Claudia Isabel Lonfat, Patricio Bazán,
Oscar De Los Ríos & Sergio Gaut vel Hartman
Una
gota solitaria se estremecía sobre la superficie del marbete plástico prendido
en la solapa de su traje. La limpió, distraído. "Dr. Fernando Villegas -
Area de Psiquiatría", rezaba la inscripción, y él la repetía en susurros
una y otra vez, como si debiera aprendérsela de memoria para no olvidar quién
era hasta ese instante. Mientras conducía de regreso al hospital en un auto
alquilado, pensó en lo que le esperaba allí. Había sido despedido por la
directora, una mujer fría e insensible que invariablemente privilegiaba su
carrera, lo que ella consideraba el éxito en su carrera, antes que cualquier
otra cosa. Y a pesar de que estaba al corriente de esos rasgos nefastos, de
todos modos se sentía humillado, vacío, inservible, por lo que no tardó en
derramar grandes y aceitosas lágrimas que resbalaron por sus mejillas y le
mojaron la camisa y los brazos. No conocía a nadie como él, capaz de llorar
hasta la deshidratación. Pensó en toda la situación y en lo fácil que le
hubiera resultado ser actor dramático de novelas de TV, de esas que se
perpetúan en el tiempo, eternas, de muchas temporadas, que mantenían atrapados
a los televidentes a pesar de lo ridículo de la trama, y donde la vida de los
protagonistas sucedía, casi en su totalidad, en ese hospital donde trabajaban,
como si no tuvieran nada que hacer fuera de él. ¿Acaso no era así? En ese momento
deseó tener una familia. Qué irónico podía ser hasta con sus propios
pensamientos, cuando deseaba cosas que en realidad no quería. Justo él que
jamás respetó a ninguna mujer, ya sea porque le parecían tontas, superficiales
o porque querían estar por encima de él y ser más exitosas en sus carreras;
odiaba a las mujeres competitivas que se apoyaban en su supuesto feminismo y
poderío sexual para aplastar hombres, pero también odiaba a las sumisas geishas
que solo buscaban complacerlos, y escondían un rosario de quejas y odio hacia
el macho, al que no dudarían en matar si tuvieran las agallas para hacerlo. Miró
por el espejo retrovisor y vio que dos caritas risueñas se asomaron como
títeres en un teatrillo de plaza, y le hicieron morisquetas desde el asiento
trasero. Imbuido por esta imagen feliz giró la cabeza hacia el asiento del
acompañante buscando la presencia que completara la escena; pero solo encontró
una boca negra, de esas que todo lo devoran. Espantado, volvió la vista a la
vía con el tiempo justo para acelerar y cruzar la bocacalle sin ser embestido
por el vehículo que había acelerado para pasar antes que él. La puteada le
llegó nítida.
—¡Mirá por dónde vas, la puta que te parió!
Otra muestra de que su futuro se escurría como agua servida
por un sumidero.
Por desgracia, todo lo que había sucedido parecía aún más
inverosímil que una ficción: era su vida, una contundente realidad transmitida
en directo, sin posibilidad de reescrituras ni un director que grite “¡Corten!”.
Cuando no tuvo más remedio que detenerse por culpa de un
semáforo en rojo, aprovechó para extraer un pañuelo de papel y secarse el
rostro, el cuello y las manos. Odiaba toda aquella situación infernal. Llevaba
apenas tres meses de casado, cuando descubrió que vivía una farsa. Su esposa lo
engañaba con el dueño de la tienda de licores, y estaba seguro de eso porque lo
había visto con sus propios ojos. Si tan solo esa noche, luego de la guardia de
veinticuatro por veinticuatro, hubiera vuelto a su casa... Pero no, tuvo que
hacerle caso al enfermero Rodríguez y seguirlo hasta ese antro. En la puerta
tuvo un mal presentimiento, que se confirmó adentro. Los pecadores estaban
enroscados como serpientes en ese bar mugriento, de esos con prostitutas
menores de edad, juego clandestino y otras perversiones. ¡Un melodrama del
carajo! Pero cuando vio que Arnoldo Regalbuto introducía su lengua horrenda y
anormal, sin frenillo, en la boquita de Yoko, enloqueció; fue como ver al
diablo, al mismísimo Gene Simmons aplastando
tiernos pollitos con sus pies, mientras una multitud frentica saltaba y se
sacudía pidiendo más… más… más. Ebrio de alcohol y locura dio unos cuantos
pasos tambaleantes. Tomó lo primero que encontró a mano y allí terminaban sus
recuerdos, como si una fuerza desconocida lo dominara. Su vida siempre fue eso:
¡Un maldito puzzle al que le faltan
piezas!
Pero ese no fue el único episodio tenebroso de las últimas
horas. No solo había matado a Arnoldo y a Yoko.
El negro al que había golpeado con una barra de hierro, según le contó el
policía que no lo dejaba solo ni por un momento, luchaba para no dejar este
mundo y antes o después tendría que enfrentar la realidad más dura de todas: lo
habían despedido del empleo en un momento en que la desocupación alcanzaba
cifras alarmantes.
—¿Se da cuenta? —le dijo, mirando la lluvia que se escurría
lentamente por la ventanilla del vehículo—. Quien sea que haya escrito el guión
de mi vida debería haberla titulado “Especialista en fracasos” en mayúsculas,
en la portada del libreto, de modo que no hubiera confusiones. —Giró la cabeza
para mirar directamente a los ojos de su guardián—. Y no, no se trata de una
comedia —remarcó—. Es una puta tragedia, ¿sabe?
El suboficial Ramírez carraspeó antes de preguntar. Estaba
acostumbrado a ver cuerpos mutilados, destruidos o descompuestos, y si bien la
escena del crimen era bastante corriente, incluso para esos tugurios del bajo
de la ciudad, le llamaba poderosamente la atención la tremenda cara de boludo
del asesino. Parecía un chiste.
—¿No se acuerda de nada por la borrachera? No me joda,
doctor…
Ramírez visualizó en su mente los tres cuerpos; el hombre y
la mujer muertos al instante, y el otro, el cuerpo del negro aún palpitante en
el suelo. El rostro de la mujer, Yoko, le había recordado a la protagonista de
un viejo crimen, un clásico en sus tiempos de estudiante y del cual habían
hecho una película, y hasta una remake. Yoko
tenía tajeados ambos extremos de su boca, dándole un aspecto de risa siniestra,
como “La dalia negra”
Fernando sonrió, y lo sacó de sus pensamientos, pero no
podía dejar de tararear “All my love”
de Led Zeppelin, la canción que
sonaba una y otra vez en el bar, hasta que alguien apagó el sonido.
—Quizá aquello ocurrió fuera de cuadro, por eso no me
enteré. Deberíamos consultarlo con el guionista para ver qué nos revela de la
trama.
―¡Jajaja! Perdón, doctor, pero esa sí que es buena ―disparó
Ramírez sin poder contenerse―. ¡Somos personajes en un guión escrito por Dios,
jajajajajaja!
Fernando se paralizó, aterrado. Contempló al otro con mirada
de loco, incapaz de seguir razonando con claridad. No le gustaba que lo llamara
doctor, y mucho menos con ese tono de burla exagerada y gesticulando tanto.
Hasta podría jurar que sus ojos brillaban de una manera inusual o eran
demasiado oscuros, como cuando la luna se refleja en aguas empetroladas,
mostrando un abismo oscuro de muerte.
—¡Espere! ¿Qué hace acá, en el asiento del acompañante?
¡Usted no existe, Ramírez, mi culpa lo materializa, solo eso!
La risa murió tan abruptamente como había surgido.
—¿Dice que yo no existo? ¿Qué necesita para que le demuestre
lo contrario?
Fernando se revolvió nervioso en el asiento hasta que surgió
una idea.
—De acuerdo. Convénzame. Dígame qué soy. Le doy tres
alternativas. Un médico que mata más pacientes de los que salva. Un actor que
interpreta a un médico en una serie de TV. Un demente que acaba de cometer su
noveno asesinato e imagina que es médico o actor de TV y está siendo conducido
a la comisaría por un suboficial apellidado Ramírez. Elija y demuestre su
existencia. —Se produjo un lento y largo silencio, roto únicamente por los
sonidos de la calle―. ¿Qué le pasa Ramírez, lo dejé mudo?
Ramírez ni siquiera escuchó la pregunta, estaba perdido en
un laberinto de especulaciones. A punto de decirle que le importaba un carajo
toda esa mierda, esa argumentación dialéctica de que hacía gala el doctor,
logró comprender que sin importar que eligiera, siempre podía estar llevándolo
detenido tras cometer su último crimen.
En el rostro del policía floreció una media sonrisa que de
pronto se marchitó.
No sé la iba a poner tan fácil, además faltaba una media
hora larga hasta llegar a la comisaría.
—Tengo una cuarta opción,
doc. ¿Y si fuera yo quien cometió esos crímenes, y usted no es más que
una alucinación mía? ¿Es usted real, Fernando Villegas, "Especialista en
Fracasos"?
—No es nada malo elucubrando disparates —dijo Fernando luego
de tomar unos segundos para masticar, tragar y digerir la respuesta del
policía—. Pero su razonamiento tiene una falla garrafal. Yo puedo pergeñar mi
subjetividad, pero no podría hacer lo mismo con la suya.
—¿Qué significa pergeñar? —dijo Ramírez.
—Utilizaré el término para hacer efectivo mi décimo crimen.
—Y sin solución de continuidad extrajo una Glock de la sobaquera y disparó tres
veces.
Me había olvidado de los intercalados. Fue una buena experiencia que se las recomiendo a los nuevos integrantes.
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