María Elena Camba
Llegó
a su casa en el tren pasadas las veintidós horas. La línea Belgrano Sur siempre
se atrasaba y nunca podía calcular el tiempo que le llevaría el viaje. Los
vagones estaban abarrotados de gente y la mayoría dormía después de una jornada
agotadora. Los pasajeros se movían acompasadamente al ritmo del tren con la
mirada perdida, ignorando por completo lo que ocurría a su alrededor. Atravesó
el andén con rapidez y caminó esas treinta cuadras interminables de tierra que
se transformaban en un lodazal los días lluviosos. No había casi luz en las
calles y tenía que adivinar dónde ponía los pies. A lo lejos se escuchaba
alguna cumbia, risas, gritos, un partido de fútbol, llantos. Todos los sonidos
se confundían sin sentido en medio de la oscuridad reinante. Entró a la
vivienda con un único cuarto donde convivían todos, su hombre y sus hijos,
siete en total.
Fabiola
había llegado hacía diez años de San Miguel de Tucumán, donde vivía con su
familia. Su padre trabajaba en un ingenio. Ella y sus hermanos lo ayudaban de
junio a agosto, cuando llegaba la cosecha de la caña de azúcar. Cortaban cañas,
las despuntaban y ataban para despacharlas en camiones. Una familia de trabajo,
como tantas en Tucumán. Su infancia había sido feliz y tranquila. Todo había
cambiado cuando conoció a aquel hombre en el campo. Había venido para la zafra,
como otros peones golondrinas. Mientras cosechaban él no le había sacado la
vista de encima. Cuando cayó la tarde la siguió hasta su casa y se quedó detrás
de un árbol esperando, como un animal en celo. Fabiola salió a la puerta y lo
encontró. Conversó un rato con él. Después caminaron juntos hasta que se perdieron
en el monte. Tenía solo trece años. A los cinco meses su abdomen estaba muy
abultado y algo se movía en su interior. Le habían hecho su primer hijo. Lo
crió sola, nunca más vio al hombre después de esa noche.
A
los tres años del nene conoció a Aramayo. Había llegado de Bolivia para
trabajar en el ingenio. Se enamoraron. Él soñaba con Buenos Aires. La convenció
de que allí encontrarían trabajo y podrían formar una familia. No podía llevar
a Pablito. No había plata suficiente para los tres. Dejó a su hijo en Tucumán,
a cargo de su madre y partieron. Se instalaron en un terrenito en González
Catán. No tenían papeles pero nadie les reclamaría nada. Alambraron una parcela
y se metieron. Durmieron en carpa hasta que levantaron una pieza. Aramayo consiguió
trabajo como obrero y ella como empleada doméstica. La única expectativa era
ahorrar dinero para seguir construyendo su casa. Pero pronto tuvo que dejar su trabajo. Estaba
embarazada.
Cuando
nació su hija todo había cambiado. El dinero no alcanzaba y el futuro se fue
opacando con el desencanto. Aramayo cobraba la quincena y llegaba muy tarde.
Ella ya estaba dormida y la obligaba a tener sexo todas las noches. Después
vinieron los otros y la situación empeoró. Cuando Clarita tuvo seis años,
Fabiola comenzó a trabajar nuevamente y ella se quedaba cuidando a sus
hermanitos. Lo único que pensaba a la noche era en darle de comer a los nenes y
dormir. Cada tanto recordaba con nostalgia su infancia en Tucumán. El monte
donde se confundía el perfume y los colores de los jacarandás y los lapachos
florecidos. Su mamá cuidando la huerta, sus hermanos corriendo entre los
molles, la zafra.
Fabiola
empezó a negársele a Aramayo pero él llegaba tomado, la golpeaba y se salía con
la suya. Una vecina le dijo que presentara la denuncia en la policía pero no se
la quisieron tomar. Lo intentó varias veces con el mismo resultado. La noche en
que la golpeó en la cara hasta cansarse se decidió. A la mañana siguiente,
cuando él se había ido, tomó el tren como todos los días. Siguió hasta la
última estación. En la Terminal bajó las escaleras y comenzó a caminar sin
rumbo. Al atardecer se tiró a descansar en una esquina con lo puesto. Era
verano y se durmió pensando en que por fin estaba sola, tranquila. Aramayo ya
no podría abusar de ella. Pensó en los hijos, a los que había abandonado. Sus
ojos se llenaron de lágrimas. Los días pronto transcurrieron sin horizontes y
su vida anterior le pareció cada vez más lejana. Las caritas de sus hijos
comenzaron a borrarse hasta que se desdibujaron, como su identidad.
Se
instaló en las cercanías de la Basílica del Espíritu Santo, en el barrio de
Palermo. Deambulaba por la plaza y sus alrededores, con su paso corto,
nervioso, la cara acartonada y sus ojos color ámbar que miraban más allá, sin
fijar la vista en ninguna parte.
—Buen
día, señora. ¿No tendría una moneda? —Su voz era metálica, sonora, como la de
un locutor entrenado que siempre ensaya el mismo repertorio. Llevaba un gorro
tejido del cual se escapaban algunas mechas de un negro desteñido, una pollera larga
y amplia. Un saco cubría sus brazos y la mantenía abrigada invierno y verano.
Las estaciones no hacían mella en su cuerpo. La gente pasaba pretendiendo no
verla. A veces le tiraban una moneda, intentando con el gesto remediar tanta
indiferencia.
Algunos vecinos de la cuadra le traían ropa, comida, algún colchón. Siempre limpiaba la vereda rítmicamente con esa escoba gastada. Después trasladaba todos sus paquetes y comenzaba nuevamente la pantomima en otro sector de la cuadra. La sonrisa estampada en esa boca desdentada era como una máscara que ocultaba su pasado. Pero la vida en la calle no le había ensombrecido el alma y conservaba una ternura casi infantil, especialmente con los animales y los niños. A veces, algún peatón la contemplaba casi con envidia cuando en medio de la plaza ensayaba, girando en círculos, una danza tribal, mientras arrojaba arroz a las palomas. Sus días transcurrían siempre iguales, circulando en el territorio sombrío de la locura, en el abismo de la precariedad y la desnudez.
Muy bueno.
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