Rosa Lía Cuello
Es de noche. La soledad me trajo
a este lugar que parece tan lejano del mundo verdadero. En tu pueblo, de casas
coloridas y chatas, de ladrillos casi coloniales y letreros hechos a mano, todo
queda disimulado por la oscuridad. La distancia nos hizo pensar, nos trabajó un
año entero en el cerebro, se enquistó en la piel, nos transformó en dos seres
que se necesitan.
El calor abrasa. Yo
necesito sentir que me rodeas con tus brazos y que nuestras pieles por fin van
a conocerse. Nuestros poros se alimentarán de nosotros hasta fusionarnos.
Nuestra sangre bullirá al unísono.
Es extraño, pero
tengo miedo. Del mañana, de que me pidas definiciones, de que sugieras que me
amas y luego me lo grites de frente. Y temor de no saber cómo reaccionar, de
que la razón me diga una cosa y todo mi cuerpo pida otra. No quiero perderte y
tampoco quedarme acá. Sé que mi lugar es otro, donde el sol no brilla, donde no
quema, ni lastima.
Me provoca ternura
este sitio, sus calles, el pedregullo, el polvillo que se levanta saludándome y
me llena los ojos de lágrimas anticipadas. Me dijiste que pasara lo que pasara
yo seguiría siendo tu dueña.
—No soy nada sin vos
—comentaste—, solo un cachorro hambriento, con sed y ansias de caricias. Una
marioneta del destino.
Una canción sale de
esta casa amarilla, con cortinas. Las únicas que he visto hasta ahora. “Cuando
nadie me ve… a veces soy tuyo y a veces del viento”. Comprendo que he llegado.
Me detengo. Inhalo
hondo. Empujo la puerta que está entreabierta, y te descubro detrás del
mostrador acomodando algunos papeles.
No traigo equipaje
pero deposito mi capa en el piso recién lavado, impecable, sin mácula de polvo,
y todo el amor se me anida en el pecho sin saber qué hacer. Entonces de una
abertura lateral sale una mujer casi vulgar, con un niño en los brazos, te lo
entrega, y regresa por el mismo lugar.
Se te ilumina la
cara. El niño gorjea. El nudo en el pecho se ajusta, lastima, empieza a dejar
marcas. Alzo mi abrigo y retrocedo. Giras hacia adonde estoy, me miras sin ver,
y preguntas:
—¿Quién está ahí?
Mi voz. ¿Dónde está?
¿Por qué no puedo contestarte? Regresa la matrona, me ve y sonríe.
—Es una mujer don
Juan, una pasajera —te comunica— deme, yo llevo al niño.
Tu rostro se vuelve
pálido. A duras penas preguntas si necesito habitación y por cuanto tiempo. Me
he ido acercando al mostrador sin darme cuenta, mis palabras resuenan a
ultratumba cuando digo:
—No sé, tal vez solo
por una noche.
La señora toma al niño y se aleja. Entonces te
sientas frente a la computadora y escribes la ficha. Observo el teclado que
tiene las letras en sistema braille.
—Te manejas bien con ella —afirmo.
—Sí —respondes—; también puedo chatear.
—¿Muchos amigos? —digo.
—Solo una mujer —contestas—;
desde que quedé viudo, solo ella.
Vuelvo a respirar.
Inspiro y saco el aire lentamente.
Me inclino y te tomo
la mano, nuestras pieles se reconocen a pesar de ser la primera vez que están
tan cerca. Te levantas y soy yo la que te abraza.
—Ya estoy acá —te
susurro al oído—, y vine a buscarte.
Me distrae tu piel
blanca, tus venas que se dejan ver a través de ella. Siento que este era el
momento tan esperado, por un instante estuve a punto de dejarme llevar por
aquella idea de hace tanto tiempo: casarme, formar un hogar, niños corriendo en
el patio.
La música de la
computadora sigue repitiendo: “cuando nadie me ve pongo el mundo al revés,
cuando nadie me ve no me limita la piel…”
Respiro hondo otra
vez, entreabro mi boca y dejo paso a mis colmillos que se incrustan en tu cuello
indefenso. Ni siquiera gimes, mientras un débil hilo de sangre se escurre por
tu camisa blanca. Sí, esto es amor, esto es gozar del ser amado.
Con la modernidad no
es tan fácil ser vampiro y tener que contactar víctimas por Internet; a veces
los genes primigenios invaden nuestra existencia, el pasado asoma a nuestra
mente, nos ponemos cursi y corremos peligro de enamorarnos como me pasó a mí.
Por suerte el instinto es más fuerte.
Muy buen cuento, lo repito me gustó mucho la trama.
ResponderEliminarMuy bueno
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