jueves, 3 de junio de 2021

CRÓNICA DE UNA LOCURA ANUNCIADA

 Marcelo Medone


Este es el tercer cuento elegido por los miembros del TALLER 9 entre los presentados al certamen interno del mes de mayo.

El mismo día en que Atanasio Paredes murió, lo habían declarado oficialmente loco.

Pero el destino fatal de Atanasio ya se había escrito varios meses atrás.

Por aquel entonces, su joven mujer había caído presa de una extraña enfermedad que la postraba en cama por períodos de una semana, coincidiendo con la efervescencia febril. Atanasio decía que a la Deolinda la había atrapado una fiebre maligna, fruto de alguna maldición o del mal de ojo. Le echó la culpa a su vecino Bergessio, el domador de potrillos, que siempre la había codiciado. 

Un tiempo antes, una tarde en la que Atanasio se había ido al pueblo, Bergessio se apareció por el rancho y se le quiso propasar. Deolinda lo sacó carpiendo y le tiró encima al Diablo, el mastín guardián. Como resultado de ese ataque, Carmelo Celestino Bergessio quedó tullido, con el garrón derecho masticado por los dientes del feroz animal. Tal parece que al perrazo le gustó la carne del violentador de mujeres ajenas, porque cada vez que Bergessio pasaba a caballo por el camino ladraba como loco y había que sujetarlo para que no se le abalanzara. Desde aquel día, la Deolinda lo mimaba al perro con los mejores trozos de carne cruda cuando carneaban algún cordero. Y desde ese mismo día empezó a caer enferma.

Cuando tres meses después la Deolinda largó el último aliento, Atanasio enloqueció de furia. Agarró el cuchillo de carnear y se fue para lo de Bergessio con su perro, que iba sujetado con una cadena de acero. El sol del verano quemaba la tierra reseca.

—¡Bergessio, compadre, salí, malparido!

Su vecino salió en pantalón y camiseta, con sus alpargatas gastadas y una escopeta en la mano.

—¡Andá a cuidar a tu mujer, Atanasio! —le espetó Bergessio, altanero.

—¡Mi mujer está muerta por tu culpa, hijo ‘e puta! ¡La engualichaste! ¡Y las vas a pagar!

Entonces Atanasio le largó al Diablo, que avanzó sediento de sangre. Carmelo Celestino Bergessio alcanzó a disparar la escopeta una sola vez, volándole una oreja al animal, que más enloquecido aún lo derribó de un salto para después desgarrarle el cuello con los colmillos.

Con Bergessio todavía consciente y desangrándose en el piso, Atanasio se le acercó para ultimarlo.

—¡Esto es por la Deolinda, que en paz descanse! —le gritó antes de hundirle el cuchillo en el pecho.

Atanasio lo dejó al perro para que terminara la faena, regresó a su rancho, cavó una tumba en el fondo, la enterró a su mujer, puso lo poco que tenía en una valijita y salió para la ruta.

Dejó su Tucumán natal para llegar tres días después a Buenos Aires.

El camión que lo levantó la última vez lo dejó en San Justo. Para Atanasio, eso era tan ciudad de Buenos Aires como frente al obelisco.

Sin un peso en el bolsillo y sin saber si lo buscaba la policía, Atanasio se presentó en un galpón de forrajes. Mintió que tenía experiencia en el rubro, pero sabía diferenciar el maíz de la alfalfa y del sorgo, lo que era suficiente para un trabajo que exigía fuerza bruta y pagaba una miseria. El capataz se apiadó de él y le prestó la plata justa para una semana en una pensión.

Atanasio se halló pronto en su nuevo destino. No se quejaba nunca y hacía todo lo que le pedían. Cuando fue el primer festejo de cumpleaños entre los peones de la forrajería, lo invitaron sin dudarlo. Esa noche, lo envalentonó el alcohol y se puso bravo piropeando a la novia de un compañero.

—¡Deje de mirar a mi mujer! —le espetó el otro.

—¡Mirar es gratis y no hace daño! —le retrucó Atanasio.

La aludida intentó disuadir a su hombre de pelear. Entonces Atanasio exclamó, mirando a todos los presentes:

—¿Saben cómo me llamaban en Tucumán? ¡El Loco Paredes!

Ahí fue que todos conocieron la verdadera identidad del profugado.

Atanasio no se metió más en problemas en el trabajo. Volvió a ser el sufrido peón todo terreno, el más bajo del escalafón. Pero ya varios se la tenían jurada.

Hasta que un día cayó por el galpón un hombre joven, curtido por el sol, que se puso a hablar animadamente con el capataz. Atanasio los veía conversar desde lejos, pero le bastó ver que el capataz señalaba para su lado para darse cuenta de que no se avecinaba nada bueno.

El recién llegado se le acercó, encarándolo.

—Me dijeron que lo apodan el Loco.

A Atanasio le recorrió un estremecimiento. La tonada tucumana del muchacho era más que evidente.

—Soy el ahijado de Carmelo Bergessio. Lo encontré despedazado al lado de un perro que era suyo. Porque usted es Atanasio Paredes, ¿no?

Atanasio se quedó helado. El pasado regresaba sin aviso y sin pedirle permiso.

Cuando estaba intentando articular una respuesta coherente, vio que el muchacho hacía unas señas para afuera del galpón.

Unos instantes después, se acercó una mujer joven, de notable parecido con el muchacho, trayendo a un hombre mayor en silla de ruedas, con la cabeza gacha colgando como un muerto. 

Atanasio temió lo peor. El ahijado de su antiguo vecino Bergessio se acercó delicadamente al hombre postrado, tomó su cabeza entre sus manos y la alzó, de modo que quedara frente a frente con Atanasio.

El muchacho lo miró a Atanasio con odio.

—Sí, maldito loco. Es mi padrino. Sobrevivió de milagro. Los médicos me dijeron que además de las mordeduras de su perro tenía una cuchillada en el pecho. No puede hablar, pero juré junto con mi hermana que se lo iba a traer para que lo viera.

Atanasio realmente enloqueció en ese preciso momento. Bajo la mirada ausente de su ex vecino y la de los dos hermanos, cayó en un estado de locura catatónica, como si estuviera descerebrado. Lo internaron en el neuropsiquiátrico con un diagnóstico funesto. 

Esa misma noche, Atanasio Paredes, tucumano y apodado el Loco, murió sin recuperar la cordura. 

Dicen que Carmelo Celestino Bergessio no para de sonreír desde ese día.        



4 comentarios: