Joyce Barker Bucat
—María,
las tuyas no están saliendo; esta es la tercera, y mira. Debe ser mi teléfono,
que ya está viejo —reclamó Ana, mirando su costoso celular comprado hacía menos
de un año.
—¿A ver? —dijo María, mirando las fotos. —Qué extraño ¿y
solo las mías salen desenfocadas? Prueba con mi teléfono —insistió.
Ana sacó una foto nueva con el otro teléfono, pero el
intento tuvo el mismo resultado: una foto borrosa, con la cara distorsionada,
como si fuese un dibujo de carboncillo que alguien intentó borrar con la mano.
Tras el rostro desfigurado de su amiga, el paisaje parecía no prestar atención
a lo que sucedía, y se mantenía incólume.
—No, mejor no sigamos con esto —dijo Ana, devolviéndole el
teléfono—. Al menos, las que saqué el fin de semana en la casa de Jorge,
salieron bien. ¡Mira! —Ana mostró las fotos que se sacaron después de meterse
un papelito cuadrado bajo la lengua—. ¡Qué grandes se ven tus pupilas! Bueno,
las de todos. Pero mira esta: ¡Tus ojos claros se ven negros! ¡Qué rara te ves!
—Baja un poco, parece que no te he mostrado las fotos que yo
te he sacado. A ver si te sigues riendo —dijo María.
—Sí, sí. ¡Qué seria! Relájate. Son bromas —Ana prosiguió—.
¡Mira esta! Jajaja. —Le mostró un close
up de su cara.
—En realidad parezco un bodrio —dijo María, riendo; y siguió
viendo las fotos que Ana había sacado—. ¿Viste esta? —le preguntó, mientras
miraba una en la que aparecían siete personas—. ¿Cuántos éramos?
—Seis. ¿Por? —respondió Ana, mirando de reojo la foto que
estaba viendo María.
—Y este, ¿quién es? —dijo María, mostrando a un hombre que
se asomaba por detrás del grupo de amigos—. Mmm. Debe ser Tomás, el vecino de
Jorge. Siempre me cuenta que va a su casa.
—No me fijé, en realidad —murmuró Ana.
—Bueno, a quién le importa, ¿seguimos? —dijo María, como si
se hubiera olvidado de todas las fotos borrosas que Ana ya le había sacado ese
día—. Sácame una así —dijo, mientras se acomodaba el pelo hacia un lado y
miraba al vacío, fingiendo una pose casual.
—No, no hay caso. Mira…
—Bueno, no importa. Llamemos a Jorge. Quiero saber si es
Tomás el de la foto.
—¡Hola
Jorge! Estuvo entretenido el fin de semana en tu casa. ¿Tomás también se tomó
un ácido?
—Hola María. ¿Tomás? No lo he vuelto a ver desde que estoy
medicado.
—¿Cómo es eso?
—Tomás no existe. El psiquiatra me lo explicó bien. Por eso
no quise darme el sábado —dijo tranquilamente, mientras miraba las pastillas
sobre el velador—. Me acuerdo que en esa época alucinaba con que no podía
sacarme fotos porque salían borrosas, y era Tomás que no quería que yo saliera
en las fotos. Me decía que después se lo iba a agradecer. Era rarito el tipo,
pero buena onda —dijo observando el retrato en carboncillo que había hecho de
él. Ya hacía un mes desde que se había ido; o más bien, desaparecido de la vida
de Jorge—. ¿Me dices que salió en la foto? ¡Si nunca lo conociste!
—Pero debe ser él ¿no? ¿No es el que sale en el cuadro de tu
pieza? Bueno... no importa. Estoy con Ana; nos estábamos acordando del fin de
semana en tu casa. Nosotros seis más tu amigo imaginario, Tomás —concluyó
riendo—. Qué manera de cagarme las neuronas; la próxima vez, bajaré la dosis:
fue excesivo. ¿Se quedaron en tu casa las gemelas con el primo?
—María… estábamos nosotros dos solamente. ¡Qué volada te
pegaste! —terminó diciendo entre risas, y continuó—. ¿Con quién dijiste que
estás?
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