Marcelo Medone
El mismo día en que
Atanasio Paredes murió, lo habían declarado oficialmente loco.
Pero el destino fatal
de Atanasio ya se había escrito varios meses atrás.
Por aquel entonces,
su joven mujer había caído presa de una extraña enfermedad que la postraba en
cama por períodos de una semana, coincidiendo con la efervescencia febril.
Atanasio decía que a la Deolinda la había atrapado una fiebre maligna, fruto de
alguna maldición o del mal de ojo. Le echó la culpa a su vecino Bergessio, el
domador de potrillos, que siempre la había codiciado.
Un tiempo antes, una
tarde en la que Atanasio se había ido al pueblo, Bergessio se apareció por el
rancho y se le quiso propasar. Deolinda lo sacó carpiendo y le tiró encima al
Diablo, el mastín guardián. Como resultado de ese ataque, Carmelo Celestino
Bergessio quedó tullido, con el garrón derecho masticado por los dientes del
feroz animal. Tal parece que al perrazo le gustó la carne del violentador de
mujeres ajenas, porque cada vez que Bergessio pasaba a caballo por el camino
ladraba como loco y había que sujetarlo para que no se le abalanzara. Desde
aquel día, la Deolinda lo mimaba al perro con los mejores trozos de carne cruda
cuando carneaban algún cordero. Y desde ese mismo día empezó a caer enferma.
Cuando tres meses
después la Deolinda largó el último aliento, Atanasio enloqueció de furia.
Agarró el cuchillo de carnear y se fue para lo de Bergessio con su perro, que
iba sujetado con una cadena de acero. El sol del verano quemaba la tierra
reseca.
—¡Bergessio,
compadre, salí, malparido!
Su vecino salió en
pantalón y camiseta, con sus alpargatas gastadas y una escopeta en la mano.
—¡Andá a cuidar a tu
mujer, Atanasio! —le espetó Bergessio, altanero.
—¡Mi mujer está
muerta por tu culpa, hijo ‘e puta! ¡La engualichaste! ¡Y las vas a pagar!
Entonces Atanasio le
largó al Diablo, que avanzó sediento de sangre. Carmelo Celestino Bergessio
alcanzó a disparar la escopeta una sola vez, volándole una oreja al animal, que
más enloquecido aún lo derribó de un salto para después desgarrarle el cuello
con los colmillos.
Con Bergessio todavía
consciente y desangrándose en el piso, Atanasio se le acercó para ultimarlo.
—¡Esto es por la
Deolinda, que en paz descanse! —le gritó antes de hundirle el cuchillo en el
pecho.
Atanasio lo dejó al
perro para que terminara la faena, regresó a su rancho, cavó una tumba en el
fondo, la enterró a su mujer, puso lo poco que tenía en una valijita y salió
para la ruta.
Dejó su Tucumán natal
para llegar tres días después a Buenos Aires.
El camión que lo
levantó la última vez lo dejó en San Justo. Para Atanasio, eso era tan ciudad
de Buenos Aires como frente al obelisco.
Sin un peso en el
bolsillo y sin saber si lo buscaba la policía, Atanasio se presentó en un
galpón de forrajes. Mintió que tenía experiencia en el rubro, pero sabía
diferenciar el maíz de la alfalfa y del sorgo, lo que era suficiente para un
trabajo que exigía fuerza bruta y pagaba una miseria. El capataz se apiadó de él
y le prestó la plata justa para una semana en una pensión.
Atanasio se halló
pronto en su nuevo destino. No se quejaba nunca y hacía todo lo que le pedían.
Cuando fue el primer festejo de cumpleaños entre los peones de la forrajería,
lo invitaron sin dudarlo. Esa noche, lo envalentonó el alcohol y se puso bravo
piropeando a la novia de un compañero.
—¡Deje de mirar a mi
mujer! —le espetó el otro.
—¡Mirar es gratis y
no hace daño! —le retrucó Atanasio.
La aludida intentó
disuadir a su hombre de pelear. Entonces Atanasio exclamó, mirando a todos los
presentes:
—¿Saben cómo me
llamaban en Tucumán? ¡El Loco Paredes!
Ahí fue que todos
conocieron la verdadera identidad del profugado.
Atanasio no se metió
más en problemas en el trabajo. Volvió a ser el sufrido peón todo terreno, el
más bajo del escalafón. Pero ya varios se la tenían jurada.
Hasta que un día cayó
por el galpón un hombre joven, curtido por el sol, que se puso a hablar
animadamente con el capataz. Atanasio los veía conversar desde lejos, pero le bastó
ver que el capataz señalaba para su lado para darse cuenta de que no se
avecinaba nada bueno.
El recién llegado se
le acercó, encarándolo.
—Me dijeron que lo
apodan el Loco.
A Atanasio le
recorrió un estremecimiento. La tonada tucumana del muchacho era más que
evidente.
—Soy el ahijado de
Carmelo Bergessio. Lo encontré despedazado al lado de un perro que era suyo.
Porque usted es Atanasio Paredes, ¿no?
Atanasio se quedó
helado. El pasado regresaba sin aviso y sin pedirle permiso.
Cuando estaba
intentando articular una respuesta coherente, vio que el muchacho hacía unas
señas para afuera del galpón.
Unos instantes
después, se acercó una mujer joven, de notable parecido con el muchacho,
trayendo a un hombre mayor en silla de ruedas, con la cabeza gacha colgando
como un muerto.
Atanasio temió lo
peor. El ahijado de su antiguo vecino Bergessio se acercó delicadamente al
hombre postrado, tomó su cabeza entre sus manos y la alzó, de modo que quedara
frente a frente con Atanasio.
El muchacho lo miró a
Atanasio con odio.
—Sí, maldito loco. Es
mi padrino. Sobrevivió de milagro. Los médicos me dijeron que además de las
mordeduras de su perro tenía una cuchillada en el pecho. No puede hablar, pero
juré junto con mi hermana que se lo iba a traer para que lo viera.
Atanasio realmente
enloqueció en ese preciso momento. Bajo la mirada ausente de su ex vecino y la
de los dos hermanos, cayó en un estado de locura catatónica, como si estuviera
descerebrado. Lo internaron en el neuropsiquiátrico con un diagnóstico funesto.
Esa misma noche, Atanasio Paredes, tucumano y apodado el Loco, murió sin recuperar la cordura.
Dicen que Carmelo Celestino Bergessio no para de sonreír desde ese día.
Duro y parece cierto.
ResponderEliminarAlicia Karlsson
duro el conflicto y el giro que el mismo toma cuando parecía que el loco era uno y eral dos
ResponderEliminarMuy bueno Medone!
ResponderEliminarExcelente y muy duro!
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