sábado, 26 de junio de 2021

ESPECIALISTA EN FRACASOS

 Claudia Isabel Lonfat, Patricio Bazán, 

Oscar De Los Ríos & Sergio Gaut vel Hartman


Una gota solitaria se estremecía sobre la superficie del marbete plástico prendido en la solapa de su traje. La limpió, distraído. "Dr. Fernando Villegas - Area de Psiquiatría", rezaba la inscripción, y él la repetía en susurros una y otra vez, como si debiera aprendérsela de memoria para no olvidar quién era hasta ese instante. Mientras conducía de regreso al hospital en un auto alquilado, pensó en lo que le esperaba allí. Había sido despedido por la directora, una mujer fría e insensible que invariablemente privilegiaba su carrera, lo que ella consideraba el éxito en su carrera, antes que cualquier otra cosa. Y a pesar de que estaba al corriente de esos rasgos nefastos, de todos modos se sentía humillado, vacío, inservible, por lo que no tardó en derramar grandes y aceitosas lágrimas que resbalaron por sus mejillas y le mojaron la camisa y los brazos. No conocía a nadie como él, capaz de llorar hasta la deshidratación. Pensó en toda la situación y en lo fácil que le hubiera resultado ser actor dramático de novelas de TV, de esas que se perpetúan en el tiempo, eternas, de muchas temporadas, que mantenían atrapados a los televidentes a pesar de lo ridículo de la trama, y donde la vida de los protagonistas sucedía, casi en su totalidad, en ese hospital donde trabajaban, como si no tuvieran nada que hacer fuera de él. ¿Acaso no era así? En ese momento deseó tener una familia. Qué irónico podía ser hasta con sus propios pensamientos, cuando deseaba cosas que en realidad no quería. Justo él que jamás respetó a ninguna mujer, ya sea porque le parecían tontas, superficiales o porque querían estar por encima de él y ser más exitosas en sus carreras; odiaba a las mujeres competitivas que se apoyaban en su supuesto feminismo y poderío sexual para aplastar hombres, pero también odiaba a las sumisas geishas que solo buscaban complacerlos, y escondían un rosario de quejas y odio hacia el macho, al que no dudarían en matar si tuvieran las agallas para hacerlo. Miró por el espejo retrovisor y vio que dos caritas risueñas se asomaron como títeres en un teatrillo de plaza, y le hicieron morisquetas desde el asiento trasero. Imbuido por esta imagen feliz giró la cabeza hacia el asiento del acompañante buscando la presencia que completara la escena; pero solo encontró una boca negra, de esas que todo lo devoran. Espantado, volvió la vista a la vía con el tiempo justo para acelerar y cruzar la bocacalle sin ser embestido por el vehículo que había acelerado para pasar antes que él. La puteada le llegó nítida.

—¡Mirá por dónde vas, la puta que te parió!

Otra muestra de que su futuro se escurría como agua servida por un sumidero.

Por desgracia, todo lo que había sucedido parecía aún más inverosímil que una ficción: era su vida, una contundente realidad transmitida en directo, sin posibilidad de reescrituras ni un director que grite “¡Corten!”.

Cuando no tuvo más remedio que detenerse por culpa de un semáforo en rojo, aprovechó para extraer un pañuelo de papel y secarse el rostro, el cuello y las manos. Odiaba toda aquella situación infernal. Llevaba apenas tres meses de casado, cuando descubrió que vivía una farsa. Su esposa lo engañaba con el dueño de la tienda de licores, y estaba seguro de eso porque lo había visto con sus propios ojos. Si tan solo esa noche, luego de la guardia de veinticuatro por veinticuatro, hubiera vuelto a su casa... Pero no, tuvo que hacerle caso al enfermero Rodríguez y seguirlo hasta ese antro. En la puerta tuvo un mal presentimiento, que se confirmó adentro. Los pecadores estaban enroscados como serpientes en ese bar mugriento, de esos con prostitutas menores de edad, juego clandestino y otras perversiones. ¡Un melodrama del carajo! Pero cuando vio que Arnoldo Regalbuto introducía su lengua horrenda y anormal, sin frenillo, en la boquita de Yoko, enloqueció; fue como ver al diablo, al mismísimo Gene Simmons aplastando tiernos pollitos con sus pies, mientras una multitud frentica saltaba y se sacudía pidiendo más… más… más. Ebrio de alcohol y locura dio unos cuantos pasos tambaleantes. Tomó lo primero que encontró a mano y allí terminaban sus recuerdos, como si una fuerza desconocida lo dominara. Su vida siempre fue eso: ¡Un maldito puzzle al que le faltan piezas!

Pero ese no fue el único episodio tenebroso de las últimas horas. No solo había matado a Arnoldo y a Yoko. El negro al que había golpeado con una barra de hierro, según le contó el policía que no lo dejaba solo ni por un momento, luchaba para no dejar este mundo y antes o después tendría que enfrentar la realidad más dura de todas: lo habían despedido del empleo en un momento en que la desocupación alcanzaba cifras alarmantes.

—¿Se da cuenta? —le dijo, mirando la lluvia que se escurría lentamente por la ventanilla del vehículo—. Quien sea que haya escrito el guión de mi vida debería haberla titulado “Especialista en fracasos” en mayúsculas, en la portada del libreto, de modo que no hubiera confusiones. —Giró la cabeza para mirar directamente a los ojos de su guardián—. Y no, no se trata de una comedia —remarcó—. Es una puta tragedia, ¿sabe?

El suboficial Ramírez carraspeó antes de preguntar. Estaba acostumbrado a ver cuerpos mutilados, destruidos o descompuestos, y si bien la escena del crimen era bastante corriente, incluso para esos tugurios del bajo de la ciudad, le llamaba poderosamente la atención la tremenda cara de boludo del asesino. Parecía un chiste.

—¿No se acuerda de nada por la borrachera? No me joda, doctor…

Ramírez visualizó en su mente los tres cuerpos; el hombre y la mujer muertos al instante, y el otro, el cuerpo del negro aún palpitante en el suelo. El rostro de la mujer, Yoko, le había recordado a la protagonista de un viejo crimen, un clásico en sus tiempos de estudiante y del cual habían hecho una película, y hasta una remake. Yoko tenía tajeados ambos extremos de su boca, dándole un aspecto de risa siniestra, como “La dalia negra”

Fernando sonrió, y lo sacó de sus pensamientos, pero no podía dejar de tararear “All my love” de Led Zeppelin, la canción que sonaba una y otra vez en el bar, hasta que alguien apagó el sonido.

—Quizá aquello ocurrió fuera de cuadro, por eso no me enteré. Deberíamos consultarlo con el guionista para ver qué nos revela de la trama.

―¡Jajaja! Perdón, doctor, pero esa sí que es buena ―disparó Ramírez sin poder contenerse―. ¡Somos personajes en un guión escrito por Dios, jajajajajaja!

Fernando se paralizó, aterrado. Contempló al otro con mirada de loco, incapaz de seguir razonando con claridad. No le gustaba que lo llamara doctor, y mucho menos con ese tono de burla exagerada y gesticulando tanto. Hasta podría jurar que sus ojos brillaban de una manera inusual o eran demasiado oscuros, como cuando la luna se refleja en aguas empetroladas, mostrando un abismo oscuro de muerte.

—¡Espere! ¿Qué hace acá, en el asiento del acompañante? ¡Usted no existe, Ramírez, mi culpa lo materializa, solo eso!

La risa murió tan abruptamente como había surgido.

—¿Dice que yo no existo? ¿Qué necesita para que le demuestre lo contrario?

Fernando se revolvió nervioso en el asiento hasta que surgió una idea.

—De acuerdo. Convénzame. Dígame qué soy. Le doy tres alternativas. Un médico que mata más pacientes de los que salva. Un actor que interpreta a un médico en una serie de TV. Un demente que acaba de cometer su noveno asesinato e imagina que es médico o actor de TV y está siendo conducido a la comisaría por un suboficial apellidado Ramírez. Elija y demuestre su existencia. —Se produjo un lento y largo silencio, roto únicamente por los sonidos de la calle―. ¿Qué le pasa Ramírez, lo dejé mudo?

Ramírez ni siquiera escuchó la pregunta, estaba perdido en un laberinto de especulaciones. A punto de decirle que le importaba un carajo toda esa mierda, esa argumentación dialéctica de que hacía gala el doctor, logró comprender que sin importar que eligiera, siempre podía estar llevándolo detenido tras cometer su último crimen.

En el rostro del policía floreció una media sonrisa que de pronto se marchitó. 

No sé la iba a poner tan fácil, además faltaba una media hora larga hasta llegar a la comisaría.

—Tengo una cuarta opción,  doc. ¿Y si fuera yo quien cometió esos crímenes, y usted no es más que una alucinación mía? ¿Es usted real, Fernando Villegas, "Especialista en Fracasos"?

—No es nada malo elucubrando disparates —dijo Fernando luego de tomar unos segundos para masticar, tragar y digerir la respuesta del policía—. Pero su razonamiento tiene una falla garrafal. Yo puedo pergeñar mi subjetividad, pero no podría hacer lo mismo con la suya.

—¿Qué significa pergeñar? —dijo Ramírez.

—Utilizaré el término para hacer efectivo mi décimo crimen. —Y sin solución de continuidad extrajo una Glock de la sobaquera y disparó tres veces.



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