso creí hasta ahora. ¿Quién me persigue, me lo dirás?

—Cuando termine el efecto de lo que tomaste, lo sabrás —dijo el checheno, usando un tono ominoso, aunque suficiente para penetrar la coraza de histeria de Daniel—. Apertura Bird —anunció moviendo el peón del alfil del rey—. Efe cuatro. Exótica. Extravagante como árbol lleno de pájaros mecánicos, ¿no te parece?

Daniel contestó sin pensar. No le importaba la partida. Solo quería encontrar un final para sus padecimientos. Pero al mismo tiempo, con un sector independiente de su cerebro, estaba seguro de estar sufriendo los efectos de un espejismo. Alucinaciones, agentes y visitantes, y formas de vida sobrenaturales. De eso se trataba. Ese tipo no estaba realmente allí, y él realizaba los movimientos de ambos, como en la novela de Beckett. O mejor aún: no existían las piezas, ni la cabaña en el páramo, ni Lila. Las secuelas de la acción de la droga pasarían y quedaría la resaca, esa maldita alimaña que se alimenta de las neuronas. Incluso se sentía capaz de pensar que los de la CST habían instalado un artefacto encefálico detrás de un ladrillo falso en una de las paredes de su habitación, un disruptor que obligaba a su cerebro a creer que las visiones falsificadas de la realidad eran auténticas. Era eso, o un experimento, un maldito experimento para el que se había presentado como voluntario, por la razón más simple y prosaica: dinero. La mejor prueba era el trazo fluorescente que marcaba la dirección de la trama y había visto al despertar.

—Estoy esperando que hagas tu jugada —dijo Ruslan. La alucinación había desaparecido de su cerebro y la ficción de la partida había vuelto a ocupar su lugar—. Es imperioso que la hagas. Tenemos una remota posibilidad de configurar regímenes aparentemente aleatorios, desperdigando los pensamientos de nuestros perseguidores como si fueran murciélagos.

—¿Con el ajedrez? —balbuceó Daniel, incrédulo.

—Con el ajedrez —admitió el checheno. Hizo un gesto con la mano para que Daniel prestara atención al dibujo formado en el tablero y este advirtió que había caído en la trampa. Solo habían hecho cinco movimientos y estaba irremediablemente perdido. Para comprender el significado de los esquemas que se forman en el curso de una partida de ajedrez hay que ser matemático, no un simple encargado de reposición en un supermercado.

—Estoy perdido, ¿no?

—¡En absoluto! —Ruslan tomó el caballo rey de Daniel y lo movió hasta dejarlo oblicuamente enfrentado a su propia dama. —Tomaste la droga para esto; estás capacitado para convertirte en lo que te guste ser, o en lo que necesites ser para zafar de tus enemigos. No es real, por supuesto, pero servirá para poner dos o tres realidades de distancia con ellos.

—¿No podrán alcanzarme? —Daniel pensó que las configuraciones de la materia debían tener limitaciones y reglas muy precisas, que solo parecían inquebrantables por su propia ignorancia, no porque no tuvieran puntos débiles.

—Esta jugada —dijo Ruslan— ata a mi dama a la defensa del rey, por lo que abre el camino al ataque de tu alfil. ¡Adelante!

Daniel reflexionó acerca del modo en que el ruso jugaba por ambos, o que él jugaba por ambos, pero en cuanto observó con detenimiento la distribución de las figuras sobre el tablero, comprendió que había desaparecido de su ánimo el miedo expreso e irresistible que le inspiraban los agentes de la CST. Si alguna vez había pensado que estaba paranoico, era hora de que se despojara de esa estúpida noción. El mecanismo que desataba la paranoia psicótica era la aguda sensación de estar siendo observado. Pero en este presente y en este continuo era él quien estaba observando. Estaba atento y vigilante a los movimientos de las piezas de ajedrez. Tomó la torre de la dama con absoluta convicción y la colocó en la columna central, apuntando directamente al rey de Ruslan, que no había tomado la precaución de enrocarse y ahora no podía hacerlo.

—¿Esperabas esto, Ruslan? —Una sonrisa llena de sabiduría primitiva, que latía con vida residual, invisible, le abarcó toda la cara. Casi instantáneamente llegó la respuesta. La cabaña de Lila en el páramo había dejado su emplazamiento y había decantado hacia un paisaje más vívido que emergía, claro y diáfano, del profundo pozo que existe en la mente de cualquier ser humano, si se lo sabe iluminar y estimular adecuadamente.

Por supuesto, tal como había calculado, Ruslan, el tablero y las piezas desaparecieron. Había, sí, un caballete y una tela embastillada sobre él. El artista, Lila, tal vez, había trabajado los materiales con plena y absoluta confianza en sus recursos expresivos. La escena representaba a dos hombres jugando al ajedrez al aire libre, en un día de sol brillante. Uno de ellos parecía a punto de mover una pieza ante la mirada expectante y ansiosa del otro, de mayor edad. El que estaba a punto de efectuar el movimiento se hallaba sentado en la punta de la silla, inclinado hacia adelante; el otro sostenía una pipa de brezo en la comisura de los labios. Ambos revelaban la sana tensión del juego. Porque eso estaban haciendo: jugaban, solo jugaban. No lucían agobiados por persecuciones ni aquejados por neurosis obsesivas. Posiblemente si se les nombraban estimulantes como la reboxina o alucinógenos como el CST fruncirían el ceño, extrañados, y tal vez ni siquiera sabrían de qué se les estaba hablando. Odió a Lila, quien lo había inducido a utilizar anfetaminas para obtener visiones aberrantes y peligrosas. ¡Cómo si él necesitara de esas experiencias para ser más eficaz o sexualmente más activo! Todo lo que percibía de la realidad podía anotarse sobre un pentagrama para transformarlo en una tibia melodía.

Entonces es cierto, pensó Daniel. He puesto una realidad entre la impostura original y esta nueva ficción que mi mente se empeña en considerar la realidad absoluta, porque es la que está viviendo en presente. Hasta ahora me había movido como una polilla desorientada, aleteando contra el cristal y viendo la luz de una borrosa promesa. Pero los vínculos que tenía con esa realidad eran muy limitados; no podía evitar que las corrientes y mareas de este continuo en particular lo arrastraran como si fuese una hoja.

Salió de la cabaña y se internó en el día diáfano y luminoso. Sabía que estaba contemplando una ficción, pero no le importó. En un claro, inermes ante la tibieza del día, los dos hombres del cuadro jugaban al ajedrez. Daniel se aproximó sin hacer ruido. El más anciano acababa de mover un peón y aguardaba expectante el movimiento del otro. Tomó la pipa de brezo, dio una larga chupada y descubrió que se había apagado. Sin demostrar contrariedad, golpeó suavemente el implemento contra un caño lateral del sillón en el que estaba sentado. Luego sacó tabaco de un paquete y tomó una pizca para introducirla en la cazoleta. La marca del tabaco llamó la atención de Daniel: Chech Special Taste. Le recordaba vagamente algo profundamente enterrado en su pasado. Y ese recuerdo lo puso en estado de alerta. No era suficiente con intercalar una realidad entre las peligrosas amenazas de los hombres de la CST, la insistencia de Lila por hacerle consumir píldoras de todos los colores y esos inocentes jugadores de ajedrez. Debía reconsiderar por completo la situación. Esperó a que el hombre más joven hiciera su jugada y evaluó la posición: era idéntica a la que había alucinado en presencia de Ruslan. No necesitaba esperar un solo segundo más. Fingió tropezar y se precipitó sobre el tablero, desparramando las piezas. Era un método tan efectivo como cualquier otro de perpetuar la configuración. Cayó como una piedra al agua y lo envolvió la oscuridad.

 

Despertó en el sillón de cuero raído que había sido su refugio cada vez que creía oír pasos en el pasillo. En una época temblaba de miedo la mayor parte del tiempo. Pero al ser capaz de recordar los episodios de la cabaña en el páramo gris y luego en la realidad soleada, con los jugadores de ajedrez disfrutando de su partida en el parque, estaba seguro de que había logrado pasar a un nivel seguro, libre de contaminaciones y riesgos.

Se cercioró de que no hubiera cadáveres en la bañera ni píldoras de colores en sitios marcados por la memoria. No quería saber nada de Lila ni de sus métodos efectivos para liberar la mente. No quería bucear en las profundidades y tampoco observar los incidentes en los que se había involucrado como si fuera otra persona. Necesitaba tomar algo; abrió el refrigerador para obtener una cerveza y recibió un horroroso mordisco del caballo de ajedrez metálico que habitaba ese lugar. La casa no tardó de llenarse de torres y alfiles artificiales que se propulsaban mediante sistemas autónomos, sin necesidad de ser vigilados por ningún operador humano. El sistema nervioso de los artefactos les permitía tomar decisiones de vida o muerte con tanta flexibilidad como el de un hombre.

Daniel supo que esta vez no era cuestión de píldoras o agentes de la CST: estaba perdido. Y estuvo más seguro aún cuando los indicios de ansiedad neurótica fluyeron de las paredes y el techo con la voz de Lila.

—Vamos, Daniel; es tu turno de jugar. ¿Qué estás esperando?

Pacientemente, Daniel acomodó las piezas y estudió la posición. No, no estaba perdido. En la configuración que se desprendía de la partida, la CST había desaparecido. También Ruslan y todo rastro de píldoras. En rigor a la verdad quedaban muy pocas piezas sobre el tablero. Era un final clásico, de damas, reyes y peones; la clase de final que él podía manejar perfectamente. Lograr tablas, moviendo su dama de un extremo al otro del tablero, evitando las entradas de la dama rival, era un juego de niños.

Lila apareció secándose las manos, como si hubiera estado cocinando o lavando platos. Era una persona perfectamente normal.

—Por un momento —dijo Daniel—, pensé que eras una construcción semántica o una simple alucinación inducida por las drogas, que nunca exististe más que en mi cabeza.

—¡Qué tontería! —dijo Lila sonriendo. Miró con atención la posición de las piezas en el tablero—. Huele a tablas —comentó.

—Creo que la puedo ganar —dijo Daniel.

—No es necesario —dijo Lila, repentinamente seria—. El experimento está terminando; cuando el efecto pase por completo ya no será necesaria la partida como inductor.

—¿Qué me dieron? ¿Reboxina?

—¿Reboxina? Eso no existe. Imaginaste una droga, la inventaste para llenar los huecos. No. Te dimos una droga experimental, CST-04.

—Ruslan nunca la nombró. Él dijo reboxina.

Lila sacudió la cabeza.

—¿Realmente estás interesado en jugar a este juego? ¿Importa mucho ganar o perder?

—Puedo intentarlo —respondió Daniel. Se levantó y salió al patio. Cruzó el parque en el que los dos ajedrecistas continuaban con su partida, ajenos al resto del mundo, y se puso a caminar con parsimonia, con las manos en los bolsillos, echando un vistazo al cielo nublado de vez en cuando, como si quisiera asegurarse de que no había un ojo vigilándolo, de que esa realidad era la original y que se sostendría firmemente, sin que otros acontecimientos desagradables volvieran a interferir.

—Bueno —suspiró—, no hay mal que por bien no venga. Esta experiencia me ha dejado algunas enseñanzas. —Y reanudó la marcha, por primera vez en mucho tiempo tranquilo y confiado, seguro de que el universo físico no se vería afectado por ninguna anomalía peligrosa para su integridad o su cordura.



martes, 15 de junio de 2021

EL MISMO LOCO AFÁN

 Débora Mayol Parodi

Eri Echilley & Clidia F. Rodríguez


El mismo bar. Me esperabas apoyada en la barra y balanceando la cabeza al ritmo de Bad Bunny. “La música nueva apesta”, me dijiste señalándote la muñeca, mientras apagabas un cigarrillo con la punta de la zapatilla. Qué raro yo llegando tarde.

Nos quedamos frente al local. Me abrazaste fuerte y me contaste que te volvías para Colombia. Mi cara no disimuló el asombro. “Te dejo mi disco autografiado de Charly, mi libro de Judith Butler, Loco Afán de Lemebel, mi tesis de Derecho, nuestra foto más linda y el vino patero que traje de Córdoba. Riégame la planta que está en el corredor, le caes bien a mi cactus”, me dijiste y me besaste.

Me dejaste una carta. “Amar también es saber soltar", con esta frase finalizaba. La leí mirando la alianza arriba de la mesa. ¿Quién me manda?, lamenté. Siempre extrañabas el terruño, y yo quería que fueras feliz.

Una semana después, mi vieja me pidió desesperada que prenda la tele, y ahí estabas, la excepción a la regla. Bailabas mientras las balas te pasaban raspando. Bailabas poniéndole el pecho a los fusiles del brazo armado del Estado. La masa de gente huía. Blanco fácil. Los disparos atravesaban todo. Te perdí de vista.

Tu celular estaba apagado, tu madre ni enterada de que habías vuelto, y tus amigas no sabían nada de vos. Yo, con los pies en una tierra que no te alcanzó, me quedé esperando un final feliz a sabiendas de que los pobres no conocemos de esas cosas.

Los medios me amputaban la esperanza con las noticias: muertos, heridos y desaparecidos. Yo le conversaba a tu cactus, al mismo tiempo que me sacaba un par de espinas de los dedos, de las palmas y de mi pecho. Yo no le caigo tan bien, dejame decirte, quizás los dos necesitamos de tus cuidados.

Por las noches suelo visitar los recuerdos felices, la inolvidable cena en “Los Guadales” por ejemplo, y tu picardía cuando pedías los platos típicos para conocer tus raíces: los patacones con hogao y empanadas; como menú principal, tus tan famosas arepas rellenas y la insistencia en probar el ajiaco con un poco de la lengua guisada. Esos gestos no se me olvidan, quedaron dibujados para siempre en este corazón terco.

Mientras acaricio la alianza que me entregaste en esa noche loca, no puedo evitar pensar: ¿por qué te has ido? Y me cuelgo imaginando todo lo que hubiera ocurrido si todavía estuvieras acá, como una negación de la realidad, que me ayuda a soportar tu ausencia. Todos me dicen lo mismo: debo soltar el pasado, porque no volverás, pero no los escucho, simplemente me aíslo.

Mi vieja no quiere oír hablar de vos, se horrorizó con los titulares de los periódicos cuando rezaban: “Las voggers colombianas protestaron bailando frente a las instalaciones del Palacio de Justicia en la Plaza de Bolívar, rodeadas de uniformados del Esmad”; tiene un rechazo a tocar el tema. No la culpo, pero tampoco la justifico.

El dolor no menguó y continúa, como una herida abierta que no cicatriza. Mi mundo está devastado y la realidad apesta. No es fácil encontrar a quién contarle de tu valentía, porque juzgan al que se la juega, prefieren callar y mirar a otro lado, no les importa…

El bar permanece en el mismo lugar, con gente que viene y va, yo paso parte del día sentada frente a la ventana, mirando el reloj mientras abrigo un sueño imposible, deseando que vuelvas y te quedes, que todo sea como antes. Me pido un trago para ahogar ese grito que me cala el alma.

Perdida en estos pensamientos tristes me siento un tango.

A ella le gustaba bailarlo y no solo eso, me contó mil veces el viaje de los restos de Gardel desde Medellín a Buenos Aires: que fueron dos meses en tren, en camión y lomo de mula por los Andes Colombianos.

También me contó que fue por barco y que su abuela tenía los recortes periodísticos pegados con cinta Scotch en el espejo del dormitorio y una velita blanca encendida junto a un cigarrillo en un cenicero.

Esta cosa necrológica tiene aroma rancio, pura superchería y ella vibraba en clave mística.

Una vez, solo porque me convenció, fuimos a una milonga Queer.

 Esta salida terminó muy mal porque no era solo delante de las balas que ella bailaba maravillosamente.

Como un guante se enfundó un soberbio vestido rojo. Los zapatos tenían unos tacos muy altos y aun me pregunto cómo pudo comprarlos en Comme il fault, y también a dónde fueron a parar después de esa noche.

El caso es que ella bailaba todo el tiempo con gente diversa, muy diversa, pero conmigo no.

Siempre sentada, terminé como estatua de hielo, haciéndome cada vez más invisible y mi estima hecha agua.

Esa noche me di cuenta que ella tenía algo de cactus y de sábila y también de floripondio.

El aroma del floripondio trae a mi vieja en un recuerdo.

Ella aplaudió una movilización frente a la legislatura de Buenos Aires cuando las chicas arrancaron los postes y tiraron abajo las puertas del edificio.

En esa ocasión, ella pintó en una pared “El que se arrodilla ante el hecho consumado es incapaz de enfrentar el porvenir”.

Tomo el mandato.

Me voy a Colombia.

“Las balas que vos tiraste van a volver”, le canto fuerte en la propia cara a la Esmad.